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EL GRADO DE MAESTRO MASÓN Y LA LEYENDA DE HIRAM

Según el historiador de las religiones y francmasón Goblet d’Albiella, el grado de Maestro es aquél por el que la masonería recuerda, a la vez, las asociaciones profesionales de la Edad Media y los misterios religiosos de la antigüedad. Este hecho indiscutible es tanto más curioso cuanto que el grado de Maestro sólo aparece en el siglo XVII. En realidad, el grado de Maestro de la antigua masonería estaba reservado a un solo hombre, el masón encargado de dirigir el taller. Recibía una iniciación especial para su instalación en el sitial del rey Salomón.

El contenido del grado de Compañero masón en la Edad Media sufrió una desviación y se convirtió en el grado de Maestro en la francmasonería moderna. Para ser del todo claro, podemos establecer los dos cuadros jerárquicos siguientes:

Masonería antigua:

—Pre-iniciación.

—Iniciación y obtención del grado de Aprendiz.

—Obtención del grado de Compañero.

—Maestría para el Venerable que dirige la logia.

Masonería moderna:

—No hay pre-iniciación.

—Iniciación y obtención del grado de Aprendiz.

—Obtención del grado de Compañero.

—Obtención del grado de Maestro.

—Veneralato para uno de los maestros.

La antigua masonería sólo comprendía, pues, dos grados reales, el aprendizaje y el compañerismo, equivaliendo éste a la maestría de la masonería moderna. Ésta se vio obligada a inventar un grado intermedio de «compañero» cuyo ritual es, por lo demás, bastante débil en el plano simbólico.

El mito de lo que, en adelante, llamaremos el grado de Maestro es conocido por todas las religiones de la antigüedad; puede resumirse así: un dios o un rey bienhechor muere a manos de quienes hubieran debido escuchar su mensaje. Los iniciados, afligidos primero, no aceptan semejante desgracia e intentan borrar este crimen por excelencia resucitando a su maestro espiritual, que revive en cada nuevo iniciado. Probablemente la vida de Osiris sirvió de prototipo al conjunto de las versiones de la leyenda; este excelente soberano, que había llevado la civilización a los hombres, fue asesinado por su hermano Seth que colocó el cuerpo de Osiris en un ataúd y lo arrojó al Nilo. La mujer de Osiris, Isis, fue en busca del cadáver y recibió la ayuda de vanas divinidades. Cuando por fin encontró a su mando, tras un largo periplo, se hizo fecundar por el difunto que recupero la vitalidad más allá de la muerte. Isis parió a Horus, cuya misión consistió en vengar a su padre devolviendo el orden al mundo a pesar de las malversaciones de Seth.

El iniciado a los misterios de Osiris recomenzaba un rastreo nunca interrumpido y salía en busca del dios. Cuando llegaba junto a un cerro en el que florecía una acacia, sabía que su empresa había sido coronada por el éxito. Ayudado por otros iniciados, desenterraba al Maestro cuyo cuerpo era llevado al templo. Hay más aún; son los artesanos quienes golpean mortalmente a maese Hiram y, en el ritual egipcio de la «apertura de la boca», un personaje tendido simboliza al maestro. «¿Quién es ése que golpea a mi Padre?», pregunta el oficiante, a quien se responde: «Es un artesano».

No es inútil, sin duda, recordar a grandes rasgos la leyenda de Hiram tal como se revela durante la iniciación masónica a la maestría. Podremos así compararla fácilmente con el modelo egipcio y apreciar mejor las versiones medievales que daremos a continuación. El rey Salomón, puesto que deseaba edificar un templo inmenso a la gloria de Dios y concretar el proyecto de su padre David, recurrió a numerosos obreros que fueron colocados bajo la dirección del maestro arquitecto Hiram-Abif. Éste toma conocimiento de los planos trazados por la propia mano de Dios y organiza el trabajo con mucho rigor; divide a los artesanos en tres clases y atribuye a cada una de ellas signos secretos, palabras sagradas y posturas rituales. Ante el templo en construcción, hay dos columnas; los aprendices reciben su salario junto a una de ellas, los compañeros junto a la otra. Por lo que a los maestros se refiere, se reúnen en un lugar que sólo ellos conocen, la «cámara del medio».

