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DE 1848 A LA DESAPARICIÓN DEL GRAN ARQUITECTO DEL UNIVERSO (1877)

En 1848, París tiene el alma revolucionaria. En el bulevar de los Capucines, unos soldados disparan contra los miembros de un desfile; el vaso rebosa y pronto estalla el motín popular contra Luis-Felipe y su ministro Guizot. Comprendiendo que no tiene ya posibilidad alguna de conservar el poder, el rey huye sin esperar el cambio. Con el desaparece la monarquía burguesa que no ha satisfecho a los monárquicos ni a los burgueses, buena parte de los cuales desea un cambio de política. La proclamación de la República es acompañada por algunas batallas callejeras que no superan el estadio de la anécdota; el ejército espera la continuación de los acontecimientos.

Todos los oponentes al régimen están jubilosos y, entre ellos, hay numerosos eclesiásticos y francmasones. El Supremo Consejo del Rito Escocés permanece fiel a su principio de no compromiso, mientras el Gran Oriente recuerda a los hermanos que las logias no deben convertirse en asambleas de carácter político. Piadoso deseo, pues la masonería participa sin vacilar en el nacimiento de la segunda república. El 6 de marzo, una delegación masónica acude al Ayuntamiento donde es recibida por los masones que forman parte del gobierno provisional; el entusiasmo es total, un magnífico movimiento nacional y social conducirá a Francia por el camino de la justicia. ¿Acaso las banderas masónicas no han llevado siempre la divisa: «Libertad, Igualdad, Fraternidad» que figura ahora en la bandera francesa? Y el Gran Oriente declara: «la República está en la masonería. I a República hará lo que hace la masonería, se convertirá en la reluciente prenda de la unión de los pueblos en todos los puntos del globo, en todas las costas de nuestro triangulo, y el Gran Arquitecto del Universo, desde lo alto del cielo, sonreirá a este noble pensamiento de la República». Poco después, los masones visitan a Lamartine cuya audiencia es, por aquel entonces, bastante considerable. El poeta político no pertenece a la Orden que, sin embargo, le resulta muy simpática; a su juicio, el nuevo espíritu republicano ha nacido en los talleres masónicos y sus declaraciones dan a la masonería un verdadero aval moral: «Os doy las gracias», dice a los masones, «en nombre de ese gran pueblo que ha hecho a Francia y al mundo testigo de las virtudes, del valor, de la moderación y de la humanidad que ha obtenido en vuestros principios, convertidos en los de la República francesa. Estos sentimientos de fraternidad, de libertad, de igualdad que son el evangelio de la razón humana, fueron laboriosamente, a veces valerosamente, contemplados, propagados, profesados por vosotros en los recintos particulares donde encerrabais, hasta hoy, vuestra sublime filosofía».

Todo va bien en el mejor de los mundos masónicos posibles. Ha podido decirse que la Revolución de 1848 era sostenida por una especie de mística política que daba a los hombres de aquel tiempo la esperanza de un paraíso social, una de cuyas llaves habría poseído la masonería. Ciertamente, desde el principio, hay algunos «choques» a los que no se quiere prestar atención. El hermano Raspad, por ejemplo, se muestra hostil al hermano Louis Blanc que forma parte del gobierno provisional; el 10 de abril de 1848, el compañero Agricol Perdiguier reúne a varios miles de sus hermanos en la plaza de los Vosges, recordando a los masones que la otra rama de la tradición iniciática occidental sigue muy viva y pretende, también ella, recoger los favores de la República.

Contrariamente a lo que podría creerse, la masonería no es colocada por los nuevos dirigentes por encima del Estado. Sigue siendo una asociación ordinaria, y las logias que desean crearse deben obtener una autorización sin la cual serian declaradas ilegales. Es una primera decepción para los dirigentes del Gran Oriente que endurecen más aún la posición masónica con respecto a los compañeros y a los trabajadores manuales; las cotizaciones aumentan un tercio para eliminar a quienes disponen de pocos medios económicos, es decir, los artesanos. Se retoma, en esta ocasión, un pretexto ya utilizado: la masonería es una sociedad de beneficencia y, para ser un buen masón, hay que donar mucho dinero para las obras de candad de la Orden.

