CAPÍTULO PRIMERO
Del tiempo de las pirámides
al tiempo de las catedrales

Nació antes de los siglos, el Hijo de Dios invisible e infinito.

NOKTEER DE SAINT-GALL

SALIR A LA AVENTURA

En este mundo que creemos conocer, todavía quedan grandes viajes pendientes, sobre todo en la Europa de las catedrales y de las iglesias medievales.

Hemos dedicado varios años a descubrir el lenguaje de estos edificios, un lenguaje que adopta la forma de esculturas, capiteles, modillones, gárgolas, misericordias o artesonados: en resumen, un lenguaje simbólico que anima desde dentro la materia trabajada por expertos artesanos.

Nadie discute la poderosa originalidad del arte medieval y de sus creaciones; salvo, qué duda cabe, el propio genio de la Edad Media, que aspiraba a transmitir una sabiduría y no una singularidad.

El arte medieval nos habla de manera mágica porque traduce un pensamiento simbólico. Un pensamiento cuyas claves hemos perdido, o al menos así lo creemos, pero cuya trascendencia seguimos percibiendo, pese a los períodos de oscurantismo que sucedieron al final de las grandes obras de las catedrales.

Existe una Edad Media desconocida o, mejor dicho, una Edad Media de lo desconocido, a la que vale la pena que nos acerquemos, pues eso desconocido también se encuentra en nosotros mismos y constituye la clave de nuestra serenidad y de nuestro equilibrio.

Las esculturas medievales poseen un significado y confieren un sentido. Y lo hacen sin contar, sin cálculo. Más importante todavía es que su mensaje no es cosa del pasado y nunca será cosa del pasado, pues la Edad Media del símbolo no es la edad media del tiempo cronológico.

LA EDAD MEDIA NO EXISTE

Si hay un término enojoso en la historia de la cultura europea, ése es precisamente el de «edad media». Media entre dos de los períodos más sombríos de la historia, la decadencia del Imperio romano y el tan mal llamado «Renacimiento». En realidad, sería más correcto llamar «medias» a estas dos edades.

Lo que debemos seguir llamando «Edad Media» para entendemos suscita en nuestros días una vasta corriente de investigaciones. Muchos eruditos se han dedicado a diseccionar la Edad Media, han escrutado la historia, sus instituciones, los fenómenos sociales, etc.

Conocemos muchos detalles sobre la historia de las iglesias, sobre las formas arquitectónicas o el estilo de las esculturas. Existen escuelas de interpretación que se desviven por averiguar qué taller de qué provincia predominó en tal o cual época, y se rastrea la influencia exacta de la iglesia, etc.

Todo esto se traduce en una reconstrucción de una Edad Media a nuestra imagen y semejanza, con elevadas dosis de política y de economía, las dos únicas virtudes teologales actuales, que sin embargo en la Edad Media no constituían valores primordiales. Por supuesto, esta reconstitución omite hacer hincapié en las que son, a nuestro entender, las cuestiones principales: ¿qué querían comunicar los hombres que crearon la civilización de las catedrales y por qué actuaron como lo hicieron?

LA EDAD MEDIA EN LA ACTUALIDAD

Las catedrales están presentes en Occidente. Presentes, efectivamente, pues no hay duda que realmente actualizan la vida espiritual de los seres humanos que las construyeron. Presentes, ya que entramos en ellas para dialogar con su ser simbólico, con «algo» que es más que nosotros y que, no obstante, está en el corazón de nosotros mismos.

Ojos para ver, oídos para escuchar: ésos son los «instrumentos» que necesitamos para no ser visitantes de edificios mudos, sino «nombres de catedral», infatigables curiosos y sedientos de Conocimiento.

La Edad Media de las catedrales es actual, puesto que es real.

Y es que ¿acaso existe algo más real que esta voluntad de vivir el espíritu, tan soberbiamente encarnada en la piedra? Esta constatación basta para justificar una aproximación al mensaje tallado en la piedra o en la madera.

LA ETERNA SABIDURÍA

El arte de la Edad Media no es un arte de generación espontánea. Nació de la comunión de una tradición simbólica con la voluntad de crear de algunas comunidades de constructores.

Esta voluntad resulta indisociable de lo que los pensadores medievales llamaban la «Eterna Sabiduría». Cuando Nokter de Saint-Gall escribió: «Nació antes de los siglos, el Hijo de Dios invisible e infinito», dio a la cultura simbólica su auténtica dimensión, sin limitarse a la historia y a la temporalidad.

La aventura medieval no está encerrada en una época condenada al olvido porque sus creaciones artísticas se alimentan de esta «Eterna Sabiduría».

Vivir la sabiduría de la Edad Media significa evitar todo espíritu de antagonismo con nuestra época. Las condiciones materiales, económicas y sociales han cambiado, en algunos casos para bien y en otros para mal. Desde el siglo X al XV, y especialmente en los siglos XI y XII, se produjeron unos momentos de civilización tan excepcionales como para que las piedras empezasen a hablar, a manifestar la Sabiduría. Del mismo modo, la Edad Media material posee una importancia muy secundaria en relación con la potencia interna que animaba a los constructores, promotores de una aventura que tiene su prolongación en sus obras.

Cuando contemplamos las catedrales, auténticos templos, o esculturas simbólicas como un fénix, un dragón o un caballero, entramos, al igual que el artesano que las modeló con sus manos, en el presente eterno de la conciencia. La escultura está viva, la piedra está viva, y la mirada empieza a vivir gracias a ellas.

Este presente hunde sus raíces en una tradición simbólica que debemos esclarecer.

EL ENIGMA DE LOS SÍMBOLOS MEDIEVALES

Tan pronto como el sabio erudito o el visitante menos avisado se encuentran frente al universo escultórico de las catedrales, advierten que el sistema analítico y racional está severamente cuestionado en estos lugares. El visitante descubre por todas partes extrañas figuras, celestes o diabólicas.

Teóricos, filósofos e historiadores han intentado borrar esa realidad, aislamos de esta fuente retirando la Edad Media de los símbolos a la zona del «inconsciente colectivo», a los delirios de la imaginación, con el fin de demostrar a cualquier precio, sin preocuparse por el rigor científico, que los símbolos y la iniciación de los constructores de catedrales formaban parte de la «mentalidad arcaica» y quedaron obsoletos por el famoso «sentido de la historia».

Por desgracia, todos los «sentidos de la historia» conocidos y sus diversas dialécticas solamente han producido siniestras organizaciones administrativas y campos de prisioneros. La iniciación y los símbolos, en cambio, formaron hombres capacitados para construir Chartres, Estrasburgo o Amiens, e iluminar a quienes aspiran a percibir el sentido de la vida.

Un capitel de Vézelay, una torre de la catedral de Laon nos infunden al instante una certeza todavía informulada pero indestructible: ése es el libro de símbolos que necesitamos descifrar para, llegado el momento, adentramos en la obra de la catedral en construcción.

Para desvalorizar el simbolismo de la Edad Media sobre nuestro espíritu se ha recurrido a un argumento más perverso, admitiendo que en las esculturas de esta época hay muchas cosas extrañas e inexplicables, si bien son meros productos de la «fantasía popular». Es decir que, en definitiva, se trataría tan sólo de la expresión de tendencias vulgares que derivan en un arte ingenuo y folclórico.

El arte de los constructores no es ni ingenuo ni folclórico. Tenían que enfrentarse a los elementos y a lo cotidiano para conseguir, a través de la obra ya realizada, poner al hombre en armonía con el universo. Ya Aristóteles, escasamente sospechoso de simpatizar con las cofradías iniciáticas, afirmaba que las tradiciones más cotidianas, al responder a ritos y a ritmos, constituían las formas más elementales de la Eterna Sabiduría a la que nos hemos referido más arriba.

En los capiteles de la Edad Media no hay folclore ni «pequeños» o «grandes» temas. Lo que importa es el conjunto. El titiritero y su oso, por ejemplo, no forman una «escena de género», un divertimento tallado por un escultor con la intención de complacer a la galería. Si la cuerda rodea el cuello del oso —animal al que, como sabemos, resulta casi imposible domar—, es para simbolizar que el más grosero instinto debe ser controlado sin resultar por ello anulado. A nosotros nos corresponde convertimos en amos del oso, en el titiritero que podría jugar con el animal sin dejarse devorar por él.

DE LAS PIRÁMIDES A LAS CATEDRALES

Considerar que una sola civilización podría tener el privilegio de poseer la Sabiduría nos conduciría a un dogmatismo paralizante. La Sabiduría se expresó bajo diversas formas a lo largo de diferentes períodos de civilización y en lugares distintos. Pensemos, por ejemplo, en la antigua China, en la India de los vedas, o en las civilizaciones de los indios de América del Norte.

Según las enseñanzas de los antiguos, la Luz está en verdad en todas partes y en todos los tiempos. Para las comunidades humanas, la dificultad estriba en hacerla existir, en manifestarla.

Así pues, para percibir mejor esta Luz que nos resulta tan necesaria como la del sol, hemos de concentrar nuestra atención en esos momentos en que irradia con fuerza y majestad, como en la Edad Media de las catedrales.

