La vida de un egiptólogo, incluso en nuestros días, se sitúa a menudo bajo el signo de la aventura. Es necesario, desde luego, pasar largas horas inclinado sobre los papiros, atento a los textos de los templos y estelas. Las bibliotecas son cavernas con tesoros en las que, gracias a los trabajos de los predecesores, es posible conocer los caminos que llevarán al descubrimiento. Pero toda esta erudición, por indispensable que sea, no reemplaza a un contacto vivo con Egipto.
Un egiptólogo que no crea en la religión egipcia, que no participe de una total simpatía hacia la civilización que estudia, no podrá, a nuestro entender más que pronunciar palabras vacías. El intelectualismo por brillante que sea, no ha reemplazado nunca al sentimiento vivo, incluso en una disciplina científica. Los más grandes sabios son aquéllos que participan del misterio del universo y tienden a expresarlo por medio de su visión del Conocimiento, nutrido a través de los años.
Si esto es cierto para ciencias tales como la física, como indicó Eisenberg, Einstein y tantos otros, se comprenderá que el antiguo Egipto reclame, por parte del que lo estudia, otra actitud distinta del frío racionalismo y del «distanciamiento» histórico.
Una tarde de Navidad en Luxor, se me ofreció un suntuoso regalo. Una invitación para cenar con una familia de cazadores de serpientes. El abuelo, amigo de Francia, hablaba admirablemente nuestra lengua. Me ofreció el lugar de honor, a su lado, durante la cena, en presencia de su mujer, sus cuatro hijos y sus tres hijas. Fuera, la noche era suave. Cuando el sol se puso, estalló en decenas de colores que se fueron apagando en un último tono rojizo que fue a morir en los muros del templo de Luxor, la obra maestra del faraón Amenophis III y de su genial arquitecto Amenhotep, hijo de Hapou.
La vivienda de mi anfitrión no tenía nada de magnífica. Pobremente amueblada, pretendiendo ser bonita, era, sin embargo, un templo a la amistad. Palomas asadas, arroz, tortas, pasteles… se había dispuesto un festín para honrar al viajero.
En esta fiesta cristiana de Navidad, en el transcurso de una larga cena que no acabó hasta poco antes del alba, nuestra conversación giró sobre un solo y único tema: la magia. Mi anfitrión y sus hijos realizaban una extraordinaria función: capturar serpientes y escorpiones. Ante los periodistas que, de vez en cuando, venían a preguntarles sobre su curioso oficio, se presentaban como personas sencillas, precavidas, herederos de una antigua tradición familiar, comerciantes de veneno vinculados a una función lucrativa. Estas declaraciones no me satisfacían. En el curso de mis investigaciones, me había encontrado, como todo egiptólogo con la magia. Muchos «sabios» han intentado separarla de la religión egipcia como una tara incompatible con la altura de las concepciones metafísicas expuestas en los grandes textos. Pero la magia es sólida. Está siempre presente en Egipto, tanto en los recovecos de un cuento que creemos «literario» como en el interior de una tumba o sobre los muros de un templo. En la época de los faraones, los que se ocupaban de los animales venenosos eran magos que habían recibido una iniciación, un saber, que utilizaban fórmulas específicas cuyo manejo requería cualidades excepcionales.
Le recordé estas precisiones a mi anfitrión. Sonrió. «Hay que reconocer, admiró, que ser el hermano de una serpiente no está al alcance de cualquiera… quizá, en efecto, sea útil una cierta magia…» Según las reglas de la cortesía oriental se había entablado la verdadera conversación.
Persuadido de que mi anfitrión debía, sin embargo, conocer y practicar las reglas de la antigua magia egipcia, confronté su experiencia con mis conocimientos de egiptólogo. Así nació este libro sobre el mundo mágico de la civilización faraónica. Desde los textos antiguos a la experiencia viva no hay interrupción[*].
Hermópolis, la antigua ciudad santa del dios Thot, el patrono de los magos egipcios, el Hermes de los griegos, no es hoy más que una ciudad en ruinas. Sin embargo, aquí y allá subsisten vestigios de su grandeza pasada. Uno de los más impresionantes es la tumba de Petosiris, gran sacerdote de Thot, iniciado en los misterios. Esta tumba no está consagrada a la muerte, sino a la vida en la eternidad. Sus admirables textos fueron redactados para ayudar al hombre a realizarse, a encontrar la verdad profunda de su ser sin la cual no podrá darse ninguna felicidad sobre la tierra. Sobre uno de los muros de la tumba de Petosiris se leen estas frases:
«El que se mantiene en el camino de Dios, pasa toda su vida en la alegría, colmado de riquezas más que todos sus semejantes. Envejece en su ciudad, es un hombre venerado en su provincia, todos sus miembros son jóvenes como los de un niño. Sus hijos están ante él, numerosos y considerados como los primeros de su ciudad; sus hijos se suceden de generación en generación… él llega al fin de la necrópolis con júbilo, en el bello embalsamamiento del trabajo de Anubis»[1].
Para alcanzar la sabiduría evocada por el gran sacerdote Petosiris, la buena voluntad no basta. Una determinada ciencia, que los egipcios llamaban «magia», se revela como indispensable. Esta noción clave, confundida hoy con la magia negra, la hechicería, los poderes psíquicos y otros fenómenos más o menos inquietantes, tenía un significado preciso en la época de los faraones.
Religión y magia no se pueden separar una de otra. ¿Podemos imaginar un ritual sin proyección mágica? Las religiones del libro (cristianismo, judaísmo, Islam), muchas de las cuales lo niegan a veces, ¿no ejercen una magia sobre el alma humana, a fin de permitirle acceder a realidades que nuestros sentidos se revelan incapaces de apreciar?
