Tras la toma de la Bastilla, el 17 de julio de 1789, Luis XVI va al ayuntamiento. Cuando llega al pie de la gran escalinata, los oficiales de la guardia nacional, que son casi todos francmasones, desenvainan su espada. Luis XVI reacciona retrocediendo, teme ser asesinado. De hecho, los oficiales forman una bóveda de acero con sus armas y el marqués de Nesles le dice al rey: «Sire, no temáis nada.» Luis XVI pasa bajo aquella bóveda, símbolo reservado a los más altos dignatarios masónicos, y entra en el Ayuntamiento.
Un noble, el señor de Saint-Janvier, es interrogado por un revolucionario. «¿Cómo te llamas?», le pregunta. «De…» «Ya no hay De.» «Saint (santo)…» «Ya no hay santos.» «Janvier (enero)…» «Ya no hay Enero.» Y el revolucionario escribe en los papeles oficiales: «Ciudadano Nivoso».
Estas dos anécdotas, alejadas en el tiempo, revelan el profundo malestar que sintió el cuerpo masónico durante toda la Revolución. Los nobles que dirigen la masonería se ven superados por los acontecimientos, los monárquicos sinceros no aceptan la decadencia de la monarquía. En 1789 se produce una violenta ruptura entre el Gran Maestro, el duque de Orleáns y el administrador general, Montmorency-Luxembourg. El primero espera recoger, por fin, el resultado de sus intrigas aprovechándose de la inevitable caída del rey; el segundo, por el contrario, jura a Luis XVI que la nobleza le será fiel y le entregará su vida si el soberano lo exige. Luis XVI no comprende o finge no comprender; deliberadamente, rechaza el apoyo de la masonería aristocrática. Los masones se dividen en dos partidos y la fraternidad no es ya más que una palabra vana; los nobles esperan conservar sus privilegios, los burgueses obedecen a Orleáns, cuya popularidad va creciendo.
El Gran Oriente, que no tiene línea política definida alguna, recuerda a sus miembros que las discusiones de orden político están prohibidas en las logias y que es preferible no mantener ningún contacto con los clubes revolucionarios. Orleáns no desea un cambio social profundo sino, simplemente, su propio ascenso al poder.
Cuando la tormenta revolucionaria estalla, la mayoría de las logias se ven obligadas a cesar en sus trabajos. Los agitadores profesionales transforman algunas de ellas en clubes políticos en los que participan los hermanos partidarios de la nueva doctrina. El Gran Oriente, cuyo déficit financiero es considerable, es incapaz de hacer frente a una situación tan extrema y se menciona esta desengañada declaración de un hermano: «La mayor parte de nuestros miembros sólo eran masones por darse tono».
En 1791, el duque de Luxembourg se une al ejército de los príncipes y trabaja, tanto como puede, en la contra revolución. Nunca podrá regresar a su país y morirá en Portugal, en 1805. Por aquel entonces, la casi totalidad de los países de Europa se muestra decididamente hostil a la francmasonería, que es más o menos acusada de haber favorecido la caída de la monarquía y del orden establecido. Federico II de Prusia, ferviente masón en su juventud, hace vigilar las logias por una implacable policía; Catalina II de Rusia las hace cerrar e incluso Inglaterra arrebata parte de su confianza a los respetables masones de su territorio. Portugal, imitando a España, pone en marcha una temible Inquisición que obliga a los hermanos a expatriarse. Algunos masones perseguidos se convierten en perseguidores, como le Chapeher, que hace votar, el 14 de junio de 1791, una ley que prohíbe las corporaciones y el compañerismo, heredero de la antigua masonería.
La batalla de Valmy (20 de septiembre de 1792) devuelve al ejercito trances la plena confianza en sus medios. De hecho, prácticamente no ha habido combate y los regimientos prusianos se han doblegado sin entablar una lucha encarnizada, El masón Goethe exclama: «¡De este día data una nueva era para la historia del mundo!». Ciertamente, Danton y Dumouriez son masones; ciertamente, el duque de Brunswick, comandante en jefe de los austriacos, está rodeado de masones y, sin duda, también él lo es. ¿Hay que concluir por ello que los hermanos decidieron de común acuerdo no librar batalla tras una intervención del masón Choderlos de Lacios, presente en el campo de operaciones?