Esta Edad Media no es un punto aislado en la tradición simbólica de Occidente ni se explica sólo por sí misma. Un componente fundamental de su inspiración procede de las culturas de la cuenca mediterránea y, naturalmente, de la civilización madre del pensamiento simbólico de Occidente, es decir, del Egipto faraónico.

Cada día resulta más evidente que Grecia y Roma, que ocupaban por entero la escena de las «humanidades», ejercieron una influencia menor de lo que suele afirmarse. El inmenso Egipto, con sus cuatro milenios de duración, su papel como centro del mundo y sus prodigiosas facultades de creación, nos permitirán comprender numerosos aspectos de la simbología medieval.

Cuando san Agustín escribía: «Eso a lo que ahora se llama religión cristiana ya existía y, entre los antiguos, nunca dejó de existir desde los orígenes de la raza humana», estaba emitiendo un juicio extraordinario. Agustín, dignatario cristiano muy considerado y perfectamente informado sobre las influencias gnósticas y esotéricas que conforman el núcleo del cristianismo primitivo traicionado por Roma, quería legitimar de este modo la nueva forma religiosa que él defendía. Lo más sencillo era englobar dentro del cristianismo las otras religiones, y sobre todo la egipcia con sus innumerables ramificaciones.

Pero san Agustín mostraba así que el carácter temporal de la nueva religión cristiana era poco relevante. Lo esencial era el contenido. Y, en este punto, la religión de los faraones proporcionaba a los símbolos cristianos un considerable número de modelos y de arquetipos.

Al estudiar el trasfondo simbólico de la época medieval y sus orígenes, veremos que la Imago mundi, «la imagen del mundo», de los maestros de obras es a la vez fiel a las tradiciones antiguas y profundamente original.

LUCES DE ORIENTE MEDIO Y OTRAS FUENTES DE INSPIRACIÓN

«La Edad Media, toda la Edad Media —pues no cabe establecer en este campo una discriminación según los siglos o medios siglos— está dominada por la fe cristiana […]. Ahora bien, esta fe judeo-cristiana procede, como la aportación antigua, de Oriente. No es en absoluto nativa, en modo alguno nació en nuestra tierra y, sin embargo, habría de sufrir su influencia.»

Este análisis, realizado por Gustave Cohén, en su libro titulado La Grande Clarté du Moyen Age, resume la opinión de los medievalistas que se han visto obligados a reconocer el origen «oriental» o, más exactamente, medio-oriental de los temas iconográficos y literarios presentes en la civilización medieval.

«Si los filósofos han emitido por casualidad verdades útiles para nuestra fe, no sólo no hay que temer esas verdades, sino que debemos arrancárselas a esos ilegítimos detentores para usarlas nosotros»: éste es el pensamiento militante de san Agustín. Los padres de la Iglesia, conscientes de las riquezas que poseían las comunidades religiosas más antiguas que la cristiana, no deseaban abandonarlas por ningún concepto.

Incluso personajes tan fanáticos como Tertuliano señalaban con espanto —aunque no por ello dejaban de señalarlo— cuánto debía su creencia a los antiguos: «El diablo imita hasta los rasgos principales de nuestros divinos misterios; ha hecho que se aplique al culto de los ídolos los mismos ritos que empleamos para adorar a Cristo.»

¡Desde luego, se trata de un travieso infundio! Forzoso es reconocer esta evidencia: que Cristo es un hombre de Oriente Medio, que su enseñanza se propagó por lugares donde se mezclaban influencias de los grandes imperios de la antigüedad no clásica. Oriente Medio es fuente de luz, incluso para los cristianos. Los artesanos de la Edad Media occidental nacieron en Oriente Medio.

«Para explicar tal detalle sobre un capitel rosellonés, una archivolta santiaguesa o un medallón normando —escribe acertadamente V. H. Debidour— debemos tener en consideración desde las fábulas de Esopo al libro de Jonás o de Ezequiel, las miniaturas irlandesas del siglo VII o los marfiles bizantinos, desde las monedas galorromanas a los tapices sasánidas, desde el arte copto hasta el arte sumerio […]. Esta filiación directa de temas e imágenes, por encima de las distancias aparentemente infranqueables del tiempo y del espacio, como la presencia del águila de Ganímedes sobre un capitel de Vézelay, las reminiscencias de la esfinge egipcia o de Oannes, el dios pez de Caldea […] resultan algo estremecedoras cuando las descubrimos hasta en el pueblo más retirado de la campiña francesa.»

Hace tiempo que sabemos que los llamados productos «menores», sobre todo los tapices, sirvieron para transmitir la simbología de Oriente Medio hada Occidente. El medievalista Émile Mâle ha demostrado que estos objetos inspiraron a los imagineros de la Edad Media proporcionándoles un repertorio iconográfico estable.

Irlanda fue una zona de paso muy importante para el antiguo repertorio simbólico. Animales fantásticos, formas geométricas como las esvásticas, o ruedas cósmicas aparecen en las estelas y cruces irlandesas. La iconografía de la catedral de Bayeux y el estilo de sus esculturas ofrece un buen ejemplo de la alianza que se estableció entre el antiguo arte irlandés, cargado de tradiciones medio-orientales, y el viejo sustrato celta.

La cultura sumerio-babilónica hizo importantes préstamos simbólicos a la Edad Media, como, por ejemplo, la descripción del Paraíso, el tema del Diluvio que acaba con el gobierno de los impuros para devolver al hombre justo a su verdadero lugar, o la torre de Babel. En este último caso, está claro que una religión dogmática es contraria al proyecto de los constructores de templos.

Pensemos asimismo en el unicornio babilónico que se convierte en el licornio de los bestiarios de la Edad Media, símbolo de la pureza del ser hacia todo y contra todo; en los grifos, leones o pájaros enfrentados, que ofrecen una imagen de la dualidad que el hombre, en su condición de tercer término, debe domeñar; en el tema de Daniel entre los leones, que precisamente expresa la idea a la que acabamos de referimos y que es la traducción medieval del iniciado sumerio de pie entre dos fieras invertidas una respecto a la otra.

Baltrusaitis, especialista en las relaciones entre Sumeria y la Edad Media, ha señalado numerosos detalles apasionantes. Por ejemplo, relaciona una clave de arco de Notre-Dame-en-Vaux (Châlons-sur-Marne), compuesta por tres «monstruos» (cuadrúpedos y pájaros) que forman una rueda, con un motivo conocido sobre placas escitas y fíbulas llamadas «bárbaras». Estos animales, que se persiguen para formar una rueda que gira sin parar, son una expresión elemental de un zodíaco, es decir, de una rueda de la vida.

Bizancio también fue un foco de transmisión que conviene no desdeñar: El imperio bizantino, a medias asiático y a medias europeo, se presentaba como una encrucijada de ideas y de corrientes artísticas. Recordemos que la corte de Carlomagno, que se consideraba rival de la corte de Bizancio, fue la que mayor influencia recibió de ésta e intentó imitarla.

El emperador Carlomagno, ávido de referencias antiguas, se hacía llamar David, mientras que Homero era el nombre de corte de Angilberto. No se trataba de un juego intelectual o de alguna pretensión ingenua, sino de la voluntad de incluir el imperio en una «cadena tradicional», y de situarlo como continuador de la auténtica cultura, la de los símbolos.

Un ejemplo preciso de transmisión iconográfica nos lo da la representación bizantina del monte de los Olivos, que hallamos tanto en el cuaderno de dibujos del maestro de obras Villard de Honnecourt como en las figuras del Jardín de las Delicias, elaborado bajo la dirección de la abadesa Herrade de Landsberg. Comunidad de constructores y comunidad monacal: en ambas hallamos la misma receptividad a la transmisión del arte simbólico.

¿VIAJES O COMUNIÓN DEL ESPÍRITU?

Es cierto que cuando algunas comunidades de artesanos iniciados buscan la expresión material más perfecta para transmitir un símbolo, descubren una iconografía similar o, cuando menos, comparable. Este mismo fenómeno es muy conocido también en la ciencia contemporánea, en que no resulta inhabitual que dos o más investigadores, afincados en zonas distintas del globo, lleguen casi al mismo tiempo al mismo resultado.

Se trata de una «transmisión» innata en el hombre. A un trabajo iniciático correctamente dirigido dentro de una comunidad operativa, artesanal o monacal, corresponde una creación artística similar, ya se llame templo o catedral.

No debemos olvidar, sin embargo, que los medievales viajaron mucho, sobre todo hacia Oriente Medio. Constructores, sabios y clérigos buscaron desde muy temprano establecer contacto con otras culturas. En el año 333, un aquitano anónimo redactó, un itinerario de Burdeos a Jerusalén, una «guía» entre otras para llegar a los Santos Lugares.

En 765, Pipino el Breve envió al califa Almanzor una embajada que tres años después regresaría a Europa en compañía de unos dignatarios árabes que fueron recibidos por el rey en Selles-sur-Cher.

Cuenta la leyenda que el propio Carlomagno viajó a Tierra Santa y que allí descubrió las reliquias. Las llevó a Occidente y las distribuyó por las iglesias. A principios del siglo VIII, al puerto de Fos llegaban muchos objetos procedentes de Oriente, y a principios del siglo IX Arles se había convertido en un gran depósito para estos objetos, tapices y piezas de metal precioso, perlas, etc.

