La realización de la armonía es a mi juicio la condición necesaria para permitir que el hombre alcance plenamente a la vez su objetivo natural, que es manifestar las perfecciones divinas en sí mismo y en tomo a él con sus obras, y su objetivo sobrenatural, que es volver hada lo Absoluto, de donde surgió.
El maestro de obras PETRUS TALEMARIANUS,
en De la arquitectura natural
La distinción entre «trabajadores intelectuales» y «trabajadores manuales» es una de las más clásicas de nuestra época. Parece tan evidente y certera que la mayoría de los historiadores la aplican sin reparo a las épocas anteriores y, sobre todo, a la Edad Media. Eso nos proporciona un excelente procedimiento «dialéctico» y un análisis sociológico sin sorpresas.
Esta distinción, por desgracia para los dialécticos y para los teóricos, resulta del todo errónea. Si las catedrales han resistido a la feroz incomprensión de cuatro siglos y su espíritu ha atravesado el tiempo, es porque nacieron de una inteligencia intuitiva en que las dialécticas más sofisticadas ocuparon un lugar muy restringido.
Está claro, sin embargo, que la Edad Media nos propone dos instrumentos para permitir que podamos forjamos esta intuición que construye catedrales: la vía «especulativa», la del espíritu, y la vía «operativa», la de la mano, que se compararon a los dos ojos de la cara, una imagen que nos invita a no oponerlas.
Por «especulativo» hoy día entendemos una reflexión infinita, una meditación vaga sobre problemas alejados de lo real. En la época medieval, «especulación» tenía otro sentido. La palabra procede del latín speculare. Vincent de Beauvais le dio un destacado papel en el titulo de su inmensa obra, el Speculum majus, o «gran espejo».
Especular es disponer del espejo que reflejará las leyes divinas y, por lo tanto, permitirá que las conozcamos. Es también observar los astros y aprender a conocer las leyes del cosmos. El hombre justo, según Vincent de Beauvois, es el espejo del cosmos en el que se refleja lo invisible. Mediante la práctica de la especulación, nos ponemos en estado de crear.
También el artesano es ante todo un hombre especulativo, que da a luz obras que son otros tantos espejos orientados hacia la Luz. Como Dios nace perpetuamente, como está presente por todas partes y siempre, según la afirmación del maestro Eckhart, la obra «especulativamente» correcta es una prolongación de su pensamiento. El maestro de obras colabora en el pensamiento divino haciéndolo manifiesto en esta tierra.
Los escultores no eran hombres hipócritas ni tampoco creyentes ciegos. Se integraban en la forma tradicional de su tiempo, el cristianismo, pero la rebasaban con sus conocimientos simbólicos y esotéricos. Se ocuparon de transmitir una tradición iniciática a la que ya nos hemos referido, y eran auténticos «especulativos», en el sentido que difundían la luz, proceda de donde proceda.
Teólogos como Bernard de Chartres o Jean de Salisbury investigaron a fondo las religiones antiguas, pues no eran sectarios. Su «especulación» les enseñó a no levantar barreras entre la experiencia espiritual de los antiguos y la suya.
El deseo del hombre «especulativo» es vivificar el espíritu cargándolo lo menos posible de tendencias individuales y particularizantes. La catedral no pertenece a nadie, ni lleva la firma de nadie. No rechaza ningún símbolo ni ninguna expresión. Los humanistas del siglo XVII derribaron pórticos y destruyeron estatuas porque no les gustaban; los hombres de la Edad Media no son humanistas, pues ven más lejos que el hombre individual y más allá de sus gustos y pasiones.
