La francmasonería moderna cuya partida de nacimiento oficial está fechada en 1717 es una institución sensiblemente distinta, como hemos visto, de la masonería antigua cuyo arte de construir el templo y el hombre era el criterio esencial. En el siglo XVI, secreto, fraternidad y tolerancia son aún los rasgos sobresalientes de la cofradía que profundiza en la práctica tanto de las ciencias herméticas como de la astrología y la alquimia. Con la entrada masiva de aristócratas, humanistas y racionalistas, la Orden cambia de rostro.
Durante el siglo XVIII la masonería inglesa que se atribuye la soberanía legislativa es resueltamente religiosa y respetuosa del orden establecido. En Francia, el Rito Escocés afirma su creencia en el cristianismo y no vive conflicto intelectual y social alguno con la Iglesia. Se advierte sencillamente que algunos masones comienzan a poner el conjunto de las religiones en el mismo plano y sitúan a la masonería más allá de las confesiones, como habían hecho sus predecesores de la antigüedad. De hecho, las logias del siglo XVIII tienen bastante poder de atracción, sobre todo en provincias, porque se puede intercambiar gran número de ideas banales u originales al abrigo de cualquier censura. Puesto que la vida regional es a menudo, por aquel entonces, muy apagada, los talleres masónicos dan a los notables la ocasión de encontrarse y emprender, en común, una búsqueda intelectual que, sin alcanzar grandes cimas, tiene como mínimo el mérito de existir.
Hacia 1775, el ideal de la masonería moderna consiste en elevar templos a la virtud y excavar escondrijos para el vicio. Esas intenciones morales, bastante elementales, están acompañadas por una voluntad de beneficencia que solo pueden ejercer hombres que ocupen un rango bastante elevado en la sociedad. Algunas minorías se ocupan del ocultismo y se mencionan los nombres del filósofo Saint-Martín, el místico Willermoz, el bribón Cagliostro. Fácilmente se confunde espiritualidad y teosofía, simbolismo y acertijo.
Identificar el pensamiento masónico del siglo XVIII con la filosofía de las luces sería un grave error. Lo cometieron los historiadores que pensaron que la masonería había sido el primer foco de ateísmo, mientras que los pensadores más críticos rechazaban semejante actitud; Bayle, por ejemplo, consideraba que el ateísmo sólo podía ser un «horrendo embrutecimiento» resultante de un error intelectual. Es muy probable que Montesquieu se convirtiera en masón porque amaba el régimen político inglés y que la masonería fuera, entonces, considerada una perfecta emanación del humanismo británico. Diderot no tuvo necesidad de la masonería para dirigir la Enciclopedia, y Voltaire se burló a menudo de las logias cuyo nivel intelectual le parecía muy insuficiente.
A finales del siglo XVIII, la masonería puede ser calificada de «Orden de corte», pues los grandes personajes del reino se adhieren de buena gana a la cofradía, que mantienen en la vía de las buenas costumbres. Ahora bien, la corte no es ya el centro de pensamiento del país; para encontrar las nuevas teorías y los análisis críticos de la sociedad, hay que volverse hacia los salones llamados «literarios», hacia los clubes de tendencia política, hacia los cafés donde se reúnen los «contestatarios». Aunque esas ideas penetraron efectivamente en algunas logias, no fueron las logias quienes las crearon, y la mentalidad masónica no tenía el menor carácter revolucionario. En su Historia de la conjura, Montjoie cree dar una prueba formal de la conspiración masónica describiendo la iniciación del Gran Maestro de Orleáns a uno de los altos grados; en un rincón de la sala, escribe, había un maniquí cubierto con los ornamentos de la realeza. Se entregaba un puñal al postulante para que lo hundiera en el maniquí, del que brotaba un líquido rojizo. El maniquí, al parecer, no era sino Luis XVI.