En el año 869, una carta de Teodosio, patriarca de Jerusalén, loaba la benevolencia de los árabes hacia los cristianos de Oriente, pues los musulmanes les permitían construir iglesias, practicar su fe y vivir en paz.

La fundación del reino cristiano de Jerusalén y de los Estados latinos de Siria significaría un mayor estrechamiento de lazos entre Europa y Oriente Medio. A principios del siglo XII, un monje arquitecto llamado Jean viajó a Palestina, y allí, acompañado por maestros locales, cultivó la arquitectura y la simbología. A su regreso a Francia trabajó con Hildebert de Lavardin, obispo de Mans, y dirigió la construcción de la catedral.

El caso de este maestro de obras no es único. En el siglo XII se llegó más lejos cuando un abad de Cluny, Pedro el Venerable, convocó a un grupo de sabios para realizar una traducción del Corán. So pretexto de conocer el pensamiento de los infieles, se disponía de un acceso directo a otra formulación religiosa. San Luis supo concertar las entrevistas con el que era su enemigo político, el jeque Al-Jabal, líder de los ismaelitas.

En el siglo XIII Montpellier era un centro esencial en el tráfico comercial, con elevada presencia de comerciantes musulmanes y cristianos, así como de viajeros de todo Oriente Próximo.

Los templarios, grandes viajeros, supieron utilizar d código de honor y los ritos de la caballería para mantener estrechos contactos con el mundo musulmán, al que teóricamente había que combatir.

Un personaje ha simbolizado a la perfección esta proliferación de contactos: el preste Juan, misterioso soberano de Etiopía y de Nubia, que reinaba sobre una cofradía hermética de origen egipcio-cristiano, los nestorianos. Se lo consideraba el príncipe más rico del mundo, con toda probabilidad porque poseía las claves de las tradiciones simbólicas. El apóstol Tomás, santo patrón de los maestros de obras, había viajado al reino del preste Juan para construir su palacio según las reglas de la escuadra y el compás.

En el siglo XII, el emperador Manuel Comméne recibió una carta firmada por el preste Juan. La misma misiva, redactada en latín, recibió Federico Barbarroja. Dicho de otro modo, los poderosos de este mundo atribuían a este personaje una existencia oficial y afirmaban que la Luz procedía de Oriente.

El sello del preste Juan poseía un profundo significado simbólico. En él se veía la mano de Dios rodeada de un círculo de estrellas. Tal vez puede interpretarse como una invitación a viajar por el cosmos interior, en pos de una acción fundada en un modelo divino.

Oriente geográfico y oriente del símbolo: el espíritu medieval no se recargaba con un exceso de detalles. Era más importante la geografía del alma. Se describían países míticos, pueblos extraordinarios que encarnaban virtudes o vicios y animales fabulosos que servían de apoyo a la meditación.

Durante sus largos periplos, viajeros como Odoric de Porderone o Jean de Mandeville tuvieron la ocasión de redescubrir la experiencia vivida por grandes sabios, como Pitágoras o Platón, por ejemplo, que habían ido en busca de los secretos de la iniciación. Los caminos del cuerpo importaban menos que los del espíritu.

«DESPOJAR A LOS EGIPCIOS DE SUS TESOROS»

«No se pasa de las tinieblas de la ignorancia a la luz de la ciencia —afirmaba Pierre de Blois— si no es leyendo con un amor cada vez más intenso las obras de los antiguos. ¡Qué ladren los perros y gruñan los cerdos! No por ello dejaré de ser sectario de los antiguos. A ellos dedicaré toda mi atención y, todos los días, el alba me encontrará estudiándolos.»

Entre esos antiguos tan apreciados en la Edad Media se encontraban Aristóteles, Platón, los escritores herméticos, Virgilio y muchos otros. La Edad Media era consciente de su herencia.

El sentido moderno de la palabra «cultura» no les interesaba. Saber para poder brillar en un salón no era el objetivo de los estudiosos de la Edad Media. Los inmensos conocimientos simbólicos de los maestros de obras y la profundidad del estudio de los monjes constructores obedecían a una razón precisa que Bernard de Chartres explicaba con palabras tan poéticas como claras:

«Somos —afirmaba— enanos encaramados a hombros de gigantes. Así vemos más y más lejos que ellos, no porque nuestra vista sea más aguda o nuestra altura mayor sino porque ellos nos llevan y nos elevan hasta su gigantesca altura.»

Esos gigantes son los símbolos que nos han legado los antiguos y a partir de los cuales es posible emprender una auténtica creación. La Edad Media sabe mostrarse humilde al reconocer a sus padres, pero sabe también ser orgullosa encontrando su propio carácter.

Dicho de manera más clara, los medievales conocen la procedencia de la tradición simbólica que los alimenta cotidianamente, tanto en su pensamiento más elevado como en sus expresiones artísticas.

«Que nadie se altere —declara Daniel de Morley— si al tratar de la creación del mundo invoco el testimonio, no de los padres de la Iglesia, sino de los filósofos paganos; pues, aunque éstos no figuran entre los fieles, algunas de sus palabras, desde el momento que están imbuidas de fe, deben incorporarse a nuestra enseñanza. También a nosotros, que hemos sido místicamente liberados de Egipto, el Señor nos ha ordenado despojar a los egipcios de sus tesoros para enriquecer con ellos a los hebreos.

»Por tanto, conforme al mandato del Señor y con su ayuda, despojemos a los filósofos paganos de su Sabiduría y de su elocuencia, despojemos a esos infieles de manera que nos enriquezcamos con sus despojos en la fidelidad.»

«Despojar a los egipcios de sus tesoros», enriquecerse con las riquezas de los infieles en la fidelidad: ésta es la admirable perspectiva ofrecida por Daniel de Morley, que respeta sus orígenes sin pasividad, que continúa manteniéndolo en vida y haciendo fructificar lo que le ha sido concedido.

LOS EGIPCIOS ESTÁN EN TODAS PARTES

Fue el escritor Grégoire de Tours quien utilizó el vago término de «sirios» para referirse a los numerosos orientales que se habían instalado en distintas ciudades francesas. En el año 394, las Actas del Concilio de Nimes hacían alusión a «los que han llegado, en gran número, de los lugares más remotos de Oriente».

En el siglo VI, esos «sirios» formaban una minoría bien establecida en ciudades como París u Orleans. «¡Los sirios están en todas partes!», exclamaba ya san Jerónimo, quien murió en 420. Se nos perdonará que hayamos alterado las palabras del santo al decir «egipcios» en lugar de «sirios», en consideración a los distintos aspectos a los que ahora nos referiremos.

Joyas, manuscritos y marfiles llegaron en cantidad nada desdeñable del Egipto copto, incorporando así expresiones mucho más antiguas. Notemos de paso esta mínima precisión que, sin embargo, resulta característica: en los papiros egipcios se dibujaba con tinta roja los primeros jeroglíficos de un capítulo. Encontramos la misma práctica en las obras litúrgicas cristianas de las que conocemos las «rúbricas», es decir «las rojas».

Existen pruebas de la existencia de relaciones entre Egipto y Europa a partir del año 2000 a. C., fecha aproximada que sin duda llegará a remontarse más aún. Hacia el año 1000 d. C., un período esencial en el desarrollo del arte medieval, las escuelas eclesiásticas alemanas mantenían estrechas relaciones con artesanos egipcio-bizantinos. La mano y el espíritu se asocian y las tradiciones se unen.

EL PAPEL DE LOS MONJES

Refiriéndose a los monjes del Mont-Dieu, Guillaume de Saint- Thierry, cisterciense, declaraba: «Aportan a las tinieblas de Occidente la luz de Oriente y, a la frialdad de las celdas, el fervor religioso del antiguo Egipto.»

No es posible ser más claro. Los monasterios y las escudas desempeñaron un papel fundamental en la formación de los maestros de obras y de la conciencia que éstos tuvieron del símbolo.

Ahora bien, esos monasterios crearon reglas de vida según el modo egipcio. En los siglos IV-V de nuestra era, Roma no era el modo de la cristiandad; todo lo contrario, se la consideraba una capital depravada. Basta con citar a san Jerónimo que, en una epístola (Migne, Patrologie latine, XXII, 414) realizaba este terrible retrato de un sacerdote romano:

«Está levantado desde d amanecer. Pide que le presenten la lista de visitantes, estudia los atajos y se pone en camino a horas inapropiadas. Poco falta para que d indiscreto viejo entre en los dormitorios. Si ve un cojín, una servilleta o cualquier objeto, lo alaba y admira y lo arranca de mala manera más que obtenerlo… En todas partes se lo encuentra, con mirada dura y penetrante, la boca dispuesta siempre a proferir injurias.»

Para san Bernardo, Roma será el lugar de la más vil materia. Para Dante, la gran prostituta del Apocalipsis. Ciertamente, no es en Roma donde las comunidades dignas de tal nombre pueden encontrar un modelo.

«Lerins —escribía san Eucher a principios del siglo V— posee esos santos ancianos que han transportado a nuestras Galias los padres de Egipto, viviendo como ellos.» En Lerins, por lo tanto, en Arles por impulso de Honorato, en Marsella por el de Casiano, y en muchos lugares se fundaron monasterios conforme a las enseñanzas egipcias.