Los escribas egipcios redactaron miles de páginas reunidas en colecciones que los egiptólogos califican de «mágico-religiosas». Una lectura rápida, aunque superficial, de tales escritos, nos lleva a la conclusión de que los egipcios formulaban dos deseos: vivir una larga vida sobre la tierra, no ser privado de alimentos en el más allá, no morir de la mordedura de una serpiente o de la picadura de un escorpión, gozar de buena salud sobre la tierra, conservar todas sus aptitudes físicas, entrar y salir por las puertas orientales del cielo (es decir, tener un espíritu suficientemente formado como para «circular» por el cosmos), conocer las almas de los occidentales (es decir, acceder a los misterios de los Antepasados). Se mezclan, como vemos, esperanzas materiales y esperanzas espirituales. Es una de las características esenciales del pensamiento egipcio. Hay un cielo, hay una tierra. Hacen actuar el uno sobre la otra. Nuestra vida terrestre, en uno de sus aspectos más corrientes, esta impregnada de una fuerza espiritual que los sabios de Egipto llamaban heka, «magia». Este término de dudosa terminología, significa probablemente «dominar los poderes», lo que constituye efectivamente la meta del arte del mago.
Quien desea practicar la magia debe tomar conciencia de los poderes que rigen toda vida y manipularlos experimentalmente. Grado de experiencia estrictamente individual: el aprendiz de mago, como veremos, es instruido en las escuelas especializadas de los templos bajo la dirección de vigilantes maestros que no le dejan de ningún modo actuar a su antojo y según su fantasía.
Revelación esencial de los sabios: la Magia, concebida como fuerza creadora, fue creada antes de la creación que nosotros conocemos. Es hijo del dios sol, de cuyo rayo de luz es una manifestación mágica, en cuanto instrumento de vida.
Para el egipcio antiguo, todo vive. Pensar que algo es inanimado prueba que nuestra mirada no se dirige correctamente sobre la realidad. El hombre, como cualquier otra parcela viva, es la resultante de un juego de fuerzas. ¿Las sufrirá pasivamente o intentará identificarlas? La cualidad de su destino dependerá de la respuesta a estas cuestiones. Las fuerzas mágicas nos parecen hostiles en la medida en que nuestro grado de conocimiento es insuficiente. El científico contemporáneo critica con facilidad al principio que se extasía o se espanta ante los fenómenos naturales que juzga sobrenaturales. Pero incluso este científico, a pesar de su saber, sigue siendo el esclavo de zonas de sombra que desvirtúan a veces el razonamiento más consolidado. Es decir, que el hombre de hoy como el de ayer se enfrenta a lo desconocido, fuente y finalidad de su existencia. Los magos del antiguo Egipto tienen mucho que enseñarnos en este campo.
La fuerza sobrenatural que sustenta la vida no está fuera del alcance de la inteligencia humana. Reside en el corazón del ser, en su templo interior. Al descubrirla, y luego utilizarla, el mago constataba que su acción tenía repercusiones en este mundo y en el otro, como si no existiese ninguna barrera entre ellos. Conocer al dios de la magia es descubrir el poder de los poderes, penetrar en el juego armonioso de las divinidades. También el muerto, el que pasa al otro lado del espejo, debe conservar su poder mágico para alcanzar la realidad última.
Esta magia puede definirse como la energía esencial que circula tanto en el universo de los dioses como en el de los humanos. Allí no hay «vivo» ni «muerto», sino seres más o menos capaces de captar esta energía contenida en el nombre secreto de los dioses. Estudiando los jeroglíficos, es decir, «las palabras de los dioses», progresamos en el conocimiento de estos nombres cargados de energía. En Egipto nada se queda en lo intelectual, en el mal sentido del término, es decir, separado de lo real. Por esta razón, todo objeto animado mágica y ritualmente —por ejemplo, las coronas reales— conserva un secreto vital. Espíritu y materia están entretejidas en la misma sustancia. Lo importante, en la práctica de la magia, es identificar el lazo que une todas las cosas, que reúne en una cadena de unión cósmica al conjunto de las criaturas.
Las líneas que preceden prueban también que no se debe reducir la magia del antiguo Egipto a una hechicería de poca monta. En realidad, nos encontramos ante una ciencia sagrada que exige especialistas muy instruidos, para que sean capaces de comprender las fuerzas más secretas del universo. Según un magnífico texto, titulado Las Enseñanzas de Merikare, «el creador concedió la magia al hombre a fin de ahuyentar el efecto fulgurante de lo que sobreviene». Dicho de otro modo, todos somos esclavos de un cierto determinismo. La mayor parte del tiempo, los acontecimientos, felices o desgraciados, nos cogen desprevenidos. No somos dueños de nuestro destino. Egipto no niega este determinismo, pero considera que es posible escapar de él utilizando la magia. Por medio de la práctica de este arte, podemos modificar nuestro destino, luchar contra las tendencias negativas de la aventura humana, ya sea colectiva o individual, alejar los peligros de lo que tomamos consciencia.
La magia fue considerada en Egipto como una ciencia exacta. Aunque ciertos aficionados, como los brujos de aldea, utilizaban algunas recetas mágicas elementales, la gran magia de Estado no era revelada más que a una élite de escribas, a los que debemos comparar con los físicos atómicos contemporáneos. Esta magia, en efecto, está destinada a preservar el orden del mundo. Tal fuerza no es fruto de una improvisación o de un ilusionismo cualquiera. Descansa sobre una minuciosa cadena de experiencias consoladas por el mago.
La existencia humana reposa sobre un equilibrio precario. La amenazaban muchos peligros: demonios, fuerzas negativas, muertos errantes, múltiples manifestaciones del «mal de ojo», es decir, de una energía negativa que destruye, con un solo poder, todo lo que existe. El primer deber del mago es atajar este negativismo, preservar lo que existe. Pero debe igualmente velar porque los momentos de «paso» se desarrollen perfectamente. El nacimiento, el matrimonio, la muerte, el fin de un año y el comienzo del siguiente, son otros tantos ejemplos de situaciones muy delicadas en las que la intervención mágica es indispensable.