Aunque haya parte de verdad en esta hipótesis, no por ello los revolucionarios sentirán el más leve agradecimiento por la masonería. Durante el Terror, numerosos hermanos son guillotinados; cruel ironía, Guillotin era francmasón. Ningún taller puede trabajar normalmente pues se suceden encarcelamientos y ejecuciones.
En 1793, el Gran Maestro de la Orden, que ha adoptado como nombre Felipe-Igualdad, es ahora consciente del fracaso de sus maniobras. Temiendo por su vida, se decide a renegar de sus hermanos v, el 22 de febrero, escribe a un periodista una carta de increíble bajeza: «Puesto que no conozco el modo como esta compuesto el Gran Oriente, y además creo que no debe haber misterio alguno, ni asamblea secreta alguna en una república, sobre todo al comienzo de su establecimiento, no quiero ya mezclarme en nada con el Gran Oriente, ni en las asambleas de francmasones». Para él, la masonería es un fantasma que es preciso cambiar por la realidad. Se sabe que la muerte de Luis XVI se decidió por mayoría de un solo voto, el de Felipe-Igualdad, primo del rey. Los revolucionarios más extremistas están asqueados por esta cobardía; asustado ante la idea de su próxima muerte, Felipe-Igualdad pretenderá que no es noble de extracción sino hijo de un cochero convertido en el amante de su madre.
El ex Gran Maestro no escapará a la guillotina. Muy decepcionados, los masones dictan su destitución y celebran, incluso, una ceremonia de degradación rompiendo su espada. Traicionada por quien la dirige, la Orden no ha llegado al final de su sufrimiento; los archivos son desvalijados, cualquier correspondencia masónica se hace imposible. La joven república no tolerara en modo alguno los pequeños cenáculos cerrados que se abriguen en el secreto. Además, los masones son considerados revolucionarios en exceso tibios, que se colocan al margen de la gran corriente popular. Las cifras, con su sequedad, ofrecen un dato dramático: en 1796, el Gran Oriente va solo cuenta con dieciocho talleres que trabajen en toda Francia.
Cuando regresa la calma, la masonería esta exangüe y parece agonizante. Un Maestro masón, Alexandre-Louis Roettiers de Montaleau, se niega a sumirse en el pesimismo. Este alto funcionario, apasionado por el esoterismo, salvo numerosos archivos masónicos y creyó en el destino espiritual de la Orden cuyo mensaje consideraba inmortal. Con un valor bastante extraordinario, «despierta» varias logias en cuanto sale de prisión y toma la dirección del Gran Oriente. Su te es comunicativa; casi de inmediato, los masones encuentran en su fraternidad nuevas razones para esperar. Como todas las comunidades perseguidas, sacan de la desgracia una energía que el dulce periodo de los salones aristocráticos les había hecho perder.
A partir de 1797, comienza a formarse una leyenda. En Los verdaderos autores de la Revolución, Jourde escribe: «Los francmasones fueron los cabecillas de la Revolución». Al parecer procuraron incluso dinero a los revolucionarios de cuya propaganda se encargaban. En 1797-1798 aparecen los cinco volúmenes del abate Barruel, titulados Memorias al servicio de la historia del jacobinismo. Pocas veces una falsificación histórica tuvo tanto éxito e influencia; para el abate, los masones prepararon la Revolución durante mucho tiempo, en las tinieblas de sus logias, y favorecieron las violencias, la anarquía, los ríos de sangre. Las tras-logias ejecutaron a los hermanos que no obedecían sus consignas subversivas. A lo largo de toda su obra, el abate confunde la francmasonería con la secta de los Iluminados de Baviera y demuestra un profundo desconocimiento de la Orden atribuyéndole doctrinas anticristianas y antimonárquicas. Numerosos historiadores se apoyaron en esas mentiras para convertir la masonería en un órgano revolucionario que no fue. Algunos masones contribuyeron a propagar esta leyenda, atribuyéndose con orgullo el nacimiento de la república y de la democracia.
El fenómeno revolucionario es demasiado complejo para ser obra de una sola comunidad; aunque sea exacto que varios masones fueron cabecillas revolucionarios, no olvidemos que actuaban en nombre propio, sin ser enviados por la Orden. No olvidemos tampoco que numerosísimos masones fueron guillotinados y que, al día siguiente de la Revolución, la francmasonería, en vez de estar en el poder, era sospechosa de monarquismo.