La mística republicana de 1848 no admite teorías tan hipócritas y tan sectarias. En 1849, algunos masones forman una Gran Logia Nacional de Francia que desea precisamente cambiar la naturaleza del reclutamiento acogiendo en sus logias a todos los que deseen participar en el trabajo masónico, sea cual sea su condición social. Se opone sin matices a la institución de los altos grados, considerada como un refugio de aristócratas ávidos de abigarrados cordones. Así, piensa la nueva Gran Logia, la masonería cumplirá con toda pureza la voluntad del Gran Arquitecto. Los masones que componen la obediencia creen profundamente en su vocación y hacen colocar carteles en los muros de París; la Gran Logia será republicana, democrática, tolerante, simple y clara tanto en sus trabajos como en sus intenciones. Nos encontramos ante un intento de reforma de la masonería existente.

Las reacciones masónicas y gubernamentales son muy desfavorables; la policía, inquieta, pide cuentas al Gran Oriente. Éste responde que la Gran Logia es una obediencia disidente cuya existencia resulta nefasta. En 1851, se prohíbe oficialmente y debe disolverse; naturalmente, las calumnias van viento en popa y los masones que formaban parte de ella son tratados de malos ciudadanos, aunque actuaban en la exacta dirección de la Revolución de 1848 y de los discursos pronunciados por los dignatarios del Gran Oriente. En una última sesión, muy conmovedora, los masones de la Gran Logia moribunda responden a la intolerancia con la dignidad; disparan una «salva» ritual en honor del Gran Oriente y del Supremo Consejo que han sido sus principales adversarios.

El Gran Oriente triunfa. En 1849, modifica su Constitución para afirmar con mayor fuerza que la creencia en Dios y en la inmortalidad del alma es la base intangible de la ortodoxia masónica. Veintiocho años más tarde, esta «base intangible» habrá desaparecido. Las tesis rousseaunianas ocupan el proscenio masónico y una tendencia religiosa muy fuerte hace que los masones avancen por el camino de la fe. Un Dios humanista y consolador adopta el rostro del Gran Arquitecto; la creencia, dice un texto, es un hecho por encima de cualquier discusión, un artículo de fe que no es dudoso para nadie. El objeto del presente capítulo es un período muy corto porque marca una de las evoluciones más radicales de la masonería del Gran Oriente, pasando del sentimiento religioso más conformista a un ateísmo intelectual que adoptará, poco a poco, fuerza de ley.

El año 1851 es importante por dos razones. La primera es la redacción definitiva del Viaje por Oriente en el que el masón Gérard de Nerval da la versión más completa de la leyenda del Maestro masón. Ciertamente, este libro no cambia el curso de los acontecimientos históricos y ni siquiera es apreciado por una mayoría de masones. Sin embargo, Nerval, cuya vida entera estuvo consagrada a investigaciones simbólicas y esotéricas, abre una era nueva para la masonería, aunque sus primicias sean muy tímidas: la del redescubrimiento de la iniciación y del sentido secreto de los rituales. El apostolado de Nerval no dará fruto hasta mucho más tarde, pero inicia ya el renacimiento de lo que algunos denominan la «espiritualidad masónica».

La segunda razón es más célebre; se trata del golpe de Estado del 10 de diciembre de 1851, que lleva al poder al futuro Napoleón III, cuyas intenciones republicanas son más que sospechosas. El 10 de diciembre, el Gran Oriente da orden de interrumpir momentáneamente los trabajos, los dignatarios se reúnen y se preguntan por la línea de conducta a seguir. Sin duda alguna, la Orden debe unirse al nuevo régimen para no ser molestada. No todas las logias aprueban esta orientación, especialmente en provincias, y son casi de inmediato prohibidas. Algunos masones recalcitrantes son encarcelados y se codean con el compañero Agricol Perdiguier en las mazmorras del régimen.

El 1 de diciembre de 1852, se restablece el imperio. Napoleón III no desea suprimir la masonería; iniciado al carbonarismo en su juventud, sabe que las sociedades secretas se recomponen en cuanto son destruidas y resultan, entonces, muy peligrosas. Como Napoleón I, prefiere vigilar la Orden muy de cerca y conocer su evolución intelectual y social, gracias a los soplones que, por orden suya, se introducen en las logias. Si la masonería es dócil, dice a los dirigentes del Gran Oriente, sus relaciones con el imperio serán excelentes.