Los magos afirman de buen grado que sus secretos se remontan a la más lejana antigüedad. No es fruto de una convención, sino una inquietud por referirse a los modelos primordiales, a los mitos de la creación. En cierto modo, el mago está en contacto directo con el arquitecto del mundo. Todo acto mágico es, por definición, acto creador que se ensalza en las profundidades de los orígenes. El mago «establece cómo fue hecho en el comienzo», devuelve al presente «la primera vez», restituye el mundo «En aquel tiempo». El tiempo mágico es un tiempo primordial. Por medio del estudio de la magia, vamos hacia el destello de donde brotó toda la creación.
El dios de la magia, Heka, es una creación de la luz. Hablar de magia «negra» y de magia «blanca» está ya en decadencia. No existe, en realidad, más que una magia solar, portadora de luz, que favorece la iluminación del mago. El resto no es sino ilusionismo, hechicería o búsqueda de poderes.
En el mundo de las divinidades, el dios de la magia tiene una función precisa: ahuyentar lo que debe ser ahuyentado, evitar que el mal y la disonancia vengan a perturbar el orden de las cosas. El mago, cuando está realmente imbuido por la fuerza divina, realiza igualmente esta función. Es Horus. La magia de su madre Isis está en sus miembros[2]. Es el Ra de los nombres misteriosos, es el que se encuentra en el océano de energía de los primeros tiempos[3]. Se identifica con los dioses más grandes del panteón, experimentando todo en su propio cuerpo la magia como una fuerza viva. Ésta circula por sus pies, sus manos, su cabeza, todo su cuerpo. Es preciso que la fuerza mágica emita una luz y expanda, en ciertas ocasiones, un olor característico.
«He aquí que me uno a este poder mágico en todo lugar en el que se encuentre, en todo hombre en el que se encuentre», dice el mago en el capítulo 24 del Libro de los Muertos; «Es más rápida que el galgo, más veloz que la luz». El mago llena su vientre de poder mágico; gracias a él, aplaca su sed[4]. Esta «magia en el vientre» llega enseguida al espíritu, como un fluido que circula por los canales secretos del cuerpo. De este modo, el mago, hijo de Ra, señor de la luz y del sol, y de Thot, encarnado por la Luna, descubre el alcance de sus percepciones. Su saber está consignado en un escrito que proviene de la morada del dios Thot, tras haber sido sellado en el palacio de Thot.
Sin magia, la supervivencia es imposible. Las fórmulas apropiadas dan a aquél que se presente ante las puertas de la muerte el coraje y la ciencia adecuada para franquear el obstáculo sin ser aniquilado.
El mago viaja por el cielo. Ante la estrella Orión, afirma haberse alimentado de los poderes vitales, haber sido nutrido por los espíritus de los antiguos dioses de los que conoce sus nombres secretos. Orión escucha al viajero del más allá. Reconoce que efectivamente ha adquirido todos los poderes, que no ha olvidado ninguno[5]. Por esta razón, resucita, identificado con una estrella, y brillará en lo alto del cielo. Tal es el destino del mago convertirse en una luz en el cosmos, para iluminar el camino de los demás hombres.
La magia es un asunto de percepción. Sin embargo, el centro de las percepciones más finas es el corazón. No el órgano en sí, sino el centro material del ser. Este corazón, según Egipto, es el testigo de la vida del hombre. Imposible mentirlo o equivocarlo. El corazón-conciencia concibe, piensa, da órdenes a los nervios, a los músculos, a los miembros. Es él quien permite a los sentidos funcionar correctamente: Todo parte del corazón y todo vuelve a él, él emite y recibe. Sensaciones e impresiones se relacionan con él para que produzca la síntesis y saque la lección de esas informaciones venidas del mundo exterior.
Según la mitología de la ciudad de Menfis, el dios Ptah concibió el mundo en su corazón antes de expresarlo por la boca. En cada ser consciente se despierta un corazón heredero del corazón divino. Receptáculo de la fuerza divina, responde de la rectitud del mago frente a sus jueces, aquí abajo en el más allá. La cualidad de la práctica mágica está estrechamente ligada a la cualidad del corazón. Debe desarrollar en el mago sus facultades intuitivas que le permitirán descubrir el cofre misterioso del Conocimiento, prefiguración del Grial. Su corazón le dictará el modo de abrirlo, a fin de descubrir la esencia de la magia.
Un amuleto particular, el escarabajo de corazón, juega un papel determinante en el momento del paso entre la muerte terrestre y la vida eterna. El escarabajo es el símbolo de la metamorfosis y las mutaciones. Colocándolo sobre el corazón de la momia, el mago le confiere el poder de atravesar las zonas más oscuras en las que l ser corre el riesgo de sufrir graves heridas. En el mismo momento del feliz desembarco en las orillas del paraíso, el corazón del hombre le será restituido. Este don se ha preparado en la tierra, mientras el individuo vive. La actitud mágica consiste en hacer palpitar en sí mismo un corazón de origen celeste, en despertar la percepción de lo invisible.
La magia era considerada por el Estado egipcio como una actividad primordial. Los libros mágicos no están escritos por autores que redacten según su fantasía, sino que son obra de instituciones oficiales, como la Casa de la Vida, y forman parte de los archivos reales. Uno de los objetivos primeros de la magia, en efecto, es proteger al faraón de toda influencia negativa. Como escribe Jean Yoyotte, «es de una magia de Estado, coherente, razonable, admirablemente serena y sorprendente, de donde procede la visión egipcia del mundo»[6].
Nos equivocaríamos totalmente si creyéramos que la magia, en la época de los faraones, era una actividad individual. Se trataba de una expresión más decadente y la menos rica en significado. Los egipcios utilizarán sobre todo los rituales de los templos, celebrados en todo el país. Todo acto cultural es mágico. Pensemos, por ejemplo, en el hecho de que el faraón es el único que está capacitado para dirigir los ritos necesarios para mantener la presencia de los dioses en la tierra. La imagen del rey, grabada sobre los muros de cada templo, se anima de forma mágica para entrar en el alma del sacerdote que dirigirá efectivamente la ceremonia.
