CONCLUSIÓN
LA ETERNA SABIDURÍA
DE LAS CATEDRALES

Un punto

que se sitúa dentro del círculo,

que se encuentra dentro del cuadrado

y dentro del triángulo:

si halláis el punto estáis salvados,

liberados de penas, angustia y peligro.

Máxima de los Compagnons

Refiriéndose a la ciudad celeste, el obispo Adalberón decía: «Allí las paredes no tienen piedras, las piedras no tienen paredes; son piedras vivas.» En aquel tiempo, en el tiempo de la catedral, las piedras hablaban y bailaban mientras los árboles cantaban.

El arte de vivir de los constructores sigue presente entre nosotros, gracias a los santuarios, a sus esculturas y a su mensaje. Los símbolos que se nos presentan proceden de una tradición iniciática cuyo valor principal es el instante de conciencia.

En esta tradición, que es la de los constructores de templos, se nos ofrecen inmensos tesoros que son manifestaciones del Principio y que nos invitan a remontar desde la embocadura hasta la fuente. Esos tesoros están ahí, a nuestro alcance; el reino del espíritu está tan próximo que basta con cruzar el umbral de la catedral para descubrirlo.

La enseñanza de las esculturas simbólicas no pertenece al pasado. Al sacar a la luz el vínculo de unión entre los hombres, y de éstos con el cosmos, exige un auténtico compromiso por nuestra parte. Éste consiste en reconocer que el individuo no es la clave de todo. La veneración del ser individual y el humanismo a toda costa han alejado al Occidente moderno de las obras de las catedrales. Si deseamos volver al templo donde se encuentra la regla de oro de una vida armónica, debemos aceptar y reconocer que determinados falsos valores, como el progreso a cualquier precio o la búsqueda desenfrenada del beneficio personal, por dar tan sólo os ejemplos, son obstáculos en el camino del Conocimiento. En la catedral, como escribe Louis Guillet, «por primera vez el hombre se olvida de sí mismo, se desprende de sí mismo, lo abandona todo para seguir sus voces, para confundirse en la marea inmensa que lo arrastra. Se pierde y encuentra el universo.»

Sería una lástima que contemplásemos el arte medieval como lo hace un turista superficial, que pasa por su propia existencia sin prestar atención, o como el erudito que rechaza cualquier manifestación sensible. El arte medieval está destinado a aumentar nuestra «capacidad de Dios», a propiciar el nacimiento de la mirada de luz que iluminará tanto el significado de los capiteles como el de nuestra propia vida.

Los símbolos no son el fruto de la voluntad de mantener un secreto, sino la expresión natural de unas etapas en el camino de la realización. Retengamos una máxima de san Agustín, que constituye un excelente método para abordar el universo de los símbolos: «Lo importante —decía— es meditar sobre el significado de un hecho y no discutir su autenticidad.» La autenticidad de los hechos, más o menos establecida, pertenece al ámbito de la historia y de la muerte. La búsqueda del significado de todas las cosas es el primer paso del hombre que se inicia a una vida en conciencia.

El fénix no es «auténtico», puesto que no existe en los tratados de ornitología; pero su significado es esencial, ya que nos enseña a quemar nuestras insuficiencias y a renacer de las cenizas del hombre viejo que éramos. Criticar las leyendas en tono irónico, tildar de grotescas las esculturas de la Edad Media por miedo a sondearlas, o contentarse con describir su estilo y ponerles fecha son maneras de huir hacia adelante y un rechazo a preguntarse por lo que uno es.

Las catedrales no son fantasías estéticas erigidas para el mero placer visual. Los maestros de obras no conocían este tipo de nociones, tan valoradas por el «arte moderno». Ellos construían templos para encarnar en la piedra el misterio por naturaleza y ofrecer a los peregrinos una posibilidad de percibirlo.

Cada catedral es una palabra del Verbo. El hombre nuevo es el Verbo dentro de nosotros, explica Hermes Trismegisto, porque nos permite nombrar los seres y las cosas, y por lo tanto conocer su realidad sobrenatural.

En el ritual de consagración de la iglesia, el obispo pronuncia estas palabras: «Oí una potente voz que decía: “Aquí está el tabernáculo de Dios entre los hombres; habitará en medio de ellos, ellos serán su pueblo, y Dios mismo morará con ellos.”» Esta potente voz está siempre presente en las piedras hablantes de las catedrales, pues las catedrales medievales han sido los receptáculos de realidades no limitadas por la condición humana. «Todo lo que está oculto, todo lo que se ve —afirma Salomón, uno de los modelos de los maestros de obras— lo he aprendido, pues es la obrera de todas las cosas la que me lo enseñó, la Sabiduría.»

El maestro de obras no cree ni en el «buen salvaje» ni en el individuo limitado para siempre. A su juicio, son dos estados transitorios del ser, accidentales y carentes de una realidad profunda. Existe una única solución: introducir el ser truncado e inestable, sin peso ni medida, en el caldero de las transmutaciones, en la catedral.

Nuestra sociedad es víctima de una confusión extremadamente grave, que es una de las causas principales de los males que padece: confunde el oficio con la ocupación. El especialista desempeña tres funciones: trabajar el espíritu, trabajar el hombre y trabajar la materia. Trabajar el espíritu supone entrar de lleno en el universo de lo sagrado, explorar el símbolo y sentir la inteligencia humana como una «pasta» muy concreta, modelable, que vamos mejorando a lo largo de nuestra vida. Trabajar el hombre supone recrear la nobleza del ser íntimo, velar por la cualidad de los vínculos que unen a los seres. Trabajar la materia es estar en contacto directo con la forma concreta de la divinidad, prolongar la Obra del Creador, hacer que llegue lo que todavía no era.

Antes de morir, el último superviviente de una de las tribus indias de América del Norte pronunció estas palabras, destinadas a los blancos: «Sabéis muchas cosas, pero muchas cosas os engañan.»

El saber, en efecto, no supone Conocimiento. Puede convertirse en una manera de aturdimos, de engañamos acerca del objetivo que queremos alcanzar. La sabiduría del viejo indio le permitía advertir que nuestra civilización no es superior a la suya. Lo que más admiraba él eran los instrumentos, pues constituyen valores inmutables, posibilidades de construir y de crear. Vale la pena señalar una curiosa «coincidencia» de lenguaje: «indio» es también el nombre que se daba a determinados oficiales constructores.

Instrumentos, eso es justamente lo que nos ofrecen las catedrales y sus capiteles simbólicos. Instrumentos para recrear un arte de vivir que no resulte una pálida imitación; instrumentos para desbastar la piedra bruta y transformarla, con ciencia y paciencia, en piedra que habla, en piedra que día a día alcanzará su pleno desarrollo hasta convertirse en catedral.