En enero de 1852, el príncipe Lucien Murat, fiel partidario del régimen, es nombrado Gran Maestro del Gran Oriente. Los emperadores cambian, sus procedimientos siguen siendo idénticos. El primo de Napoleón III, que no es masón, recibe los treinta y tres grados en una sola sesión y asume una dirección muy autoritaria que descontenta a la mayoría de hermanos. A él se debe la adquisición del edificio de la calle Cadet que sigue ocupado por el Gran Oriente.

El Gran Oriente, perfectamente controlado, obtiene varias veces la benevolente escucha del poder; consigue, por ejemplo, hacer que se condenen pequeños diarios provinciales que critican la Orden. Sacerdotes demasiado acerbos en sus sermones reciben alguna advertencia; la masonería es una respetable institución de imperio. Así, la carta del Gran Oriente al príncipe-presidente Napoleón III, con fecha de 15 de octubre de 1852, no debe sorprendernos; plasma a las mil maravillas el clima masónico del segundo imperio: «Nunca, príncipe, hemos olvidado todo lo que debemos al emperador vuestro tío, que nos concedió siempre su poderosa protección y tuvo a bien admitir que le presentáramos nuestros homenajes. (…) La verdadera luz masónica os anima, gran príncipe. ¿Quién podrá olvidar nunca las sublimes palabras que pronunciasteis en Burdeos? A nosotros nos inspiraran siempre y estaremos orgullosos de ser, bajo semejante jefe, los soldados de la humanidad. Francia os debe su salvación; no os detengáis en mitad de tan hermosa carrera; asegurad la felicidad de todos colocando en vuestra frente la corona imperial; aceptad nuestros homenajes y permitidnos haceros oír el grito de nuestros corazones: "¡Viva el emperador!"».

Semejante carta parece haber sido escrita por el propio Napoleón III y colocaba a la masonería, antes ya de la proclamación del imperio, en una total subordinación que era, por otra parte, más oficial que real. A partir de 1858, los masones advierten que el emperador ha hecho suprimir muchas logias clasificadas como sospechosas por los informadores de la policía; los hermanos se muestran más circunspectos en sus declaraciones en el seno de las logias de los primeros grados, donde pululan los soplones.

La administración del príncipe Murat es bastante catastrófica; la masonería está endeudada, el príncipe también. Para adquirir el inmueble de la calle Cadet había recurrido a sus finanzas personales. La Orden pide préstamos y se endeuda más aún. En 1860 se produce una situación muy excepcional: Persigny, muy hostil a los medios católicos, decide castigarlos haciendo el elogio de la masonería, esa sociedad tan benefactora y tan patriota. En 1861, redacta incluso un proyecto de reconocimiento de la Orden que sería, entonces, de utilidad pública.

Los masones, más o menos convencidos de que se trata de una trampa destinada a someterlos definitivamente al poder, se niegan en redondo. La Orden vive, por lo demás, graves dificultades; el príncipe Murat acaba de expulsar a cuarenta Venerables que cometen la imprudencia de criticar su gestión. Varios dignatarios desearían ofrecer la Gran Maestría al príncipe Napoleon-Jeróme, el famoso Plon-Plon. Murat está furioso, se multiplican distintas querellas e injurias.

La Iglesia, pasado su pavor, se alegra de esas divisiones que agravaría de buen grado. En 1861 se plantea el problema de la reelección de Murat o la elección de un nuevo Gran Maestro; ahora bien, el príncipe Murat acaba de disgustar al emperador votando, en el Senado, por el mantenimiento del poder temporal del papa. Plon-Plon, poco entusiasta, aceptaría en ultimo término la sucesión. La reunión consagrada a la preparación de las elecciones es tan tormentosa que los soplones de la policía hacen alarmantes informes. El 11 de enero de 1862, Napoleón III publica un decreto según el cual él solo nombrará al futuro Gran Maestro. Elige al mariscal Magnan que recibe los treinta y tres grados en una sola jornada, el 13 de enero.

Ese soldado, muy autoritario, desea devolver la masonería al buen camino. Le gustaría que la Orden fuera reconocida como de utilidad pública y retoma el proyecto de Persigny; los masones siguen desaprobando esa andadura y el Consejo de Estado le es desfavorable también. Muy pronto, la idea cae en total olvido.

El gran asunto del reinado de Magnan es el intento de unión de las obediencias masónicas. Desde los primeros días de su Gran Maestría, el mariscal advierte que el Gran Oriente no es el único poder oficial; está también ese Supremo Consejo del Rito Escocés que mantiene su independencia contra viento y marea. La solución es sencilla: Magnan dirigirá también el Supremo Consejo, que será obligado a fusionarse con el Gran Oriente y a disolverse en él en un plazo más o menos breve.

