CAPÍTULO VII
Vivir la iniciación

Es conveniente que el hombre camine manteniéndose erguido y recto, el que gobernará eternamente un mundo sometido a su imperio, el que domará a los animales salvajes, el que dará nombre a las cosas y les impondrá leyes, el que descubrirá las estrellas, conocerá los astros y las leyes del cielo, el que aprenderá a distinguir el tiempo según determinados signos, el que regirá el océano furioso, el que gracias a su genio tenaz retendrá en su espíritu todo lo que habrá visto.

SAN AVIT, Sobre el sentido espiritual

de los acontecimientos de la Historia, libro I

CAMINOS INICIÁTICOS

Dionisio el Areopagita —ya nos hemos referido a su influencia sobre el pensamiento medieval— se refería inequívocamente a la existencia de misterios que numerosos cristianos considerarían como tales: «Ocúpate de no divulgar de manera sacrílega misterios santos entre todos los misterios […]. Comunica las santas verdades sólo según una manera santa a hombres santificados por una santa iluminación.»

Los cristianos empezaban a vivir la iniciación a través del bautismo, sumergiéndose en las aguas primordiales, donde se despojaban del «hombre viejo» para nacer al hombre nuevo. Los ritos característicos de su fe tenían como objetivo permitir el crecimiento de ese nuevo hombre y proporcionarle fuerza y vigor.

Ése era también el objetivo de la obra emprendida por los constructores de catedrales. «Reconozcamos por lo tanto —escribió Georges Duby— en la arquitectura y en las artes figurativas del siglo XI, como en la música y en la liturgia, un procedimiento iniciático.»

La iniciación consiste en sacralizar conscientemente el mundo. En Louviers hay una escultura que representa a un hombre que sostiene una escudilla en la mano. Lleva un bonete iniciático; su escudilla es el círculo del mundo, con un agujero que corresponde al paso del eje del universo o, dicho de otro modo, al núcleo invisible de la tradición iniciática. Esta escudilla transmite una imagen de la conciencia preparada para recibir un alimento de primera calidad, el alimento del despertar.

Ante todo, no debemos confundir la iniciación con la adquisición de poderes personales. Los capiteles de la Edad Media nos alertan claramente contra una tendencia que ha despistado a muchos investigadores, y así, en Autun, vemos a san Pablo y a san Pedro, que asisten a una escena sorprendente en la que Simón el mago quiere demostrar que gracias a sus poderes es capaz de volar como un pájaro. Aparentemente lo consigue y emprende el vuelo. Pero el segundo capitel nos instruye sobre el trágico desenlace que pone fin a tales pretensiones: el mago se estrella contra el suelo. Su rostro tiene una expresión horrible, tan horrible que recuerda en todos sus rasgos al diablo, que también presencia la escena y prorrumpe en carcajadas.

La voluntad de adquirir poderes forma parte de los impulsos negativos del ser, de lo que en otro tiempo se llamaba fuerzas demoníacas. «Sería una desvergüenza pretender negar tales hechos» (La Ciudad de Dios, libro XV, cap. 2-3). Según el Credo de Joinville, cuando vemos a Sansón abriendo las fauces del león, se trata de Cristo, que rompió las puertas del infierno para salvar a los justos encerrados en tan lúgubres lugares.

Lúgubres en apariencia, pues los justos deben morar algún tiempo en los infiernos para descubrir los secretos de la energía «diabólica» —esto es, incontrolada— en la que todavía no rigen las leyes de la armonía. Pero el maestro pone fin a esta experiencia que constituye solamente una etapa del proceso iniciático.

El hombre de Conocimiento no tiene nada que temer del diablo. Igual que Job, sabe atraparlo con el anzuelo: «Ustedes saben —añade Joinville— que, cuando el pescador quiere atrapar al pez con el anzuelo, lo tapa con un cebo; el pez cree que se come el cebo y entonces se clava el anzuelo. Pues bien, para atrapar al diablo, Dios cubrió su divinidad con nuestra humanidad; el diablo se engañó, creyó que era un hombre, y quiso capturarlo, pero fue la Divinidad quien lo atrapó.»