La Revolución francesa es la culminación de un proceso intelectual social del que la mayoría de los masones solo tenía una muy relativa conciencia. La Orden, por lo demás, no dio consignas unitarias, ya hemos visto que los dos principales dirigentes de la masonería tenían teorías radicalmente opuestas.
Se ha reprochado mucho a la masonería el simbolismo de uno de los altos grados donde el iniciado «mata» a un rey identificado con Felipe el Hermoso. Se trata de un grado llamado «de venganza», los masones se encarnizan en combatir a los destructores de la orden templaría, y no de una alegoría que muestre hostilidad alguna contra Luis XVI.
El hecho más importante es, sin duda, éste: antes de la Revolución, la orden masónica conoce las mismas divisiones que la sociedad. No hay doctrina política coherente alguna capaz de unir a los hermanos a favor o en contra de un cambio social. El hermano La Fayette está a la cabeza de la multitud que abuchea a los guardias suizos cuyo jefe es el hermano D’Aumont; los hermanos monárquicos no comprenden a los hermanos revolucionarios, que tratan a los primeros de traidores a la República. Es seguro que algunas logias sirvieron de base a manejos revolucionarios; que la masonería entera alentara la Revolución es una flagrante mentira. Tras una reapertura de la logia de Laval, leemos en el journal des Hommes libre, con fecha 29 pluvioso del año VI: «La reapertura de esta monstruosa sociedad es del más siniestro augurio para los republicanos y no ven sin cierta sorpresa como aumenta la actividad de esos eternos conspiradores, precisamente de aquéllos que monarquizaron las ultimas elecciones».
El abate Barruel, que tal vez fuese un hombre sincero, hacia falsa historia al identificar la masonería con un club revolucionario. Las recientes investigaciones de los escritores, masones o no masones, han demostrado definitivamente lo contrario.
En 1799, Roettiers de Montaleau puede contemplar con satisfacción su obra; acaba de conseguir la fusión de las obediencias francesas bajo la tutela del Gran Oriente, que es el único garante de la regularidad masónica en Francia y el corresponsal autorizado de la Gran Logia de Inglaterra. Solo las logias escocesas, que se agarran decididamente a su independencia como al más precioso tesoro, se niegan a participar en la unión. Aquel mismo año, Bonaparte es primer cónsul. No infravalora la importancia de la renaciente masonería y, ya en 1800, manda a las logias un fuerte contingente de informadores que le mantienen al corriente de las intenciones y los trabajos de los masones.
El 24 de diciembre de 1802, Roettiers de Montaleau inaugura el nuevo local del Gran Oriente, en la calle del Vieux-Colombier; numerosísimos hermanos asisten a la ceremonia en la que se invoca al Gran Arquitecto del Universo. Tras el rito del fuego purificador, vanos discursos insisten en los antiquísimos orígenes de la Orden y en su perennidad; luego, los masones entonan los cánticos fraternales bendiciendo la nueva era que se abre para la cofradía.
La policía vela y cuida particularmente los informes de investigación referentes a la masonería, cuyos miembros se clasifican en dos categorías: los «buenos masones» que se ocupan exclusivamente de fraternidad y beneficencia, y los «malos masones» que tendrían la descabellada idea de criticar a Bonaparte. Son indispensables algunas depuraciones; en especial es preciso expulsar de la Orden a italianos de cerebro caldeado que podrían arrastrar la masonería hacia una peligrosa pendiente. Roettiers de Montaleau, puesto en la obligación de obedecer, debe doblegarse.
«En ese trágico período revolucionario que concluye», escriben J. A. Faucher y A. Ricker, «la masonería francesa estuvo a punto de morir por los golpes propinados por sus miembros civiles, porque los unos, por su pertenencia a la nobleza, estuvieran comprometidos durante la caída de la monarquía, o porque otros, adeptos a las nuevas ideas republicanas, contribuyeran al éxito de un nuevo orden político que, como todos los regímenes autoritarios y totalitarios, trató a las logias masónicas como asociaciones sospechosas; en cambio, los hermanos pertenecientes a las logias militares asumirán, durante el periodo imperial, el renacimiento de la masonería y la difusión de su espíritu por toda Europa».
