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EL DECLIVE DE LA ANTIGUA MASONERÍA (SIGLOS XIV-XVIII)

La gran Edad Media, la de las catedrales, muere con el siglo XIV. Ciertamente, se construyen aún iglesias, se esculpen obras maestras, se transmite todavía una enseñanza iniciática por medio de las «imágenes». Pero el estado de ánimo cambia a partir de la desaparición de los templarios; los francmasones no gozan ya de una protección tan poderosa y en adelante tendrán que enfrentarse con las autoridades civiles y religiosas sin la mediación de la orden caballeresca asesinada. El siglo XIV ve el nacimiento de la burguesía reconocida como valor social, del comercio capitalista y de la guerra en estado endémico. Algo se ha roto en el alma de los europeos, y aparecen las desgracias: epidemias y hambrunas siegan numerosas vidas, cierta animosidad perturba las relaciones humanas.

De hecho, se inicia una gran crisis religiosa; cada vez se cree menos en las enseñanzas de la Iglesia, pues demasiados sacerdotes traicionan sus deberes y no respetan el Evangelio. ¿Cómo encontrar una nueva moral en un mundo donde el dinero y la ambición comienzan a ocupar el primer lugar? El espectro de la muerte aparece en la iconografía, ha llegado el tiempo de vivir como apetezca.

Poco tiempo después del suplicio de Jacques de Molay, en 1314, el Parlamento de París proclama un decreto inspirado por Felipe el Hermoso: el cargo de carpintero real es suprimido, pues quienes lo ocupaban tenían siempre vínculos con el Temple. Los Francmasones no tienen, pues, ya, representante oficial en el seno del gobierno. Como una catástrofe nunca viene sola, disensiones internas agitan a las cofradías; en 1322, algunas logias se convierten en cismáticas. Sabemos muy poca cosa de estos acontecimientos e ignoramos la causa de esta escisión.

En abril de 1326, el Concilio de Aviñón propina un nuevo golpe a los masones: condena secretamente a las cofradías profesionales por su voluntad de secreto, sus signos particulares, sus contraseñas, su lenguaje esotérico y sus símbolos. La fraternidad iniciática disgusta mucho a los miembros del consejo; crea un «círculo cerrado» en el seno de la cristiandad. En el colmo de la herejía, los masones eligen a maestros que dirigen la comunidad sin preguntar la opinión de la Iglesia y según principios espirituales que no están por completo de acuerdo con el dogma. Las grandes fiestas anuales de los masones compiten con las fiestas religiosas y apartan a los buenos cristianos de la ortodoxia. Esta vez, la amenaza es seria; la sociedad medieval se descompone progresivamente y la Iglesia no tiene ya confianza, al parecer, en las cofradías que le han ofrecido un magnífico atavío de catedrales, abadías y monasterios.

Mientras que el conflicto entre la Iglesia y la francmasonería parece inevitable, el papa Benedicto XII aparta de pronto esas sombrías perspectivas. En 1334, confirma todos los privilegios anteriormente concedidos a los albañiles e ignora de modo deliberado las condenas de los concilios. En 1363, Raymond du Temple se convierte en Maestro de Obras del rey Carlos V; lo seguirá siendo hasta 1405 y sabrá ganarse la confianza del monarca, del que fue incluso consejero y amigo. Muy escrupuloso masón, Raymond du Temple obtuvo, para la cofradía, ser escuchado en la corte real y cumplió su función de Gran Maestro con una nobleza que impresionaba favorablemente; arreglaba todos los conflictos acaecidos en el interior de la Orden, tanto si se trataba de un problema esencial, como la elección del plano de un edificio, como si era una nadería, como una pelea entre dos masones.

Sin duda gracias a Raymond du Temple, la masonería francesa atravesó la segunda mitad del siglo XIV sin topar con el poder y obtuvo encargos suficientes para hacer vivir al conjunto de los miembros de la cofradía.