«En la actualidad, los hombres probos deben ser combativos y luchadores —continúa diciendo el mismo autor—. Luchadores deben ser todos los hombres probos, pues deben sostener a Dios en brazos sin soltarlo, hasta que él los haya bendecido y haya cambiado sus nombres.»

Cuando contemplamos las imágenes de piedra, buscando su significado, empezamos a «cambiar nuestro nombre» y a pasar de nuestra identidad profana a nuestra realidad iniciática. Todas las esculturas simbólicas, portadoras de sentido, son seres vivos que nos permiten acceder al eterno presente de la conciencia al celebrar una fiesta de la mirada y del espíritu.

Mientras no veamos, mientras no descifremos el libro del mundo, no somos realmente seres pensantes, ni realmente nacidos. Si creemos que los capiteles son piedras inertes, es que somos víctimas de nuestra propia inercia, imputable al miedo a dialogar con lo que nos supera.

Delante de la catedral y de su mensaje, seamos como el viajero descrito por el poeta Ornar Khayyám: ni ortodoxo ni creyente, ni herético ni ateo, sin riquezas, sin verdades estereotipadas ni certezas. Voluntariamente desnudos, estamos dispuestos a entrar en la comunidad de los que un día se atreven a emprender camino.

El camino de la iniciación es sinuoso pero no caótico. En el orden medieval, todos los hombres tenían un lugar en este mundo. Ese rango otorga un mínimo de derechos y un máximo de deberes con respecto al prójimo. Pues este lugar en la sociedad no ha sido concebido como un privilegio; se trata de una función que debe ejercerse en una obra que está haciéndose, de una función artesanal en la construcción de la ciudad santa sobre esta tierra.

Con el despertar de nuestra mirada establecemos un pacto con la obra que ennoblece a los que empiezan a percibirla. «La obra sola muere con el tiempo y se ve reducida a la nada —escribió el maestro Eckhart—; pero el resultado de la obra es sencillamente que el espíritu se ve ennoblecido en la Obra.» Una obra más allá del tiempo, una obra ligada al tiempo, que se realiza en nuestra existencia, mientras que la Obra intemporal pasa de iniciado en iniciado, de templo a catedral.

TRADICIÓN Y TRADICIONES

Fue un escultor quien levantó la losa que cubría la tumba de Cristo, y un albañil quien extrajo los restos de grava para que el maestro pudiese salir del sepulcro y volver al cielo. Sin la comunidad de los constructores, el mensaje divino habría quedado en letra muerta.

El mensaje del que hablamos no es una doctrina sino una herramienta de evolución para nosotros, una herramienta a la que los antiguos llamaban «Tradición».

Una palabra difícil de definir. Cuando pronunciamos la palabra «Tradición», de inmediato sobreviene una enorme confusión mental, característica del pensamiento moderno. En seguida vemos desfilar una serie de costumbres desusadas, tradiciones estúpidas, tabúes, etc., y orgullosos proclamamos, imbuidos de superioridad: «y sin embargo no estamos en la Edad Medía», una frase que se ha hecho clásica en emisoras de radio y televisiones y en las columnas de los periódicos.

Esta actitud, debemos confesarlo, nos parece tan estúpida como la adulación de costumbres caducas que no pertenecen en absoluto al mundo de la tradición sino al de la costumbre. Ahora bien, es vital distinguir la tradición iniciática, clave no solamente de la época medieval, sino de todas las épocas. Cuando la tradición constituye el corazón de una civilización, ésta levanta templos. Pero cuando se refugia en sociedades secretas o discretas, debido a las circunstancias, las colectividades humanas construyen fábricas, estaciones, centros culturales que actúan sobre el cuerpo y la mente del hombre, pero no sobre el hombre entero.

El racionalismo que se consolidó durante el Renacimiento oscureció la auténtica naturaleza de la tradición. Resulta evidente que este racionalismo no engendró una civilización sino diferentes tipos de sociedades que se enfrentan en guerras, o en luchas económicas en las que no se toma en consideración el desarrollo de los individuos y de las comunidades.