Este vasto movimiento tuvo dos figuras principales, dos egipcios: Horseisis, cuyo nombre significa «Horus, hijo de Isis», y sobre todo Pachome, es decir «el sacerdote del dios Chem» o «el de Khnum». Pachome fundó en Tabennissi, Egipto, un conjunto que incluía una iglesia, un monasterio y varios talleres, mientras que su hermana hizo lo mismo pero para mujeres.

Así nacieron el abad y la abadesa. A la muerte de Pachome, que se produjo en el año 346, la casa madre contaba con cerca de tres mil miembros. En el siglo V, esta orden, de origen egipcio, contaba con cincuenta mil miembros. A partir del año 340, Atanasio, gran obispo de Alejandría, fue el artífice de la difusión del monacato egipcio en Occidente.

EL FALSO PROBLEMA DEL PAGANISMO

Principio de la enseñanza para abrir el espíritu:

instruir al ignorante

y dar a conocer todo cuanto existe,

lo que Path (dios de los artesanos) ha creado,

todo lo que Thot ha transcrito,

el cielo con sus elementos,

la Tierra y su contenido,

lo que escupen las montañas,

lo que arrastra la corriente,

lo que la Luz alumbra,

todo lo que crece sobre la espalda de la tierra…

Estas primeras líneas de las enseñanzas debidas al sabio egipcio Amenemope podrían haber sido redactadas por un maestro de obras medieval, pues ambos comparten la misma preocupación y el mismo sentido de la vida y de la misión por cumplir.

Un análisis rápido, que suele aceptarse con excesiva facilidad, opone la religión revelada y la religión calificada de «pagana». Esta oposición es fruto del dogma romano y no de la visión profunda de los hombres de la Edad Media, para quienes Dios está presente en todas partes y en todo momento. Los antiguos escucharon Su voz y por eso debemos prestar atención a la suya.

La religión pagana es, en el sentido etimológico, la religión de los campos, una religión que la Roma administrativa y jurídica intentó destruir. En vano lo intentó, pues la cristiandad medieval reposa sobre una sociedad agrícola en la que la naturaleza desempeña un papel primordial.

El arte cristiano de la Edad Media es también un arte pagano.

Cuando el maestro de obras instala el altar en el corazón de la catedral, sabe muy bien que al colocar así la piedra fundamental está resumiendo todos los altares de los antiguos que lo precedieron.

El ritual de consagración del altar es una buena prueba de esta conciencia de la tradición esotérica. Cuando el celebrante lo practica, invoca a Dios y le dirige una solicitud concreta: que el Creador bendiga la piedra de sacrificio que fue venerada por Abel, el rey sacerdote Melquíades, Isaac y Jacob.

Así es como las distintas expresiones religiosas confluyen en la unidad del culto, celebrado en el interior de la catedral.

EGIPTO, CENTRO DEL MUNDO

Egipto no está en África. O al menos no solamente en África. Aunque no pueden desdeñarse por completo las influencias del continente negro en la formación de la civilización egipcia, no deja de ser cierto que los egipcios son semitas o una raza emparentada con ellos.

Durante muchos siglos, Egipto, situado en el punto de convergencia entre Oriente Medio y Occidente, fue el centro del mundo y se convirtió, en toda lógica, en el lugar geográfico donde convergieron antiguas sabidurías y el naciente cristianismo.

La Didascalia, primera «gran escuela» de teología cristiana, nació en Alejandría la Grande, siempre receptiva a estudios de índole espiritual como el hermetismo, el gnosticismo o el maniqueísmo.

La mitología grecorromana registró la espiritualidad de los faraones y, así cargada de significados tan antiguos, pasó a la «mitología» de los pensadores medievales.

Durante los primeros siglos de nuestra era, perturbados por las convulsiones sociales, los hombres que poseían la Sabiduría solían estar apartados de la dirección de los asuntos mundanos. Para mantenerse a resguardo de los sucesivos poderes políticos y doctrinales, se hizo forzoso expresarse de manera hermética, empezar a vivir según el principio de las «sociedades secretas» dentro de una sociedad que ya no era una civilización.

En Oriente Medio al igual que en Occidente, algunas comunidades se hicieron cargo de la herencia simbólica de los antiguos y de su transmisión. La gnosis, fundamento del cristianismo primitivo, ofrecía un marco favorable a la preservación del esoterismo, a pesar de la hostilidad de los obispos, mucho más interesados en el poder personal que en el Conocimiento.

Curiosamente, Alejandría la Griega, Alexandria ad Aegyptum, es decir, a orillas, en la franja de Egipto, recordaba que las tradiciones faraónicas estaban muy cerca. Los sabios de Alejandría encontraron en la redacción y difusión de los Evangelios la ocasión de incluir en estos textos numerosos símbolos y mitos egipcios.

El gran puerto del bajo Egipto fue para los cristianos de todas las tendencias un foco de cultura donde podían probar todas las experiencias. Esta actitud correspondía muy bien al espíritu de los egipcios, que sabían acoger las ideas nuevas al tiempo que preservaban la palabra de los antiguos.

El drama atroz que significó el incendio de la célebre biblioteca de Alejandría nos ha privado de testimonios escritos sin duda muy importantes relativos a la efervescencia espiritual de esta época. Sin embargo, es cierto que la antigüedad grecorromana manifestó el mayor respeto por la tradición egipcia y consideró al país de los faraones como tierra de la Sabiduría por excelencia.

«De las cosas procedentes de Egipto —dijo Momus— más de una es un enigma; el no iniciado no debe burlarse de ellas.» Plutarco, iniciado en los misterios egipcios, también nos advertía: «Si nos tomamos estas cosas al pie de la letra, sin preocuparnos de buscarles un sentido elevado, escupamos y enjuaguémonos la boca.»

Los griegos dieron a los dioses egipcios denominaciones helénicas y los integraron en su mitología; los romanos se apropiaron de su «aparato» simbólico, sin entenderlo del todo. Cuando él cristianismo se desarrolló en Occidente, adoptó la misma vía, preservando así unos originales egipcios ocultos bajo los sucesivos velos aportadas por el tiempo.

RAMSÉS II Y SAN PEDRO

En un intento de preservar lo que se ha dado en llamar «paganismo», algunos grupos religiosos residentes en Egipto se negaron a adoptar la nueva forma religiosa del cristianismo. Aunque no consiguieron salvarse de la disolución, su enseñanza pudo ser estudiada y recuperada, en parte al menos, por la iglesia oficial.

El pensamiento egipcio y el pensamiento cristiano estuvieron en contacto en el propio suelo egipcio; podemos incluso afirmar que un aspecto esencial del cristianismo nació en Egipto, y por lo tanto en contacto con la antigua civilización que aún no había desaparecido por completo.

No olvidemos que tanto en Egipto como en Europa muchas iglesias eran templos que habían cambiado de nombre. En muchos casos, los nuevos cristianos celebraban su culto en el mismo lugar donde los paganos habían celebrado antes el suyo.

En la tierra de los faraones hubo egipcios de pura cepa que se convirtieron al cristianismo. Pero no por modificar su mentalidad religiosa abandonaron la cultura ancestral de la que habían salido.

Para situar las relaciones existentes entre Egipto y el cristianismo gracias a un caso excepcional, podemos recordar una escena del templo nubio de Uadi es Sebua. Cuando los cristianos ocuparon el lugar, descubrieron las escenas clásicas de la iconografía sagrada de los egipcios, que incluía de manera destacada el diálogo del rey con los dioses.

Los cristianos taparon todo eso con pinturas conformes a su fe. Pero, con el paso del tiempo, una parte del enlucido desapareció y el espectador tuvo ante sus ojos una escena increíble que, a pesar de la intervención del azar, tiene para nosotros un significado simbólico: el faraón Ramsés II, devuelto a la luz, ofrece el ramo ritual a san Pedro.

EL GNOSTICISMO EGIPCIO

Al principio, el cristianismo no era un «bloque» religioso coherente y tampoco era tan rígido en la formulación de su fe, pues albergaba en su seno numerosas tendencias.

En el centro del primitivo cristianismo está la Gnosis, es decir el Conocimiento o, para ser más exactos, el afán de Conocimiento. La Gnosis es un movimiento egipcio con múltiples ramificaciones, un gran número de textos sagrados, y percepciones diversas de la divinidad que no admiten verse reducidas a una sola, a un credo, para no caer en el dogmatismo.

Entre los temas gnósticos más importantes está la Luz divina, que se encarna en la persona simbólica de Cristo, figura mucho más importante que el Jesús histórico. ¿Cómo no pensar en una traducción gnóstica de Ra, el dios sol de los egipcios, que alimenta la energía del universo?

Un mito egipcio, del que existen varias versiones, cuenta cómo el Ojo del Sol, dominado por una terrible ira, abandonó al astro del día y escapó a lo lejos, al desierto. Aquello traería como terrible resultado el desequilibrio del mundo, el final seguro de la humanidad. El Creador pidió a Thot, el maestro de los jeroglíficos y santo patrón de la ciencia sagrada, que calmara la cólera del Ojo y transformara su rabia en amor. El dios de la cabeza de ibis triunfó en su misión y llevó el Ojo a Egipto. Así quedó restaurado el orden primordial.