En 1862, el Gran Comendador que preside los destinos del Rito Escocés es el académico Jean Pons Guillaume Viennet, nacido en Béziers en 1777. El hombre, de pequeña talla y voz aguda, formó parte de la artillería de marina, donde fue nombrado capitán en 1814; decididamente hostil a Napoleón I, permanece en su posición durante los Cien Días. Elegido diputado por Béziers en 1827, entra en la Academia en 1830; sus poemas épicos y sus tragedias no han superado la prueba del tiempo, pero atestiguan una moralidad y un rigor de escritura que justificaban, por aquel entonces, este honor.

Así pues, un masón de ochenta y cinco años se enfrenta con el mariscal Magnan para colocar a la totalidad de los masones bajo su férula. La victoria no es dudosa, y el nuevo Gran Maestro del Gran Oriente escribe a Viennet que el intolerable cisma debe cesar de inmediato, de acuerdo con la voluntad del emperador. El conjunto de los talleres masónicos trabajará, en adelante, en la calle Cadet, y el Supremo Consejo abandonara su absurdo aislamiento.

El 3 de febrero de 1862, Viennet responde a Magnan. Algunas frases darán el tono de esta réplica: «Nuestras dos Órdenes son del todo independientes. Nuestras relaciones se extienden hasta los extremos del mundo mientras que las vuestras no cruzan la frontera. La fusión a la que nos invitáis está del todo prohibida por nuestros estatutos. (…) Permitidme que os recuerde lo que me hicisteis el honor de decirme una hora antes de vuestro nombramiento: que ignorabais por completo lo que el emperador os había encargado dirigir y que no teníais noción alguna de la masonería. No puedo heriros, pues, señor mariscal, añadiendo que vuestra carta es prueba de ello. Sólo el emperador», añade Viennet, «puede tomar la decisión y nombrar a quien quiera donde quiera. Por lo que me concierne personalmente», añade el Gran Comendador que espera serias represalias, «he perdido dignidades más importantes sin que eso me quitara el sueño ni la salud y estoy del todo resignado a no tener ya más obligación en este mundo que el uso de mi pluma».

Hay que tener clara noción del clima autoritario de la época para estimar en su justo valor la increíble audacia de Viennet, que pone en cuestión la competencia del Gran Maestro nombrado por el emperador. Los masones adversarios del Supremo Consejo lo atribuyeron a la senilidad, los demás convirtieron a Viennet en una especie de héroe.

Estupefacto y colérico, el mariscal Magnan prepara una hiriente réplica. En mayo, anuncia la disolución de todas las Órdenes masónicas, a excepción del Gran Oriente, que será, en el futuro, el único poder legal. Los contestatarios —en este caso Viennet y sus fieles— se arriesgan a las más graves sanciones. «Ninguna reunión del Supremo Consejo», escribe el mariscal al Gran Comendador, «será tolerada ya».

El viejo masón, que no se sorprende en absoluto, vuelve a tomar la pluma: «Señor mariscal, me conmináis por tercera vez a reconocer vuestra autoridad masónica y esta última orden viene acompañada por un decreto que pretende disolver el Supremo Consejo del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Declaro que no acudiré a vuestra llamada y que considero vuestro decreto como no recibido. Sólo el emperador tiene el poder de disponer de nosotros». Viennet, sintiendo que el terreno se vuelve cada vez más ardiente, pide audiencia a Napoleón III. Anuncia en voz muy alta que el Rito Escocés entrará en la clandestinidad antes que fusionarse con el Gran Oriente. ¿Fue este argumento suficiente para convencer al emperador o ambos hombres se dijeron frases más decisivas que la historia no ha registrado? De cualquier modo que sea, Napoleón no dirige reprimenda alguna a Viennet y el Supremo Consejo no es suprimido. Magnan se ve obligado a doblegarse y no atacará ya al Rito Escocés, que triunfa así en una de las más duras pruebas que nunca haya conocido.

La logia «Enrique IV» de París hace saber a los demás talleres que la logia «Las pirámides de Egipto» ha iniciado en su nombre, el 18 de junio de 1864, al célebre Abd el-Kader. La masonería afirma su vocación internacional y apoya las causas que le parecen favorables a la libertad de los pueblos.

