Cuando iba a empezar el tercer año después del año mil, un mismo acontecimiento tuvo lugar en todo el universo, pero sobre todo en Italia y en las Gallas: empezaron a reconstruir las basílicas, a pesar de que la mayoría, ya sólidamente construidas, no lo necesitaban. Parecía que el mundo se tambaleaba y se desprendía de sus harapos para cubrirse con un blanco manto de iglesias.
RAOUL GLABER
La catedral refleja la armonía del cosmos en donde todo está escrupulosamente ordenado. Está construida según la Divina Proporción, que también presidió la formación del cuerpo humano. La iglesia es el cuerpo de Cristo, considerado no como individuo sino como Hombre a la medida del Universo que reúne en sí toda las expresiones de la creación. Un lugar santo es, según la fórmula de Lehmann, un «laboratorio de energía universal», como ya vimos en el capítulo precedente.
El templo material hace perceptible el templo inmaterial, convierte nuestra tierra en tierra divinizada, donde la vida no es exilio sino un descubrimiento de lo invisible. Las palabras que encontramos en Ezequiel nos atañen muy directamente:
«Y tú, hijo de hombre, describe este templo; que ellos midan el plano. Enséñales la forma del templo y su plano, sus salidas y sus entradas, su forma y todas sus disposiciones, toda su forma y todas sus disposiciones; pon todo eso por escrito ante sus ojos para que observen su forma y su disposición y que ellos se acomoden a ella. Aquí tienes el mapa del templo: todo el espacio que rodea la cima de la montaña es un espacio muy santo. Así es El mapa del templo.»
En las páginas que siguen, examinaremos las distintas partes de la catedral, basándonos en un plano tipo. Se trata de un modelo que comprende los diversos aspectos, realizado de forma más o menos completa en cada iglesia. No olvidemos que entre la mayor de las catedrales góticas y la más modesta iglesia campestre existe únicamente una diferencia cuantitativa, no cualitativa, pues ambas participan de la misma naturaleza y tienen la misma función, aunque su tamaño sea distinto.
En todo el mundo antiguo, las partes del templo poseían un significado simbólico propio, un significado preciso tanto en el orden arquitectónico como en el de la conciencia.
Para comprender a qué equivalen los elementos que componen una catedral, disponemos de un documento excepcional que facilita la transición entre el Oriente Próximo antiguo y la Edad Media. Se trata de un himno sirio sobre la catedral de Edesse, fundada en el año 313.
La frase clave dice lo siguiente: «En efecto, es algo realmente admirable que, en su pequeñez, la iglesia sea semejante al vasto mundo.»
El maestro de obras de Edesse, que debía conseguir que en el templo irradiara la gloria de Dios, se llamaba Basleel. Lo ayudaron tres artesanos: Amidonius, Asaph y Addai, y fue iniciado en su arte por el propio Moisés.
La catedral contiene los misterios de lo divino. Contemplarla nos llena de admiración. El edificio está rodeado de agua, para evocar los mares; una techumbre tensa como el cielo y adornada con mosaicos de oro, recuerda el firmamento estrellado. La cúpula representa el cielo superior, donde residen los ángeles y los bienaventurados.
Los cuatro lados del mundo están inscritos en los arcos, gracias a los cuales la iglesia es inmutable. Los colores que los embellecen aspiran a encarnar en la piedra el arco glorioso de las nubes. Construida con mármoles de origen no humano, la techumbre rodea los cuatro arcos mayores, como salientes rocosos adornando una montaña. La luminosidad de los mármoles corresponde al resplandor de lo alto.
Los espléndidos atrios con sus pórticos de columnatas simbolizan las tribus de Israel alrededor del tabernáculo de la Alianza. Tres ventanas llevan la luz hasta el coro: es el misterio de la Trinidad que inunda el coro de la iglesia con su Luz única. Las ventanas que, a los lados, intensifican esta luz, representan a los santos, apóstoles y mártires.
En el centro de la catedral se levanta un estrado. Las once columnas que lo rematan son los once apóstoles que se mantuvieron fieles a Cristo. Detrás de este estrado, otra columna encarna el Gólgota; por encima, la cruz luminosa del Señor, nacida de su sacrificio.
