CAPITULO V
Nuestra madre la catedral

Ciudad feliz de Jerusalén, tu nombre es visión de paz, tú, que te elevas en los cielos, tú, hecha de piedras vivas […]. Del cielo desciendes, esposa prometida del Señor. El fundamento, la piedra angular, es Cristo, enviado del Padre. Oh ciudad, al unir los muros, Cristo unió la Ciudad santa, y el creyente que lo recibe descubre en su Dios su morada.

Analecta Hymnica, LI, núm. 102

NUESTRA SEÑORA DE LAS PIEDRAS

Todas las catedrales están dedicadas a Nuestra Señora. Nuestra Señora no está muerta sino sencillamente dormida. Ella es la «Bella Durmiente» de los cuentos, la Madre de los Compagnons que acoge a los constructores en el albergue al final de su jornada de trabajo.

La catedral es el cuerpo eterno e imperecedero de Nuestra Señora. En él el tiempo no transcurre sino que tiene lugar un fenómeno más importante como es el de las mutaciones. El universo está en perpetua transformación; el hombre, que es uno de los lugares del universo, también cambia sin cesar. Puede ocurrir que no tenga conciencia de esos cambios y entonces sufra, o que pida la clave de estos cambios a la catedral.

En el centro de la rueda está el cubo. Aunque no se mueve a causa del movimiento de la rueda. La catedral, movimiento de piedra, está en el centro de las mutaciones. El universo que hay en el hombre conserva a través de ella su coherencia.

La Edad Media, al igual que las civilizaciones tradicionales cree que la labor más vital es la de conciliar lo inmutable y lo que está en movimiento, y conseguir la «conciliación de los contrarios», primer paso de la iniciación, primera operación de la gran obra alquímica. Cuando se fracasa, el hombre se rompe en «espíritu» y «materia», y la sociedad sucumbe a la política, la economía y los conflictos internos en que se atascan los hombres.

La enseñanza tradicional afirma claramente que existen dos ciudades: la celestial y la terrenal. Nada podrá corromper la primera ni destruirla; la segunda es obra de las civilizaciones, siempre cuestionada y por reconstruir.

CIUDAD CELESTE, CIUDAD TERRESTRE

La ciudad de Dios es la catedral del universo. El movimiento eterno de los planetas, el ciclo solar, las fases de la luna y las leyes del cosmos son sus ritmos inmutables, cuyas variaciones corresponden a una armonía creada por el arquitecto de los mundos. La ciudad de Dios es el lugar de la verdad radiante, el templo que se revela cuando levantamos los ojos hacia él.

El hombre tiene la cabeza en el cielo y los pies sobre la tierra. Por lo tanto, es necesario que este fundamento no sea caótico; de lo contrario, a pesar de su percepción de origen celeste, el hombre se derrumbaría.

También es preciso construir sobre la tierra templos, catedrales, y catedrales para que el mundo de abajo esté en correspondencia con el mundo de lo alto. Así todo el mundo tendrá ante sus ojos una imagen de la estructura secreta del mundo y podrá dedicar su vida a descifrarla.

La catedral hace perceptible el mundo, ya que lo organiza según el Verbo y no según el racionalismo. No se trata de una construcción de carácter administrativo que alberga un código, caduco ya desde su nacimiento, sino un cuerpo vivo de piedras que hablan.

La ciudad celeste y la ciudad terrestre se comunican gracias al trabajo del maestro de obras y de sus comunidades de constructores. Los tabiques que puedan existir, inherentes a la naturaleza misma de las cosas, no son opacos sino transparentes. No detienen los rayos, así como tampoco la materia detiene la Luz. A pesar de la diferencia de su ser, los ángeles y los hombres pueden formar una cadena de unión.

Las civilizaciones y los individuos tienen una responsabilidad absoluta, pues les corresponde no oscurecer la fraternidad existente entre la ciudad celeste y la ciudad terrestre. Cuando Carlomagno hizo construir la catedral de Aix-la-Chapelle, era perfectamente consciente de que su construcción manifestaría sobre la tierra el reino de Dios. Al tomar como modelo un plano de iglesia antiguo, se hacía eco de la tradición y sacralizaba el tiempo.

