La región del Gebel Silsileh, en el sur de Egipto, está constituida por rocas abrasadas por el sol. Gebel Silsileh significa «montaña de la cadena»; según la leyenda, allí había, en efecto, tendida entre dos rocas, una cadena que señalaba el límite meridional del Egipto faraónico.
Durante la Antigüedad, en las bajas aguas, se podía contemplar un extraño espectáculo. El Nilo, el río-rey, el más largo del mundo (6500 km), vivía de acuerdo con su propio ritmo, único, antes de la construcción de las modernas presas. Naciendo bajo el Ecuador, procedente del África ecuatorial, transportaba parcelas de rica tierra de labor hasta Egipto, el país amado por los dioses. Las aguas lodosas proporcionaban riquezas y prosperidad a Kemet, «la Negra», uno de los nombres de Egipto. El limo negro se depositaba en las orillas cuando la crecida, que había comenzado a mediados de julio, alcanzaba su punto culminante.
Pero esta crecida, tan preciosa, no era considerada por los egipcios como un fenómeno sólo natural. Por esta razón, antes de que se iniciara la crecida, cuando el río estaba en lo más bajo, una procesión avanzaba por el árido suelo del Gebel Silsileh. Faraón en persona, el rey-dios, el indiscutido dueño del país, estaba presente; a su lado, sacerdotes, magos, ritualistas, científicos que habían estudiado año tras año los movimientos del gran río. La inquietud anidaba en los corazones. ¿Cómo se comportaría el Nilo? Si la crecida era demasiado fuerte, sería una catástrofe. Las aguas destruirían diques, trastornarían los sistemas de irrigación, arrastrarían casas. Pero si la crecida era insuficiente, si las orillas seguían siendo estériles bancos de arena, la catástrofe sería peor aún, convirtiéndose incluso en una tragedia si semejante situación se reproducía varios años sucesivos. Se materializaba entonces el espectro del hambre. Los graneros reales, sin recursos ya tras siete años de provisiones pacientemente almacenadas, no podrían ofrecer a la población alimento bastante.
Para evitar semejante desgracia la procesión caminaba hacia la orilla. El Gebel Silsileh no es un lugar ordinario. Hay allí una inmensa cantera de gres donde trabajaron miles de obreros para extraer enormes bloques que sirvieron para construir los templos de Tebas la magnífica. Pero aquel día crucial la mirada de Faraón no se dirigía a las canteras. El rey pasaba ante pequeños oratorios adornados con escenas de ofrendas y textos rituales dedicados al Nilo. Se aproximaba al río, al lugar donde formaba un remolino. Precioso indicio: aquella espiral inscrita en el agua demostraba que el Nilo tenía allí su fuente; o más exactamente una de sus fuentes, pues el río nacía también cerca de Menfis, la más antigua capital, y en Asuán, donde su poder creador se albergaba en una gruta misteriosa.
Faraón, el rey-dios, es la piedra angular del sistema religioso, político, económico y social del país. No es sólo un individuo. En él, como hijo de Dios, se encarna la armonía del universo del que es garante en esta tierra. Es muy normal, pues, que vaya al encuentro del Nilo, puerta fertilizante, para iniciar con él un necesario diálogo. Faraón no ha llegado con las manos vacías para solicitar al Nilo una crecida satisfactoria, ni demasiado fuerte ni demasiado débil. En el Antiguo Egipto, el signo de cortesía más elemental es la ofrenda. Faraón porta el Libro del Nilo, un largo y solemne ritual. Los jeroglíficos que lo componen son otros tantos signos vivos, animados, que le dictan la conducta a seguir. Ciertamente, Faraón domina los elementos. Puede ordenar al Nilo que derrame sus aguas por las montañas. ¿Pero se dan órdenes a una potencia amiga? ¿No es más conveniente honrarla primero?
Ayudado por especialistas en magia y en liturgia, Faraón lanza al río el Libro del Nilo, el rollo de papiro que contiene los signos simbólicos; pero añade elementos concretos: panes, carnes, pasteles, amuletos. Así, el Nilo será alimentado y podrá alimentar a los hombres. Faraón hace con el río un verdadero contrato cuyo beneficiario será todo Egipto. El rey completa su ofrenda con estatuillas de mujeres, las novias del Nilo. Considerado como un joven fogoso, el río quedará hechizado por la gracia de esas cortesanas y desplegará el más fecundante de sus ardores.
¿Cómo dudar, tras tantas precauciones, de que el Nilo consienta en «ascender fuera de su fuente» y cumplir correctamente su función? Los malos años fueron sin duda aquéllos en los que el ritual no se realizó correctamente.