Por lo tanto, para nosotros supone un esfuerzo considerable volvernos hacia la tradición. Y justamente es preciso que nos despojemos de nuestras costumbres y de nuestras tradiciones para redescubrirla; podemos conseguirlo, porque constituye un valor permanente dentro de cada uno de nosotros, un valor al que nos basta con reanimar para que resplandezca.

En las páginas que siguen intentaremos delimitar en la medida de lo posible algunos aspectos de esta tradición iniciática cuya necesidad experimentamos de forma extremadamente intensa, aunque ya no sepamos llamarla por su nombre. Creemos que el mero hecho de mencionarla, por imperfecta que sea la alusión, puede empezar a reanimar el espíritu de los constructores de templos, y llevamos hacia el maestro de obras.

La tradición iniciática posee un cuerpo, un alma y un espíritu. Su cuerpo está formado por templos, catedrales, estatuas y libros sagrados; en resumen, por todo lo que encarna de forma concreta y visible la enseñanza que se quiere transmitir. Un cuerpo lleno de savia, siempre a nuestro alcance, y que se ofrece de modo permanente a quien desea contemplarlo. Un cuerpo que debe ser reanimado, también; comparable a la «materia prima» de la alquimia, lo más extendido del mundo pero a lo que pocos prestan atención.

El alma de la tradición es su rostro múltiple, su carácter cambiante que encierra una misma Sabiduría bajo aspectos distintos, según el tiempo y el lugar. Cuando los maestros de obras construían iglesias cristianas sobre las ruinas de los templos paganos, vivían el alma de la tradición que todo lo integra y nada destruye. Actualmente tenemos la inmensa suerte de descubrir las tradiciones de China, de India, de África y de muchas otras civilizaciones tradicionales que han realizado la experiencia de la iniciación y la han transmitido a través de sus ritos, sus escritos y su arte. Este descubrimiento nos ofrece una posibilidad de abrir nuestro espíritu que no deberíamos despilfarrar en el diletantismo, el sincretismo o en una amalgama de esas expresiones tradicionales.

Creemos que la información con que contamos sobre el conjunto de las formas tradicionales supone un inestimable regalo de nuestra época, pero que es interesante profundizar en una de ellas que corresponda con nuestras afinidades y nuestra herencia sensible e intelectual. En lo que concierne a Occidente, es cierto que la tradición de los constructores, desde el antiguo Egipto hasta las comunidades actuales que perpetúan y se hacen eco de esta simbología, constituye una fuente de vida inagotable.

El alma de la tradición no está adherida a la historia. El monje benedictino Orderic Vital escribió que «hay que cantar la historia como un himno en alabanza del Creador y del justo gobernador de todo». Dentro de esta perspectiva, el alma de la tradición nos invita a comulgar con la forma temporal y pasajera que reviste la Eterna Sabiduría. Los musulmanes, con notable perspicacia, afirman: «el siglo es Alá». Y es que, efectivamente, cada época lleva en sí lo divino, y a nosotros nos corresponde manifestarlo en nuestras obras.

El alma también anima las formas artísticas desde dentro. Si los angelotes barrocos o la mayoría de las pinturas modernas están muertas, es porque no tienen nada que comunicar, nada que decirnos salvo una impresión estética que a algunos les llega y a otros no. Si los bajorrelieves egipcios y los capiteles romanos siguen vivos, ello se debe a que su contenido simbólico nos incumbe directamente, a que desencadenan en nosotros un auténtico mar de fondo que, afortunadamente, sumerge nuestro racionalismo y levanta una de las puntas del velo que esconde el misterio por naturaleza.

El alma, afirmaba la Edad Media, es la más hermosa y la más fea de las cosas. No creamos de ninguna manera que el alma, pese a la desvalorización que ha sufrido la palabra, es una cosita alada e inofensiva; en realidad, es el instrumento de nuestra realización, el potencial de energía del que disponemos para dar a luz nuestra verdad. El hombre que gestiona mal su alma se parece a un sabio incompetente que provoca la explosión de su propia central atómica.