Hacia 1370 se redactan en York unos reglamentos masónicos que siguen a las ordenanzas de 1352. Se trata de cartas y constituciones que forman lo que se denominan los «Antiguos Deberes» de los que existirán más de ciento treinta versiones entre 1390 y los inicios del siglo XX. Es, indiscutiblemente, el gran acontecimiento masónico del siglo XIV; por primera vez, los albañiles constructores ponen por escrito una pequeña parte de su regla de vida. Esta necesidad de legislación no es un progreso, muy al contrario. Los maestros la sintieron porque temían por el porvenir espiritual y material de la Orden. ¿Qué extraer de esos manuscritos? Sabemos por ellos que una plegaria abre regularmente las asambleas masónicas y que los iniciados deben celebrar obligatoriamente fiestas anuales. El que solicita la entrada en la masonería es objeto de un período probatorio, durante el que se examina su capacidad; en su admisión, presta un juramento de fidelidad a la Orden y jura mantener los secretos que le sean confiados.

La mayoría de los manuscritos insiste en los orígenes legendarios de la francmasonería, creada por Dios en la primera mañana del mundo; los hemos recordado en un capítulo anterior. David, Salomón, Euclides, Pitágoras están entre los antiguos grandes maestros que enriquecieron la Obra con sus conocimientos esotéricos; se celebra de buen grado la memoria del gran rey Eduino, cuya acción ya hemos evocado. Grandes señores, afirman los manuscritos, han practicado siempre el arte real de la geometría; las reglas interiores y los reglamentos administrativos se establecieron para permitir que los iniciados vivan en comunión y aprendan a respetar sus deberes.

La más importante de las reglas, que figura ya en los anales de la abadía de York, en 1370, es sin duda la de la unanimidad. Cualquier decisión, en efecto, tiene que ser sometida al consentimiento unánime de los maestros y de los vigilantes. De lo contrario, no tendrá valor alguno. Se preservaba así el cemento fraterno y la coherencia de las logias.

A nuestro entender, los maestros de obras del siglo XIV tenían perfecta conciencia de la inestabilidad de su época. Sensibles a las advertencias del Concilio de Aviñón, estimaron que la «revelación» de algunas leyes propias de su organización atenuaría el carácter peligroso del secreto. Ofreciendo al «público» la imagen de una corporación regida por estrictas leyes, los responsables masónicos ponían de relieve la honorabilidad de su institución y probaban que no toleraba desorden alguno. Cada vez más aislada, la masonería teme una acción violenta semejante a la que destruyó a los templarios; modestamente, se rebaja al rango de una corporación entre tantas otras y predica la disciplina de sus adeptos que, sin duda, no tienen la menor intención de meterse en política.

Los manuscritos hablan con abundancia de los «cuatro coronados», a los que se representa como santos patronos de la Orden. «Los cuatro coronados», dice la leyenda dorada, «fueron Severo, Severiano, Corpóforo y Victorino, que, por orden de Diocleciano, fueron azotados con látigos de plomo hasta que murieron. Primero sus nombres eran desconocidos, pero, mucho tiempo después, Dios los reveló. Se decidió entonces que su memoria se honraría con los nombres de otros cinco mártires, Claudio, Castorio, Sinforiano, Nicostrato y Simpliciano, que sufrieron dos años después de ellos. Ahora bien, estos últimos mártires eran hábiles escultores que, habiéndose negado, ante Diocleciano, a esculpir un ídolo y a hacer sacrificios a los dioses, fueron colocados vivos en cajas de plomo y lanzados al mar hacia el año del Señor 287». La leyenda es embrollada; según un texto del siglo IV, cuatro escultores llamados Claudio, Castorio, Sinforiano y Nicostrato habían aceptado hacer para Diocleciano estatuas y columnas con capiteles. Cuando el emperador encargó una estatua de Esculapio, se negaron. Hubo, pues, en total, nueve mártires cuyo número fue reducido luego a cuatro. Están representados, especialmente, en una clave de bóveda de la iglesia de Chars, rodeando al cordero místico.

Los masones alemanes fueron los primeros en reconocer a los cuatro coronados como santos patronos. Significaba la universalidad de la francmasonería y esa elección no dejaba de relacionarse con la situación histórica; al igual que los iniciados de la antigüedad habían sido torturados por un emperador cruel, así los masones tal vez tendrían que sufrir, muy pronto, la tiranía de gobernantes que no comprenderían su misión sagrada.

Tan fundados temores procuraron a la antigua masonería algunos años más de existencia; en 1396, a numerosos obreros que trabajan en la catedral de Canterbury algunos les llaman «francmasones». Tallan la piedra con el cincel y la escoda, ejecutan grandes esculturas y tienen a sus órdenes «hermanos sirvientes». Como escribe Marcel Aubert, «parece que, poco a poco, el término “francmasón” designa a los albañiles más hábiles, que forman un cuerpo superior aparte». Esa élite artesanal y espiritual se encuentra por completo resumida en la máxima, justamente célebre, del Maestro de Obras parisino Jean Mignot: «El arte sin la ciencia no es nada».