En el templo hay cinco puertas abiertas que dan acceso a él. Simbolizan a las cinco vírgenes sabias que supieron esperar la Luz de Dios, y recogerla en su alma cuando llegó. Al trono de dios corresponde el de la catedral, a los nueve coros de los ángeles los nueve peldaños del trono.
«Elevados son los misterios de este Templo relativos a los cielos y a la tierra —concluye el himno—; en él están representados alegóricamente la sublime Trinidad y el Plan del Salvador. Los apóstoles, sus cimientos en el Espíritu Santo, y los profetas y mártires están representados alegóricamente. Que la oración de la madre bendita pueda estar su memoria ahí arriba en los cielos. Que la sublime Trinidad que dio fuerzas a quienes la construyeron nos guarde de todo mal y nos libre de todo daño.»
San Nilo, cuyo nombre no puede resultarnos indiferente, nos ofreció otro testimonio esencial relativo a las partes del sagrado edificio, en una carta fechada en el siglo V, dirigida a un amigo del santo:
«Me rogasteis —le dice san Nilo a Nemertius— que os explique algunos símbolos. Os respondo que las pilas de agua bendita representan la purificación del alma; las columnas significan la enseñanza divina; el ábside, que recibe la luz de Oriente, caracteriza el honor que se rinde a la sana, consustancial y adorable Trinidad; las piedras representan la unión de las almas sólidamente arraigadas y que se elevan siempre más alto hacia el cielo; los asientos, gradas y bancos designan la diversidad de las almas donde viven los dones del Espíritu Santo, y recuerdan a las que rodearon a los apóstoles cuando en aquellos primeros días unas lenguas de fuego reposaron sobre sus frentes; el trono episcopal que se eleva en medio del coro de los sacerdotes recuerda la silla del supremo pontífice, Nuestro Señor Jesucristo.»
Ya hemos dicho que la cantidad y la dimensión importan poco. Construir algo más grande, más alto o más pesado es una característica de finales de la Edad Media, ya corrompida por el espíritu competitivo de los tiempos «modernos». El obispo Durand de Mendes, que vivió en el siglo XIII y cuya obra será una preciosa guía a lo largo de este capítulo, nos enseña que «iglesia» corresponde al griego ekklesia, lo cual implica la «catolicidad» de la iglesia de los constructores, a saber, su carácter universal en los significados que encarna.
El Psalterium Glossatum nos explica que los cimientos del templo son la Fe, su altura la Esperanza, su anchura la Caridad y su largura la Perseverancia, cuatro virtudes que conforman al hombre, del mismo modo que construyen la catedral. Cuatro conceptos simbólicos que aseguran la solidez del edificio mejor que cualquier técnica.
«¿Acaso no sabéis —escribe san Pablo— que sois un templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Pues el templo de Dios es sagrado, y ese templo sois vosotros.» Desde este punto de vista no habrá de extrañamos el carácter milagroso de la fundación de una catedral.
Por fundación entendemos el momento de inspiración en que el maestro de obras comprende, a través de todas las fibras de su ser, que el futuro edificio debe estar implantado en un lugar concreto.
Mensajeros celestes acuden para guiarlo. En Puy-en-Velay, que tantos peregrinos acogía, y donde todavía se encuentra una Virgen negra, un ciervo trazó el plano de la futura catedral sobre la capa de nieve que cayó en pleno verano. Los ángeles inauguraron el edificio acabado; en el monte Saint-Michel fue un toro, símbolo clásico del rey constructor del mundo antiguo, el que instruía al maestro de obras.
Comunicación entre este mundo y el otro, poder sobrenatural transmitido a los constructores a través de los animales, habitados por la potencia creadora en estado puro, sin deformaciones.
Aunque existen distintas variaciones del plano del templo, que expresan otros tantos significados simbólicos, una de las formas esenciales del templo medieval es la cruz, encuentro de la vertical y de la horizontal, del tiempo y el espacio, del cielo y la tierra.