Faraón, que reconoce al Nilo como su padre, lo celebra así en varios lugares de Egipto, especialmente en el punto clave donde el río se divide en dos ramas, en la base del Delta, en Fayum y en Elefantina. Aunque el fenómeno nos parezca difícil de comprender, Faraón tenía el don de estar presente en varios lugares a la vez. Había un solo faraón, pero su espíritu penetraba en el cuerpo de los sacerdotes encargados de oficiar en su lugar.
Este ritual de ofrendas a la naciente crecida es una de las «horas» esenciales de la civilización egipcia. Por la magia de lo escrito y del verbo, Faraón concluye una alianza con la divinidad presente en las mayores fuerzas de la naturaleza. Todo Egipto, tierra de fe y de sabiduría, se resume en ese pacto ritual entre el hombre-dios y el río celeste. Porque no nos engañemos, el Nilo terrestre que contemplan nuestros ojos es sólo la proyección de un Nilo celestial, inmensa vía de energía que brota de lo que los egipcios denominaban el Nun, especie de océano primordial del que nacen permanentemente todas las formas de la vida.
La crecida ha nacido, la crecida es armoniosa, Egipto renace. El Egipto de los primeros faraones no se parecía al que conocemos hoy. Sus paisajes eran menos áridos, mucho más verdes. Las orillas del Nilo estaban cubiertas de vegetación. Los papiros formaban verdaderos bosques. Hipopótamos y cocodrilos, que han sido hoy rechazados muy hacia el sur, poblaban sus aguas.
Las Dos Tierras, el Bajo Egipto o Delta y el Alto Egipto o valle del Nilo, forman sólo un pequeño país de 25 000 km2, aproximadamente, superficie que supera un poco la de Bélgica. Pero unos hombres excepcionales, cuyos orígenes nos siguen siendo desconocidos, eligieron esa tierra extraordinaria, ese lugar del mundo privilegiado donde los dioses, el sol y el Nilo se unieron para crear una civilización inmortal.
Los primeros faraones necesitaron de una formidable intuición para presentir en qué podía convertirse Egipto. Una condición indispensable: el trabajo. Ciertamente, los relieves y las pinturas de las tumbas del Antiguo o del Nuevo Imperio evocan a menudo una existencia alegre, fácil, feliz; ciertamente, a los egipcios de todas las épocas les gustaba reír, beber y cantar; ciertamente, nunca civilización alguna se sintió más feliz celebrando la vida en todos sus aspectos. Pero esa radiante felicidad que nos conmueve todavía en lo más profundo no se debe al azar. Es fruto de una sociedad perfectamente organizada, muy jerarquizada, que consideraba la labor cotidiana como una de sus primeras virtudes. Esos grandes constructores que fueron los egipcios no temieron las quemaduras de un sol a menudo ardiente ni los rigores de inviernos a veces duros; al compás de sus tres estaciones, primavera, verano, invierno, construyeron el más poderoso Estado del mundo antiguo.
En la base de la riqueza de Egipto está el Nilo. Pero esta fuerza viva, gracias a la cual los campesinos obtendrán hasta tres cosechas de trigo por año, debe ser domesticada y utilizada al máximo. El delta de hoy no debe hacernos ilusiones: ¡está varios metros por encima del delta de la Antigüedad! Antaño, lo que se ha convertido en una fértil campiña era una zona de marismas que fue necesario adecuar con inmensos y pacientes trabajos.
Los faraones fueron, primero, los maestros de obra del Nilo. Antes de trabajar la piedra utilizaron el agua como material. Para conseguirlo hicieron construir diques lo bastante altos para proteger las aldeas de una crecida excesiva. Cuando el agua había cubierto el país entero, las aglomeraciones encaramadas sobre esas colinas de tierra parecían como islotes, unidos entre sí por las carreteras que formaban las crestas de los diques. Aquéllos eran los únicos caminos por los que se podía viajar a pie durante los meses de inundación.
Resultó indispensable retener la preciosa agua que el Nilo dispensaba con generosidad. Por eso se construyeron estanques de irrigación, verdaderas áreas protegidas para conservar lo sobrante de la crecida. Las tierras cultivables eran cuadriculadas por esos estanques de tamaños diversos, tan preciosos para la agricultura como para los jardines. Para regular la distribución de agua se excavó una red de canales, una especie de sistema sanguíneo por el que circulaba la energía indispensable para el equilibrio del cuerpo del Estado. El cuidado de esos canales fue, a lo largo de la historia, una de las prioridades de la Administración egipcia. El «excavador de canal» es uno de los títulos más arcaicos concedido a un alto funcionario; curiosamente, se convertirá en el «estratega» en la época grecorromana. ¡Ojalá los dioses hubieran querido que la estrategia fuese siempre tan pacífica!