A partir de su renacimiento, en efecto, la Orden está sometida al imperio que proclama Napoleón en 1804. Nombra a José Bonaparte Gran Maestro del Gran Oriente; Cambacéres será su adjunto. El prefecto de policía Fouché es uno de los grandes dignatarios. Como puede verse, la dirección del Gran Oriente no se deja al azar. Ese mismo año, el conde de Grasse-Tilh, procedente de Jamaica, llega a París. Lleva en su equipaje cartas y otros pomposos documentos que aseguran que es Soberano Gran Comendador del Rito Escocés. En esta calidad, que los masones escoceses no parecen poner en duda, funda el Supremo Consejo del Rito el 22 de septiembre y dirige una circular al conjunto de los masones franceses: «Este toco de luces solo podrá derramarse sobre toda la Orden, puesto que tiene por único objetivo concentrar las luces dispersas para distribuirlas en una sabia proporción y asentar sobre inquebrantables bases la administración más justa y más ilustrada». El primer Supremo Consejo se había instalado en Charlestón (Estados Unidos de América) en 1801; el Rito Escocés Antiguo y Aceptado se divide en treinta y dos grados, tras una negociación con el Gran Oriente, se decide que éste se encargara de la gestión del 1º al 18º grado, mientras que el Supremo Consejo tendrá en sus manos los grados siguientes. El compromiso no dura mucho; los escoceses «recuperan» la totalidad de sus grados y el Gran Oriente crea un Gran Colegio de los ritos para sus propios altos grados. Varios masones del Gran Oriente obtendrán, por otra parte, la iniciación a los altos grados del Rito Escocés. Sin embargo la masonería francesa esta ahora dividida en dos grandes potencias, decididas a no unirse a pesar de los deseos de Napoleón.
El emperador, que no era masón, adopta una actitud de prudencia frente al Supremo Consejo del Rito Escocés que rechaza la fusión con el Gran Oriente. Para obtener un derecho de control, pone al fiel Cambacéres a la cabeza del Supremo Consejo. La masonería de imperio inciensa a Napoleón, como la logia «Napoleomagno» de Toulouse, que celebra regularmente las victorias del emperador. Las logias militares se desarrollan en proporciones considerables y dan a la Orden entera el toque de lealtad y de admiración respetuosa. Numerosos mariscales y generales son masones, y es casi seguro que cada regimiento tenía una logia.
Esta benevolencia del emperador no era gratuita; Napoleón había comprendido que al recuperar la paz civil los vínculos fraternales de los masones podían ser útiles a sus ambiciones europeas. El espíritu masónico daba a los militares la ocasión de cultivar amistades profundas, favorables a la coherencia del ejercito. Además, las tropas de ocupación se encontraban con algunos hermanos en los países vencidos y se vio, con bastante frecuencia, confraternizar a los masones de ambos bandos, fieles a la definición del masón que se afirma, cada vez más, como un ciudadano del mundo capaz de vivir por encima de los partidos y los conflictos nacionales. Gracias a la masonería, el emperador refuerza su propio ejercito› asienta sus conquistas.
Durante una gran tiesta masónica, en 1805, la Orden inaugura el busto del héroe inmortal, Napoleón 1, y esa «santa efigie» es coronada con mirto y laurel por el Venerable del lugar. El Gran Oriente es del todo fiel al emperador y no deja de criticar a las logias escocesas, que forman banda aparte.
«Los cristianos», dice un catecismo masónico de 1806, «deben a los príncipes que les gobiernan, y debemos en especial a Napoleón I, nuestro emperador, el amor, el respeto, la obediencia, la fidelidad, el servicio militar, los tributos ordenados para la conservación y la defensa del imperio y de su trono». La masonería de 1807 no se ocupa de religión ni de política y menos aun de simbolismos. «Los francmasones», escribe L. Prudhomme, «leen versos y prosa, tocan música, celebran uno o dos banquetes al mes; se hace una colecta en cada asamblea, y el producto es enviado al comité de beneficencia, o distribuido a familias indigentes».
El emperador en persona, por medio de dignatarios masónicos que él mismo ha nombrado, comienza a introducir en la Orden sentimientos anticlericales. Pío VII, en efecto, había tenido la audacia de excomulgar a Napoleón I, que le hace detener en 1809. En 1812, le obliga a firmar un Concordato en Fontainebleau. La francmasonería, siempre obediente, felicita al emperador por su decidida acción.