La cruz es la traducción cristiana del gran árbol de las antiguas tradiciones, del eje que une entre sí los «niveles» del universo.
El árbol de vida fue plantado en el Calvario, en el lugar de la muerte. Al descender a los infiernos para salvar a los condenados, Cristo alcanzó las esferas celestes, adonde ascendió para reinar.
La rama horizontal de la cruz, explica la Edad Media, corresponde a los equinoccios y a los solsticios, mientras que la rama vertical pone los polos en relación con el plano del ecuador. Dicho de otro modo, si conocemos el plano cruciforme de la Iglesia seremos capaces de leer el mundo y percibir su estructura.
Según cuenta la Leyenda Dorada, de la boca de san Francisco salió una inmensa cruz de oro. Su remate llegaba hasta los cielos y sus brazos abarcaban el mundo entero.
En el cuerpo crucificado de la catedral, el hombre ocupa el centro del ser. El vagabundeo se detiene en el centro de la cruz, que no debe entenderse como un instrumenta de suplicio sino como permanencia de un símbolo.
Otras formas, como los planos cuadrados o los tréboles, insisten en nociones distintas. Tomemos un ejemplo característico como es el de Aix-la-Chapelle, donde Carlomagno quiso unir el cuadrado de la tierra y el círculo del cielo. El octógono que los une es el del principio real, del tercer término.
En varios edificios de la Edad Media es posible constatar un curioso fenómeno: el eje de la nave no es una prolongación exacta del coro. Intrigados por este «desvío del eje», los eruditos buscaron explicaciones racionales, atribuyéndolo a un error del arquitecto, a la irregularidad del terreno, a un programa de construcción abandonado y luego reanudado, etc.
Estas explicaciones suponen un gran desdén a la capacidad técnica de los maestros de obras y comunidades de constructores que, como bien sabemos, era excepcional, ya que Chartres, Laon y Reims salieron de sus manos y no de explicaciones eruditas. Por lo demás, el desvío del eje es un símbolo ya atestiguado en el antiguo Oriente Próximo. Luxor, en el Alto Egipto, nos ofrece uno de los ejemplos más célebres de esta particularidad. No hablemos, por lo tanto, de azar ni de incompetencia y afrontemos la realidad tal como se presenta intentando comprenderla.
El desvío del eje supone una forma de ruptura, una frontera invisible entre dos órdenes de realidad. Una ruptura entre la nave, el lugar de creencias, y el coro, el lugar del conocimiento donde los oficiantes acceden a una visión más directa de lo divino. La simetría es muerte, la disimetría es vida, afirmaba la enseñanza el desvío del eje es una de las manifestaciones más características de esta disimetría creadora, que niega la línea recta de la razón.
«Soberbia es la altura del templo, / que no se inclina ni hacia la izquierda / ni hacia la derecha. / Su fachada elevada mira al oriente del equinoccio», escribía Sidonio Apollinaire en el siglo V.
«Que el edificio se prolongue en dirección a Oriente, como un navío», recomendaban las Constituciones apostólicas, que comparan asimismo la iglesia a un navío en el que nos embarcamos para salir a descubrir el mundo exterior e interior.
La orientación de los edificios a veces es más compleja, tal y como nos muestra H. Nissen, pues en ciertos casos la iglesia está orientada hacia un lugar del cielo donde se levanta el sol el día de la festividad del dios antiguo que sería sustituido y asumido por el santo cristiano. Como vemos, perdura una astrología sutil, que respeta el carácter de un lugar sin olvidar conferirle su dimensión cósmica.
Al norte reinan, en apariencia, el frío y la oscuridad. Sin embargo, los alquimistas se reunían en la pequeña puerta del Norte para conversar en los inicios de la Gran Obra; los constructores grababan en ella símbolos relacionados con el origen de la vía iniciática. Y eso era así porque, efectivamente, en el norte se genera la luz increada.[6] En el norte están talladas algunas escenas del Antiguo Testamento, fundamentos del cristianismo y fundamentos del ser cuya edificación se inicia.