En los períodos turbulentos de la historia egipcia se advierte un debilitamiento del poder temporal de Faraón. Esto acarrea una degradación económica, un fraccionamiento nefasto de las responsabilidades y, casi automáticamente, un peor mantenimiento de los canales. La agricultura es la primera que se resiente y el nivel de vida de la población baja. ¿No es acaso significativo que el término jeroglífico utilizado para «canal» sea sinónimo de «amor» (mer, en egipcio)? ¿Acaso el amor no es la energía suprema que «circula» por todo el ser, al igual que el agua procedente del Nilo celeste se propaga, por los canales, a través de todo Egipto?
Las variaciones entre aguas bajas y aguas altas podían alcanzar niveles considerables, que llegaban hasta los ocho metros. Para conocer mejor las diferencias entre mínimo y máximo en la crecida los egipcios crearon «nilómetros», escaleras que bajaban hacia el río y utilizaban como instrumentos de medida elementales. A esos nilómetros se añadieron unos pozos, el más célebre de los cuales es el de Asuán, donde Eratóstenes, el sabio griego, efectuó una medición muy precisa del arco del meridiano terrestre que los egipcios no habían dejado de calcular, antes que él. Aunque el Trópico de Cáncer pase a unos 12 km al sur de Asuán, no deja de ser cierto que ese ilustre pozo es un auténtico centro del mundo, una especie de eje del universo de los hombres. En el fondo, efectivamente, se halla la «capa de agua» del Nun, energía eterna, savia permanente de la creación.
El chaduf, instrumento simple pero eficaz, que sigue utilizándose actualmente, resultó muy valioso para utilizar el agua del Nilo con el fin de regar jardines o parcelas elevadas de terreno. El chaduf se compone de una palanca móvil y dos vigas hundidas en el suelo. La palanca está fijada en ambas vigas. Se cuelga un contrapeso de barro en el brazo más largo y un recipiente en el brazo más corto. Cuando éste baja, el recipiente se sumerge y se llena de agua lodosa. Se levanta el brazo, se vierte el recipiente en la tierra que debe regarse y se vuelve a empezar, incansablemente, sin prisa, con regularidad. Los resultados son satisfactorios y pueden moverse así impresionantes masas de agua.
Si el manejo del chaduf es una actividad individual, el mantenimiento de los diques, de los estanques de irrigación y del sistema de canales es cosa del Estado. Por ello, el trabajo se confió a comunidades de aldeanos y no a propietarios que actuaran por su cuenta personal. Los documentos revelan, además, que equipos muy bien organizados se encargaban durante la estación invernal de los trabajos de irrigación. Formaban parte de ellos campesinos que, en esa época del año, no tenían ya que realizar tarea agrícola alguna. Efectuaban una especie de servicio nacional que no deja de recordar, en un terreno distinto, los períodos de instrucción militar de los ciudadanos suizos. Nadie permanecía ocioso; quienes no eran destinados a la irrigación se empleaban en las grandes obras donde se edificaban pirámides y templos. No era en absoluto un trabajo forzoso o un reclutamiento, algo que en Egipto nunca se conoció, sino la utilización inteligente del ritmo estacional propio del país.
Nilo procede del griego Neilos, cuya etimología se desconoce. El término egipcio que sirve para designarlo es hapy, cuyo sentido es, probablemente, «el saltarín». Hapy, por otra parte, no es el río material sino el espíritu del río del que un texto afirma que no está tallado en la piedra, que los ojos no lo ven. Sin embargo, hapy está representado en los basamentos de los templos como un personaje andrógino, medio hombre medio mujer. El agua es el hombre, la tierra irrigable la mujer. Juntos son el Padre y la Madre. Hapy, de colgantes mamas, lleva la cabeza coronada por una mata de papiro, proporciona a los templos las mejores cosechas, los más hermosos frutos de la tierra. Su presencia nos recuerda las horas alegres en las que Egipto estaba en fiesta, cuando celebraba las cosechas. En la yema de los dedos del dios Nilo está la abundancia: cuando llega, él, que se crea a sí mismo, llena de alegría la humanidad. Por lo demás, va acompañado por una multitud de pequeños genios que personifican las corrientes de agua, los canales, el agua de la eterna juventud, el agua fresca, etc. La procesión se representa como una respuesta favorable a la que dirigía Faraón, al aportar al río las ofrendas que merecía. El «contrato» era respetado así.