Tres compañeros corroídos por la ambición conspiran contra maese Hiram. Están decididos a arrancarle la «palabra de maestro» creyendo, en su ingenuidad, que bastará con hacer que les acepten en el grado superior. Cierta noche, acechan la llegada de maese Hiram que procede a la última inspección de la obra antes de descansar. Hiram entra por la puerta de occidente y luego, terminado su examen, intenta salir por la puerta de mediodía. Allí topa con su primer compañero. «¿Qué haces en este lugar?», pregunta el maestro. «Admitidme entre los maestros», responde el compañero. «Soy lo bastante sabio y merezco este ascenso.» «Es imposible», le responde Hiram; «son los maestros los que conceden y no los compañeros quienes exigen». «No pasaréis hasta que no me hayáis dado la palabra de maestro, de buen grado o por la fuerza», prosigue el compañero. Cuando Hiram intenta convencerle de que tales amenazas son inútiles, el otro le asesta un golpe con la regla en el hombro. Herido, Hiram intenta huir y corre hacia la puerta del norte donde le aguarda el segundo compañero, que le da un golpe de tenaza en la nuca. Tambaleándose, Hiram intenta salir por la puerta de oriente. El tercer compañero le pide por última vez la palabra de maestro; ante la negativa de Hiram, es presa de una violenta cólera y lo mata de un mazazo en la frente.

Lo irremediable se ha consumado. Los tres compañeros deciden ocultar su fechoría y entierran el cadáver del maestro en un altozano, cerca del templo. Salomón se preocupa por la ausencia de su maestro de obras y manda a nueve maestros en su búsqueda; tres parten hacia mediodía, tres hacia el norte, tres hacia oriente. Estos últimos advierten la tierra recién removida y descubren el cadáver de Hiram; los demás maestros se les reúnen muy pronto y todos lamentan la muerte del venerado arquitecto. Pero la construcción del templo debe proseguir para respetar el deseo de Hiram; los maestros plantan una acacia en la tumba y cambian la palabra secreta que da acceso a su grado.

Salomón queda consternado cuando sabe la noticia. Los maestros le aseguran que la ciencia de Hiram no se ha perdido y que sus discípulos sabrán proseguir su Obra. El rey ruega a los albañiles que vayan a buscar el cuerpo y procedan a unos funerales dignos del difunto arquitecto. Los albañiles llevarán en adelante guantes blancos para probar que no participaron en el crimen y que su espíritu busca eternamente la mayor pureza.

La tumba de maese Hiram tenía tres pies de ancho, cinco de profundidad y siete de longitud. En su interior se habían excavado tres fosas, una para el cadáver, otra para el bastón, la tercera para las vestiduras. Sobre el sepulcro, Salomón hizo grabar un triangulo de oro con esta inscripción: «A la Gloria del Gran Arquitecto del Universo». Hiram asesinado revive en cada masón iniciado al grado de Maestro; las preguntas y respuestas rituales dan, por lo demás, una idea muy completa del trabajo que debe realizarse durante la maestría:

Pregunta: «¿Qué vais a hacer allí?».

Respuesta: «A buscar lo que estaba perdido y ahora se ha encontrado».

Pregunta: «¿Qué es lo que estaba perdido y ahora se ha encontrado?».

Respuesta: «La palabra de maestro masón».

Esta palabra de maestro, que fue el secreto esencial de la antigua masonería, equivale al Verbo Creador que hace surgir la creación de la nada y puede construir sobre esta tierra las más magníficas obras, trátese de un hombre o de una catedral.