En Oriente nace la luz y surge el impulso creador. En Occidente, donde se sitúa el Juicio Final, nos vemos confrontados a nuestro Número, a la verdad que hemos sabido o no desprender de nuestra existencia; a mediodía, la luz resplandece con su máxima intensidad y la conciencia conoce su realeza.
Podríamos ofrecer muchas otras interpretaciones de los cuatro puntos cardinales. Debemos puntualizar que esos «cuatro puntos cardinales» sólo tienen significado en relación con el punto central, con el centro que los genera.
«Los fieles predestinados a la vida eterna —escribía Durand de Mendes en su Rational des Divins Offices— son las piedras empleadas en la estructura de este muro, que se levantará y construirá hasta el final de este mundo.»
Para Hugues de Saint-Victor, las piedras de las paredes simbolizan los miembros de la comunidad cristiana integrados en el edificio de la fe. Según san Bernardo, el Conocimiento y el Amor son el vínculo de unión entre estas piedras vivas.
Los muros forman un recinto mágico. Los laterales de la iglesia, según el Psalterium Glossatum, aseguran la paz entre los seres gracias a una ascesis, necesaria para entrar correctamente en el lugar sagrado.
La ascesis consiste en liberarnos de una mentalidad profana que juzga, aísla y rechaza; las paredes laterales significan plenitud y estabilidad. Nos invitan a ser coherentes, puesto que también simbolizan las Santas Escrituras, que enseñan el recto camino. Además, cada pared encarna una virtud indispensable en el camino iniciático: la Caridad, que organiza el palacio divino, la Humildad requerida por los tesoros celestes, la Paciencia, que ilumina nuestra interioridad, y la Pureza, garante de la rectitud necesaria.
Los catecúmenos, o futuros iniciados mediante el bautismo, no entran en el templo, sino que permanecen en el peristilo, en el nártex de las iglesias, un lugar que todavía no forma parte del mundo sagrado pero que ya no pertenece al mundo profano. Bajo este porche cubierto, los catecúmenos se preparan para un segundo nacimiento. En algunas catedrales existe un segundo nártex dentro de la iglesia, que simboliza el último paso antes de la entrada definitiva en el santuario.
El gran porche de recepción está abierto a todo el que pasa. Es un llamamiento, una voz poderosa que nos invita a acercamos al resplandor que procede del interior del edificio.
Los escalones que llevan al pórtico evocan la ascensión necesaria hacia el montículo, encima del cual suele construirse la iglesia. Este montículo apareció la primera mañana del mundo y es la base de cualquier construcción.
El hombre nace por segunda vez a través del rito del bautismo. El rito principal se practica en las fuentes bautismales, pero el bautismo tiene diversas fases; la pila de agua bendita, que también contiene las aguas primordiales, nos ofrece la posibilidad de una nueva regeneración al entrar en un lugar santo.
Las fuentes bautismales están presididas por el número ocho, formado por el cuatro del cuerpo, el tres del alma y el uno de lo divino. De este modo aglutina las condiciones necesarias para el nacimiento de una nueva vida para quien purifica en sus aguas todo su ser.
Las cubas bautismales fueron soportes simbólicos muy significativos. Pensemos, por ejemplo, en las fuentes bautismales que el abad Hellin encargó en el siglo XII a Renier de Huy. Dichas fuentes descansaban sobre doce toros, lo cual simbolizaba al mismo tiempo el mar de bronce de Jerusalén y el cosmos en su omnipotencia.
Las fuentes bautismales de Notre-Dame d’Airaines, en Somme, eran tan amplias que cabía el cuerpo entero de un hombre, conforme al rito antiguo. Sus esculturas representan a los iniciados formando una cadena de unión para expresar la fraternidad del rito que habían vivido juntos. También vemos a un dragón hablando al oído a uno de los recién bautizados, al que enseña la «lengua de los pájaros», que le permitirá descubrir los secretos del cielo y de la tierra.