Lo primero que debían aprender los maestros eran las leyes de la armonía. A través de la iniciación accedían al estado adecuado de ser para tomar conciencia. Luego, el oficio aprendido a lo largo de los años les permitía manifestar en la piedra sus conocimientos y mostrar al hombre el camino que debía seguir.

Hoy día actuamos al revés. Cuando nos encontramos delante de una catedral, o en su interior, todo nuestro ser se queda atrapado en una red de sensaciones que nos conduce a planteamos preguntas como quiénes somos nosotros para atrevemos a entrar en estos lugares y qué buscamos. La belleza de las catedrales de piedra no debe suscitar en nosotros una mera satisfacción estética. El impacto que provoca es necesario, pues nos revela nuestra propia nobleza.

Desde luego, es innegable la perfección de las curvas y las bóvedas, el encanto que desprenden las esculturas, la serenidad de las paredes, los juegos de luz, donde el peregrino encuentra con toda naturalidad su lugar. Al hombre medieval no le angustiaba su destino, pues estaba claro cuál había de ser: venimos de Dios y a El volvemos. Nacer es morir a Dios. Morir es renacer a Él. El tiempo de nuestro paso por el mundo no carece de significación: debemos colaborar en la Obra del arquitecto de los mundos y prolongarla sobre la tierra.

Las catedrales son brújulas, mojones indicadores, hitos en el bosque de los símbolos. Pasado, presente y futuro convergen en puesto que es la culminación de los esfuerzos de los antiguos constructores y el punto de partida de los constructores del mañana. En los cielos, los justos ocupan un lugar junto al Altísimo y siguen presentes entre nosotros al orientar el pensamiento de los maestros de obra. A menudo el emplazamiento de futuras iglesias lo indicaban seres venidos del más allá. Los antepasados también están presentes a través de las reliquias, veneradas en una cripta, es decir, conservadas en el centro de la tierra, en la noche de la Virgen que va a dar a luz. La cripta mantiene viva la gruta sagrada donde nació Jesucristo, donde Mithra, Tammuz, Adonis y tantos otros dioses vieron la luz.

El símbolo de la ciudad celeste es muy anterior a la época medieval. A la Babilonia terrestre le corresponde una Babilonia cósmica. En Egipto los textos sagrados suelen mencionar una ciudad santa. A propósito de la grandiosa Tebas de Egipto, donde todavía podemos admirar los templos de Karnak y de Luxor, se decía: «Se lo llama el orbe de la tierra entera. Sus piedras angulares están situadas en los cuatro pilares. Están con los vientos y sostienen el firmamento de Aquél que está oculto.» En el Líber Scivias de la abadesa Hildegarde de Bingen, la Jerusalén celeste aparece representada de manera en todo conforme a las leyes del dibujo egipcio; lo mismo ocurre en un Beatus español donde la ciudad celeste está representada con puertas y murallas levantadas en torno al cuadrado central.

Altura y profundidad, la catedral corporeíza la Sabiduría celeste del maestro de obras. Dentro de la catedral es donde se cumple la alianza entre el hombre y la creación.

PASAJERO DEL UNIVERSO

Cuando el cristianismo se convirtió en religión de Estados, con sus dogmas, sus leyes y sus ejércitos, la noción de Iglesia tenía dos valores muy diferentes, por entonces complementarios. La Iglesia es, por una parte, la comunidad dirigida por un antiguo y, por otra la sociedad católica (es decir, de intención universal) de los fieles. Las catedrales de la Edad Media incorporan estos dos significados, pues son la iglesia del lugar, de la ciudad pequeña o grande donde fueron erigidas y, al mismo tiempo, la expresión de la catedral del universo, un reino total.

Cuando visitamos el Sacré-Coeur, Saint-Sulpice o construcciones del mismo estilo, de inmediato nos damos cuenta de que «datan», es decir, que están atrapadas en una época que no han santificado ni superado. Sus piedras sólo son guijarros. No tienen nada que decir.