Tales inepcias muestran un total desconocimiento del simbolismo de los grados masónicos, desconocimiento que es origen de muchos juicios erróneos. El grado llamado «de venganza» no estaba dirigido contra la monarquía sino que tenía por objeto honrar la memoria de los templarios llenando de oprobio a Felipe el Hermoso. Puede reprocharse a la masonería que haya modelado semejantes alegorías que abren el camino a los malentendidos. De cualquier modo que sea, la oposición que el Gran Maestro de Orleáns intentó desarrollar contra el rey no tenía como fin preparar la revolución sino sólo darle el poder. Los masones quedaron atrapados en una tormenta que, por otra parte, estuvo a punto de destruir la Orden.
Desde su nacimiento, la francmasonería moderna se desprende del artesanado y de todas las prácticas manuales que habían sido la gloria de la cofradía. «El nombre de francmasón», declara Ramsay, «no debe tomarse en un sentido literal, grosero y material, como si nuestros Maestros hubieran sido simples obreros de la piedra». Así era, sin embargo, pero los elegantes masones del siglo XVIII prefieren buscar sus referencias en la caballería, que conocen muy mal. A los masones rousseaunianos les gusta, no obstante, recordar que Jean-Jacques, en su Emilio o la educación, hacía aprender un oficio manual al joven. Por desgracia, Rousseau consideraba que el estado de artesano acercaba el hombre al feliz estado natural, situándose así en el lado opuesto a los maestros de obras de la Edad Media, que deseaban superar el «estado natural» ofreciendo a los iniciados el modo de sacralizar el mundo.
La masonería del siglo XIX es, ante todo, política y social. La mayoría de los masones no se preocupa tanto por la iniciación como por el poder temporal de la Orden; todas las tendencias se confunden en las logias y se olvida el mensaje de Pitágoras, que había procurado dividir su cofradía en dos cenáculos, uno reservado a los estudios esotéricos y el otro a las funciones honoríficas y sociales. La masonería no se apoya ya en templos, sino en grandes consignas como libertad, igualdad y humanismo, cuya interpretación varía hasta el infinito. De ese modo, la Orden masónica no tuvo orientación espiritual precisa durante el siglo XIX; ofrecía un marco de discusiones más o menos apasionadas según el momento.
Desaparecida la mano dura de Napoleón I, la masonería moderna adopta opciones políticas muy claras y quiere asegurar el pleno desarrollo de los valores democráticos y republicanos. El «libre pensamiento» en todas sus formas se convierte en el género más valioso, y la masonería pequeño-burguesa toma a menudo el aspecto de una oficina de empleo para funcionario o de un superpartido de izquierdas que lucha mano a mano con la Iglesia. Esta masonería encuentra sus títulos de gloria en la creación de la Liga de la Enseñanza o de la Sociedad de Naciones; entre sus hombres célebres cuenta con el escultor Bartholdi, los escritores Erckmann y Chatnan y el positivista Littré. Sería inútil hacer más larga la lista, pues las tendencias estéticas, literarias o filosóficas de la masonería moderna se basan esencialmente en la Razón y el Progreso, valores muy secundarios como tales en la antigua masonería.
El siglo XIX masónico es también el de los grandes discursos pomposos en el que se exalta una total fraternidad entre los hombres, se reclama una sociedad republicana y liberal. Las reuniones masónicas, llamadas «sesiones», son sin embargo cada vez más descuidadas; a veces se abandona el delantal, se simplifican los rituales vaciándolos de su sustancia simbólica. Hecho sintomático, el propio Gran Oriente debe recordar a sus miembros que es necesaria cierta dignidad en estas reuniones. Innegablemente, hay una pérdida del espíritu iniciático en la mayoría de los talleres; basta con releer esta frase de Bédarnde, escrita en 1929, para comprobarlo: «¿No emplea la química símbolos para anotar la identidad de los cuerpos y sus combinaciones? ¿Y no es el álgebra un simbolismo?». A esta confusión del signo abstracto y el símbolo esotérico, se añade una pobreza intelectual debida al positivismo. En un ritual del segundo grado, se introducían frases del tipo «la inteligencia tiene su sede en el sistema nervioso cerebro-espinal», que, por fortuna, se suprimieron más tarde. Cuando el masón simbolista Oswald Wirth empleó el viejo término de «arte real» para caracterizar la vida espiritual propia de la masonería, se le hizo observar sin miramientos que la expresión debía desdeñarse a causa de su carácter antirrepublicano.