¿Existe algo más estilizado que un arbotante y más sólido y sereno que un poderoso contrafuerte? Según nos dice la Edad Media, las curvas de estos apoyos del edificio son similares a la Esperanza, que eleva el espíritu del hombre hacia lo divino, al tiempo que le proporciona un robusto cimiento. Estos elementos constructivos son también la expresión de lo temporal sobre lo que se apoya lo espiritual para alcanzar un pleno desarrollo.
Los contrafuertes son considerados también como la fuerza indispensable a toda creación, pues resisten al ataque del tiempo e impiden toda deformación debida a la incertidumbre y al diletantismo. Pero los arbotantes poseen también una gracia aérea y dibujan en el espacio volutas que escapan al dominio de la materia. El arco de piedra es un salto en el vacío que invita al hombre a lanzarse a la aventura y a partir desde una base sólida sin albergar ningún temor.
El techo de la catedral es el equivalente arquitectónico de la capa celeste, cuya función es proteger la tierra de una excesiva intensidad de los rayos solares. Tal y como explica Máximo el Confesor, la techumbre de la iglesia es tensa como el cielo e imita el firmamento estrellado.
Las gárgolas que puntúan el exterior del techo tienen un origen lejano, pues ya existían en Egipto con una función similar: disipar las tempestades, alejar del edificio las perturbaciones cósmicas. Las gárgolas representan también los vicios que acechan al hombre, las fuerzas hostiles que intentan impedirle la entrada en el santuario. Un proceso simbólico de profundo significado las convierte simultáneamente en el mal y en el remedio al mal.
Las tejas del techo son los caballeros del Altísimo Maestro, que emprenden una lucha victoriosa contra los demonios. En cuanto a la obra maestra de los carpinteros, el artesonado, es un símbolo del bosque. En uno de los más bellos artesonados medievales, el de Notre-Dame, en París, la armadura, las venas y la sangre de las vigas componen un lenguaje. El artesonado es la base de la vida interior proporcionada por el Verbo.
Desde lo alto de las torres se divisa el mundo entero. Sobrevolamos entonces los fenómenos y queremos contemplarlo todo desde arriba. Por eso las torres simbolizan a los prelados y a los predicadores que ven más allá del tiempo y del espacio y son capaces de predecir y de anunciar lo que todavía no se ha manifestado.
La función del campanario es repeler al demonio y atraer a los ángeles, que ayudarán con sus consejos a los habitantes del lugar.
Las dos torres, como resulta claramente perceptible en Chartres, son expresiones del sol y de la luna, de la luz activa y de la luz reflejada. En el pórtico central, entre la claridad del día y la claridad de la noche, se encuentra el hombre realizado.
Las torres albergan las campanas, que restituyen el alma vibrante de la catedral; su sonoridad se hace eco de los cantos que se elevan hacia las bóvedas, escandiendo el tiempo de la liturgia.
Las flechas, por su parte, herederas de los obeliscos erigidos a la entrada de los templos egipcios, se construían para atraer un influjo magnético, la energía sutil que sólo una catedral puede registrar para mantener la ciudad en consonancia con las armonías celestes.
No olvidemos tampoco al gallo que, según san Ambrosio, es el Cristo que despierta y guía. Él es el que con su canto mañanero expulsa a los demonios nocturnos. En el siglo IV, Prudencio escribió:
El pájaro vigilante nos despierta,
y sus cantos renovados
parece que expulsan la noche.
Jesús se deja oír
al alma que dormita,
y la llama a la vida
a la que su luz nos lleva.
Los pórticos vueltos hacia el exterior se convierten en puertas que dan acceso al interior de la catedral.
«Yo soy la Puerta —afirmaba Cristo—, y el que entra por mí será salvado.» Las puertas se abren al cielo. Ya hemos dicho que la puerta de un templo o de una catedral era a la vez una síntesis del universo y del edificio entero. El semicírculo superior es análogo al coro, y el cuadrado inferior a la nave.
«Pocos encuentran el camino que conduce a la vida», afirma el Evangelio de san Mateo. Ése es el «sendero preferido» de Pitágoras, el «paso difícil» de numerosas iniciaciones, o la «puerta estrecha» de la Gracia.