Cuando tenemos la suerte de entrar en un templo o en una catedral, de inmediato nos sabemos convertidos en pasajeros del universo. Los pilares nos comunican la fuerza de la eternidad, las columnas nos elevan y nos modelan sobre el eje cósmico, sus nervaduras permiten que los hilos de nuestro pensamiento se tramen correctamente, mientras que los capiteles despiertan nuestra inteligencia en el diálogo con la catedral.

La Jerusalén celeste se hace tangible, materializada por la catedral. Le enseña las virtudes necesarias en este mundo, los vicios que deterioran el alma. Le indica cuál es el camino de la creación, desde lo más profundo de la cripta hasta la más alta torre. Dentro de su madre la catedral, el hombre deja de ser un caminante extraviado y se convierte en un viajero buen conocedor del mapa del mundo, un huésped privilegiado al que se le ofrecen las mayores riquezas.

Quietud, no pereza. Notre-Dame exige una Búsqueda vivida, un esfuerzo permanente, un don de sí que es la única plegaria auténtica, la que no pide nada y lo ofrece todo, sin buscar beneficio.

EL LIBRO DEL MUNDO

Las esculturas de la catedral contienen en su geometría el alfabeto necesario para descifrar el libro encarnado por ella. Es un libro abierto, puesto que se ofrece a la vista de todos; y un libro cerrado, puesto que nuestro pensamiento y nuestra vida deben guardar armonía con el mensaje de la catedral si deseamos percibirlo.

Las piedras componen un texto sagrado, un lenguaje particular al que es preciso adaptarse mediante una conversión de la mirada. Cada hombre posee en sí mismo un signo, una carta del alfabeto. Solo, no puede hacer nada. A él le corresponde relacionarlo con los signos inscritos en la catedral por una comunidad de varias vidas.

En una sociedad profana, las cartas del libro sagrado están tan dispersas que el libro resulta ininteligible. En la catedral, por el contrario, todo está ordenado para que podamos ver, leer, comprender. En este mundo armónico cada cosa ocupa su lugar, cada estado ocupa el lugar correspondiente según su justo valor en la escalera que conduce desde la tierra hasta el cielo. La carta nueva, la piedra inédita son el peregrino que entra en el santuario animado por el deseo de Conocimiento. Y él, a su vez, penetra en el corazón del libro, que completa con su propia conciencia.

«De lo que resplandece aquí, adentro, la puerta dorada ofrece el presagio —afirmaba un texto grabado en la fachada de Saint-Denis—; a través de la belleza sensible, el alma sobrecargada se eleva a la auténtica belleza, y de la tierra donde yacía enterrada resucita en el cielo al ver la luz de su esplendor.»

Al hacer la dedicatoria de una catedral, los hombres de la Edad Media tenían conciencia de que se estaba celebrando el nacimiento de un edificio especial. Les parecía hallarse ante la visión de una ciudad celeste que empezaba a irradiar sobre su tierra, con sus piedras vivas cimentadas por el cielo; sabían que, con la presencia del templo, lo invisible se unía a lo visible.

El Dios triple y único consagra la catedral y abre sus puertas. Es la alegría de los hombres que participan en el ritual que hacen del universo de la catedral un mundo transfigurado.

La luz que allí encontramos no se parece a ninguna otra; en la catedral no se destruye nada sino que se presenta a través del profeso de transmutación alquímica. En su interior dejan de existir débiles o poderosos, nobles o humildes pues lo que se revela bajo las bóvedas es lo esencial del ser.

EN EL CENTRO DE LA CIUDAD

Las concepciones simbólicas tuvieron aplicaciones cotidianas durante la época medieval. La catedral no se consideraba algo lejano, extraño a las preocupaciones de cada día sino que, por el contrario, se hallaba en el centro de la ciudad y era el centro vital de la comunidad humana. A decir verdad, la belleza formal, la «calidad artística», no constituía una gran preocupación, pues lo realmente importante era la presencia de la catedral. Una ciudad sin catedral era un cuerpo sin cabeza y sin corazón.

Las catedrales son talismanes mágicos que protegen la ciudad y el campo circundante de las influencias nocivas. Los hombres que se reconocen a sí mismos en la catedral están protegidos de las calamidades; no tanto de las calamidades naturales, por supuesto, que forman parte del ciclo natural de la vida, como sobre todo de las calamidades sobrenaturales.