Los gnósticos establecieron un paralelismo entre este mito y la redención de la humanidad, conseguida por el Salvador. Redención también del individuo, que debía encontrar el Ojo que falta con objeto de restaurar una mirada total, una visión del mundo que sea Amor. No sólo un amor afectivo sino también el Amor que nace del Conocimiento, por virtud de la enseñanza de Thot.

El primer deber del faraón era sacralizar la tierra de Egipto y convertirla en tierra celeste. Si bien la Gnosis insistió en el carácter maléfico de la materia desviada con respecto a la Luz, no olvidó este proceso de sacralización. Tampoco lo olvidaron los maestros de obras medievales, que recordaban las palabras de Hermes Trismegisto: «¿Ignoras, acaso —preguntaba a su discípulo Asclepio—, que Egipto es la copia del cielo o, mejor dicho, el lugar donde se transfieren y se proyectan aquí abajo todas las operaciones que gobiernan y ponen en marcha las fuerzas celestes? Además, si hay que decir toda la verdad, nuestra tierra es el templo del mundo entero.»

Según afirma una profecía, los dioses volverán a establecerse un día entre nosotros. Ya tienen escogido el lugar donde lo harán: en la frontera de Egipto, en una ciudad fundada allá donde se pone d sol. Hacia esta dudad deberán dirigirse los hombres para recuperar la Sabiduría.

LOS JUDÍOS EN EGIPTO

La cabeza de Egipto, el primero de los «nomes» o provincias, está situada en Elefantina. Allí se encuentra la fuente mítica del Nilo, río celeste y terrestre a la vez.

En Elefantina tenía su asiento una colonia judía, que no se limitaba a desempeñar un papel económico sino que había desarrollado una forma religiosa original, compuesta por elementos hebreos y egipcios. Dado que la presencia de judíos en Alejandría era también notable, advertimos que frecuentaban los dos polos extremos del país de los faraones.

Se comprende fácilmente que los judíos que hicieron el viaje a Occidente llevaron consigo ideas y símbolos que habían practicado en Egipto.

El egiptólogo francés François Daumas, analizando los ritos del misterio del nacimiento divino en Egipto, constataba que: «[…] las formas literarias del pensamiento egipcio, al igual que su contenido, fueron conocidas por el judaismo tardío ortodoxo o senario. Más de un rasgo da fe de que, por ejemplo, los esenios[3] del Khirbet Qumran o los autores de los libros deuterocanónícos, que vivían en Egipto, conocían la literatura egipcia antigua o contemporánea».

Uno de los personajes centrales del pensamiento judío, Moisés, estaba estrechamente relacionado con Egipto. El sacerdote erudito Henri Cazelles ha tenido que reconocer que Moisés era un alto funcionario de la corte egipcia en cuya educación se incluyó, según cuentan las Actas de los Apóstoles, toda la sabiduría de los egipcios.

Algunas corrientes de pensamiento hebreo afirmaban con sorprendente vanidad que de ellas procedían algunas de las más importantes intuiciones de la religión egipcia, lo cual explica que algunas veces Moisés aparezca como creador y maestro del alfabeto sagrado, en lugar de Thot.

EGIPTO Y LA BIBLIA

La Biblia fue un libro de referencia para los imagineros medievales. La Biblia en sentido amplio, ya que los llamados «apócrifos», sobre todo por razones de propaganda dogmática, se utilizaron tan extensamente como los libros canónicos.

El investigador alemán Siegfried Morenz, experto en el problema de las relaciones entre la Biblia y Egipto, estimaba que la aportación egipcia al libro sagrado de los cristianos fue bastante considerable.

Cuando los escultores revivían sobre la piedra los temas bíblicos, se hacían eco del pensamiento egipcio en su forma más característica.

En algunos casos, ciertos pasajes de la Biblia —sobre todo en d campo de los himnos, los salmos o los tratados dedicados a la Sabiduría— son adaptaciones y hasta traducciones de originales egipcios. Pensemos, por ejemplo, en la adaptación bíblica del gran himno del faraón Akenatón a la gloria del poder divino que anima a lodos los seres creados.

Interpretar la Biblia a la luz de Egipto exigiría varios volúmenes. En esta obra mencionamos algunos hechos concretos que permiten valorar la importancia de las fuentes egipcias.

«EL CORAZÓN DÓCIL» DE SALOMÓN

La naturaleza de la realeza hebrea no puede entenderse sin hacer referencia a la realeza egipcia. Según el orientalista Francfort, el abandono del principio real por parte de los hebreos los apartó de la gran corriente tradicional.

En sus oraciones, el gran Salomón realizaba una petición particular al Señor: tener un «corazón dócil», una expresión de estilo muy egipcio. En la simbología faraónica, el «corazón» simboliza la conciencia. En los jeroglíficos, la palabra «corazón» suele representarse por un vaso, concebido como receptáculo interior del hombre, el «lugar» donde acoge las directrices divinas.

«El corazón dócil» de Salomón es la inteligencia del corazón, la intuición de las causas que el rey de las tradiciones antiguas pone en práctica para convertir su reino en una tierra celeste.

En seguida pensamos en uno de los aspectos de la simbología del Grial, considerado en ocasiones como un vaso tan precioso que contiene los secretos del universo; tampoco debemos olvidar «el santo corazón» de Cristo donde los fieles encuentran refugio.

LA SOMBRA DEL SEÑOR

Los hombres encuentran equilibrio y seguridad en el Rey Dios, entendido no como individuo sino como una entidad simbólica a la medida del cosmos. Las Lamentaciones nos muestran que las naciones viven a la sombra del Señor, que es el soplo de las fosas nasales, es decir, el principio vital que anima a todos los seres.

Precisamente, al faraón Ramsés se lo describía con estas palabras; «Tú que eres el soplo de nuestras fosas nasales, halcón que protege a los suyos con sus alas y extiende la sombra sobre ellos.»

La sombra, por consiguiente, puede tener un valor positivo. Dentro de la catedral el peregrino también se ve protegido por la sombra de las bóvedas para que el sol renazca en él.

LA TORRE DE BABEL

Yahvé, celoso del conocimiento que exhibía la comunidad de los constructores, introdujo la confusión de lenguas para impedir que los Hermanos pudiesen entenderse y llegaran a culminar la construcción de la torre de Babel.

El demiurgo bíblico desempeñaba, por lo tanto, la misma función que el dios egipcio Thot, «que separó las lenguas de un país a otro».

La confusión y la separación de lenguas son conflictos que experimentamos todos los días, entre nosotros y los demás pero también en relación con nosotros mismos. Sin embargo, no cabe la desesperación, ya que cuando damos forma a nuestra existencia y actuamos como el constructor de la catedral, creamos la posibilidad de recuperar el «don de lenguas» y de comunicamos con todo lo que existe.

En un fresco de Saint-Savin-sur-Gartempe, Cristo, representado como maestro de obras de la Jerusalén celeste, aparece contemplando a una comunidad de constructores dedicada a levantar una torre, una torre de Babel que no se derrumba.

UNA LENGUA DE FUEGO SOBRE LA CABEZA

Si tu enemigo tiene hambre, susténtalo;

si tiene sed, dale de beber.

Eso es reunir carbones sobre su cabeza,

y Yahvé te lo pagará.

Este proverbio del rey Salomón registra un conocido arto ritual de la tradición egipcia en el que un personaje simbólico llamado Khamwése lleva un bastón en la mano y porta una hoguera sobre su cabeza.

Una acción tan curiosa posee, sin embargo, un sentido preciso. Colocar un fuego sobre la cabeza de otro tiene como finalidad hacer que nazca en él la humildad. No la abulia y el abandono del orgullo de crear, sino la auténtica humildad, que es el conocimiento de la posición del hombre como intermediario entre el cielo y la tierra, y partícipe de las dos naturalezas.

Otro rito practicado por los antiguos egipcios evoca de maravilla esta misma idea. Cuando se extendía al difunto en el sarcófago —o bien al iniciado en las ceremonias rituales—, se trataba de una muerte, no de la muerte. Para que el individuo pueda superar victoriosamente las pruebas del más allá, se colocaba debajo de su cabeza una llama. Así, la cabeza, resumen del cuerpo entero, análoga a la naos del templo, recibía la luz necesaria para iluminar el camino de lo Desconocido.

LOS DEDOS DEL ESCRIBA

«Las palabras del dios» es la denominación que los egipcios daban a los jeroglíficos, una palabra creada por los griegos y que significa «signos sagrados». Por ser portadores de dicha energía, los jeroglíficos no podían estar bajo la responsabilidad de cualquiera. Para aprender a manejarlos había que pasar por la «Casa de la Vida», cuya enseñanza esotérica guiaba a los escribas por la senda de la Sabiduría. Cuando los dedos del escriba grababan las palabras del dios, se producía la irradiación de la energía que los hombres necesitan para vivir.

La Biblia no olvidó el tema de los dedos del escritor sagrado al que la Sabiduría divina inspira dictándole su obra, un tema vinculado a la simbología de la mano y de los dedos del propio Creador. Recordemos, por ejemplo, la mano de Dios que aparece entre las nubes, o la poderosa mano de la catedral de Puy que sostiene una columna.