El alma, después de ser purificada por un ritual, se capacita para reconocer los símbolos, para guiarse a sí misma por este mundo. Deja de estar dispersa y errática y deja de envidiar los triunfos de los demás, en cualquier terreno.

En cuanto al espíritu de la tradición iniciática, su realidad nos resulta difícilmente accesible. Por eso debemos dedicarle una vida de estudio. El espíritu de la tradición es la Sabiduría que los medievales calificaban de «no nacida», de «no manifestada», de «increada», pues no está sometida a los condicionamientos humanos ni a los de la naturaleza cuya armonía engendra.

San Buenaventura explicaba que el hombre que poseyese todas las cualidades de todos los seres reconocería claramente esta Sabiduría. Sin embargo, aunque rebasa las posibilidades de la inteligencia humana, no resulta inaccesible. Nuestros padres, que supieron reconocer su importancia, sabían que la Sabiduría no mora confinada en las nubes.

La Sabiduría increada se alía a lo creado en ciertas ocasiones, como en el renacimiento de un iniciado, la construcción de un templo o la transformación consciente de un ser en su finalidad. Interesa favorecer esos momentos, y ésa es exactamente la tarea de una civilización digna de tal nombre. «De todas las cosas que es preciso procurar —escribía Hugues de Saint-Victor—, la primera es la Sabiduría, que es la forma del bien perfecto.»

Rupert de Deutz explicaba que debíamos convertimos en profetas, es decir, en seres capaces de ver más allá de los fenómenos aparentes. De hecho, la búsqueda de la Sabiduría también se realiza a través de la percepción de lo invisible para lo que fue creado el hombre.

La vida es invisible y, sin embargo, se manifiesta en miles de expresiones. Aprehender su principio o, al menos, intentar hacerlo a través de una experiencia iniciática significa comprender que es posible vivir la Sabiduría aquí abajo. Para conseguirlo, el maestro Eckhart nos indicó un método excelente: «Lo que quieres con vehemencia, lo tienes, y ni Dios ni ninguna criatura pueden quitártelo, a condición de que tu voluntad sea total y auténticamente divina, y que Dios esté presente en ti. Por lo tanto, no digas “me gustaría”; pues eso sería algo del futuro. Di: “Quiero que sea así a partir de ahora.”»

«Cuando uno pone sus asuntos en orden a través de un pensamiento correcto —afirmaba un sabio—, la luz ya no la dispensan las cosas exteriores; la luz se alimenta de sí misma dentro del hombre»; dicho de otro modo, la Sabiduría puede elegir al hombre como cimiento y fulgurar a partir de una estructura interior pacientemente elaborada.

«Piensa que estás en todas partes al mismo tiempo, en la mar y en la tierra y en el cielo; piensa que no naciste nunca, que sigues siendo un embrión, joven y anciano, muerto y más allá de la muerte. Compréndelo todo a la vez, los tiempos, los lugares, las cosas, las cualidades y las cantidades», recomendaba Hermes Trismegisto, cuya obra era conocida por la escuela medieval de Chartres y cuyo nombre llevan dos iglesias belgas.

¿Hablamos acaso de una tarea imposible o desmesurada? Para un individuo sí, desde luego. Para una comunidad, no. Por eso los constructores no confiaron la construcción de una catedral a un artista o a un arquitecto, sino a un maestro de obras, a un hombre que vive por una comunidad y para una comunidad de la que él es el centro.

La Sabiduría es intemporal. Nuestro tiempo, a pesar de la desacralización y de su desconcierto, no está más privado de ella que otros tiempos. Si frotamos el pensamiento con la piedra del símbolo podremos convertimos en hombres tradicionales.

DEL SENTIDO PROFUNDO DEL HOMBRE
Y DEL SIGNIFICADO PROFUNDO DE LAS COSAS

La Edad Media no formaba visionarios ni artistas confinados en su gloria personal o en una torre de marfil. Creaba «operativos», hombres de la Obra, que estaban en contacto directo con la materia y con el espíritu. También utilizó extensamente un recurso de aproximación a la realidad de una eficacia sin igual: el esoterismo.