El centro mágico más grande de Egipto era probablemente la ciudad santa de Heliópolis, la ciudad del sol (a la altura de El Cairo), allí donde se elaboró la teología más antigua. Se conservaban allí numerosos papiros «mágicos», en el amplio sentido del término, que incluían escritos médicos, botánicos, zoológicos o matemáticos. La mayor parte de los sabios y filósofos griegos se dirigían a Heliópolis para recibir allí una parte de esta ciencia acumulada en el transcurso de los siglos. Fue allí, especialmente, donde Platón fue informado de la leyenda de la Atlántida que hizo correr tanta tinta y cuyo verdadero significado desconocido desde siempre para nosotros, no puede deducirse más que de los textos egipcios.
Primer principio mágico: la necesidad de la ofrenda a los dioses. Gracias a este acto, la creación continúa. «Donar Maât (la armonía universal) al señor de Maât (el Creador)» según la fórmula ritual, es permitir a la vida el prolongarse.
El antiguo Egipto no tenía a nada más que al caos, este estado de negativismo opuesto a Maât, el orden de las cosas. La buena voluntad no basta para poder evitar el desorden que, a fin de cuentas, condena toda civilización. La magia es un arma de valor excepcional, gracias a la cual las barcas solares circulan correctamente en los cielos, los muertos reciben el alimento que les es debido, el Estado funciona, las fiestas se celebran. Sin intervención mágica del Estado, la crecida del Nilo no tendría lugar, los cultivos no serían irrigados, los cazadores no matarían las piezas, los pescadores no capturarían peces, los artesanos no terminarían sus obras, los templos no realizarían su misión.
Tal visión nos sorprende. Tantos fenómenos nos parecen hoy más «naturales» que nosotros no discernimos su significado oculto. La caza, por ejemplo, era para el egipcio una aventura muy particular que consistía en entrar en el mundo de las fuerzas oscuras, no dominadas por el hombre. El peligro sobrevenía en todo momento, ya fuese bajo la fuerza de un animal del desierto o de un cocodrilo furioso. El cazador tenía el papel de afrontar las fuerzas del mal. Utilizaba también fórmulas mágicas para disminuirlas.
El faraón de Egipto no tiene padre ni madre. Vive la vida y no sufre la muerte. Es el gran mago por excelencia, porque en él se encarna la fuerza de la vida. Sólo el faraón, en el Imperio Antiguo, está capacitado para comunicar con el principio divino para que la humanidad subsista. Es, pues, el rey, señor de las fuerzas naturales y sobrenaturales, quien detenta el poder real. Lo ha adquirido nutriéndose de las fuerzas mágicas, con motivo de un extraordinario banquete réplica de un trastorno cósmico que acompaña la venida del rey en los espacios celestes[7]. Las estrellas se ensombrecen. La luz se atenúa. El cielo y la tierra tiemblan. Un personaje terrorífico provoca estos acontecimientos. ¡El faraón en persona! Él es quien se alimenta de sus padres y sus madres. Es un señor de la sabiduría de cuya madre no conoce el nombre. Su gloria está en el cielo, su poder está en el horizonte como el de Atum, el Creador que lo engendró. El rey se ha hecho más poderoso que él. Toro del cielo, asimila el ser de cada divinidad. Se alimenta de hombres y dioses, Khonsu, un genio temible, mata a los seres de los que tiene necesidad el rey y extrae para él lo que hay en sus cuerpos. Otro genio, Chesmou, los cuece para él en las piedras de un fogón. El rey se nutre de su magia, devora sus espíritus. La parte gruesa es para la comida de la mañana, las partes medias para la comida y las pequeñas para la cena. El faraón se apodera de los corazones de los dioses, se come la corona roja, devora la verde. El cosmos entero reconoce su dominio. Se nutre de los pulmones de los sabios y de su magia. Su tiempo de vida es la eternidad.
Calificamos este teatro de «himno caníbal», suponiendo que haría alusión a rituales muy arcanos en los que los egipcios habían consumido carne humana. En realidad, de este modo se evoca la captación del poder mágico por la ingestión directa de la vitalidad divina considerada como un alimento.
Henchido de magia, el faraón está protegido. El ser maléfico que le muerda no conseguirá más que envenenarse a sí mismo. Cada parte del cuerpo real está divinizado. El vientre del faraón, por ejemplo, es Nut, la diosa del cielo. Porque la fuerza mágica se encuentra precisamente en ese «vientre celeste».
Frente a los dioses, el faraón manifiesta su autoridad. Él les ordena construir una escalera para que pueda subir al cielo. Si no le obedecen, no tendrían ni alimento ni ofrenda. Pero el rey toma una precaución. No es él, en tanto que individuo, quien se expresa, sino el poder divino: «No soy yo quien os dice esto a vosotros, los dioses, sino la Magia la que os dice esto»[8].
Cuando el faraón realiza su ascensión, la magia está a sus pies[9]. «El cielo tiembla, afirma él, la tierra se estremece ante mí, porque yo soy el mago, yo poseo la magia[10]. Es él, por otra parte, quien instala a los dioses en sus tronos, probando así su omnipotencia reconocida por el cosmos».
En el Egipto del Imperio Antiguo, todo lo que concierne a la persona real es de orden mágico. Como faraón es el único sacerdote, tiene la función de «encargarse» mágicamente de los rituales del Estado. El nombre real está contenido en un «cartucho» cuyo nombre egipcio, chenit, significa «lo que encierra» (es decir, el contenido del universo sobre el que reina el faraón). Según el principio del juego de palabras, capital para comprender el funcionamiento de la lengua jeroglífica, este término implica también la idea de «conjuración». También el nombre real está protegido mágicamente por el cartucho. Atributos, insignias, vestimentas reales están cargadas de magia. La corona ocupa el primer lugar de estos objetos. Es considerada como un ser vivo, como una diosa, a la vez león agresivo y serpiente que ataca a los enemigos del rey. Se le cantan himnos. Solo el faraón es capaz de portarla y de utilizar sus virtudes secretas.