EL COBRE SANADOR

Según la tradición egipcia, el cuerpo de los dioses es un compuesto de varios metales preciosos, lo que puede considerarse como uno de los orígenes simbólicos de la alquimia medieval. También se hablaba de un cobre especial, de origen celeste, que ejercía un poder purificador y curaba las enfermedades.

Estas sustancias eran manipuladas por especialistas, los miembros de la casta secreta de los «herreros» que tan profundas huellas ha dejado en toda la tradición africana.

No por casualidad a Moisés se lo consideraba herrero y, por lo tanto, un iniciado en los misterios de los metales y en su manipulación. La célebre «serpiente de bronce», ya conocida en los textos egipcios y fabricada para disipar las fuerzas nocivas, era en cierto modo su obra maestra como artesano.

Al forjar, el iniciado establece comunicación con los ritmos más secretos de la materia. Los saca a la luz, los revela. El mundo medieval atribuyó a san Eloy el papel de Maestro Herrero.

De acuerdo con estos datos, debemos considerar con el mayor respeto las argollas de cobre que vemos en las puertas de algunos edificios. Al llamar a la puerta del templo utilizando esta argolla, el que desea entrar practica su primer gesto de purificación.

MOISÉS, MELQUISEDEC, JOSÉ

Muchos personajes bíblicos poseen una clara «ascendencia» egipcia. Limitándonos a tres ejemplos conocidos, citaremos a Moisés, cuyo nombre egipcio significa «el que ha nacido», con el sentido implícito de «el que ha nacido a la vida del espíritu»; Melquisedec es una imagen bíblica del faraón que desempeña su función de sacerdote; José fue visir y administrador de los tesoros del rey, cargos de máxima relevancia en la corte de Egipto. José es un nombre egipcio que significa «el que conoce las cosas», el Conocedor.

Los imagineros valoran más la simbología que la realidad histórica, de modo que al trasladar los personajes bíblicos a la piedra pensarán ante todo en el mensaje que quieren transmitir, incorporando así la inspiración propiamente egipcia para la cual no existe la historia, en el sentido moderno de la palabra.

LOS SANTOS SUCESORES DE LOS DIOSES

Paul Barguet definió la religión egipcia como un «monoteísmo con facetas». Estas facetas son los dioses, unos dioses que no desaparecieron cuando murió la civilización egipcia. La Edad Media cristianizó los dioses, reconociendo en ellos aspectos de la Unidad que se diversifica en la manifestación.

Según Flavio Josefo, historiador del pueblo judío, fue santa Thermutis, es decir, una diosa egipcia, la que salvó a Moisés de las aguas. Además, esas mismas aguas, aguas fecundas que proporcionaban su riqueza con el limo de Egipto, fueron canonizadas con el nombre de santo Nilo.

La Edad Media estuvo poblada por dioses. Resulta vana y algo ingenua la pretensión de buscar los rasgos históricos de los santos, pues son funciones del Creador, intermediarios entre el Arquitecto de los mundos y el artesano que modela su propia vida. Al igual que los dioses egipcios, a los santos medievales les correspondía un mito, una leyenda, un lugar predilecto.

El lugar donde no hay dioses ni santos está muerto, pues no tiene alma. El santo sacraliza la región de la que es responsable. Él es portador de la Unidad, convierte en fértil la tierra, permite que el sol resurja entre los muertos y que los hombres salgan del sueño.

Los nuevos cristianos no abandonaron a los dioses que conferían significado a los mínimos actos de su vida cotidiana como agricultores, artesanos o intelectuales. Cambiaron sus nombres pero sin alterar sus funciones. Esto explica que san Miguel, igual que el dios Thot, tuviese la función de sanar a los ciegos; también, que el maestro de los santos, Cristo, se lo comparase con Khepri, el dios del sol levante, San Ambrosio, arzobispo de Milán, dijo de Jesús que es «el buen escarabajo que rodó la masa hasta entonces informe de nuestros cuerpos», recordando así con palabras extraordinariamente precisas el viejo mito egipcio de la creación.

Un sabio ruso, Maksimov, ha demostrado que san Cristóbal, muy popular en la Edad Media, era una reinterpretación del dios con cabeza de chacal, Anubis. Se decía además que éste santo había sido venerado por «toda la nación siria» (debemos leer; egipcios); se lo honraba en la Corte de Carlomagno, y su leyenda se extendió por toda Europa. También se decía de este santo que al principio tenía cabeza de perro y que adoptó una cabeza humana al convertirse al cristianismo.

Éste es otro ejemplo que requeriría muchas páginas, sin duda apasionantes, de la dificultad de captar las verdades del universo de los santos y su estrecha dependencia de las religiones de Oriente Próximo.

Nos gustaría sencillamente referimos a un caso muy especial, el de san Menas, quien poseía un santuario en Mariut, Egipto, al que acudieron muchos peregrinos, pues cerca de la tumba del santo había una fuente con virtudes milagrosas.

Los peregrinos llevaban en frascos de barro o de plomo pequeñas cantidades de esta agua milagrosa; esos pequeños recipientes circularon por Occidente, adornados con la figura del santo entre dos camellos, un tema simbólico clásico que muestra al sabio maestro de la dualidad.

LITURGIAS Y RITUALES

La Edad Media hizo de las liturgias y los rituales su pan de cada día. Las formas establecidas aparecieron al final de la época medieval, mientras que en las antiguas ceremonias se expresaba una libertad de actos y de palabra que sorprendería mucho a un cristiano actual.

Como no existía un poder litúrgico central, la Europa medieval acogió múltiples ritos, relativos incluso a la misa. Además, aunque la Edad Media respetaba profundamente la jerarquía, en el sentido de que debía ser reflejo de la jerarquía celeste, no por ello dudaba en burlarse de ella.

Existía la fiesta de los locos y la fiesta del asno en que se subvierten los valores, mofándose de reyes y papas, se afirma que toda verdad debe conocer su contrario, todo lo cual supone una admirable capacidad de renovación en una sociedad que sabe reírse de sí misma para mantenerse viva.

Estas celebraciones derivan de una idea egipcia de gran importancia: celebrar un rito es devolver energía. Las fuerzas divinas, sin agotarse en su principio, se gastan al contacto de la manifestación, por lo que resulta absolutamente necesaria una regeneración periódica.

La liturgia, según escribe Jean Hani, «lleva simbólicamente, pero realmente, todo el espacio dentro de los límites del templo, de manera que éste es la síntesis del mundo, lo que viene a decir que el espacio está rebasado en el templo y por el templo; el fiel se encuentra allí en el “centro del mundo”, está simbólicamente en el paraíso, en la Jerusalén celeste. El ritual actúa de manera análoga sobre el tiempo, pues transforma el tiempo profano, el tiempo del hombre pecador en tiempo sagrado, que está ya virtualmente más allá del tiempo. Celebrar un culto a lo largo de todo un año, haciendo un todo de este año, significa no sólo vivir santamente durante ese tiempo sino también revivir santamente toda la duración del mundo».

La eternidad tan sólo existe en la celebración periódica de los ritos. Los rituales de la Edad Media vivieron de manera sutil, aunque muy presente, esta concepción egipcia. No se trata de una eternidad concebida como una duración sin fin, sino de una eternidad experimentada como un momento de intensidad espiritual continuamente resucitada.

El simbolismo del bautismo medieval adquiere todo su significado precisamente desde esta perspectiva. En principio, el bautismo es un rito real e iniciático que rubrica la entrada en una comunidad de conocedores. El bautismo otorgado una sola vez y para siempre es una de las más graves desviaciones del cristianismo tardío; recordemos que entre los esenios el hombre pasaba por varios bautismos a lo largo de su vida.

Cada catedral y cada santuario significa un nuevo bautismo para los ejecutantes, y todavía lo son para el peregrino de hoy.

EL DIOS DESCONOCIDO

La Biblia, los santos y las liturgias son otros tantos «puntos de contacto», «correas de transmisión» entre Egipto y la Edad Media. Pero eso no es todo, pues también se han perpetuado las concepciones más profundas.

San Pablo declaró, en medio del Areópago de Atenas, haber visto un altar con la siguiente inscripción: «A un Dios desconocido»; Zeus, sin duda, aunque detrás del dios griego se perfila el dios egipcio Amón, cuyo nombre significa «el oculto», «el misterioso». Un texto faraónico proclama:

Lo que hay en el cielo y en la tierra

pertenece al dios oculto,

al autor de las cosas de aquí abajo y de lo alto;

los ojos de Horus,

que producen lo que existe,

pertenecen al dios oculto,

Señor de verdad.

Sus voluntades se cumplen

tanto en la tierra como en el cielo

gracias al dios oculto,

que ha creado la eternidad.

En otro texto reconocemos el prototipo de un pasaje de los Evangelios: «Oyes lo que se dice en todos los países, pues tienes millones de orejas; tu ojo es más brillante que las estrellas del cielo, y puedes mirar el disco solar. Si alguien habla, aunque el discurso se pronuncie en una sala cerrada, lo dicho llega a tus oídos; si alguien hace algo, aunque esté escondido, tu ojo lo ve.»