A1 igual que la palabra «tradición», la palabra «esoterismo» ha sufrido muchas y extravagantes interpretaciones sobre las que no vamos a insistir aquí. El esoterismo, para definir la palabra de la manera más sencilla posible, es el sentido profundo de cada cosa, su «nombre», como dirían los egipcios; para percibir este nombre, el hombre hace uso de lo que podría llamarse un «sexto sentido», por utilizar una expresión muy conocida. Al sentido profundo de las cosas, por lo tanto, corresponde en cada individuo un sentido particular, concebido para este tipo de percepción.

Confucio decía: «Yo no puedo conseguir que comprenda el que no se esfuerza en comprender. Si le he revelado un extremo de una cuestión y él no ha visto los otros tres, renuncio a enseñarle.» Esoterismo es también esa actitud del espíritu consistente en plantear preguntas al misterio y acerca del propio misterio.

En el orden racional, es habitual esperar respuestas lógicas a los interrogantes. En el orden de la intuición, es decir, de la visión directa de los seres y de las cosas, no se persigue ni un análisis ni una descomposición racional del misterio. Lo que hacemos es comulgar con él a fin de formularlo a través del arte.

En el Zohar, libro sagrado de los cabalistas, los poseedores del esoterismo judaico, leemos: «Desgraciado sea el hombre que sólo ve en la Ley simples relatos y palabras vulgares. Los relatos de la Ley son el ropaje de la Ley. Desdichado sea quien confunda esos ropajes con la propia Ley. Existen mandamientos a los que podemos llamar el cuerpo de la Ley. Los simples sólo se fijan en los ropajes o en los relatos de la Ley, pero no ven lo que queda oculto bajo el ropaje. Los hombres más instruidos no prestan atención al ropaje sino al cuerpo que envuelve. Por último, los sabios, los servidores del rey supremo, los que habitan las alturas del Sinaí, sólo se ocupan del alma, que es la base de todo lo demás, que es la Ley misma.»

Aquí tenemos una clara invitación a superar la forma de las esculturas, a entrar en su «esoterismo», es decir en su significado eterno.

LOS CUATRO SENTIDOS DE LA ESCRITURA

La letra enseña los hechos,

la alegoría lo que hay que creer,

la moral lo que hay que hacer,

la anagogía hacia qué debemos dirigirnos.

Estas máximas, debidas a Nicolás de Lyre, poeta del siglo XV, resumen muy bien el método empleado por los hombres medievales para entender la estructura de lo real.

Este método es el de los «cuatro sentidos de la escritura», a los que aluden los cuatro ríos del paraíso. En un capitel de Vézelay estos ríos aparecen representados por cuatro hombres coronados que derraman esas fuentes capaces de saciar al que busca la verdad y la vida.

Los padres de la Iglesia, que todavía mantenían contacto con las religiones llamadas «paganas», conocían algunos elementos de sus rituales iniciáticos y sabían que solamente la interpretación simbólica permitía abordar los misterios de la santa escritura. Recomendaron no apegarse demasiado a la letra y buscar el significado espiritual.

Letra y moral, dos de los cuatro sentidos de la Escritura, son términos familiares para nosotros. Alegoría y anagogía, por el contrario, exigen algunas explicaciones. Por alegoría también debemos entender «analogía» en la época medieval, aunque esta sustitución de palabras no resulta muy ilustrativa. Sin embargo, está claramente establecido que analogía y anagogía son las dos maneras correctas de interpretar una obra de arte.

Analogía es un concepto técnico utilizado en arquitectura, «Que dos términos formen solos una hermosa composición —escribe Platón— no es posible sin un tercer término. Pues es preciso que entre ellos exista un vínculo que acerque a ambos. Ahora bien, de todos los vínculos, el más hermoso es el que se da a sí mismo y a los términos que une la unidad más completa. Y eso es la proporción, la analogía que, naturalmente, la hace realidad de la manera más hermosa.» Vitrubio, un arquitecto romano que gozaba de la estima de los maestros de obra, añadía: «La proporción a la que los griegos llaman analogía es una consonancia entre las partes y el todo.»