La masonería moderna se aferra especialmente a dos ideas-fuerza, la igualdad y la fraternidad. Gustave Bord pensaba que la masonería desaparecería de inmediato si se acababa con la primera; sin embargo, los rituales tradicionales expresan claramente la necesidad de una jerarquía iniciática en la que la igualdad no existe. Ponen de relieve, más bien, la identidad divina de todos los humanos, precisando que se diferencian por la práctica personal de la iniciación. Los historiadores de las religiones han demostrado perfectamente que una sociedad iniciática nunca es igualitaria, puesto que tiende a desarrollar la originalidad de cada uno de sus miembros en el seno de una vida comunitaria. Esta voluntad de igualitarismo acarreó la confusión de los valores espirituales y políticos en el seno de las logias, y el masón Lantoine pudo advertir, en 1926: «La democratización de la francmasonería ha hecho bajar su nivel intelectual y, por consiguiente, ha disminuido su autoridad y ha comprometido su influencia.»
La fraternidad, en el marco de la sociedad del siglo XVIII, era una innovación; el burgués y el noble se llamaban «hermano» y derribaban así las barreras sociales. El poema del masón Rudyard Kipling llamado La logia madre es ciertamente el texto que mejor expresa el ideal de una fraternidad efectiva:
Estaba Rundle, el jefe de estación,
Beaseley, de vías y obras,
Ackman, de intendencia,
Donkin, de la prisión,
y Blaeke, el sargento instructor…
Estaba también Bola Nath, el contable,
Saúl, el jucho de Aden,
Din Mohamed, de la oficina del catastro,
el señor Chuekerbuth, Amin Singh, el sick,
y Castro, de los talleres de reparación,
que era católico romano…
Y charlábamos con el corazón en la mano de religiones y otras cosas,
remitiéndose cada uno de nosotros
al Dios que mejor conocía.
Uno tras otro, los hermanos tomaban la palabra,
y nadie se agitaba…
Fuera, se decían: «Sargento, Señor, Salud, Salam»,
dentro, era: «Hermano», y estaba muy bien así…
A este respecto, puede evocarse también una anécdota que pone en escena al presidente de los Estados Unidos, Theodore Roosevelt, y a Root, su secretario de Estado. El presidente pregunta a éste cuánto tiempo hace que se relaciona con las logias. «Mucho», responde Root. «Pues bien», dice Roosevelt, «vayamos esta noche a mi logia, hay un excelente Venerable; es el jardinero de mi vecino». Sin embargo, no todo era tan idílico como podría suponerse; en Europa, varias obediencias masónicas prohibieron a los judíos la entrada en los templos y otros sólo los recibían con reticencias. En los Estados Unidos, los negros fueron mantenidos al margen y se agruparon en una obediencia particular, Príncipe Hall. Además, la fraternidad predicada por la masonería moderna permanece, con excesiva frecuencia, en el nivel de la sensibilidad más elemental y carece de fuerza creadora; la calidad de una fraternidad, según las cofradías antiguas, depende siempre de la calidad de la vía iniciática. Cuando ésta se empobrece, la fraternidad ya sólo es un vínculo emotivo de extremada fragilidad.