En 1865, el papa Pío IX no oculta ya su creciente hostilidad por la francmasonería que define como el templo de las maquinaciones de toda clase. Un incidente excepcional coloca muy pronto al episcopado francés en una posición delicada; el mariscal Magnan muere el 22 de mayo y se celebran exequias oficiales y grandiosas en Notre-Dame de París. Muchos masones lamentan la pérdida de ese buen administrador del que el clero no ha tenido que quejarse. En presencia de una muy abundante concurrencia, monseñor Darboy bendice el ataúd cubierto con las insignias masónicas pertenecientes al Gran Maestro. Estupefacto, el Vaticano dirige amargos reproches a monseñor Darboy, que, dotado de un gran sentido del humor, responde que no vio en ninguna parte insignias masónicas y que la masonería, que él sepa, no está prohibida en territorio francés. En una mayoría de tres cuartos, las diócesis permanecen fieles a una masonería que sigue siendo teísta, aunque el Gran Oriente, a pesar de los textos oficiales, no impone ya la creencia a sus futuros miembros.

De hecho, a partir de 1865, el Gran Arquitecto del Universo comienza a molestar a los masones del Gran Oriente que colocan en cabeza de sus preocupaciones la educación laica. Un masón, Jean Macé, funda en 1865 la Liga Francesa de la Enseñanza que no depende de política ni de religión alguna. Para la Iglesia es un golpe muy severo, puesto que ve cómo se le escapa parte de la juventud. Ésta es, sin duda, una de las causas más reales del conflicto que va, poco a poco, intensificándose entre la Iglesia y la masonería.

En 1868, un incidente entre otros ilustra esta tensión. Al enterarse de un sermón del cura de Dax, que amenaza con excomulgar a los masones de la ciudad, el general Mellinet, Gran Maestro del Gran Oriente, escribe al ministro de Justicia: «El discurso pronunciado desde el púlpito por el cura de Dax contiene, a la vez, la crítica o censura de los actos del gobierno y la incitación al desprecio y al odio a una clase de ciudadanos que, profesando y practicando la fraternidad universal, basada en la unidad divina y en la inmortalidad del alma, creen servir útilmente a su país y a la humanidad. (…) séame permitido esperar, señor ministro, que una medida administrativa hará cesar, por fin, un estado de guerra tan perjudicial para la religión como para el honor y la dignidad de la Orden masónica». Las palabras son escuchadas y el cura de Dax se ve obligado a cesar en sus ataques contra la cofradía.

Un acontecimiento de 1869 amplía el foso entre cristianos y masones: la proclamación de la infalibilidad pontificia. Para las logias, es un inconcebible acto dogmático que impide cualquier dialogo. La reacción no es, todavía, mas que un murmullo que no atraviesa las paredes de los talleres.

El 2 de diciembre de 1870 se produce la capitulación de Sedan todas las opiniones masónicas antimperiales pueden expresarse por fin, el masón Gambetta, muy escuchado por el pueblo, pide a éste que mantenga la calma para que algunos hombres responsables reorganicen Francia serenamente. De los once miembros del primer gobierno de la tercera república, nueve son masones y entre ellos se encuentran los nombres de Gambetta, Jules Ferry, Arago, Garnier Pages y Jules Simón. Innegablemente, la francmasonería toma el poder con una fuerte corriente de pensamiento racionalista y pragmático, poco favorable a la Iglesia. A partir de 1870, la Orden sufre una profunda mutación y se convierte, poco a poco, en un partido político de la izquierda anticlerical. Recluta mucho entre los funcionarios, los pequeños burgueses, los empleados, la aristocracia católica desaparece casi por completo de las logias donde se preparan, cada vez más activamente, las campanas electorales con grandes discursos y apasionados debates contra los ricos y los curas. Entre la nueva clientela masónica se encuentran muchos hombres amarga dos que nunca han conseguido ocupar cargos importantes en la sociedad y que desean utilizar la Orden para vengarse de los opulentos.

El año 1871 es trágico para Francia. Sin hablar de las refriegas con Bismarck, hay que evocar sobre todo el nacimiento de la Comuna de París que plantea a los masones graves problemas de conciencia. Desde el comienzo de la sangrienta insurrección que divide a los franceses, los masones se fraccionan en dos bandos, unos son favorables a la Comuna, los otros apoyan al señor Thiers. Los dirigentes del Gran Oriente, deseando evitar una guerra civil, no ejercen ya influencia moral alguna sobre los hermanos que solo escuchan sus propios sentimientos. Entre las filas de los comuneros francmasones figuran poetas como Jean Baptiste Glement, autor del célebre Le temps des cerises, y sabios como Gustave Flourens, que resultan muertos a sablazos.