Figura 1
El faraón, protegido por Isis, avanza hacia Osiris. La diosa está tocada con el signo jeroglífico del trono que definía su naturaleza simbólica. Es la diosa-trono de la que nacen los reyes. De su mano derecha emite un fluido que alcanza la nuca del faraón, uno de los centros vitales de su Persona. Con la mano izquierda, ella coge el brazo derecho del muerto. Acto mágico también necesario, ya que el faraón aprieta en su puño los dos cetros que le permiten ejercer su soberanía sobre la tierra de los hombres. El rey está vestido según su función: la doble corona (que reúne en una sola la corona blanca del Alto Egipto y la corona roja del Bajo Egipto), la peluca nemes y el gran faldellín de ceremonia. Ante Osiris se deposita un pequeño altar sobre el cual se encuentran flores y un perfumero. El rey ofrece al dios de la resurrección la esencia sutil de todas las cosas. (Las capillas de Tutankhamon).
Según Manetón, es el sacerdote de Sebennytos quien, en la época griega, consagró una obra célebre en la historia de los reyes de Egipto, el faraón Athotis, (I dinastía), era un médico que redactó libros de anatomía. Practicó pues, un arte mágico, abriendo una vía a sus sucesores. Desde esta perspectiva, se considera que todos los faraones fueron magos institucionales.
En el Imperio Antiguo, Imhotep fue el más célebre de los magos. Su renombre era tal que, muchos siglos más tarde, los griegos lo identificaron con su dios de la medicina Asclepios. En el Imperio Nuevo, los escribas rendían culto al «dios» Imhotep; antes de escribir, arrojaban un poco de agua a la tierra en memoria de su ilustre patrón. Por otra parte, la personalidad de Imhotep es esencial para entender el alcance del «campo mágico» en el antiguo Egipto. Este personaje no era un hechicero de aldea, sino el primer ministro del todopoderoso faraón Djeser y el inventor de la arquitectura de piedra cuya obra maestra fue la pirámide escalonada de Saqqara. Dicho de otro modo, un hombre de Estado de primer rango cuyas competencias mágicas eran consideradas indispensables para realizar correctamente su función. Ciertas «recetas» atribuidas a Imhotep, fueron transmitidas a la posteridad, como ésta[11]: «Coged una mesa de olivo de cuatro pies. Ponerla en un lugar limpio, en el medio; recubrirla completamente con una tela. Poner cuatro ladrillos sobre la mesa, uno sobre otro. Delante de la mesa, un incensario de arcilla. Poner carbón de madera de olivo sobre el incensario y un ganso salvaje gordo machacado con la mirra formando unas bolas y ponerlas sobre la hoguera, pronunciar una fórmula, pasar la noche sin hablar a nadie sobre la tierra. Se verá al dios bajo la forma de un sacerdote portando una vestimenta de lino». Entonces, el mago invoca al que está sentado en las tinieblas, pero en medio de los dioses, buscando y recibiendo los rayos del sol.
Hardedef, uno de los hijos de Kheops, era conocido por sus extensos conocimientos y sus sabias palabras. Descubrió diversos libros de magia antiguos, cuyas fórmulas fueron integradas en los escritos rituales. Khaemuase, cuarto hijo de otro faraón célebre, Ramsés II, era gran sacerdote de Ptah en Menfis. Construyó y restauró numerosos monumentos. Tenía pasión por la arqueología y el estudio de los documentos antiguos. Pasaba por ser un gran sabio e inspiró dos historias de magia sobre las que volveremos.
Horus, hijo de Panéchi, era un mago que vivió en la Época Baja. Tuvo que combatir con un mago etíope que amenazaba a la seguridad del Estado. Este Horus había vivido quince siglos antes y se había reencarnado para correr en socorro de su país.
Es el mago Es-Atum, sacerdote que vivió en la época de Nectanebo II (359-341), a quien debemos la salvaguarda de la famosa estela de Metternich. Es-Atum había comprobado que había sido suprimida una inscripción en un templo de la ciudad santa de Heliópolis. Para que no se perdiera este testimonio precioso, hizo volver a copiar el texto sobre una estela que nos ha llegado.
Esta pequeña galería de retratos tiene simplemente por objeto ilustrar la continuidad del estatuto del mago en el transcurso de los siglos en los que se desarrolla la aventura egipcia. Podríamos, desde luego, citar decenas de otras figuras. Pensemos, por ejemplo, en Harnouphis, que fue el último mago egipcio de gran renombre. Estaba presente sobre los campos de batalla de Moldavia, en 172, donde combatió el ejército de Marco Aurelio. El agua escaseaba. Privados de aprovisionamiento, los romanos corrían el peligro de morir de sed. El mago egipcio hizo que lloviera, espantando a los bárbaros y salvando a los soldados de Marco Aurelio. La antigua ciencia de la tierra de Egipto probaba de este modo que no había perdido su eficacia.
Los textos mágicos, que forman una parte considerable de la «literatura» egipcia, están inscritos en soportes materiales variados: papiros (desde el Imperio Medio), ostraca (tejas de caliza), estelas, estatuas, múltiples pequeños objetos. Los eruditos contemporáneos, habituados a las disecciones racionalistas, tienen por costumbre clasificar los textos egipcios en «literarios», «históricos», «religiosos», «mágicos», etc. Estas distinciones formales no se corresponden con la realidad. El Cuento del náufrago, reconocido como «literario», es una admirable historia de magia. Los Textos de los sarcófagos, llamados «funerarios», apelan sin cesar a la magia. En la medida en que un texto está escrito en jeroglíficos puede considerarse eficaz, incluso podríamos decir que todo escrito egipcio es mágico en esencia, aunque haya que reconocer diversos grados en la aplicación de este principio.