A finales del siglo XIV, el termino «francmasón» ha entrado en las costumbres; la cofradía es poderosa y respetada aún, pues mantiene la prueba de la obra maestra que debe realizar el neófito para formar parte de la Obra. Todos saben que solo los francmasones son capaces de levantar grandes edificios y llevar a cabo las más difíciles obras de arquitectura y escultura. Advirtamos que no existe organismo masónico central que tome decisiones para la totalidad de las logias europeas; cada logia conserva su autonomía hasta el punto de que emplea el manuscrito de los «Antiguos Deberes» que más le conviene.

Debe señalarse una importante innovación; se construyen más logias permanentes que se convierten en lugares de reunión habituales. Antaño, se desmontaba la logia construida a lo largo de un muro de la catedral que estaba levantándose.

El siglo XV se inicia, para las cofradías masónicas, con un acontecimiento dramático: en 1401, en Orleans, se produce una escisión en los compañerismos. Los Compañeros del Deber de Libertad reclaman su autonomía, no deseando ya estar enfeudados a la Iglesia, por poco que sea. Los demás masones mantienen cierto apego a la religión. Esta crisis de conciencia interna se conoce rápidamente en el exterior; en Chartres, por ejemplo, se suprimen los privilegios de los albañiles. En 1404, el Gran Maestro Raymond du Temple desaparece, siendo ésta una cruel pérdida para la Orden, que es muy criticada en Francia. En Inglaterra, el arzobispo de Canterbury está a la cabeza de la francmasonería desde comienzos de siglo. Le proporciona así un aval oficial.

Hacia mediados de siglo, los maestros de obras comprenden que es preciso definir de nuevo las bases de la masonería, sospechosa de herejía. En 1459, diecinueve maestros y veintiséis compañeros se reúnen en Ratisbona bajo la presidencia de Jost Dotzinger, maestro de la Logia de Estrasburgo cuya gloria brilla todavía en toda Europa. Deciden revisar las antiguas costumbres de las logias y redactar nuevas Constituciones para los canteros. Los reglamentos de Ratisbona y las Constituciones de Estrasburgo concretan varios puntos de la regla de vida de los iniciados y se aplicarán todavía a comienzos del siglo XVlll.

Revelemos algunos detalles: la jerarquía comprende tres grados: Aprendiz, Compañero y Maestro. Ningún profano será admitido en las asambleas masónicas que sólo acogerán a los iniciados que hayan pasado por las pruebas rituales. La Orden se gestiona a sí misma en el plano administrativo y se hace su propia justicia. Los saludos y los signos particulares de la cofradía se mantienen, el simbolismo sigue siendo la base de la enseñanza masónica. Los hermanos se reunirán regularmente para trabajar en problemas de orden espiritual o técnico; celebraran banquetes rituales que no deben degenerar en borrachera, pues el francmasón respeta en cualquier circunstancia la dignidad del hombre iniciado. En el trabajo, será preciso buscar siempre la perfección sin por ello glorificar al obrero que es sólo el instrumento de Dios. Por ello, todo masón es obligatoriamente un hombre de fe.

Jost Dotzinger y sus hermanos insisten especialmente en un punto: el secreto masónico ha de mantenerse íntegro y ningún albañil tendrá derecho a divulgar ni el más mínimo detalle. La importante reunión de 1459 tenía un objetivo principal: ¿había que abrir la francmasonería al mundo exterior y ofrecer a todos sus riquezas? En su alma y conciencia, los maestros respondieron negativamente. La época no les parecía preparada para semejante transmisión; consideraron que afrontaban los rigores de una edad sombría y que la única solución benéfica consistía en replegarse en sí mismos, a la espera de días mejores. Los acontecimientos sucesivos iban a darles la razón.

En 1495, parte de Inglaterra un inesperado ataque contra la masonería. El rey Enrique VIII detesta las asambleas secretas de los masones que, a su juicio, están en desacuerdo con su modo de gobernar e intentan ponerle trabas. Para quebrar el poder de la Orden, prohíbe el uso de los signos de reconocimiento. Esta decisión, bastante ingenua y prácticamente inaplicable, no tendrá consecuencia alguna.