La catedral es el lugar del misterio, que no está perdido en las nubes sino encarnado en la piedra angular del altar, y reactivado por cada celebración ritual. «El pueblo —escribe Gustave Schnürer— participaba intensamente en todo lo que sucedía dentro de la iglesia. Allí se sentía como en su casa. Todo lo que para el pueblo era fuente de emoción, la alegría y la tristeza, el orgullo y la penitencia, encontraba allí su expresión. Los momentos más solemnes de la vida de los hombres y de las pequeñas y grandes comunidades quedaban santificados por los juramentos y la bendición de la Iglesia.»

El hombre que participa en las fiestas de la catedral sale de su egoísmo y acude al encuentro del otro, aprende a conocer a los que ejercen profesiones distintas de la suya. La oración individual es absolutamente accesoria; la iglesia catedral es el fermento del ideal comunitario, desde la más modesta asociación de carácter profano hasta la comunidad iniciática de los constructores.

Todo el mundo ofrece su trabajo a la catedral. Las ricas corporaciones y los acaudalados comerciantes donaban parte de sus bienes para la construcción del santuario o para que se decorara el interior. Así nacieron esculturas, vitrales y estalas. Mientras que el nacimiento de la catedral es cosa de los constructores, su existencia cotidiana es responsabilidad de todos.

Nada de lo que ocurre en la ciudad es ajeno a la catedral. La enseñanza que se imparte está dirigida tanto a los sabios como a los hombres más simples; en su interior se celebran las liturgias sagradas y rituales cómicos o satíricos; en ella los hombres se reúnen, comentan los hechos cotidianos, buscan refugio y su regeneración.

No cabe hablar de multitud en el interior de la catedral sino de una comunidad de seres que intenta unirse, igual que están unidas las piedras vivas. El «cuerpo místico» de Cristo son esos hombres, mujeres y niños que comulgan con lo divino, con la Obra en la que se encuentran, y consigo mismos. La música de las esferas no está tan lejos de nosotros; podemos oírla cuando se eleva hacia las bóvedas la voz común de los que entonan una liturgia.

DEL HOMBRE VERDE A LA FIESTA DE LOS LOCOS

Un hombre del tamaño de un coloso, cubierto con una piel de lobo pintada de verde, camina hacia la catedral. Estamos en Picardía, un 13 de enero, en Saint-Firmin en Castillon. Nadie tiene valor para interponerse en el camino del Hombre Verde. La piel de lobo aparece cubierta con un auténtico follaje.

La cofradía del Hombre Verde es muy conocida porque, junto a otras comunidades, se reúne alrededor del fuego de San Juan y celebra un banquete. Todo el mundo sabe que bajo el disfraz ritual del Hombre Verde se esconde el macero de la iglesia.

El Hombre Verde asiste a la misa mientras los canónigos se han mudado sus ropas de invierno por las de verano. El Hombre Verde representa al sol en plena noche, lo invisible que penetra en lo visible. Como sus hojas dan suerte, después del oficio se distribuyen entre los fieles. El Día de Reyes, el Hombre Verde entra en el coro de la iglesia, en el momento del Gloria, llevando un cirio adornado con flores. Su figura representa entonces el fuego de la naturaleza, el fuego increado que desde el centro de la catedral la hace vivir.

Este rito fue suprimido en 1727. A mediados del siglo XVI, la Iglesia romana suprimió la cofradía del Lobo Verde. Poco a poco consiguió prohibir que se celebrasen dentro de la catedral las fiestas y celebraciones tachadas de «grotescas» y de «licenciosas». Los siglos de la «razón iluminada» ya no soportaban el espectáculo de la Fiesta del Asno, en que se veía a un hombre y a una mujer entrar desnudos en la catedral a lomos de un asno. Los escandalizaban las danzas de los canónigos, las risas de la Fiesta de los locos y que se cuestionase la jerarquía.

