Introducción

Este libro es un testimonio acerca de una iniciación vivida hoy en Occidente y del camino que conduce a una sabiduría, a una plenitud, a una armonía que todos buscamos en nosotros y en nuestro entorno.

Yo tuve la suerte de encontrar, durante una bonita y fría jornada de invierno, a un Maestro de Obras del siglo XX, uno de esos hombres que siguen transmitiendo un ritual y unos valores iniciáticos.

Cuando este hombre de mediana estatura, ancho de hombros y pelo plateado, se acercó a mí, comprendí que mi vida iba a sufrir una transformación. Llevaba más de una hora contemplando una serie de esculturas esculpidas en uno de los portales de la catedral de Metz, convencido de que la larga búsqueda que me había llevado hasta allí no había sido en vano. Esas imágenes representadas en la piedra eran una narración extraordinaria, ofrecida a la vista de todo el mundo. Pero a nadie se le había ocurrido la idea de leerla, lo cual no dejaba de llenarme de perplejidad[4].

En un principio, el hombre no dijo nada. Se situó a unos pocos metros de mí. Se sopló en los dedos, como para quitarse el trío. Luego saco un aparato fotográfico de una gran bolsa. También él había ido a contemplar aquellas esculturas misteriosas.

No me atreví a dirigirle la palabra. Algunas personas, intrigadas por dos turistas que examinaban de tan cerca un portal por delante del cual ellos habían pasado sin verlo cientos de veces, no se detuvieron a causa del tiempo que hacía.

Cuando hubo terminado de hacer sus fotos, guardó de nuevo con sumo cuidado la cámara, con la lentitud de alguien que tiene todo el tiempo del mundo para sí. Se volvió hacia mí, sonriente.

—No parece usted tener calor. ¿Y si nos fuéramos a tomar algo?

Tras haber tomado una bebida estimulante, regresamos delante del portal.

Y estuvimos charlando durante horas. Tomando como pretexto las esculturas esculpidas por sus Hermanos de antaño, aceptó responder a mis preguntas acerca de las cofradías iniciáticas que, al igual que en Egipto, que en los tiempos de las catedrales o que pasado mañana, continuarán construyendo el templo. Pues la iniciación es tan indispensable para el hombre como el aire que respira y la comida.

Cuando los últimos rayos del sol indicaron el final del día, yo no sentía ya frío, por más que la temperatura hubiera caído varios grados más. Lo que él me había revelado había iluminado para siempre con meridiana luz mi vida y mi pensamiento.

Creo que sus palabras no iban destinadas únicamente a mí, sino que yo no fui más que el instrumento del azar. Estoy convencido de que la iniciación, transmitida hoy en día en Occidente por medio de hombres como él, puede permitir a muchos de nosotros realizarse.

Es por ello por lo que he creído conveniente no guardarme para mí este diálogo con el hombre cuyo nombre de iniciación era Pierre Deloeuvre. Digo era, porque ahora ya ha alcanzado lo que los Maestros de Obras llaman el Oriente Eterno.

La revelación de los treinta y tres grados de la Sabiduría y del camino de la iniciación me parece algo demasiado vital para que permanezca guardada bajo el celemín. Si Pierre Deloeuvre habló, fue para que la voz de una cofradía iniciática fuera oída.

Era el día de San Juan de Invierno[5], delante de la puerta del templo…

—Es la primera vez que descubro una serie de esculturas semejante.

—¿Ha viajado usted mucho?

—Sí. Por Egipto y por Europa. Y hace años que las esculturas de las catedrales me intrigan. He leído cientos de obras…

—Y ninguna de ellas le ha proporcionado el significado de estas imágenes de piedra. Son piedras parlantes. No hablan más que de una sola cosa: de la iniciación. Si se ignora esto, es imposible comprender.

—¿Fue una comunidad de escultores la que esculpió esta serie de imágenes?

—Las comunidades iniciáticas de constructores son el nexo entre todas las épocas en que la iniciación fue transmitida en nuestro suelo. Todo arranca del Egipto faraónico, donde las cofradías formaban verdaderos Estados dentro del Estado. Mis Hermanos de la Edad Media no perdieron ninguno de sus secretos. Hablaron en el lenguaje que les era natural, el de la piedra.

—Pero… ¿por qué aquí? ¿Por qué fueron a escoger este lugar a fin de reunir unos elementos que se hallan dispersos en otras catedrales?

—Metz, para las comunidades de constructores, no es una ciudad cualquiera. Existen lugares importantes donde dieron expresión a sus creaciones, tales como París, Estrasburgo, Lyon… no le voy a dar toda una lista interminable. Aquí, en este atrio, había un dragón, el Graoully. ¿Te sientes capaz de enfrentarte al dragón?

Fue la primera vez que Pierre Deloeuvre me tuteó. Por mi parte, no dejé en ningún momento de hablarle de usted debido al inmenso respeto que me infundía.