Algunos problemas, desconocidos para la masonería antigua, marcaron el destino de la masonería moderna, como el de los altos grados. Éstos fueron el resultado de iniciativas individuales, cuando algunos masones pensaron que la constitución de las logias «azules», correspondientes a los tres primeros grados de aprendiz, compañero y maestro, carecía de coherencia y de seriedad. A partir del siglo XVIII, los sistemas de «altos grados» pulularon, yendo de siete grados a noventa. Creados, en su origen, para «purificar» la masonería y organizar talleres donde los miembros fueran cuidadosamente puestos a prueba, los «altos grados» se convirtieron rápidamente en ocasión para distribuir honores y títulos rimbombantes. El mayor infantilismo se dio allí libre curso y numerosos masones consideraron que estos «altos grados» eran una desviación fundamental con respecto al ideal iniciático de la Orden. Para Oswald Wirth, por ejemplo, la plenitud masónica es conferida por los tres primeros grados tradicionales. Por lo que se refiere al masón Manus Lepage, consideraba que los «altos grados» preservaban elementos interesantes en el plano histórico e intelectual, pero, escribía, «no son en modo alguno una “iniciación”. La jerarquía de los 33 grados del escocismo puede ilusionar (…). Es simplemente una jerarquía administrativa. La masonería iniciática tradicional está completa con los tres primeros grados». Esta cuestión sigue de actualidad, y el porvenir de la masonería moderna dependerá, en parte, de la actitud que adopte frente a los «altos grados».
Si los «altos grados» ponen en cuestión la propia estructura del simbolismo masónico, la calidad del reclutamiento condiciona su existencia. Hemos visto ya que era muy severo en los períodos antiguos, cuando los maestros exigían a los neófitos las más diversas competencias. Se trataba de formar constructores capaces de aplicar las más severas reglas de vida; con la masonería moderna, no tenemos ya objetivo preciso, se acabaron, pues, los criterios de reclutamiento definidos con rigor. Ya en 1745, encontramos esta frase en un escrito masónico: «Se ha admitido en la dignidad de Compañero y de Maestro a gente que, en logias bien reguladas, no hubieran tenido las cualidades requeridas para ser hermanos sirvientes». Los Grandes Maestros del siglo XVIII ilustran, desgraciadamente, ese estado de hecho, pues el brillo de su cuna prevalecía sobre su valor iniciático. Se nos dirá, claro está, que la masonería moderna necesitaba protecciones y que sólo podía encontrarlas en la persona de nobles bien situados en la corte. Durante el siglo XIX, el reclutamiento no mejora; algunos masones llegan a hablar de logias donde se refugian inadaptados sociales y Lantoine evoca a los «incultos imperfectibles a quienes enorgullece llevar su cordón».
La estricta aplicación de los tres primeros grados habría permitido evitar esas dificultades; la «promoción» de los masones era demasiado rápida, a falta de una enseñanza esotérica que hubiera permitido distinguir el buen grano de la cizaña. A mediados del siglo XVIII, se es Maestro en unos pocos meses, sin haber dado la menor prueba de aptitud para tan importante función. La masonería moderna practica la promoción por antigüedad, lo que desemboca en esta cruel descripción hecha por una pluma masónica: «La libertad puntillosa de la jerarquía y de los jóvenes de ochenta primaveras dictan la ley en los talleres superiores. Es penoso comprobar la cantidad de odio y rencor que emana de una asamblea de vejestorios, sobre todo cuando son barbudos». Ese cuadro poco atractivo de la masonería del siglo XIX es ensombrecido, más aún, por las votaciones basadas en la mayoría, que los masones medievales habían rechazado siempre. Indiscutiblemente, ese tipo de sufragio es perjudicial para una auténtica fraternidad, puesto que un postulante puede entrar en una logia contra la opinión de una minoría de masones que espiarán su menor paso en falso.
