CAPÍTULO 2
Fundación de Menfis, «Balanza de las Dos Tierras».

El sacerdote astrólogo indica al faraón Menes, «el estable», que ha llegado el momento. La procesión se ha detenido. Se hace el silencio. Menes avanza, solo. Lleva la doble corona, formada por la corona roja del Bajo Egipto y la corona blanca del Alto Egipto. Por primera vez, en efecto, las Dos Tierras están unidas bajo la soberanía de un jefe al que todos los clanes reconocen como tal. Menes, protegido por Hathor, la gran divinidad celeste, ha vencido el caos, la rebelión, la revuelta. Ha instaurado fronteras seguras, ha sometido a los pueblos del Norte que, durante algún tiempo, intentaron resistírsele.[1] Faraón ha recorrido como vencedor «el doble país», descendiendo y remontando el Nilo para organizar las provincias.

Faraón es un hombre de poderosa musculatura. Lleva en el mentón una barba postiza, símbolo de fuerza dominada. Sólo lleva, como vestimenta, un taparrabos de cuyo cinturón cuelga una cola de toro. Toro, en egipcio, se dice ka. Es, por excelencia, el animal en el que se encarna la energía vital de origen divino que corre por las venas de cualquier faraón entronizado por los ritos.

El rey lleva un gran azadón. Con gesto lento y solemne, blande la herramienta y la clava en el suelo, comenzando a excavar la primera fosa para los cimientos de la primera capital del Egipto unificado: Menfis. Todos los presentes, cortesanos, ritualistas, sacerdotes, consejeros, contienen el aliento. Tiene plena conciencia de estar viviendo un momento decisivo.

Menes está decidido a convertir Menfis, al mismo tiempo, en sede del gobierno, plaza fuerte y metrópoli de equilibrio entre el Delta (el Bajo Egipto) y el valle del Nilo propiamente dicho (el Alto Egipto). El momento de la fundación y el lugar también han sido bien elegidos, puesto que, a pesar de las vicisitudes de la historia, Menfis seguirá siendo la mayor ciudad egipcia hasta el fin de la civilización faraónica.[2]

¡Pero qué gigantesco trabajo para llegar hasta ahí! Fue necesario desecar una inmensa extensión de tierra tras haber desviado el curso del Nilo y creado un gran canal paralelo al río. Corría al pie de la meseta donde fueron erigidas las pirámides. Dispositivo de rara inteligencia, puesto que permitía que los barcos mercantes circularan sin riesgos aportando, así, los materiales necesarios para la edificación de la ciudad. Revestido de mampostería, cuidadosamente mantenido, ese canal comunicaba puertos de distinta importancia, muy cerca de los astilleros. Faraón había comprendido que el Nilo podía ser la más práctica de las vías de circulación. Pero era preciso crear un ministerio de Obras Públicas de extraordinaria eficacia, donde predominaban carpinteros y talladores de piedra.

El emplazamiento de Menfis no fue elegido al azar. Allí fue enterrado el dios Osiris, que ostenta el secreto de la muerte y la resurrección. Por ello la región será eternamente fértil, proporcionando a los menfitas abundantes alimentos. Cuando Isis lloró a Osiris, sus lágrimas cayeron al Nilo y provocaron la primera crecida que depositó en las riberas del río el limo nutricio. El Nilo será, por lo tanto, pues siempre benefactor para la primera capital de las Dos Tierras, convirtiendo la campiña circundante en granero de todo el país.

Faraón mira a su alrededor. Qué contraste entre la tierra negra, fértil, en la que reina Horus, el protector de Faraón, y la tierra roja, abrasada, desértica del dios Seth, que ostenta sin embargo el poder del rayo. Horus y Seth son hermanos. Se pelean, se oponen, pero son inseparables. El papel de Faraón consiste, precisamente, en reconciliarles para que los hombres vivan en paz. Menfis será la más perfecta encarnación de esta función, y llevará por ello los nombres de «Balanza de las Dos Tierras», «Vida de las Dos Tierras», «Estable es la perfección». El conjunto de la región menfita, rica en pirámides, será marcada, además, por esta noción de estabilidad, de imperecedero asentamiento sobre el que puede construirse una civilización.

Al terminar de excavar la primera zanja de cimientos, Faraón ve ya edificarse la muralla blanca que será, a lo largo de las edades, la parte más sagrada de la capital. En este lugar se consagrará a los faraones y se celebrarán los ritos de la coronación. El futuro faraón tendrá que llevar a cabo una carrera alrededor de ese muro, para manifestar aptitudes físicas y, a la vez, recorrer simbólicamente el circuito del universo sobre el que está llamado a reinar. Tomaba así posesión del cielo y de la tierra. Ese muro blanco marcaba, también, su deber de protección con respecto a los egipcios.