Los valores «especulativos» son el alimento de la vida interior, no son frías y áridas teorías. Esta «religión» vivida —o, dicho de otro modo, lo que vincula al hombre con la Creación— no se limita a los dogmas de una creencia. Por eso, la iglesia de la Edad Media acogió en sus catedrales los símbolos llamados «paganos» de los relatos mitológicos y de los ciclos caballerescos. Esta tolerancia no es pasividad. El arte de las catedrales no es espiritualista ni materialista, no separa al abad del maestro de obras, que además solía ser la misma persona. La ciencia «espiritual» del abad necesita de la ciencia «material» del maestro de obras; la espiritualidad del abad sólo tiene sentido a condición de ser materialmente vivida por la comunidad de hermanos; la materialidad de la catedral del maestro de obras sólo tiene significado a condición de transmitir una espiritualidad, una tradición iniciática.
Los constructores y escultores son «pontífices», seres que crean un puente, una relación entre el universo y el hombre. La leyenda de la creación de la comunidad llamada de los «hermanos pontífices» es especialmente significativa al respecto. Un hombre de Aviñón, llamado Bénézet, vio a Cristo en sueños. El Señor le ordenó que construyera un puente. Bénézet fue a la catedral de Aviñón y se atrevió a interrumpir el oficio que estaba celebrando el arzobispo.
«Escuchad todos —dijo Bénézet—, me envía Nuestro Señor Jesucristo para que construya aquí un puente sobre el Ródano.» Fue acogido con indignación y protestas y el desvergonzado fue encerrado en una cárcel y luego se lo hizo comparecer ante un tribunal. Bénézet, imperturbable, se ratificó. Se le objetó que ni siquiera Carlomagno había logrado construir ese puente.
Bénézet insistió. Que Carlomagno hubiese fracasado le importaba poco. Para demostrar la autenticidad de lo que decía, Bénézet consiguió levantar una gigantesca piedra en el patio del palacio. La llevó hasta el río, seguido de una multitud estupefacta a cuya cabeza marchaba el obispo en persona. El constructor lanzó la enorme roca al agua, colocando de este modo la primera piedra del puente. Para que la obra llegase a buen fin, creó la cofradía de los hermanos pontífices.
Espléndido relato que describe fielmente la vida «especulativa»: atreverse, contra viento y marea, a plantar la primera piedra de una vida iniciática, aun cuando nos parezca gigantesca e imposible de mover, y aunque el mundo que nos rodea no comprenda nuestras intenciones. Cuando la Obra empiece a edificarse, el propio arzobispo o, dicho de otro modo, las creencias de su época le darán su conformidad.
Esta especulación, que es una aventura del espíritu, nos invita a seguir la estrella de los Magos y partir hacia la Luz. «Si la felicidad dependiese de la comodidad —escribió Geneviève d’Haucourt— podríamos creer que nuestros padres eran menos felices que nosotros; si depende de nuestra actitud ante la vida, podemos creer que esa edad de certidumbre metafísica gozó, más que nuestra época, de alegría o, al menos, de una paz íntima y un profundo equilibrio.»
La vía especulativa no habría llevado a esta armonía del ser si no se hubiese visto acompañada de la vía llamada «operativa». El conocimiento de la mano en sentido estricto activa las intuiciones del pensamiento especulativo y les da carne. El gesto del escultor sacraliza la materia.
La vía operativa es un camino de luchador, de «guerrero» en el sentido noble de la palabra. De lo que se trata es de modelar la obra, de luchar contra la materia o, más exactamente, con ella. Los monjes son guerreros que están en contacto directo con lo invisible y con sus fuerzas negativas o positivas. Su combate resulta necesario para que se cumpla la redención de los otros; lo mismo ocurre con la actividad de los constructores de catedrales que, a través de su victoria sobre el peso de la conciencia, ofrecen a cada uno de nosotros un lugar de Conocimiento.
Según Guillaume de Digulleville, lo contrario del mono atado a su trangallo es el peregrino. El mono imita, ejerce una habilidad mental, pero no crea. El peregrino está en movimiento, pero debe desconfiar de personajes peligrosos como ese Blaisot que no tiene cabeza y que desorienta a los viajeros que desconocen su camino. Como José, que lleva un bastón florido, según vemos en una estala de la catedral de Amiens, el peregrino que camina hacia el conocimiento lleva en la mano un eje cósmico, un «bastón de sabiduría».