Ciertos textos, sin embargo, se desprenden del conjunto por su importancia o su originalidad. Entre ellos, el Libro de los dos caminos, inscrito sobre sarcófagos del Imperio Medio, da al muerto el conocimiento de los caminos del más allá. Dos caminos, uno de tierra, otro de agua, están separados por un río de fuego. Tantas vías simbólicas de acceso hacia un país poblado de temibles genios. Es allí donde se encuentra una especie de Grial que el justo descubre después de haber sufrido numerosas pruebas, cuyo solo conocimiento «mágico» le da las claves.
Los Libros de horas son conjuntos de fórmulas que el mago recita durante las horas del día y la noche para obtener los favores de las divinidades. El papiro Bremmer-Rhind, donde es relatada la lucha de los poderes solares contra el monstruoso dragón Apophis, genio de las tinieblas, registra también un tratado esotérico sobre la naturaleza divina. Se nos revela que el Señor del Universo ha creado al conjunto de los seres mientras el cielo y la tierra no existían aún. En su corazón es donde fue concebido el plan de la creación. De Uno, el arquitecto de los mundos se convirtió en Tres. Provocó mutaciones y transmutaciones, se instaló sobre la colina primordial, primera tierra emergida. En cuanto a los hombres (remetj), nacieron de las lágrimas (remetj) de dios, cuando lloró sobre el mundo.
La estela de Metternich es la más célebre de las numerosas estelas mágicas. Data del siglo IV antes de Cristo y contiene un extraordinario texto que trata de la curación mágica de Horus niño, picado por un animal venenoso en los pantanos del Delta donde vivía escondido en compañía de su madre Isis. En la parte superior del anverso de la estela se ve a Horus de pie sobre los cocodrilos y agarrando a criaturas maléficas. El joven dios está protegido por Thot, el mago y por Hathor, diosa de la armonía. En la parte inferior, una «franja dibujada» simbólica comprende seis registros en los que figuran dioses y genios, desplegando su actividad en múltiples escenas de conjuración. En el vértice de la estela, ocho monos babuinos celebran con gritos el nacimiento de la luz. La estela de Metternich evoca también el papel de la gran maga, Isis. Cuando ésta encontró a su hijo Horus agonizando, llamó a los habitantes de los pantanos, pero ninguno de ellos conocía el remedio apropiado. Nadie podía pronunciar palabras eficaces de curación. El Creador, Atum, ¿permitirá que la vida se esfume? Isis saca a Horus del féretro en el que reposaba e impulsa una planta larga que llega hasta el sol. Su amenaza es terrorífica: mientras que su hijo no sea curado, la luz no brillará más. Los poderes celestes, apremiados y obligados, intervienen a favor del joven dios «¡Despiértate, Horus!», le dicen. El veneno pierde su poder nocivo, y se hace ineficaz. Horus sana. El orden del mundo se ha restablecido. La barca divina recorre de nuevo los espacios celestes.
Figura 2
Es una auténtica «franja dibujada» mágica la que está narrada en la estela de Metternich, importante documento que merecería por sí solo un estudio en profundidad. Es el vértice del monumento, se ven ocho monos babuinos adorando al sol ardiente, mientras que Thot dirige el ritual. Se trata de la creación mágica de la luz y de la lucha contra las fuerzas de las tinieblas, expresada simbólicamente en los registros inferiores de la estela. La figura central es la de Horus, representado como un niño desnudo, con los pies pesados sobre cocodrilos, sosteniendo con las manos animales venenosos o peligrosos. Aunque el joven dios, portador del bucle de la infancia, no teme a ningún peligro y domina a las fuerzas del mal, está protegido por numerosas divinidades, especialmente por Bes, cuya enorme cabeza sonriente es garantía de seguridad. (Estela de Metternich, anverso)
Otro documento sorprendente: «la estela curativa» de alguien llamado Djed-her, guardián de las puertas en el templo de Athribis. Descubierto en 1918 y conservado en el Museo de El Cairo, ofrece informaciones sobre las prácticas religiosas en el siglo IV después de Cristo. Posado sobre un zócalo, que mide 0.65 metros de altura, este monumento de granito negro representa a un personaje en cuclillas, con los brazos cruzados, de espaldas contra un poste. Su cuerpo está cubierto de inscripciones, a excepción del rostro, los pies y las manos. La superficie del zócalo está excavada de modo que dos cuentos, unidos por un desagüe, recogen el agua que se ha impregnado de magia, tras haber sido expandida sobre la estatua. Al beber de esta agua, el enfermo sanará.
En toda estatua curativa, la mención del nombre propio del difunto es importante. El muerto pedía a los que querían utilizar mágicamente su estatua que leyeran a favor suyo textos rituales. También aparecía como un salvador que realizaba milagros. «¡Oh, sacerdotes todos, dice un texto de la estatua, escribas todos, sabios todos que veis a este Salvador! ¡Conservad sus escritos, proteged sus fórmulas mágicas! Decid la ofrenda funeraria que da el rey en mil cosas buenas y puras para el ka (el poder vital) de este Salvador que ha hecho suyo el nombre de Horus-el Salvador».
En la misma categoría de documentos se clasifica una base de estatua de granito negro (32.2 centímetros de largo, 12 centímetros de altura), adquirida en 1950 por el Museo de Leiden. Cubierta de textos mágicos, está fechada, aproximadamente, en la época ptolemaica. Estos textos revelan que Isis, llegada de una morada secreta en la que la había dejado Seth, utiliza todos los recursos de la magia para sanar a su desgraciado niño picado por uno de los siete escorpiones que le precedían en sus desplazamientos.
Entre las estatuas «mágicas» ocupa un lugar aparte la del faraón Ramsés III encontrada en el desierto oriental[12]. Tenía por función proteger a los viajeros contra los animales maléficos, en especial las serpientes. Los que se aventuraban en los parajes del istmo de Suez se beneficiaban así de los favores de Ramsés m divinizado, cuya efigie, situada en un pequeño oratorio, emitía una influencia benefactora. Sobre la estatua (o más exactamente sobre el grupo esculpido, ya que el rey estaba acompañado de una diosa), estaban grabadas fórmulas mágicas que aseguraban la salvaguarda de Horus niño, garantizando también la del viajero.