La nave es realmente un buque. Es el arca en la que se embarcan los fíeles para viajar hacia la luz. La nave, barco invertido, es un continente perfecto, es la matriz donde el espíritu de la comunidad puede alcanzar su pleno desarrollo.
La nave encarna la Razón, no en el sentido moderno del término, sino en el sentido medieval, es decir, como la suma de las leyes que conforman lo sagrado.
El hombre que recorre la nave ya está en camino; camina sobre un enlosado que es Fe y Conocimiento, un enlosado sobre el cual el obispo escribió un alfabeto simbólico durante la ceremonia de consagración del edificio. El suelo equivale en el Hombre a la Humildad, que no significa renuncia sino afán de conocimiento.
En la iniciación de los constructores, el enlosado llamado «mosaico» —compuesto por losas negras y blancas— evoca la dualidad de nuestro mundo. Dualidad que a menudo supone oposición y conflicto en el mundo exterior, mientras que el iniciado, en su condición de tercer término, debe practicar la «conciliación de contrarios».
El suelo de la nave, en su principio o en el crucero, nos revela el laberinto, una figura extraña, complicada, en la que los caminos se cruzan. En el centro a veces vemos la figura de uno o varios maestros de obras.
Algunos laberintos se destruyeron deliberadamente pues son, en el interior de la iglesia, uno de los indicios más visibles de las comunidades iniciáticas de constructores. El laberinto recibía el nombre de «camino de Jerusalén», o «legua de Jerusalén», puesto que representaba a la Jerusalén celeste que bajaba a la tierra. Existía un rito consistente en recorrer el laberinto de rodillas, para llegar hasta el centro de la ciudad santa.
A pesar de las apariencias, resulta imposible perderse dentro de un auténtico laberinto, pues, a pesar de los complicados meandros que lo componen, existe un solo camino y basta con seguirlo.
Los iniciados utilizaban el «hilo de Ariadna», el cordel de los constructores para penetrar en el laberinto y volver a salir. Ir en busca del Oriente perdido, desprenderse de sus imperfecciones por el camino único no basta; cuando se llega a Jerusalén, en el centro del laberinto, hay que volver al mundo exterior para transmitir la experiencia vivida.
Las líneas de piedras organizan el espacio interior de la catedral así como el del hombre. Unas veces gruesos y fuertes, otras finos y estilizados, los pilares y columnas son parecidos a las virtudes simples y rigurosas que los maestros enseñan. Nada de florituras ni adornos inútiles, sino impulso hacia las bóvedas, dinamismo. Los rustes son la imagen de los que celebran los ritos, y las bases simbolizan a los que saben transmitir el espíritu de verdad.
«Aunque haya muchas columnas en la iglesia —escribe Durand de Mendes—, se dice sin embargo que sólo hay siete, conforme a este dicho: la Sabiduría se ha construido una casa y ha tallado y erigido en ella siete columnas.»
La columna es un árbol de piedra; también él está lleno de savia. El 26 de enero del año 428, en Florencia, se celebró el traslado de los restos mortales de san Zanobi. A su paso, un olmo seco se cubrió de flores. En aquel lugar se erigió una columna.
El arco ojival, la famosa ojiva, dibuja en el espacio el misterio de la Trinidad y ofrece así su formulación geométrica. La gran arcada, situada en la entrada del coro, recibe el nombre de «arco triunfal»; al principio sus bases estaban unidas por la «viga de gloria». Pronto esta disposición se reemplazó por la galería que, tal como ocurría en las antiguas iglesias orientales, separa de forma visible el coro del trascoro, los celebrantes de los fieles. La «gloria» y el «triunfo» indican que el hombre ha derrotado a sus propios enemigos internos y que se ha hecho digno de entrar en la zona más secreta del templo.
La luz que difunden las ventanas y los vitrales es sobrenatural, ya que es portadora de las palabras de los santos. Esa luz nos enseña el significado oculto de los símbolos y alimenta la fraternidad en la asamblea.
Las vidrieras concilian dos virtudes opuestas: la solidez y la transparencia. Además de recoger la luz procedente del exterior para filtrarla y purificarla, emiten su propia luz, pues los colores de las vidrieras son el resultado de un proceso alquímico y poseen una vida que les es característica.
