«La magia es conocer el poder, saber, hablarle, saber escucharle, sumergirse en el interior de las múltiples formas que adopta sobre la tierra de los hombres»… El sol estaba ya alto en el cielo de Luxor cuando mi anfitrión, el patriarca de la familia mágica más antigua de Egipto, pronunció estas palabras, tan fieles a la tradición faraónica. Su esposa se había retirado hacía ya largo rato, sus hijos habían partido para el trabajo, sobre la pista de las serpientes y los escorpiones. El Anciano había hecho a su invitado un gran honor al permanecer en su compañía.
A pesar de la falta de sueño, no estábamos cansados. ¿Quizá la magia nos había ofrecido, sin saberlo, una energía especial? Esta energía que los antiguos egipcios habían aprendido a dominar en el secreto de los templos y de las Casas de la Vida, este poder que es el verdadero origen del arte de construir.
Una de las palabras del patriarca permanecerá para siempre grabado en mi memoria: «La Magia construye al Hombre». No al individuo, esa pequeña parcela de existencia perdida en el flujo de lo posible, sino al Hombre a imagen del cosmos, ese ser formado por las cualidades creadoras de todos aquéllos que buscan percibir el sentido de su vida, que se sumergen en ella como el perfecto nadador de la sabiduría china, dispuesto para confundirse con la corriente sin oponerle resistencia.
¿Qué tentación mayor que la de sentarse, frente al desierto, al lado de un viejo mago formado por milenios de práctica, observando los juegos de luz sobre la arena, y borrar la frontera entre lo visible y lo invisible? ¿Qué sueño más bello que fundirse en el movimiento inaccesible del viento que transporta la vida hasta las colinas desecadas combinado con la soledad del desierto?
Sí, todo esto sería fácil, maravilloso, encantador… pero los antiguos egipcios no percibían el mundo en términos de facilidad. Si utilizaron la magia, es porque la civilización, el lazo sutil entre todas las formas de vida, les parecía como un combate con la realidad, una lucha cotidiana que no dejaba resquicio de éxito a los débiles e incapaces. Regla severa, quizá, pero realidad implacable: ¿el descubrimiento vivido del orden del mundo no exige un proceso similar?
Cuando los ojos del mago de Egipto se abrían al mundo, lo recreaban. El desierto es la tierra de Seth el Rojo, el lugar donde se libra el peligroso duelo con las fuerzas incontroladas que, una vez dominadas, permitirán que nazcan las tierras cultivadas, morada de Horus. El faraón, Mago entre los magos, es el «tercero en discordia», el Uno que une a los dos hermanos siempre enemigos y siempre inseparables. La magia ¿no forma parte de las «artes del Rey» que nos invitan a ser, también nosotros, mediadores entre el cielo y la tierra?