Una corporación de magos, los saou, es decir «los protectores», estaba encargada de velar por la seguridad de los que recorrían los caminos del desierto. Ramsés III tuvo relaciones particularmente estrechas con el universo de la magia. Cuando el sombrío asunto criminal denominado «conspiración del harén», complot fomentado por dignatarios, se utilizó la magia más negativa para intentar suprimir al jefe de Estado. Uno de los conjurados había logrado robar un texto mágico ultrasecreto en los archivos reales. Hizo uso de él contra su soberano. Los conspiradores fabricaron figuritas de cera que representaban a los guardias del faraón y consiguieron paralizarlos. Sin duda esperaban llegar más lejos pero fueron identificados y capturados. La utilización de la magia como arma criminal era considerada como un delito muy grave entrañando condenas a muerte, siendo ejecutada la sentencia bajo la forma de suicidio.
Varios museos guardan papiros mágicos de desigual interés. Hemos citado más arriba el papiro Bremmer-Rhind y podríamos establecer una larga lista de documentos (muchos de ellos inéditos o no traducidos o bien inaccesibles por razones oscuras a veces). Uno de ellos, el papiro demótico de Londres y de Leiden, goza de un renombre algo injustificado. En efecto, este documento muy tardío mezcla prácticas adivinatorias, recetas de baja hechicería y elementos mitológicos antiguos. Es el reflejo de una mentalidad mágica poco coherente, ocupando un lugar nada despreciable en sortilegios cuyo buen nombre tenía por fin conquistar a la mujer amada. Por otra parte, este papiro no está redactado solo según la costumbre de los egipcios, sino también según la de los griegos y cristianos.
En egipcio, los archivos sagrados son llamados baou Ra, «Poder del dios-luz», «Los libros, explica un papiro[13], son el poder del dios-sol en medio del cual vive Osiris». Es, pues, por intermedio de estos archivos sagrados como se comunican los dos grandes poderes divinos, Ra, dios de la luz, y Osiris, señor de las regiones tenebrosas. Los autores de los libros mágicos no son hombres, sino Thot, el dueño de las palabras sagradas, Sia; el dios de la sabiduría; Geb, el señor de la tierra. Escribiéndolos legaron a la humanidad mensajes que ésta podrá utilizar con buen propósito.
Figura 3
Ejemplo de texto mágico: una página del Papiro Salt 825 donde está revelado el ritual de la Casa de la Vida. A la izquierda, escritura jeroglífica con diversos símbolos, a la derecha, escritura llamada «hierática», forma cursiva de la precedente.
El mago debe, pues, tener un perfecto conocimiento del mundo divino. Es considerado incluso, en la cumbre de su arte, como el Señor de la Enéada, corporación de nueve dioses, que juega un papel primordial en el origen de toda creación. Portador de la gran corona, el mago se convierte en redactor de textos sagrados.
El egipcio ama lo escrito. Esto es al final lo que registra el conocimiento. «Ama los libros como amas a tu madre», se le recomienda a aquél que investiga la sabiduría. El mago no se contenta con leer: engulle los textos, coloca trozos de papiro en un cuenco, bebe el Verbo Mágico, ingiere las palabras portadoras de significado. Este extraordinario rito fue transmitido a las logias de constructores de catedrales.
Cerca de la momia se depositaba un papiro encargado de rechazar a las fuerzas hostiles y de permitir al muerto entrar con total seguridad en las regiones desconocidas del más allá. Estos escritos mágicos estaban situados o cerca de la cabeza, o cerca de los pies, o bien entre las piernas el cuerpo momificado. El muerto disponía así e fórmulas eficaces, de itinerarios, de indicaciones a seguir para llevar a buen fin su viaje póstumo.
Cada templo guardaba una biblioteca mágica en la que se conservaban las obras necesarias para las prácticas rituales y la enseñanza esotérica de los facultativos. En Edfú, por ejemplo, se depositaban obras para combatir a los demonios, rechazar al cocodrilo, aplacar a Sekhmet, cazar al león, proteger al rey en su palacio. El mago regala su vida cotidiana según las leyes cósmicas, así, «el vientre del primer mes de la inundación, es el día de recibir y enviar cartas». La vida y la muerte salen ese día. Ese día se hace el libro «fin de la obra». Es un libro secreto, que enseña a lanzar los encantamientos, que liga los conjuros, que detiene los conjuros, que intimida al universo entero. Contiene la vida, contiene la muerte[14].
El escrito mágico goza de una vida autónoma, ya que está escrito en jeroglíficos, signos portadores de poder. Los Textos de las pirámides, que comprenden numerosas fórmulas mágicas, ofrecen a este respecto un ejemplo muy significativo. Estos textos, inscritos sobre los muros interiores de las pirámides del Imperio Antiguo (V y VI dinastía), se presentan bajo la forma de columnas de jeroglíficos. Cada jeroglífico está considerado como un ser vivo, hasta el punto de que los animales peligrosos o impuros (por ejemplo, los leones, las serpientes) son cortados en dos o mutilados para que no hagan daño al rey muerto y resucitado. Incluso en la composición de los textos mágicos, se notan costumbres características, como el proceso enumerativo, que consiste en poner largas listas de enemigos vencidos o de partes del cuerpo del hombre identificado con las de los dioses. Se emplean también palabras incomprensibles, formadas por conjuntos de sonidos considerados eficaces: hay una mezcla de egipcio, de babilonio, de cretense y de otras lenguas extranjeras para desembocar en fórmula del estilo «abracadabra». Estas curiosas desviaciones de la magia sagrada no deben hacernos olvidar el valor de la palabra. Leer en voz alta las fórmulas mágicas les confiere eficacia y realidad. La lengua jeroglífica está fundada en gran parte en un «alfabeto» sagrado que comprende cartas-madre (consonantes y semi-consonantes). Las vocales no se anotan. Son elementos perecederos, pasajeros, que dependen de una época y de un lugar. El «esqueleto de consonantes», por el contrario, es el elemento inmortal de la lengua. Esta idea de un valor mágico del lenguaje se conservó durante mucho tiempo. En la época copta, un amuleto preservaba veinticuatro nombres mágicos, comenzando cada uno con una de las letras del alfabeto griego[15].