El Gran Oriente no consigue convencer a Thiers de que se muestre menos intransigente con los insurrectos. El 29 de abril de 1871, más de seis mil masones se reúnen en el patio del Carrousel para apoyar oficialmente a la Comuna Observados por una multitud que no cree lo que está viendo, los hermanos van hasta el Ayuntamiento donde se desencadena el entusiasmo si los misteriosos francmasones, que tantos poderes ocultos poseen, manifiestan a la luz del día su adhesión a los insurrectos, la Comuna puede vencer. Con ese impulso casi místico, el cortejo masónico llega a las barricadas de la puerta Maillot donde topa con los soldados mandados por el general francmasón Montaudon. Este ordena alto el fuego, al no poder decidirse a ordenar que disparen a sangre fría contra sus hermanos. Se inicia un dialogo y el general explica a los masones pro comuneros que debe, como militar, obedecer las ordenes de Thiers. La mejor solución, dice, es pedirle audiencia Thiers recibe muy mal a la delegación masónica, cuyas suplicas no le interesan que los comuneros rindan las armas, declara o la revuelta será aplastada sin el miramiento.

El intento de conciliación de los francmasones es, pues, un fracaso total. Los hermanos combatirán contra los hermanos, intentando en vano los masones comuneros impedir la ejecución de rehenes, procurando en vano los masones versalleses frenar la represión.

En agosto de 1871, el Gran Maestro del Gran Oriente, Badeuad-Larribiere, anuncia la reapertura de las Logias tras la tormenta de la comuna. En una carta enviada a todos los talleres, afirma que la francmasonería permaneció ajena a la revuelta de los comuneros, tratándola de «criminal sedición que ha asustado al universo». El Gran Oriente desaprueba oficialmente a los hermanos que tomaron el partido por la Comuna; en 1971, cien años más tarde, el mismo Gran Oriente honrará la memoria de los comuneros con un desfile en el cementerio del Père-Lachaise.

El acto de sumisión del Gran Oriente al poder político le es favorable, puesto que varios masones forman parte del gobierno de 1871. El abanico de tendencias políticas, por lo demás, está representado en las logias, aunque la alianza más clara se establezca con el radicalismo.

En septiembre de 1871, el Gran Oriente politizado suprime el título de Gran Maestro y lo sustituye por el de Presidente del Consejo de la Orden, más adaptado a los gustos del día. Aparentemente, se trata de un pequeño detalle pero, en realidad, es el comienzo de una degradación de la antigua tradición que arrastra a los masones del siglo XIX a suprimir símbolos o parte de rituales que ya no comprenden. Un «Gran Maestro» parecía demasiado aristocrático, un «Presidente» es más democrático. ¿No es éste el signo del olvido de la función del Maestro masón que, lejos de ser un déspota, era el hombre cabal por excelencia? Hay que advertir que ese título tradicional permaneció arraigado en las memorias de los hermanos y que a menudo, en nuestros días, se llama «Gran Maestro» al «Presidente» del Gran Oriente.

A partir de 1872, el Estado se acerca a la Iglesia. Una corriente de piedad popular cae sobre Francia y disgusta a la burguesía masónica, sorprendida por lo que considera un regreso al oscurantismo. El símbolo de esta nueva creencia casi oficial es la construcción de la basílica de Montmartre que apasionara durante mucho tiempo a la opinión pública. Las peregrinaciones, sobre todo la de Lourdes, atraen considerables multitudes y un buen número de políticos no vacila en demostrar públicamente convicciones religiosas para indicar que la dirección del Estado es adecuada a los preceptos evangélicos. La Comuna había conmovido muchas conciencias: el país necesita una serenidad que el catolicismo le procura.

El Gran Oriente no se inmuta ante semejante exaltación, El otro poder masónico, el Supremo Consejo del Rito Escocés, recuerda que la formula «A la Gloria del Gran Arquitecto del Universo» es una base fundamental de la Orden masónica, manteniendo una posición que nunca ha ganado. El año 1875 ve la reunión de nueve Supremos Consejos Escoceses en Lausana, donde proclaman con fuerza la existencia de un Principio Creador que los masones denominan Gran Arquitecto del Universo. Estas declaraciones no tenían un carácter estrictamente legislativo puesto que doce Supremos Consejos estaban ausentes en Lausana; la línea intelectual del Rito Escocés, distinta a la de la masonería del Gran Oriente, quedaba sin embargo claramente definida.