Podríamos citar numerosos textos masónicos que se lamentan de la pobreza de los trabajos que se alejan del simbolismo fundamental de la Orden. El análisis del masón Maréchal, redactado hacia 1914, es uno de los mejores realizados: «Demasiados talleres», escribe, «se entregan a trabajos puramente profanos y que ni siquiera tienen la ventaja de presentar alguna superioridad en el campo que les es propio; demasiados hermanos incompetentes y suficientemente dotados de medios oratorios, dan conferencias o charlas sobre cuestiones o problemas que no conocen o conocen poco, lo que tiene como resultado engañar a los ignorantes, indisponer o, incluso, disgustar a los demás. Algunas logias, muy a menudo reducidas al papel de escuelas nocturnas o de comités, hacen perder a la masonería —o impiden que llegue a ella— gran parte de la élite intelectual». Esos trabajos hueros e inútiles son sólo consecuencia de una desviación que Rene Guénon expresaba en estos términos en un artículo fechado en 1910: «Lo lamentable, sobre todo, es tener que comprobar, demasiado a menudo, en gran número de masones, la completa ignorancia del simbolismo y de su interpretación esotérica, el abandono de los estudios iniciáticos sin los que el ritualismo ya sólo es un conjunto de ceremonias vaciadas de sentido».
Si podíamos afirmar que la antigua masonería era una sociedad iniciática coherente, es imposible dar una única definición de la masonería moderna, en la que cohabitan, a trancas y barrancas, varias corrientes muy distintas. Esta masonería es una especie de partido político que ama el positivismo, el progreso, el socialismo en el sentido más amplio del término y las teorías sociológicas a base de humanismo; según Armand Bédarnde, que fue dignatario del Gran Oriente, la francmasonería «puede contemplar, pues, con simpatía, las formas políticas y sociales que tienden hacia el máximo de libertad y el mínimo de gobierno». Esta posición puede arrastrar a la Orden hacia cierto tipo de «sindicalismo»; el mismo autor proseguía: «Sería un error creer que el espíritu masónico y el espíritu sindicalista no tienen ningún punto de contacto: basados ambos en la concepción de asociación, se comunican por el canal al aire libre de las ideas proudhonianas y por un común interés por la cultura de los hombres en la solidaridad».
Otros masones desean convertir su cofradía en la más perfecta de las escuelas de humanismo, esperando ante todo favorecer el desarrollo cultural y social del individuo. Semejante «sociedad» de pensamiento no vacila en dar «clases nocturnas» para laicos que desean abrir su inteligencia a cualquier tipo de problema humano, en compañía de hermanos del todo dispuestos a instruirles. Se llega a veces a logias «especializadas» que solo incluyen abogados, médicos o policías.
Para otros, también, la masonería podría ser una especie de iglesia en la que se unen algunos hombres que creen profundamente en su perfectibilidad. A esos masones, que son auténticos creyentes, les gustaría mantener las más amistosas relaciones con las demás Iglesias. Topan sin embargo con críticas de fondo de la jerarquía católica; se trata, en primer lugar, de un deseo de Conocimiento absoluto de los misterios de la vida y, en segundo lugar, de una voluntad de poder obtenido por «medios esotéricos». Este conflicto, que duró durante todo el siglo XIX, se apacigua en la actualidad. Los masones que tienen fe en su Orden han abandonado el anticlericalismo sumario y la Iglesia conoce mejor los principios básicos de la masonería. Es preciso reconocer que la «Iglesia masónica» del siglo XVIII era sólo una capilla de privilegios y que la del siglo XIX y comienzos del XX reunía, más bien, un partido doctrinario que deseaba expulsar de sus templos cualquier pensamiento religioso.
Finalmente, existió en la masonería moderna una corriente iniciática que reunió las enseñanzas de los alquimistas, los rosacruces, los cabalistas, los templarios y todas las organizaciones iniciáticas de las que hemos hablado en la primera parte de esta obra. Sus adeptos, aunque en un número muy reducido durante los siglos XVIII y XIX, consiguieron salvaguardarlo a pesar de todos los peligros que lo asaltaron. «La francmasonería», escribía Lessing en sus Diálogos masónicos de 1778, «no es algo arbitrario, superfluo, sino una necesidad de la naturaleza humana y una necesidad social. Así debe ser posible descubrirla tanto por una búsqueda personal como por indicaciones recibidas de otro. Siempre ha existido».
Establecido este rápido balance del pasado de la masonería moderna, volvámonos hacia el presente de la cofradía e intentemos situar las opciones masónicas en el marco del mundo actual, citando algunos criterios de las principales obediencias contemporáneas.