Realizada la carrera, en presencia de los grandes dignatarios del Alto y el Bajo Egipto, el rey recibía la doble corona. Se le prestaba juramento de fidelidad. El papiro del Norte y el loto del Sur eran anudados, representando la unión de las Dos Tierras. La escena era grabada en los flancos del trono real, recordando así que Faraón era, esencialmente, un reunificador, garante de una coherencia de la que no habían desaparecido las diferencias.

La tierra ha sido abierta por el azadón real. Se ha formado un profundo surco. Faraón ha permitido así que la vida subterránea se exprese, que fuerzas oscuras reciban la luz. Preparando la futura edificación, ha vencido la muerte. Por ello, la gran fiesta de Sokaris, dios de los difuntos y de los espacios subterráneos donde habitan, conmemorará este acontecimiento. La fertilidad del suelo procede de debajo de la tierra, de la matriz del otro mundo.

Terminada la ceremonia de fundación, Menes y su corte se dirigen hacia el paraje donde se edifica el palacio, una construcción de ladrillo. Allí se hallan los aposentos del rey, las salas de recepción oficial, las oficinas de la administración central. A su alrededor, mataderos y cocinas. Un pequeño ejército de coperas, encargados de la guardarropía real, mayordomos, camareros y escribas, se encargan de la intendencia. En su palacio, Faraón consulta con un Consejo de sabios, «los conocidos del rey». Con ellos toma las decisiones referentes a la vida espiritual y material del reino. Todos ellos son responsables, como él mismo, ante Maat, la Regla de vida, la norma de armonía del universo. A partir de este centro neurálgico se difunden las órdenes de Faraón hacia los distintos sectores de la Administración egipcia, agrupados en casas, de las que una de las más importantes es la «doble casa blanca», el Ministerio de Hacienda. No menos considerable es la casa de los archivos reales, donde los escribas registran los decretos, redactan los anales, clasifican los documentos oficiales.

Desde su palacio, Faraón contempla los parajes donde se levantarán los templos de los dioses, construidos con piedra de eternidad. En el secreto de los santuarios, los iniciados se encargan de asegurar la presencia divina en tierra. En el patio al aire libre de los grandes templos, o en los atrios, se celebrarán las fiestas de las divinidades a las que se unirá la población. El rito más importante, para el rey, es la erección del pilar-djed, cuyo nombre significa «estabilidad» y que simboliza a Osiris. Faraón en persona empuñaba el pilar, caído al suelo, para enderezarlo de nuevo, testimoniando así la resurrección del dios, modelo para todos los hombres.

En el templo de Ptah, señor de Menfis y patrono de los artesanos, se elaboraba la teología del Verbo creador. Los iniciados afirmaban que todo había brotado del Verbo, concebido en el corazón y que se manifestaba por el lenguaje. Por ello una obra permanecía inerte mientras no fuera animada por el Verbo.

Menes, el primero de los faraones, había llevado a cabo su tarea: crear Menfis, edificar la capital.

Menfis no será la única capital del Egipto faraónico. También estaban Licht en el Imperio Medio y Tebas en el Imperio Nuevo. Pero ni siquiera la omnipotente y rica ciudad rebana podrá disminuir el papel económico, político y militar de Menfis. La austera ciudad del Imperio Antiguo cambiará, es cierto, de carácter, a partir del Imperio Nuevo. Cada vez se instalarán allí más extranjeros, sirios, fenicios, asiáticos, antes de que lleguen griegos y judíos. Se organizarán así verdaderos barrios reservados, hormigueantes de vida. El puerto fluvial de Menfis, con sus almacenes, es el más importante de Egipto. Su guarnición es, numéricamente, la mayor; se equipa directamente en el gran arsenal donde se fabrican las armas. Diversidad de razas, de vestidos, de costumbres: la Menfis del Egipto agonizante será una ciudad cosmopolita, ruidosa, abigarrada que no olvidará, sin embargo, celebrar el culto de Menes, su fundador. Encuentran refugio allí los cultos más antiguos, allí se transmite el conocimiento iniciático de las primeras edades. Ostannes enseña alquimia en el templo de Ptah, allí es concebida y redactada la Tabla de esmeralda. Los subterráneos de Serapeum, donde están enterrados los bueyes Apis, albergan escuelas de magia.

De esta vasta capital no queda nada visible. Sin embargo, subsistían todavía colosales ruinas en el siglo XIII de nuestra era. Pero los mamelucos fueron incapaces de ocuparse de los diques. Una vez se hubieron roto, el encenagamiento fue apoderándose progresivamente del lugar, invadido más tarde por un palmeral. Se descubrieron allí dos colosos de Ramsés II, que tanto había hecho por la restauración de la antigua capital, y una enigmática esfinge de serena sonrisa, que medía más de ocho metros de largo. Sin duda formaba parte de un conjunto de genios guardianes colocados ante la entrada de un templo. Hoy está allí sólo para recordar aquel instante sublime en el que un faraón constructor abría el suelo para que brotara de él la «Balanza de las Dos Tierras».