Las vidrieras dirigen la luz hacia el corazón del individuo. Por dentro son más amplias porque el misterio es más amplio de lo aparente. Y por fuera son más estrechas en alusión a los cinco sentidos, que no deben abandonarse al mundo exterior sino, por el contrario, crecer y desarrollarse hacia adentro.
Los rosetones, obras maestras de la vidriería, enseñan cómo se engendra la luz en la rosa misteriosa. Ser sub rosa significa formar parte de una comunidad de iniciados situados bajo la irradiación de la rosa misteriosa. El rosetón nos enseña dos movimientos esenciales del pensamiento: desde la periferia hacia el centro y desde el centro a la periferia. Su inmovilidad es meramente aparente, ya que en realidad está siempre en movimiento, en armonía con los ciclos eternos del cosmos.
La palabra «bóveda» procede del latín volvere, «volver». La bóveda corresponde a la vida celeste, y no está inmóvil sino que efectúa un movimiento circular sobre sí misma, como los cielos que contienen los astros. Esta concepción simbólica se remonta hasta las pirámides del antiguo imperio egipcio, con sus bóvedas consteladas de estrellas de cinco puntas.
La bóveda, al integrar el cuadrado y el círculo, crea la dinámica de la esfera y nos introduce en otro tiempo y en otro espacio, pues sus piedras vibran y registran las resonancias del universo.
Los juegos de luz y sombra que admiramos bajo las bóvedas describen la vida espiritual, mientras que los puntos de la bóveda donde convergen las líneas nos muestran las reglas de este juego, los «puntos de fuerza» en los que encontraremos nuestro equilibrio.
Ya hemos mencionado la existencia de un trascoro en las antiguas iglesias. Al cerrar de esta forma la nave, ya sea con piedra, con madera o con un simple velo, volvemos a encontramos las concepciones primitivas de la Iglesia.
Dentro del templo existe, efectivamente, una zona secreta cuyo acceso no está al alcance de todo el mundo. Tan sólo los iniciados en determinados misterios consiguen entrar y pueden trabajar sobre lo sagrado sin riesgos para otros ni para sí mismos.
El trascoro de la Edad Media es el sucesor del iconostasio de los santuarios orientales y de las barreras arquitectónicas del mundo antiguo. «Trascoro» es la primera palabra de una fórmula litúrgica que un lector transmitía a la asamblea de fieles reunida en la nave. Aun sin verlo, participaba en el misterio.
En la zona anterior del templo, los simples bautizados escuchan la doctrina mientras que los que han alcanzado cierto grado de dominio del símbolo tras una larga preparación se hacen cargo del servicio divino en el coro.
La práctica totalidad de los trascoros se destruyeron deliberadamente, y las reglas litúrgicas que implicaba esta disposición arquitectónica han sido abandonadas, al menos por parte de la Iglesia católica. Ésta rechazaba así su propio misterio, más apegada a la cantidad, a la masa, que a una jerarquía de cualidades que sin embargo presidió su nacimiento.
Según Honorius de Autun, los brazos del crucero encarnan los brazos de Cristo. El brazo izquierdo es la receptividad a lo divino y el brazo derecho su puesta en práctica. Los que se instalan, por lo tanto, en los brazos del crucero participan directamente en la creación de la Obra pero, igual que los artesanos de la comunidad de constructores, ven la última parte del santuario de manera oblicua, indirecta; cuando más adelante accedan a la maestría obtendrán también una visión directa.
Según Suger, el cruce es el lugar de la revelación. Es ahí donde se exhiben los relicarios de los santos, adornados con oro y piedras preciosas, es decir, los cimientos tradicionales del edificio. En este crucero convergen el centro, la vertical y la horizontal. El iniciado descubre ahí la medida común a todos los seres, su identidad profunda, que no es uniformidad.
Para el peregrino el crucero es la encrucijada de camino, entre los pequeños y los grandes misterios. A él le corresponde realizar la elección decisiva en su búsqueda de las causas.