Del mito de Osiris a la leyenda de maese Hiram, el grado de Maestro conoció otras versiones que nos ofrecen los jalones entre esos dos hitos extremos. Podemos pensar, por ejemplo, en el asesinato puramente legendario del maestro filósofo Scot Erigeno por sus alumnos o en el del abad Juan el Sajón por dos monjes; pero el relato más completo se encuentra en la canción de los Cuatro Hijos Aymon. Se nos dice que Renaud de Montauban fue a la célebre obra de la catedral de Colonia. Vio allí a un maestro albañil que trabajaba en un campanario. Renaud solicita su admisión entre los obreros y el maestro de obras, para verificar su competencia, le pide que ayude a los cuatro peones que no consiguen colocar adecuadamente una piedra. Renaud lo consigue sin problema alguno, maravillando a todos los presentes; sorprendido por su habilidad, el maestro está dispuesto a ofrecerle la paga que desee, pero Renaud se contenta con un solo denario. Sigue trabajando sin cometer el menor error y muy pronto se convierte en un maestro en su arte, lo que provoca numerosas envidias. Algunos obreros se deciden a acabar con el aguafiestas y matan a Renaud a martillazos, golpeándole por detrás; para ocultar su crimen, arrojan el cadáver al Rin. Los peces del no se reúnen y levantan el cuerpo que es iluminado por tres cirios, análogos a los tres pilares masónicos coronados por una vela. En una nueva versión de la leyenda, redactada en el siglo XIII por los benedictinos de la abadía de Colonia, se dice que Renaud era maestro de obras y que su cuerpo fue descubierto por una mujer. La leyenda de Osiris se veía así perfectamente traducida a términos medievales y era utilizada por las cofradías iniciáticas de constructores. Algunas órdenes contemplativas observan un ritual que no deja de relacionarse con la celebración masónica; entre los benedictinos, por ejemplo, el novicio está tendido en el suelo y cubierto con un sudario. Al finalizar el oficio de difuntos, es casi «resucitado», recibe la comunión de manos del abad e intercambia el beso de paz con sus nuevos hermanos. El futuro maestro masón es también reducido al estado de «cadáver» y recubierto con un sudario antes de nacer a la maestría iniciática.

Otro aspecto del grado de Maestro masón merece ser examinado; se trata de lo que se denominan los «cinco puntos de la Fraternidad». El nuevo maestro y uno de sus pares están frente a frente y proceden a cinco «tocamientos», de acuerdo con el tiempo tradicional: pie con pie, rodilla con rodilla, corazón con corazón, mano con mano, oreja con oreja (según un manuscrito masónico de Edimburgo). No tenemos la intención de extendernos sobre el significado de estos gestos, pero queremos señalar simplemente dos episodios de la vida de un personaje bíblico, Elíseo. Según el segundo libro de los Reyes, este profeta salvó a la viuda de un hermano profeta. La infeliz carecía de todo y sólo tenía un poco de aceite para pagar sus deudas. «Llena con este aceite todas las jarras que encuentres en casa», le dijo Elíseo; la viuda obedeció y la pequeña cantidad de líquido no se agoto. Este milagro de la «multiplicación del aceite», que pone en escena a una viuda, podría prestarse a interpretaciones simbólicas; el segundo episodio de la vida de Elíseo es más significativo aún y se vincula a los «cinco puntos de fraternidad» de los que fue, sin duda, un prototipo. El profeta, en efecto, acudió a la casa de una mujer cuyo hijo acababa de morir. Elíseo contempló el cadáver tendido en la cama, luego cerró la puerta y oró a Yahvé. Terminada su plegaria, subió a la cama y se tendió sobre el niño, boca contra boca, ojos contra ojos, manos contra manos, replegándose sobre él hasta siete veces. Terminado este rito, el niño resucitó. La correspondencia con el grado de Maestro masón es realmente muy precisa, hasta el número siete, que es uno de los símbolos principales de la maestría consumada.

La «palabra perdida» del grado de Maestro fue ilustrada en la Edad Media por el simbolismo del «Aleluya». Ese término fue considerado, en efecto, como una verdadera palabra sagrada y anualmente se procedía a los funerales del «Aleluya». Algunos religiosos llevaban el ataúd de la Palabra hasta el claustro, lo incensaban y lo enterraban. Pero el «Aleluya» no estaba perdido definitivamente puesto que resucitaba poco tiempo después. El obispo Isidoro de Sevilla aconseja a los cristianos que no intenten traducir «Aleluya» por un término profano; se trata de una palabra misteriosa, de la Palabra por excelencia que cada cual puede encontrar en sí mismo.

Como puede verse, todos los ritos y los símbolos que forman parte del grado de Maestro masón contienen excepcionales riquezas y transmiten valores iniciáticos muy antiguos. Según el proverbio masónico, el maestro está situado entre la escuadra y el compás, entre el Orden eterno que preside toda forma viviente y la Creación permanente del espíritu; por ello el deber del maestro es participar conscientemente en la Gran Obra, prosiguiendo la construcción del templo inmaterial y del templo material.