Los hombres de la Edad Media sabían disfrutar del juego y de la vida. Si no se cuestionan periódicamente los valores arraigados, nos condenamos a muerte. Gracias a la fiesta se libera una energía carnavalesca, el deseo profundo de criticar y de derribar lo que parecía inamovible. La idea genial consistía en realizar esta «operación» mediante un ritual, y reírse de los ritos a través de un rito.

Si a partir del siglo XVI la Iglesia empezó a hundirse en el aburrimiento y lo sombrío y se apartó del mundo de los constructores, de la iniciación y de lo simbólico, fue porque dejó de reírse de sí misma. Al tomarse en serio, olvidó los valores fundamentales.

A partir del siglo XIV, los religiosos empezaron a condenar las fiestas, ofuscándose en una invocación de la moral sin darse cuenta de que así estaban rechazando leyes vitales que ellos deberían haber sido los primeros en conocer.

En 1444, la Facultad de Teología de París publicó una circular sobre las fiestas de la catedral. Por desgracia, este admirable texto no fue comprendido por los eclesiásticos.

«Nuestros predecesores, grandes personajes, permitieron esta Fiesta [se refieren a la Fiesta de los Locos, en la que se invierten las jerarquías]. Vivamos como ellos y hagamos lo que ellos hicieron. Nosotros no lo hacemos en serio, sino por jugar tan sólo, y para divertirnos, según la antigua costumbre, para que la locura que no es natural, y que parece nacida con nosotros, escape y corra por ahí, al menos una vez al año. Los toneles de vino reventarían si no se abriese de vez en cuando su canillero, para que entre aire. Pues nosotros somos viejas vasijas y toneles mal anillados que el vino de la Sabiduría romperá si dejamos que hiervan con una devoción continua al servicio divino. Tiene que darle el aire y un poco de relajamiento si queremos que no se pierda ni se derrame sin provecho.»

UNA CENTRAL DE ENERGÍA

Como justamente señala Heer, las iglesias medievales pueden compararse a centrales atómicas donde están concentradas potencias benéficas que pueden mantenerse gracias a los ritos. Los egiptólogos hicieron el mismo análisis en los templos faraónicos.

Una vez más, encontramos la misma ciencia, la misma tradición.

De hecho, la catedral recibe la energía cósmica y la redistribuye, y gracias a ella la creación se hace perceptible sobre la tierra. No existe ninguna diferencia entre la energía espiritual y las otras energías, las que producen la luz visible y favorecen el crecimiento de los árboles y animan las aguas.

Por supuesto que una central de energía de tales características sólo puede ser confiada a especialistas. En Egipto sólo los «sacerdotes», por usar un término cómodo, tenían acceso a las zonas secretas del templo. Lo mismo ocurría en determinados períodos de la Edad Media. A los sacerdotes cristianos, o a determinadas categorías de ellos, también se los consideraba especialistas en símbolos, esa «sustancia» energética mucho más difícil de manipular que el átomo.

«Es preciso que los ritos de los que han sido objeto estas murallas se realicen en nosotros —explicaba san Bernardo—; lo que los obispos hicieron en este edificio es lo que Jesucristo, Pontífice de los bienes futuros, realiza cada día en nosotros de manera invisible.»

Ésa es precisamente la función de la catedral. «Hombres groseros —escribía Michelet— que creéis que estas piedras son piedras, que no sentís cómo circula por ellas la savia, cristianos o no: reverenciad, besad la señal que traen. Aquí hay algo grande y eterno.»

Un himno del siglo IX resume con palabras admirables la función de Nuestra Madre, la Catedral:

Resplandece en el reino celeste

la eterna y noble ciudad de Jerusalén,

que es la Altísima madre de todos nosotros.

El Rey eterno la creó para los buenos

como digna patria

donde, dichosos y sin pesares,

se regocijan sin fin.

Sus numerosas casas

están contenidas por vastas murallas,

pues cada uno recibe su morada

que corresponde a sus acciones.

Pero, a cambio, obtiene

una recompensa común:

el amor único

que los abraza dentro de estos muros sagrados.

Ahora debemos descifrar la catedral, conocer las «numerosas casas» que hay en ella y que corresponden a distintos estados de conciencia, y a distintos grados en la escala de la Sabiduría.