EL VERBO CREADOR

El dios desconocido al que nada se le escapa se expresa a través del Verbo, una noción tan fundamental para Egipto como para la cristiandad. Orígenes, uno de los padres de la Iglesia, destacó la curiosa fórmula de los Salmos: «Mi corazón ha vomitado una buena palabra», que nos recuerda expresamente el acto primordial del dios Atum, el demiurgo, que escupió los primeros principios organizadores del universo, el aire hombre y la humedad mujer.

«Soy el Verbo que no puede perecer en este nombre de alma que me es propio —leemos en El libro de los muertos—. He venido a la existencia de mí mismo con la energía en este nombre de Devenir que me es propio, en el que advengo a la existencia cada día.» Cuando san Juan escribió en el prólogo de su Evangelio: «Al principio fue el Verbo y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios», se hacía eco de la antigua tradición egipcia en la que el iniciado afirmaba: «Yo soy el Eterno, soy el que ha creado el Verbo, yo soy el Verbo.»

La figura tallada del hombre con la lengua fuera, desdeñosamente calificada de «grotesca» por algunos críticos de arte, es en realidad un símbolo perfecto de la expresión del Verbo. También hay que relacionarla con el dios Bes sacando la lengua, en una afirmación del poder y la alegría.

EL REY DIOS

Hay varios estudios dedicados a la realeza divina en Oriente Próximo, y especialmente en Egipto, que nos llevan a una comparación inevitable entre el faraón y Cristo. No el Cristo sufriente y miserable de la Edad Media decadente, sino el Cristo Rey en plena gloria de las imágenes románicas y del primer gótico.

El faraón era el único sacerdote de Egipto que «delegaba» en los sacerdotes de los diversos santuarios para que actuaran en su lugar y en su nombre. El faraón era el mediador entre el mundo de los dioses y el mundo de los hombres; era la potencia creadora que se encarna para manifestarse dentro de la admirable tradición de los reyes dioses antiguos, la misma función que Cristo en su realeza.

El faraón podía nacer de la unión de un dios y de una mortal. Poseía por lo tanto dos naturalezas, esquema que la mitología crística adoptaría exactamente.

El descenso de Cristo a los infiernos es un tema célebre en los libros fúnebres reales, como El libro de la cámara escondida o El libro de las cavernas, donde se describe el descenso a las tinieblas y la travesía del dios sol. Por la mañana salió en Oriente el «sol de justicia» regenerado, epíteto dado a Cristo que, igual que el faraón, encarnaba la luz celeste.

Tanto el faraón como Cristo fueron considerados buenos pastores, como pastores de hombres. Apolo también fue «el buen pastor», y a Mitra se lo representa llevando un becerro sobre los hombros. Atis, cuyo estudio no puede disociarse del de Osiris, fue también un buen pastor, hijo de una virgen.

La ascensión de Cristo no es un tema nuevo. Según los textos fúnebres del antiguo Egipto, existen muchas maneras de alcanzar los espacios celestes donde el difunto justificado vivirá en compañía de los dioses. Es decir que, al final de su existencia terrestre, el faraón vuela hacia el cielo para unirse a la luz que lo engendró. Existen numerosos ejemplos del tema de la ascensión de los dioses. Adonis subió al cielo en presencia de sus discípulos, y también podemos encontrar rasgos similares en las mitologías de Dionisos, Heracles o Mitra.

La iconografía medieval registró el tema del ascenso del Rey Dios de una forma original, a saber, el ascenso al cielo de Alejandro llevado por halcones (por ejemplo, en un capitel del siglo XIII, o en una misericordia de las sillas de coro de Wells, con fecha del siglo XIV).

Realeza de Cristo, realeza posible del hombre: «Todo hombre —nos dice la Edad Media— adquiere la cualidad de rey al continuar aquí abajo los designios del Padre celeste.» Esta noción de la realeza no tiene que ver con ningún despotismo o tiranía, pues se trata de un rey que fertiliza, que fecunda.

En Jerusalén, durante la alta Edad Media, se exhibía una piedra de gran dureza en la que Cristo había dejado la huella de sus pies. En una conocida tradición egipcia el Rey Dios imprime sus huellas sobre los suelos más áridos, fertilizados por su presencia. Es un tema similar al de la iglesia de Tilloloy, donde se ve cómo al paso de Cristo el desierto se cubre de flores.

El Rey Dios debía someter las fuerzas del mal; no aniquilarlas, puesto que formaban parte del mundo creado, sino dominarlas, extraer de ellas la energía positiva. Ésa es una de las dimensiones más importantes implicadas en el símbolo de Cristo cuyos pies reposan sobre criaturas maléficas, como podemos contemplar en un marfil florentino del siglo XII o en el pórtico real de Chartres. Pues bien, esta composición simbólica ya aparecía en Egipto en la figura del dios Horus, protector de la realeza, que somete la peligrosa fuerza de los cocodrilos o de los escorpiones.

Otra composición simbólica muy célebre de la época medieval es la de Cristo rodeado por los cuatro evangelistas, es decir, el «tetramorfo». Cada evangelista tiene su símbolo: a Lucas le corresponde el toro, a Matías el ángel, a Marcos el león y a Juan el águila. Los cuatro rodean al Rey Dios como lo hacían los cuatro Hijos de Horus alrededor de la momia, esto es, el cuerpo glorioso del futuro resucitado. En las antiguas iglesias de Oriente llama la atención que a los evangelistas todavía se los representa con cabezas de animales sobre un cuerpo humano, según las reglas de la antigua mitología egipcia.

LA VIRGEN, TRONO DE DIOS

No debemos confundir la Virgen de la Edad Media de los constructores, Nuestra Señora, a la que están dedicadas todas las catedrales de Francia, con la madre dolorosa de la decadencia de los siglos XV y XVI.

La Virgen es designada como «cielo y trono de Dios», «cielo que eleva el sol de verdad», «nube ligera que contiene la luz», unas connotaciones cósmicas que nos recuerdan claramente la simbología de la diosa egipcia Nut.

Ya en la propia simbología egipcia Nut se parecía a Isis, cuyo culto se difundió prodigiosamente en Occidente, donde se conservó de manera expresa hasta el siglo V d. C, En el seno de Isis la Negra se generaba el Sol de Verdad, y es Isis la que, con la forma de la Virgen Negra, presidió la fundación de catedrales tan ilustres como la de Chartres.

La alquimia cristiana suele hablar de la «Santa Materia», del cuerpo de la Virgen donde se oculta la luz. Recordemos la estatua de Isis, con el zócalo recortado en forma de capitel cúbico, reutilizado por los imagineros medievales en la nave de Santa Úrsula en Colonia, como símbolo oculto en el corazón del símbolo.

Isis sosteniendo a Horus, el niño dios, sobre sus rodillas, inspiró el tema de la Virgen sosteniendo al Niño Jesús en la misma postura. Además de una ilustración del amor materno, esta composición simbólica debe entenderse como la afirmación de la Virgen como trono de la sabiduría. «Isis» en egipcio significa probablemente «trono», y resulta muy interesante advertir que la Virgen cristiana conserva la misma tradición.

La Virgen no es únicamente el apoyo de la Sabiduría sino la matriz que la engendra y la hace subsistir. Ése es uno de los significados del amamantamiento del joven dios por las diosas egipcias. En su Pequeño oficio de la Virgen, Fortunato celebraba así el tema:

Gloriosa dama,

sentada por encima de las estrellas,

tú diste a tu creador

la leche de tu santo seno…

Por ti,

se llega al Rey que está en lo alto;

por ti,

puerta de fulgurante luz.

Creemos que la «huida» a Egipto de la Sagrada Familia debe entenderse como un retomo a las fuentes. En Matariéh, en Egipto, existía un enorme sicomoro o «higuera de faraón» que se abrió al paso de la Virgen para ofrecerle refugio.

Por eso debemos entender que cuando la Virgen cristiana penetra en el árbol egipcio se integra en el eje del mundo, en el eje simbólico proporcionado por la tradición faraónica.

LA RESURRECCIÓN DE LOS CUERPOS GLORIOSOS

Todos los hombres pueden llegar a conocer el «dios que hay en él», según la expresión egipcia. Los sabios egipcios afirmaron claramente que la humanidad fue creada a imagen del orden divino, una enseñanza que también adoptó el cristianismo.

Esta imagen, sin embargo, puede resultar deformada por los extravíos humanos. El hombre no es Dios; el hombre posee una capacidad de divinización que puede quedar en letra muerta si no se ve alimentada por los ritos y los símbolos.

El hombre sabe que ha de morir. Los ritos iniciáticos le enseñan que debe incluso morir varías veces en el transcurso de su existencia terrestre, en cada «cambio de estado» hacia la mejor realización de sus facultades creativas.

Para simbolizar al hombre realizado, los egipcios crearon los ritos de la momificación. No se trata de un cuerpo consumido que parte hacia el más allá, sino de un ser completo, divinizado, dotado de todas las cualidades simbólicas necesarias para afrontar el otro mundo.

Refiriéndose a las momias, san Agustín realizó una afirmación paradójica que, sin embargo, correspondía muy bien a la realidad simbólica. Según él, las momias demostraban que los egipcios eran los únicos cristianos que realmente creían en la resurrección.