—Todos los héroes y santos dieron un día u otro muerte al dragón —dije yo—. Por lo que a mí respecta…

—No, te equívocas. No le dieron muerte. Le vencieron, le sometieron, y comprendieron que el dragón no era un simple dragón, sino también el guardián de los tesoros ocultos. Un guardián del umbral de este templo en el que deseas entrar.

—Puedo preguntarle…

—Estamos aquí para hablar. Si tus preguntas te salen del fondo del corazón, encontrarán sin duda una respuesta.

—Celebran ustedes la misma iniciación que sus Hermanos de la Edad Media.

—Es cierto. Hemos conservado sus ritos y símbolos. Para percibirlas, creemos que es preciso pasar por una iniciación. Pero los símbolos y ritos siguen siendo letra muerta si no se viven interiormente. Por eso estoy yo aquí. Porque las esculturas que tenemos ante nuestros ojos son una de las revelaciones más excepcionales que yo conozco. Tal vez no se ha hablado nunca con tanta precisión de los treinta y tres grados de la Sabiduría. No es casual que el Maestro de Obras que concibió este mensaje lo pusiera delante de la mirada de todos cuantos sepan ver.

—Aun así, es necesario interpretar todo esto.

—El Maestro de Obras y sus escultores escribieron un auténtico libro en la piedra, un libro que se lee página tras página, con un principio y un final. Basta con saltarse una sola de sus páginas para que el resto se vuelva incomprensible. Pero la claridad radica en tu mirada, no en la obra. Hemos podido comprobar que un viejo proverbio transmitía una de las verdades iniciáticas más profundas: «De la discusión surge la luz». Delante de ti tienes las etapas de un ritual iniciático, la manera de acceder a la Sabiduría por medio de treinta y tres grados. Entonces, hablemos. Quizá los dos progresemos en nuestro camino. Tú, con tu deseo de comprender, y yo con la experiencia que he podido adquirir gracias a quienes me han guiado y que ahora tengo el deber de transmitir. Dado que lo importante es ver, ¿por qué no me describes lo que ves?

No era una voz autoritaria ni tajante, pero la pregunta llevaba el sello de una autoridad natural. Una pregunta que era una llamada y una prueba.

—Veo un árbol seco; luego vienen un águila, un toro, cuatro personajes que sostienen unas máscaras, un dragón, un delfín, una paloma, un elefante, una serpiente, un personaje con una espada, la luna, el sol, un personaje que sostiene dos copas, un hombre con los ojos vendados, un pelícano, un fénix, un águila, un león, cuatro personajes que llevan unas ánforas, un león alado, un ángel y, por último, un árbol florido.

—Cada una de estas treinta y tres etapas encarna una o varias cualidades que hay que hacer realidad para orientarse hacia el Conocimiento. Quien observa y lee estas figuras de piedra contempla su propio viaje hacia una tierra celestial. Así nos son indicadas las etapas sucesivas de la formación espiritual de un Maestro de Obras, de su entrada en la catedral de luz y, más aún, de su realización iniciática. Por medio de la virtud de estas imágenes, conseguimos la llave de oro que abre las puertas más secretas del templo. Pero… ¿estás seguro de haberlo visto todo? ¿No te has olvidado de alguna cosa?

Observe con más atención.

—El pilar central… Hay varias escenas extrañas en este pilar.

—Siete exactamente. Simbolizan los obstáculos a la iniciación. Unos obstáculos que es preciso superar antes de dar el primer paso por el camino. Tenemos así todos los elementos necesarios para orientarnos progresivamente hacia la Sabiduría. Unos elementos a la vez simples y misteriosos. Si quieres interpretarlos, y sobre todo vivirlos, preciso es pasar por transformaciones y pruebas.

—¿Pruebas?

—¿Tienes acaso miedo?

—No, pero no creo que todas las pruebas que el hombre sufre conduzcan a la iniciación. Hay algunas que le destruyen.

—Lo que cuenta es la prueba que conduce a una transformación.

—O dicho de otro modo, al mejoramiento de uno mismo…

—No es suficiente con eso. Es el cambio de estado lo que cuenta. Quien contempla estas esculturas y quien llama a la puerta del templo no es cualquier persona. Es un postulante, un hombre que pide vivir en espíritu y en verdad. Al que hace esta pregunta, los iniciados le responden: «conviértete en árbol seco, toro, león, pasa de estado en estado para convertirte en árbol florido».

—¿Se está refiriendo a una metempsicosis?

—En absoluto.

—¿Niega usted su existencia?

—No tengo ni por qué negarla ni afirmarla. Mi deber es dar testimonio de lo que viven las cofradías de constructores en función de los secretos que tienes ante tus ojos.

—Si no se trata de metempsicosis, lo que entonces se le pide al postulante es una transformación simbólica, tal como la entendían los egipcios.

—Explícate mejor.