En 1875, precisamente, el Gran Oriente está harto de clericalismo y reclama la neutralidad de la Iglesia en el plano político. Desde esta fecha, el hermano Combes propone a las logias la separación de la Iglesia y del Estado, que le parece la mejor solución para alejar a los eclesiásticos del poder.

Aquel mismo año, Jules Ferry y Littre son iniciados. Son descreídos y «positivistas», simbolizan un tipo de hombre que arrastra al Gran Oriente hacia una participación activa en la vida política acompañada por una glorificación de la razón y del progreso. Cuando Mac-Mahon, en 1877, intente amordazar a la izquierda disolviendo los consejos municipales, prohibiendo los periódicos o, incluso, cerrando algunas logias, chocará de frente con una masonería decidida a mantener la República a toda costa. Las logias tendrán apoyos políticos suficientes para resistir victoriosamente a Mac-Mahon y favorecer el desarrollo de la izquierda.

El Gran Oriente ha encontrado un camino: convertirse en el partido político republicano por excelencia. Y ese camino pasa por una oposición muy firme a la Iglesia, que se confunde con la derecha. Ahora bien, los dirigentes del Gran Oriente se sienten incómodos por esta «creencia en Dios» y más aún por este «Gran Arquitecto del Universo», que les parece un legado anticuado del catolicismo medieval.

Para una futura gran formación de izquierdas, semejantes vestigios son molestos. En 1876 y en 1877, la gran mayoría de las logias del Gran Oriente estudia esta candente cuestión: ¿es preciso forzosamente creer en Dios para ser masón? Se trata de un verdadero sondeo de opinión, puesto que los dirigentes de la obediencia intentan saber si la «base» les aprueba.

En el Convento del Gran Oriente del año 1877, el pastor Frederic Desmons presenta una síntesis de todos los estudios realizados y se pronuncia a favor de la supresión del Gran Arquitecto. «Solicitamos la supresión de esta fórmula», declara, «porque nos parece del todo inútil y ajena al fin de la masonería. Cuando una sociedad de sabios se reúne para estudiar una cuestión científica, ¿se siente obligada a poner en la base de sus estatutos una formula teológica cualquiera? No, ¿verdad? ¿Y no debe ocurrir lo mismo con la masonería?». Podríamos responder al pastor Desmons que la mayor «sociedad de sabios» de la Edad Media, es decir, los albañiles o masones constructores, no veía la posibilidad de una Obra que no fuera ofrecida al Soberano Arquitecto de los mundos; pero los tiempos han cambiado. Los masones del Gran Oriente aprueban estas conclusiones y expulsan de las logias al Gran Arquitecto. El dios masónico ha muerto, y el artículo I de la nueva Constitución del Gran Oriente está redactado así: «La francmasonería tiene por objeto la búsqueda de la verdad, el estudio de la moral universal, de las ciencias y de las artes, y el ejercicio de la beneficencia. Tiene como principio la absoluta libertad de conciencia y la solidaridad humana. No excluye a nadie por sus creencias. Tiene como divisa Libertad, Igualdad, Fraternidad». Ciertamente, se toman algunas precauciones al sostener que, si ya no es obligatorio creer en Dios, tampoco es necesario hacer profesión de ateísmo. Estos diplomáticos matices en nada cambian el hecho esencial.

La reacción de los poderes masónicos extranjeros no se hace esperar. La Gran Logia de Inglaterra, que es teísta y apolítica, declara al Gran Oriente «irregular» y, considerando que no forma parte ya de la francmasonería tradicional, rompe todas las relaciones con él. Los Estados Unidos de América, Escocia, Irlanda, Suecia y Dinamarca son los primeros países que imitan a Inglaterra.

Tras la escisión entre francmasonería y compañerismo, asistimos a una escisión masónica interna que sigue perdurando hoy. Precisemos que el Supremo Consejo trances se opone, también, a la política del Gran Oriente y preserva la existencia del Gran Arquitecto cuya supresión será la causa, en los años siguientes, de innumerables conflictos entre obediencias.