Debemos acoger bien al peregrino que hay en nosotros y que quiere descubrir los paisajes de la conciencia. Ofrezcámosle hospitalidad, pan, agua y fuego. Recordemos que tanto los monjes como los maestros de obras eran sobre todo itinerantes que recorrían los países, yendo de monasterio en monasterio y de obra en obra. Los monjes irlandeses no dudaban en abandonarse al mar, poniendo sus vidas en peligro, pues se entregaban a la voluntad divina que los guiaba hacia horizontes siempre sorprendentes.
La peregrinación es una acción «operativa», como cualquier prueba a la que nos veamos sometidos. Al hablar de la función del abad, san Gregorio el Grande enunció esta máxima, de considerable importancia: «Que no atenúe en sí el cultivo de la vida espiritual por ocuparse de los asuntos externos; y que no se olvide de velar por las necesidades externas por ocuparse de su vida interior.»
Cuando el abad Suger construyó Saint-Denis, y la adornó con toda clase de bellezas y reunió a los mejores artesanos de Europa en una misma obra, siguió al pie de la letra este consejo: «El encanto de las gemas multicolores —escribió el abad Suger— me llevó a reflexionar, trasponiendo lo material en lo inmaterial, sobre la variedad de las virtudes sagradas; entonces me parece que me estoy viendo a mí mismo residir, como si fuese realidad, en alguna extraña región del universo que no existe anteriormente ni en el légamo de la tierra ni en la pureza del cielo y que, por la gracia de Dios, yo puedo ser transportado desde aquí abajo al mundo más elevado de manera anagógica.»
Al referirse a los objetos sagrados, a los ornamentos y a los aderezos que confieren su resplandor al primer arte gótico, Suger habla de «pureza interior» y de «nobleza exterior», definiendo así los dos caminos del arte simbólico. El Cristo de Amiens, que recorre la Jerusalén celeste, sostiene dos candiles: uno dispensa la luz celeste y el otro la luz terrestre. Uno abre la vía especulativa y el otro la vía operativa.
En las dovelas de Sainte-Marie d’Oloron se ve uno de los ancianos del Apocalipsis realizando un gesto idéntico al del Cristo del tímpano de Sainte-Foy de Conques: con la mano derecha levantada al cielo y la izquierda bajada a tierra. Que el cielo descienda a la tierra, que la tierra suba hasta el cielo: todas las cosas estarán entonces «casadas» (armonizadas), y conocerse a sí mismo supondrá el conocimiento del mundo. La sirena representada en un capitel del claustro de San Pedro de Galligans tiene dos úteros: como símbolo de la armonía de las esferas concede dos tipos de nacimiento; uno proporciona un modelo celeste a lo cotidiano, el otro introduce lo cotidiano en lo sobrenatural. Ésa es sin duda la razón por la que el rey de Francia tenía un «cuerpo inmortal» y un «cuerpo mortal».
La comunidad es «operativa» porque ofrece a sus miembros su razón de ser. A través del trabajo manual se cumple un acuerdo profundo con el Arquitecto de los mundos. Un artesano herrero decía: «Es atrofiar a un hombre impedirle que diga, en el momento oportuno, durante sus jornadas de trabajo, mediante arabescos que se enroscan y se desenroscan en la luz, describiendo motivos y volúmenes o yendo a perderse en esa luz, sus estados de ánimo y los vaivenes de su espíritu.»
Actos «especulativos» y actos «operativos» estuvieron tan estrechamente ligados en las comunidades de constructores que el pensamiento creador de esos hombres se tradujo en las catedrales. Se nos permite albergar las mayores esperanzas, por consiguiente, si retomamos los instrumentos que ellos usaron y los métodos que ellos practicaron. El templo en construcción sigue siendo la piedra angular del hombre y de la sociedad, sean cuales fueren las condiciones temporales o espaciales. Es el fermento de una ciudad que celebra la fiesta del espíritu gracias a las relaciones armónicas entre el hombre y lo sagrado.