Al arrojar al río el Libro del Nilo, Faraón ofrecía al Nilo un texto sagrado. Ese texto estaba compuesto por una materia viva, los jeroglíficos. Si el Nilo es la base material y económica de la civilización egipcia, el sistema jeroglífico es su base espiritual e intelectual.
Este sistema de escritura, que es también una lengua sagrada, apareció hacia 3200 a. J. C., plenamente a punto desde el origen. En los jeroglíficos no hubo «progreso». Advertiremos simplemente que, con el tiempo, el número de signos aumentó: unos setecientos en el Imperio Medio, varios miles en la época ptolemaica y en el agonizante Egipto. Pero las leyes fundamentales de la lengua no habían cambiado. Un sacerdote que grabara las inscripciones de Edfú podía descifrar los Textos de las Pirámides, inscritos en la piedra tres mil años antes, cuando nosotros somos prácticamente incapaces de leer a Rabelais en el texto original, compuesto hace ahora cuatro siglos.
Esta continuidad del sistema jeroglífico se apoya en un hecho esencial: los jeroglíficos son palabras de Dios, contienen su revelación, las claves del Conocimiento, de la armonía del cosmos. Los escribas iniciados en estos misterios son los discípulos del dios Thot, con cabeza de ibis y pico puntiagudo como un cálamo. Medu, el término egipcio que sirve para designar los jeroglíficos, el Verbo divino, significa también bastón; pues la palabra sagrada es el único bastón eficaz sobre el que puede apoyarse el hombre para recorrer el camino de la vida y descifrar sus sentidos.
El nacimiento del Estado egipcio está ligado al de los jeroglíficos. La civilización faraónica fue creada por esa lengua sagrada donde se combinan signos simbólicos y fonéticos. En efecto, con la unión de las Dos Tierras, el Bajo y el Alto Egipto, bajo la autoridad de Faraón, aparece el sistema jeroglífico, útil de una nueva sociedad que se desarrolla a orillas del Nilo. La última inscripción jeroglífica, en la isla de Filae, data de 390 d. J. C. Esta lengua sublime, abstracta y concreta a la vez, que permite evocar los más sutiles matices del pensamiento y también describir las realidades más materiales, fue utilizada durante más de tres milenios.
¿Quién inventó los jeroglíficos? Los textos religiosos atribuyen su paternidad al dios Thot, ya citado, el escriba y el secretario de la luz. Asociado a la enigmática diosa Sechat, simbolizada por una estrella de siete puntas, vela por los escritos sagrados, los rituales, los anales reales, es decir, sobre la memoria jeroglífica de Egipto. Ahora bien, conocemos el lugar donde vivían los especialistas en jeroglíficos: «la Casa de Vida», admirable término que sirve para designar esa «gran escuela» donde los sabios egipcios aprendían a descubrir los secretos de la vida. Cada templo importante poseía su Casa de Vida donde se formaban los especialistas en culto, los astrónomos, los médicos, los arquitectos. El más importante de los templos egipcios, al menos en el plano teológico, era el de Heliópolis, la «ciudad del sol» (en egipcio iunu, la ciudad del pilar). Allí reinaba el Creador. Allí se concibió el Estado egipcio, tal como permaneció durante milenios. De la antigua Heliópolis, cuyos restos están enterrados bajo el barrio de Matarieh, cerca de El Cairo, sólo subsiste un obelisco de Sesostris I, que data del Imperio Medio. Los grandes templos de Atum, Ra y Horus han desaparecido. Sin embargo, en la Casa de Vida se creó, probablemente, la escritura jeroglífica, el más extraordinario instrumento de civilización del mundo antiguo.
Ésta está presente en el Antiguo Egipto por todas partes, en cualquier soporte, piedra, madera, papiro, metal, cuero, etc. Las estatuas, las jarras, los objetos más diversos en los que no hay inscripción son considerados, ellos mismos, como jeroglíficos, signos de vida; en el arte egipcio, todo es jeroglífico, del templo más gigantesco al más diminuto de los amuletos.
Heliópolis, la ciudad madre, nunca tuvo importancia económica pero siguió siendo la ciudad sagrada por excelencia, cuyos monumentos fueron embellecidos por todos los faraones, incluido Akenatón. La reputación de Heliópolis atravesó los siglos. El filósofo griego Platón, como muchos de sus compatriotas, realizó una estancia allí para recoger las enseñanzas de los sabios egipcios. La Virgen María en la «huida a Egipto», que fue más bien un regreso a las fuentes, se ocultó en un árbol situado en Heliópolis para huir de sus enemigos. La gran sombra de la ciudad solar atravesó la historia recordando los orígenes del Estado.