—Convertirse en un toro no significa que el alma humana pase al cuerpo del animal, sino que es la posibilidad para el hombre de adquirir la cualidad simbolizada por el toro. Transformarse en toro es adquirir la potencia vital capaz de superar todas las inercias de la vida diaria. Es por eso por lo que el rey de Egipto tenía la fuerza del toro.

—Cambiar de estado —prosiguió Pierre Deloeuvre— es pasar de verdad en verdad sin quedarse en ninguna de ellas, sin esclerotizarse en un dogmatismo y sin por eso ser escéptico. Tienes razón: has de descubrir el mensaje de cada figura de piedra, su «número», como se dice en Geometría sagrada.

—En los cuentos se habla a menudo de hombres-animales, los hombres-lobos y los hombres-osos, por ejemplo. En las tribus o en los antiguos clanes, incluso en Europa, uno se identificaba así con un animal sagrado. En Egipto, cada provincia poseía uno de ellos; venerado en tal ciudad, podía ser comido en tal otra. Si no ando equivocado, ¿no son otros tantos rostros de la iniciación, otros tantos «genios» diversos?

—Cada comunidad de iniciados tiene su propio genio, su parcela de verdad. El genio de este portal que contemplamos podría denominarse: «Un camino hacia la Sabiduría». Un camino por el que es preciso perderse para mejor reencontrarse, después de haber cambiado de estado. ¿Conoces la historia del héroe Tuan?

—No.

—Tuan recorrió el camino de las transformaciones. Tras haber dormido durante nueve días se transformó en salmón. Un pescador lo pescó y se lo llevó al rey de su país. El soberano lo hizo asar y su esposa se lo comió. Pero él salió de las entrañas de la reina diferente de como era antes. Se había vuelto capaz de expresarse con las palabras de la Sabiduría y recibió un nuevo nombre.

—En Egipto encontramos relatos semejantes. Transformaciones de las que solamente son capaces los conocedores.

—No conviene olvidarse de los obstáculos —me dijo Pierre Deloeuvre con una sonrisa—. Nuestro espíritu desearía hallarse ya lejos por el camino, pero los obstáculos están siempre ahí.

—De verdad que no alcanzo a comprender la presencia de este pilar, de este guardián del umbral. Me parece que el deseo de iniciarse debería bastar para adentrarse por el camino.

—Sin duda, desear la iniciación es el primer paso a dar. Este deseo nos hace a cada uno de nosotros capaces de descubrir el camino adecuado, pero no por ello elimina los obstáculos que nos aguardan.

—¿Por qué siete escenas en el pilar?

—Siete es el número de la vida en su aspecto más misterioso, más secreto.

—Pero entonces… este misterio, esta perfección, ¿son obstáculos?

—Por supuesto. Obstáculos para quien los considera como tales. Si decides que la vida es misteriosa y que su misterio es insondable, lo seguirá siendo efectivamente para ti. Si consideras que esta puerta está cerrada para siempre, así permanecerá.

—Así pues, los obstáculos para la iniciación no existen. No son sino meras ilusiones.

—No, no son ilusiones. Quien no ha dado nombre a las cosas no las conoce. Para él la vida no es más que obstáculos. Por eso nuestros Maestros consideraron oportuno ponernos, gracias a las escenas de este pilar, frente a una síntesis de los vicios.

—¿De los vicios? ¿Tan importante es la moral?

—No hablo de moral, sino de los vicios de la construcción del ser. Cuando el hombre se edifica a sí mismo, no debe cometer ningún error ni en el plano ni en la elección de los materiales. Si se equivoca en esta fase, construirá una monstruosidad que se vendrá abajo por sí sola o le privará de libertad. Estos vicios, estos defectos, estas desviaciones, llámalas como prefieras, no son simples pequeñeces.

—Esto me recuerda a unas palabras de Cristo: «Si no habéis observado lo que es pequeño, ¿quién os dará lo que es grande? Pues yo os digo que el que es fiel en las menores cosas lo es también en las grandes».

—Lo ves —me dijo Pierre Deloeuvre divertido—, estaba ya de acuerdo conmigo.

—Enfrentémonos a estos «vicios» de la Obra —le dije yo—. Una vez que nos veamos libres de ellos, podremos abordar los grados de la Sabiduría.

—No seas ingenuo. Lo que habrá que librar es un combate difícil, un combate que no concluirá jamás.

Frente al pilar, me concentré al máximo en el guardián del umbral encarnado en la piedra. En el curso de mis anteriores investigaciones, había estudiado largamente la mayor parte de los motivos simbólicos a los que ahora debía encararme.

Devorado por la inquietud, traté de no dejarla traslucir. Pero no me hacía ilusiones. Lo que me reconfortaba, paradójicamente, era saber con absoluta certeza que me encontraba realmente en un «punto crucial» de mi existencia.

No era tan sólo la parte intelectual de mí mismo la que estaba enfrentada a estas piedras parlantes, sino mi ser entero.

Pierre Deloeuvre ya me había prevenido, por otra parte: pruebas y transformaciones. Comenzaba a comprender a qué se refería.