Hacia 1811, un movimiento revolucionario, los «Buenos Primos Carbonarios», comienza a extenderse y se advierte su existencia en Besançon. La secta calca sus rituales de los de la masonería y, reeditando el intento de los Iluminados de Baviera, pretende lograr que sus miembros penetren en las logias masónicas para inclinar a la cofradía hacia una contestación al régimen. Esta maniobra política es un fracaso, pero algunos «buenos primos» son lo bastante hábiles para escapar a todos los controles y turbar la hermosa serenidad de unos cuantos masones.
En 1813 nace una «Gran Logia Unida de Inglaterra» donde se agrupan los masones del partido de los «Antiguos» y los del partido de los «Modernos». La institución es fuerte y aprovecha su nueva sesión para promulgar una ley en términos muy autoritarios: cualquier hombre que desee convertirse en masón tendrá que creer, obligatoriamente, en el Dios revelado en la Biblia. Por aquel entonces, esa imposición pasa desapercibida, pues casi todos los hermanos son cristianos.
El Gran Oriente de 1814 reina sobre más de novecientas logias, cifra enorme, y mantiene una línea de conducta que ni siquiera la Revolución ha afectado: «Pocas veces», leemos en las Constituciones, «se admitirá a un artesano, por muy maestro que sea… Nunca se admitirá a los obreros llamados “compañeros” en las artes y oficios».
¿Y qué decir de esa masonería de los primeros años del siglo XIX, salvo que no responde ciertamente a los deseos del esoterista Roettiers de Montaleau?; el juicio más severo fue formulado por el escritor Charles Nodier, para quien la masonería es «una farsa seria, representada por honestos ociosos entre bastidores de bateleros y cuya representación, apta para distraer el ocio de una anciana, nunca ha conmovido el sueño de un tirano».
Cuando Napoleón zarpa hacia la isla de Elba, la masonería queda un poco desamparada. Los dignatarios cambian de chaqueta y glorifican la llegada al poder de Luis XVIII, que ordena ejercer sobre las logias una rigurosa vigilancia policíaca. En Saboya, supone prácticamente el fin de la masonería. El imperio, afirman los masones, sólo era una sangrienta tiranía que nos oprimió. Centenares de hermanos, asqueados ante esa doblez, presentan su dimisión. Durante los Cien Días, nuevo cambio de la situación: convencida de que el emperador será el más fuerte, la masonería le concede su confianza y rechaza la monarquía.
El 18 de junio de 1815, la batalla de Waterloo supone la muerte de la masonería militar, según Faucher y Ricker. De nuevo en el poder, los monárquicos «depuran» el ejército e instauran el abominable «terror blanco» que diezma muchas logias y destroza la masonería favorable al imperio. En Saboya, los jesuitas aprovechan el vacío dejado por los masones para convertirse en la única autoridad espiritual. Por fortuna, el prefecto de policía de Luis XVIII es el francmasón Decazes, miembro del Supremo Consejo del Rito Escocés. Muy escuchado por el rey, juega una difícil partida y no favorece a la Orden con ostentación, prefiriendo ocupar un justo medio entre las corrientes sociales que salen a la luz en la masonería y los católicos que reclaman la destrucción de la Orden porque fue antimonárquica.
Tres israelitas, los hermanos Bédarnde, eligen este delicado período para fundar el rito de Misraim que no abarca menos de noventa grados. Los Bédarnde detestan a Luis XVIII y su gobierno, abominan de los jesuitas y de cualquier forma de catolicismo; ferozmente ateos, desean el advenimiento de una masonería política que sacuda el inmovilismo del Gran Oriente. Conociendo la afición de los masones por los títulos y las condecoraciones, su cálculo no es desacertado; los noventa grados ofrecen muchas ocasiones de conceder abigarrados cordones. El Gran Oriente muerde el anzuelo y ve con buenos ojos el rito de Misraim. Los Bédarnde, demasiado apresurados, revelan rápidamente sus cartas y la policía disuelve esa rama masónica a la que considera subversiva. Los Bédarnde abandonan París y prosiguen su obra en la región de Besançon, mientras el Gran Oriente afirma, en voz muy alta, que el rito de Misraim es del todo herético.