Algunos intérpretes fueron todavía más lejos al explicar que la propia idea de resurrección le fue inspirada al cristianismo por las momias. Ni griegos ni hebreos hablan de resurrección de la carne, y debemos admitir, a la luz de los textos religiosos egipcios, que buena parte de las creencias funerarias cristianas deriva directamente de la teología faraónica.

Un texto copto recoge unas frases secretas de Jesús según las cuales resucitar es reconocerse a sí mismo tal como se era al principio. Por eso resulta indispensable iniciarse en los misterios para aprender a morir, teniendo en cuenta la advertencia de Cristo: «Quien quiere salvar su vida la perderá.» Morir a lo relativo es nacer a la totalidad del ser, renacer en espíritu y en verdad.

Si alcanzaba la justificación, el difunto egipcio se convertía en un ser de luz. El símbolo fue asumido por los cristianos, que convirtieron este «cuerpo de luz» en el nimbo, una especie de círculo que difunde la luz aureolando la cabeza de los santos.

También el juicio de las almas, tal y como aparece representado en el pórtico de muchos edificios medievales, es una reinterpretación de la psicostasia, el peso del alma del antiguo Egipto. El dios Thot vela por que la balanza sea equitativa y comprueba si el corazón conciencia del difunto ha desempeñado correctamente su función. En la iconografía medieval, igual que en la simbología egipcia, se coloca a los elegidos a la derecha y a los reprobados a la izquierda.

Queda por señalar el tema simbólico del alma representada con la forma de un pájaro con cabeza humana. Los egipcios llamaban a este símbolo el Ba, y existen representaciones medievales de este Ba (por ejemplo, en la Biblia Bruselas B. R. 9157). El egiptólogo Philippe Derchain puso de manifiesto la rigurosa conformidad en el significado de dos obras alejadas en el tiempo y en el espacio, a saber, una representación del templo egipcio de Dendera, en el Alto Egipto, y una figuración de la puerta de bronce de la catedral de Gnesen.

En ambos casos el tema es la muerte y resurrección del dios Osiris, y así vemos cerca de un árbol, símbolo del eje de la vida, el alma del dios con la forma del Ba faraónico.

NOMBRES, OBJETOS, ANIMALES

Las páginas precedentes demuestran claramente la importancia del legado faraónico a la Edad Media. Podríamos mencionar muchos otros aspectos.

Así, cuando Isidoro de Sevilla escribe: «Comprendemos más rápidamente la naturaleza de una cosa una vez conocido el origen de su nombre», está expresando un pensamiento idéntico al de un sabio egipcio. Conocer los nombres supone alcanzar el corazón de las cosas y de los seres.

En su Libro en loor de los santos, san Victricio afirma: «Las reliquias condenen una virtud y una grada. Aportan la salvación allá donde se encuentran, en Oriente y en Occidente.» Cada provincia egipcia se hallaba bajo la protección de una reliquia sagrada; en Occidente, todos los grandes edificios religiosos querían hacerse con una reliquia para quedar así ligados a la tradición ancestral.

Cuando en 1886 Maspero abrió la tumba del gran arquitecto egipcio Senmut, encontró una escuadra y varios tipos de niveles y de codos. El instrumental descubierto, de gran calidad, no era meramente utilitario; también poseía valor sagrado, un valor que conservaría la escuadra de los maestros de obra y los codos que encierran el secreto de la armonía.

El báculo del obispo cristiano es una transposición del cetro heka de los faraones, y ambos sirven para guiar mágicamente a los hombres por la senda de Dios. Los grandes abanicos de plumas de avestruz utilizados en la corte papal ya estaban en la corte faraónica, y lo mismo cabe decir de las tiaras, mitras y cetros del antiguo papado, similares a los originales egipcios.

También encontramos numerosas similitudes en la simbología animal de Egipto y de la Edad Media. Las fábulas egipcias, transmitidas en parte a través de las fábulas griegas, llegaron hasta la época medieval y algunas sobreviven en la iconografía de las catedrales.

Se ha demostrado, por ejemplo, que el combate del malicioso Renart contra su tío, el lobo Ysengrin, es una traducción de la lucha entre los dioses egipcios Horus y Set por la supremacía sobre Egipto.

En Selestat, en Embrun y en San-Juan-de-Letran, por dar sólo algunos ejemplos, encontramos, como también ocurre en Egipto, leones emplazados delante de la puerta del templo para alejar a los impuros. Las primeras gárgolas fueron las de los templos egipcios, con la función de disipar las influencias nocivas que pudieran atacar al edificio sagrado.

El tema de los tres peces entrelazados, que conocemos por una cerámica egipcia, volvemos a encontrarlo en un manuscrito del siglo XIII en el cuaderno de dibujo del arquitecto Villard de Honnecourt y, sobre piedra, en una de las claves de bóveda de la catedral de Bristol.

«HACER UN DÍA FELIZ»

Los banquetes conmemorativos de los religiosos, ofrecidos en honor de grandes personajes o de generosos donantes enterrados en una iglesia, tuvieron como precedentes los banquetes rituales de los sacerdotes egipcios, que alimentaban a la vez a los muertos y a los seres vivos.

En la buena época de las universidades medievales, existía una misteriosa agrupación llamada los «Goliardos», Eran grandes aficionados a las farsas y a las chanzas, pero también transmitían pensamientos tan profundos como éste:

La Nobleza del Hombre

es el espíritu, imagen de la divinidad.

La Nobleza del Hombre

es el ilustre lenguaje de las virtudes,

el dominio de sí mismo,

el acceso de los humildes a las dignidades.

Ahora bien, uno de los poemas goliárdicos aconseja «hacer un día feliz», una recomendación que ya hacía el arpista del antiguo Egipto, en alusión a la alegría del corazón conciencia, y a la plenitud del ser en armonía con los ritmos del universo.

EL HERMETISMO

La Alejandría egipcia, lugar de encuentro de las culturas egipcia, griega y cristiana, fue también el lugar donde se desarrolló el hermetismo, con sus tres ramas principales: la alquimia, la magia y la astrología.

El Renacimiento del siglo XII se interesó profundamente por el estudio de estas ciencias tradicionales. En el plano mítico, se afirmaba que Jesús, igual que Hermes, hijo de Maya, fue colocado en una artesa, es decir, en un hornillo de atanor alquímico. Papas y hombres de Estado como Federico II de Hohenstaufen, que tenía amistad con el sultán de Egipto, practicaron las ciencias herméticas.

Hermes Trismegisto, es decir, el Tres veces grande, fue la trasposición griega del Thot egipcio. Poseía la sabiduría oculta y enseñaba a los reyes los secretos del universo. Salomón, uno de los modelos de los reyes de la Edad Media, fue iniciado en las tres ciencias herméticas por los Reyes Magos de Oriente, que también se las enseñaron a Cristo.

La astrología se concebía como el conocimiento de la armonía universal y la toma de conciencia de su potencial existencia dentro de nuestro ser; la magia permitía actuar sobre las fuerzas vitales, y la alquimia se presentaba como el arte de descubrir el espíritu en la materia.

Por referirnos a un símbolo hermético entre otros, recordemos que Dios fue concebido como una esfera. Esta idea, cuyo origen encontramos en los textos atribuidos a Hermes Trismegisto, ya aparece en las obras de san Buenaventura, de Vincent de Beauvois, de Rabelais, en el Roman de la Rose, etc. Por ser una esfera, Dios no tiene su centro solamente en el cielo sino en todas partes, es decir tanto en la tierra como en el mundo inferior, lo cual nos invita a pensar en la tripartición egipcia del mundo en cielo, tierra y Duat.[4]

DEL TEMPLO A LA CATEDRAL

Las informaciones reunidas en este capítulo nos permiten considerar la catedral como hija espiritual del templo egipcio. Muchos temas presentados como específicamente cristianos resultan inexplicables si se desconoce el simbolismo egipcio.

El Cristo de la Edad Media de los maestros de obras es, pese a las distorsiones históricas, un sucesor de los Reyes dioses, tanto en su función como en su misión. La Virgen es una continuación de Isis, que asegura la presencia de un simbolismo femenino en una religión católica que hizo cuanto pudo por rechazarla, pero que finalmente no consiguió expulsar la inmensa figura de la diosa egipcia que, en el momento de la formación del cristianismo, reinaba en toda la cuenca mediterránea y en buena parte de Europa.

Hemos visto, por consiguiente, que la simbología egipcia nos permite comprender mejor el significado de un buen número de temas iconográficos o literarios de la Edad Media. Las citas de autores medievales nos han demostrado que eran conscientes de su filiación. La fundación de los primeros grandes monasterios occidentales se hizo, por lo demás, según el modelo egipcio, mientras que los monjes de la tierra de los faraones se inspiraron a su vez en el funcionamiento de las antiguas comunidades de sacerdotes.

Nosotros nos hemos limitado a poner de relieve algunos aspectos para mostrar a qué apasionantes caminos nos conducía el estudio de las fuentes del pensamiento simbólico medieval. El paso de las pirámides a las catedrales expresa la verdad de una aventura vivida por las comunidades de constructores, iniciados mediante ritos y símbolos idénticos en cuanto al fondo.

La extraordinaria riqueza simbólica común no bastaba sin embargo para activar la epopeya de los siglos de oro de la Edad Media. También se requería una mentalidad que no disociara el arte de una cierta ciencia de la vida.