«Yo soy la Gran Palabra», declara el faraón[16], indicando así que es capaz de dar vida a todas las cosas. Hay una palabra secreta en las tinieblas[17]. Todo espíritu que le conozca escapará de la destrucción y vivirá entre los vivos. El viajero del más allá lo descubre y asume la magia que le permitirá manejar la vara de un dios venerable. Cualquiera que posea la fórmula será capaz de hacer su propia magia[18].
Cuando los dioses hablen, anudarán la nada y abrirán el camino a las fuerzas de la vida. Es por ello que el mago respeta las palabras de los dioses, como las de Horus, que alejan la muerte, extinguen el fuego de los venenosos, devuelven el soplo de vida y arrancan al hombre de un destino maléfico. Palabras y fórmulas pronunciadas por el mago no son fruto del azar se inspiran en leyendas sagradas, acciones ocurridas en los tiempos divinos y que se repiten en el mundo de los hombres. Una fórmula mágica es eficaz en la medida en que se remonta a una remota antigüedad o, más exactamente, al origen de la vida. La fórmula de ofrenda por excelencia, peret kherou, significa «lo que sale por la voz» siendo el Verbo el único capaz de animar la materia.
El título general de la fórmula mágica es «fórmula para…» convertirse, ser, tener poder sobre. Es preciso leerla, recitarla, enseñarla, comprenderla, grabarla, utilizarla como un auténtico instrumento espiritual y material. Repetir cuatro veces un texto mágico le otorga plena eficacia, pero es preciso también prestar atención al tono, al ritmo, a la salmodia.
La materia primera del mago es esta palabra que añadida al gesto, produce el acto mágico. Para que las fórmulas resulten vivas, el mago encanta al cielo, la tierra, los poderes nocturnos, las montañas, las aguas, comprende el lenguaje de los pájaros y reptiles. Lo que está en juego es considerable: la correcta recitación de las fórmulas las hace capaces de acceder al séquito de Osiris y de formar parte de la cofradía de los reyes del Alto y el Bajo Egipto, la sociedad iniciática más cerrada que se pueda concebir.
Incluso las divinidades se ven obligadas a obedecer a las palabras de poder del mago: «¡Oh, dioses todos y diosas todas, volved vuestro rostro hacia mí! ¡Yo soy vuestro dueño, hijo de vuestro dueño! ¡Venid a mí y acompañadme…, yo soy vuestro padre! Yo soy vuestro compañero de Osiris, he recorrido el cielo en todos los sentidos, he hollado la tierra, he atravesado el mundo intermedio sobre los pasos de los venerables iluminados, ya que estoy equipado con innumerables fórmulas mágicas»[19].
El mago se dice eficaz por medio de su barca, glorioso por su forma. Habiendo cruzado el horizonte y recorrido el cosmos en todas las direcciones, ha recogido la enseñanza de los bienaventurados.
Aquél por quien se recitan las fórmulas se beneficia de importantes privilegios: bebe el agua del río, sale a la luz del día como el dios Horus, vive como un dios, es adorado por los vivos, como un sol[20]. Quien recita las justas palabras irá por todas partes. Su corazón permanecerá estable en cualquier forma que él adopte[21]. Eyaculará su semilla sobre tierra, tendrá herederos que proseguirán su obra. Ni su poder, ni su sombra serán presa de demonios. Y esto, añaden los redactores de los libros de magia, fue «un millón de veces verídico».
Existe incluso una fórmula para protegerse de toda muerte, sea causada por la enfermedad, las bestias dañinas, el ahogamiento, una espina de pescado, un hueso de pájaro, el hambre, la sed, la agresión de los humanos o la de las divinidades[22]. En efecto, es preciso luchar sin cesar contra las agresiones de lo invisible que se manifiestan de mil y una maneras. Así, el mago recita frecuentemente fórmulas complejas a fin de desechar el fatal final del que se ha asfixiado[23]. La falta de aire parece haber sido una de las obsesiones de los egipcios para quienes la respiración era una de las manifestaciones más patentes de la vida.
La magia evita también al hombre justo ser comido por las serpientes. Para protegerle de forma eficaz, la mejor solución consiste en darle la apariencia de una serpiente que será a sí mismo capaz de tragarse a sus peligrosos congéneres[24]. Volveremos sobre estos temas característicos de la magia egipcia.
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Magia de Estado, magia privada: ambos términos no son contradictorios, pero apuntan a objetivos sensiblemente diferentes. La primera alcanza una dimensión cósmica, la segunda, a veces iniciática, corre el riesgo en todo momento de hundirse en caminos que conducen a los poderes más temibles. ¿No sucede así, incluso hoy, con las disciplinas científicas de las que estamos tan orgullosos?
La magia egipcia es una visión del mundo que ilumina zonas a la vez luminosas y oscuras del alma humana. Mucho antes que el psicoanálisis, fue una vía de investigación fecunda para el conocimiento de la última realidad que está en nosotros. Igualmente sirvió para manipular, no sin peligro, una energía psíquica que la ciencia más racional comienza a redescubrir, a tientas y con una cierta sorpresa.
El antiguo Egipto, en el campo de la magia como en muchos otros, tiene mucho que enseñarnos. Escuchemos, pues, a los magos formular sus certidumbres, sus angustias, celebrar sus éxitos e interrogarse sobre los riesgos de fracaso. Es también nuestra aventura la que ellos relatan.