Los años 1818-1822 no son muy favorables a la masonería. En Francia, algunas logias son dirigidas por ateos que no ocultan sus tendencias revolucionarias. Decazes los vigila muy de cerca y les impide, tanto como es posible, propagar sus ideas. A partir de 1818, los gobiernos español y portugués persiguen a las logias; algunos masones se ven obligados a suicidarse, otros son encarcelados. Alejandro I de Rusia prohíbe la masonería que estaba en pleno florecimiento.
Sin embargo, está claro que ha nacido una fraternidad masónica a escala internacional, como lo prueba un acontecimiento de junio de 1823. El navío holandés Minerva es atacado por un corsario español en las aguas de Brasil. Los corsarios se hacen dueños de la situación y su jefe ordena matar a los pasajeros, entre los que hay masones; éstos, viendo llegada su ultima hora, hacen, por si acaso, el signo de desamparo masónico, ti jefe de los corsarios, que también es un iniciado, exige pruebas suplementarias; los masones le piden que recupere los restos de diplomas masónicos que flotan en el agua. Hechas las comprobaciones, los corsarios masones liberan el barco holandés.
Con el advenimiento de Carlos X, en 1824, sube también al trono un francmasón, pero un masón que se ha alejado de las logias desde hace mucho tiempo y no siente ya afición alguna por la Orden. Amante de las mozas ligeras de cascos, es atormentado sin embargo por la moral y se deja influir por los medios eclesiásticos. Los obispos que se sientan en el Consejo de Estado piden a ese antiguo hermano la supresión de la masonería, que no parece necesaria para la buena marcha de los asuntos del reino. Carlos X vacila; naturalmente, hay algunas logias contestatarias, pero la policía las conoce. Es preferible canalizar la agitación más que hacerla «salvaje» y no tener ya poder alguno sobre ella. Por lo demás, muchos grandes personajes pertenecen todavía a la Orden y el rey no desea disgustarles por una decisión de tono dictatorial. La Francia de 1826 es muy digna; trata de sediciosas las obras de un Diderot y de un Lamennais, condena al editor de las canciones de Béranger, culpable de ultraje a la religión del Estado y de ataque contra la dignidad real. Los masones no chistan y componen canciones a la gloria del monarca:
Carlos, sé nuestro protector,
nuestro sostén, nuestra esperanza,
responde a los deseos de nuestro corazón,
que nuestra Orden sagrada deba a tu benevolencia,
como pago de su amor, la gloria y la felicidad.
En octubre de 1830, durante el primer año del reinado de Luis-Felipe, la masonería organiza una gran fiesta en honor del hermano La Fayette, a quien los americanos han concedido las más altas dignidades masónicas. No se ahorran loas a la nueva conducción del Estado, al admirable rey-ciudadano que dirige Francia, a las grandes libertades que se anuncian. Luis-Felipe rechaza la Gran Maestría de la francmasonería; los masones le han ayudado a tomar el poder, no pide más.
Hasta 1848, la vida masónica es bastante apacible. Thiers introduce a su chivato en la mayoría de las logias y, en cuanto se manifiestan veleidades opositoras, obliga a los dirigentes del Gran Oriente a arrancarlas de raíz.
A partir de 1844, algunos masones se quejan de la mediocridad general de la Orden, que atribuyen a un reclutamiento ciego. Se les responde que cuantos más hermanos tenga la masonería, más fuerte será. El resto carece de importancia. Desengañado, el hermano Clavel escribe: «Tal vez no exista un solo habitante de París que no haya sido insistentemente incitado a hacerse admitir en la sociedad masónica». Los altos grados no encuentran complacencia por parte de él; los llama «masa informe e indigesta, monumento a la sinrazón y a la locura, mancha impresa en la francmasonería por algunos traficantes desvergonzados y a los que el sentido común de los masones habría hecho justicia, hace mucho tiempo ya, si su vanidad no hubiera sido seducida por los títulos y las cruces que forman su obligado cortejo».
La francmasonería de 1847 es un gran cuerpo sin espina dorsal; está enferma de no pensar, de no vincularse a los valores esotéricos que sigue transmitiendo sin tener perfecta conciencia de ello.