Por encima del crucero, la bóveda suele ser una corona vacía en su centro. Recuerda la corona de acacia de los antiguos ritos iniciáticos que señala la entrada definitiva del postulante en la comunidad de los artesanos. Es también el Ojo celeste por el cual pasa la mirada divina hacia el mundo, y a través del cual nuestra mirada se eleva hacia la del Creador.
Los altares son las «cosas elevadas», las elevaciones que surgen desde el suelo, escalones hacia el cielo. Son la traducción en piedra de las fogatas sobre las que se realizaban los sacrificios y se quemaba el incienso.
El altar mayor es el centro de todo, el Corazón del Altísimo Maestro al que se accede a través de tres escalones, equivalentes a los tres nacimientos sucesivos del iniciado.
También puede considerarse el altar como la cripta vivificada, el secreto de las profundidades que emerge a la superficie, la misma piedra fundamental manifestada de manera diferente.
Entre los hombres de la antigüedad, el coro era el lugar donde los danzantes, que participaban en la representación de os misterios, ejecutaban sus movimientos rituales. El corazón de la catedral es el corazón del hombre: se trata desde luego de un juego Palabras, que no obstante encierra una realidad que rebasa las palabras.
La construcción de la catedral solía iniciarse por el «presbiterio», una parte del coro. La palabra chevet («presbiterio»), ligada al latín caput, «cabeza», designaba la abertura de la túnica por la que sale la cabeza. Es un símbolo muy sencillo, pero muy elocuente, de la conciencia que abandona las tinieblas.
El coro, principio y fin de la catedral, es un sanctasanctórum, la imagen perfecta de la esfera, la figura geométrica donde la actividad divina se revela en su gloria. El milagro de la primera mañana se reproduce en el coro todos los días y en él se renueva perpetuamente la creación.
Adosado a la pared, el último altar de la catedral sirve para celebrar el nacimiento de la vida. Una vida que surge en la unidad de la catedral antes de multiplicarse en el mundo exterior.
En el deambulatorio, que permite circular alrededor del centro, es posible caminar a lo largo y a lo ancho, según la propia etimología de la palabra. La idea del viaje eterno está inscrita así sobre la piedra.
Tiempo atrás, todas las sacristías debían abrirse al coro, puesto que simbolizaban el seno de la Virgen donde se encarnaba el Señor.
La palabra catedral procede de «cátedra», es decir, el trono donde se sentaba el obispo. Como en los templos donde se reunían las L comunidades de constructores, el asiento del director de la asamblea se coloca hacia Oriente, exactamente en el lugar donde nace la luz.
Podemos admirar un magnífico ejemplo de lo dicho en la iglesia primacial de Saint-Jean-de-Lyon, con la cátedra situada al fondo del ábside, en la cima del gran cuerpo, en el eje del pórtico real. Encima del trono podemos contemplar la imagen del Padre celeste y leer esta inscripción: «Yo soy el que es.»
En el coro tomaban asiento los dignatarios de la Iglesia con rango suficiente para acceder a dicho lugar. Se sentaban en los asientos de las estalas que, según Sicardi de Cremona, son los asientos celestes ofrecidos a los elegidos.
«La misericordia de la estala de la iglesia —leemos en el Rational— representa a los contemplativos en cuya alma Dios descansa sin ofensa y que, por su gran mérito, contemplan por adelantado el esplendor de la vida eterna y son comparados al oro por el resplandor de la santidad.»
Las misericordias de las estalas, donde se han representado tantos motivos simbólicos, también aluden al lecho de reposo de oro del que habla el Cantar de los cantares: el cuerpo duerme en él mientras el espíritu se regenera.
Nos gustaría haber demostrado con esta rápida lectura de la catedral que esta madre de dimensiones cósmicas propicia el nacimiento de seres auténticos, capaces de vivir en espíritu y en verdad. No se ha callado la voz de la Edad Media; todavía la oímos: «Al igual que la iglesia corporal o material se construyó con piedras ensambladas, del mismo modo la asamblea espiritual forma un Todo compuesto por un gran número de seres humanos distintos en edad y en rango.»