La presencia del templo en nosotros y en la ciudad permite un retomo a las fuentes, una peregrinación hacia la Causa. «Conocer el ayer, el hoy y el mañana», según la frase ritual de las antiguas iniciaciones, no es una utopía, puesto que el hombre que une las vías especulativa y operativa es heredero del pasado, creador del presente y responsable del futuro.
El rey Salomón, guardián de las fuerzas herméticas, es una de las figuras simbólicas que encarnan esta presencia del iniciado en el cruce de los tiempos. Con su matrimonio con la reina de Saba, unió dos mundos, dos formas tradicionales. Su juicio, representado sobre todo en Auxerre, es una elección entre el alma noble y el alma indigna.
Por encima de los pilares de las naves, solemos ver dos tipos de cabezas; unas torturadas y gesticulantes, y otras sonrientes y serenas. Así aparece grabado nuestro destino en la piedra. Los caminos del arte de vivir nos conducen por los misteriosos países de las catedrales para dialogar con las piedras vivas. En esos lugares, en ese misterio, se encuentra el secreto de nuestra realización.
Uno de los motivos de la iglesia normanda de Caudebec-en-Caux es un tricéfalo, una cabeza de tres rostros con dos ojos, tres bocas y tres narices. Tres es el número del nacimiento de todas las cosas. Primer paso hacia la luz e indicio de que la voz de los símbolos empieza a hablar en nuestro mundo interno.
El imaginero nos ofrece un mensaje de inestimable valor al revelamos tres estadios fundamentales del pensamiento humano reunidos bajo un mismo sombrero, es decir, en el mismo ser. Pero no creamos que el rostro de la izquierda, al que vemos con la lengua fuera, expresa burla, pues no se trata de una mueca sino de la expresión de la fuerza creadora del lenguaje, de la palabra justa.
El rostro de la derecha es el del hombre dubitativo, que considera las cosas con distanciamiento y no toma ningún camino sin haber reflexionado mucho con antelación. En el centro aparece el hombre entusiasta y cordial que participa en la vida de todo corazón; allá por donde pasa, desprende alegría y anima a los ofuscados y a los desesperados. Con su palabra transmite la experiencia espiritual y revela el mensaje de los símbolos.
Podemos vivir esos tres rostros del hombre en la unidad y poner en práctica en nuestra existencia las tres cualidades dinámicas que simbolizan.
Los maestros de obras pensaban que comprender la espiritualidad no basta, que es preciso tocarla con las manos y experimentarla. «Si el hombre practica de forma conveniente su oficio, el oficio hará su hombre —escribe Luc Benoist, resumiendo muy bien el mensaje de los Compagnons du Tour de France—; ese hombre completo de los orígenes, esa obra maestra de los últimos días, hacedla vosotros mismos o, mejor, sedlo vosotros mismos. Solamente entonces seréis un cumplido oficial.»
«Comprobaréis por vosotros mismos —decía san Bernardo— que se puede sacar miel de las piedras y aceite de las rocas más duras.» Los constructores sabían que los dioses nacieron de la piedra, que eran «soles de justicia». Recordemos que san Pablo escribió: «Bebían de una roca espiritual […] y esa roca era Cristo.»
Según contaba una leyenda, el diablo quiso convertirse en tallador de piedras. Fue aceptado, pero el oficial que trabajaba con él le puso una condición: que el que acabara primero su trabajo cobraría los dos salarios. El oficial, que disponía de una excelente herramienta para el trabajo que debía realizar, entregó al diablo una herramienta en mal estado. Eso es el diablo, el que maneja un instrumento inadecuado para su función y trabaja en el vacío, lejos a la vez de la vía especulativa y de la vía operativa.
Mediante la unión del espíritu y de la mano, el constructor se convierte en un hombre en vías de realización de la Obra y de sí mismo. Si la noción de «modelo» o de «ejemplo» todavía tiene un significado, entonces debemos volver nuestra mirada hacia ese hombre.