Así pues, desde la perspectiva del hombre interior, analogía significa proporción que permite establecer relaciones justas entre los diversos elementos que componen el mundo, entre el hombre y el arquitecto divino, entre nuestra alma y la de un animal o de una planta, etc.

Analogía es la clave de lo que los antiguos llamaban los pequeños misterios, es decir, los primeros grados de la iniciación, que consisten en conocerse a sí mismo e integrarse en la armonía de una comunidad, sea ésta humana o cósmica.

La de los grandes misterios es la anagogía. Podemos traducir muy sencillamente esta palabra que se refiere al «sentido de la espiritualidad», «sentido de lo esencial», «capacidad de percibir la naturaleza real de las cosas y de los seres». El que se ve privado de ello, según la tradición, es un individuo sin «educación», es decir, alguien que no se ha erguido hacia el cielo.

Practicar la anagogía supone convertir nuestra existencia cotidiana en una búsqueda de lo invisible sin desdeñar por ello lo visible. Cuando encontramos la piedra colocada en el camino, la cogemos y la lanzamos a lo lejos y una vez más tendremos que encontrarla y de nuevo deberemos lanzarla más lejos y continuar de este modo. El camino de los grandes misterios no ha acabado; el sentido de la vida no se agota ni se puede definir según las leyes de la lógica.

La alegría del viaje es una misión apasionante, y no importa la etapa que alcancemos sino el viaje en sí. La dicha que produce la iniciación no deriva de los múltiples descubrimientos que procura el estudio sino de la propia indagación.

Los artesanos medievales alimentaban su imaginación creadora en la tradición iniciática, y en ella encontraba su razón de vivir la comunidad de constructores. El esoterismo nos ofrece una posibilidad de comulgar con esta tradición; por supuesto, no un esoterismo que pueda confundirse con alguna especie de ocultismo, sino el deseo y el sentido de penetrar en el pensamiento de los maestros de obras y de sus obras maestras.

En Saint-Lo hay una escultura en la que vemos a un hombre tocado con el gorro de los maestros de obras, que descubre su corazón y, con la mano derecha, despliega una larga cinta, una filacteria. Dando libre curso a su intuición, transmite la tradición que le ha permitido asumir su función. En un magnífico capitel de Louviers descubrimos una expresión diferente de la misma idea: un pelícano se abre el pecho para alimentar a sus tres polluelos, una escena de sacrificio que se sustenta en una corona.

Es el acto real de la transmisión, el sacrificio del Uno que ayuda a que crezca el Tres, Sabiduría que se ofrece sin cálculo para que nazca la conciencia de la potencial realeza que albergamos en nuestro interior.

No es ignorante el que no sabe sino el que se niega a saber, el que se considera superior a todo y a todos. Desde el momento en que deseamos comprender el «porqué» de nosotros mismos y de lo que encontramos en nuestro camino, abandonamos el estado de ignorancia.

Existe otro estado, más grave aún, consistente en no transmitir la tradición iniciática recibida, a lo que los medievales llamaban avaricia. El terrible castigo del avaro, ese al que le gustaría impedir que los demás emprendiesen el rumbo del conocimiento, también suele representarse en los capiteles, como por ejemplo el de Vézelay, en Aulnay, donde vemos al avaro con su inútil bolsa colgada del cuello, mientras lo devoran los demonios.

En lugar de ser avaros, los maestros de obras han dado pruebas de una generosidad excepcional al transmitir con toda su energía espiritual y humana la iniciación que habían vivido. Catedrales y capiteles, estalas y estatuas y textos diversos son testimonio de ello.

Los maestros de obras sabían que por el árbol de la tradición circula la savia del símbolo. Y el símbolo es la llave de oro que abrirá el cofre de los tesoros ocultos dentro de la Obra. Gracias a él el viaje a la ciudad celeste puede hacerse realidad.