A finales del siglo XV, la francmasonería tiene más de treinta mil miembros, los más influyentes de los cuales se encuentran en Alemania. Viajan mucho todavía, efectuando verdaderas giras por Europa durante las que identifican los innumerables signos lapidarios grabados en los edificios, signos que forman «la más noble y la más recta organización fundamental de los canteros». Sin duda de esta época data un relato que los masones aprecian mucho: un viandante observaba a tres obreros que trabajaban en una obra. «¿Qué hacéis?», les preguntó. «Me gano la vida», respondió el primero. «Tallo una piedra», respondió el segundo. «Construyo una catedral», respondió el tercero, que era un compañero iniciado.

Los maestros no consiguieron impedir una evolución de la que es difícil decir si fue más beneficiosa que perjudicial: la aceptación de no profesionales en las Logias. Por aquel entonces, no se trataba aún de intelectuales y filósofos sino de herméticos, de antiguos templarios, de afiliados al catarismo, de diversos sectarios relacionados, de cerca o de lejos, con un esoterismo cuya calidad es discutible a veces. Puesto que la intolerancia comienza a reinar en varios Estados europeos, todos los que desean entregarse a búsquedas espirituales al margen del dogmatismo afluyen hacia la francmasonería, cuyo potencial simbólico y cálida fraternidad son conocidos. Los maestros masones no niegan la entrada en el templo a esos hombres que persiguen ardientemente una verdad.

En el amanecer del siglo XVI se produce la muerte de la epopeya medieval. Los masones llamados «aceptados» son cada vez más numerosos en las logias donde los auténticos constructores se hacen escasos. Tras los herméticos llegan los burgueses, los sacerdotes, los gentilhombres y los noblecillos. El medio social que compone la francmasonería queda del todo trastornado y la reacción no se hace esperar: los «operativos» y los manuales abandonan la masonería y crean un Compañerismo, bien organizado ahora, que se opone resueltamente a la burguesía del dinero, a la Iglesia corrupta y a toda forma de autoridad secular.

Hemos llegado a la dramática ruptura entre los francmasones y los compañeros. Estas dos órdenes brotaron, sin embargo, de la misma tradición, utilizan los mismos símbolos, practican la misma iniciación. Los primeros ceden ante la presión de su época, los segundos quieren seguir siendo constructores y mantenerse al margen de los trastornos sociales. Habrá que esperar a la segunda mitad del siglo XX para que tímidos intercambios de puntos de vista unan de nuevo a ambas Órdenes.

Los poderes constituidos no ignoran la nueva situación y desconfían del carácter revoltoso de los compañeros. En julio de 1500 y en julio de 1505, el Parlamento de París publica dos decretos que prohíben, pura y simplemente, las reuniones de albañiles y carpinteros, so pena de confiscación de sus bienes y de destitución profesional. Al parecer el Parlamento había recibido numerosas quejas sobre el estado de degradación moral que reinaba en aquellas asambleas; está prohibido, pues, que «a la sombra de cofradía, misa, servicio divino u otra causa y color, sea cual sea, se reúnan». Están prohibidos también los banquetes, las ceremonias de iniciación y la percepción de derechos de entrada en la Orden, bajo pena de castigos corporales. El conjunto de estas medidas es recordado por el Parlamento en 1506.

Occidente intenta aniquilar las cofradías que, durante varios milenios, crearon sus formas artísticas. Los Compañeros no se doblegan; se ocultan, pero no interrumpen sus trabajos. En otros países, fundan agrupaciones que reciben la protección del Estado o de altos personajes; en Inglaterra, el gremio de constructores ve la luz en 1509, bajo el patronazgo de san Juan y con la aprobación de la Iglesia. En 1512, nace en Florencia la Compañía de la Llana de la que forman parte arquitectos y alquimistas que se codean con miembros de la familia de los Médicis.

En 1515, Francisco I sube al trono de Francia, que ocupará hasta 1547. Bajo su reinado, el espíritu del siglo XVI transforma todas las estructuras anteriormente adquiridas, ya sean espirituales, artísticas o políticas. La nobleza de corte exhibe a plena luz sus vanidades, la cultura del intelecto sustituye la del alma y el clero se hace mundano. Un tal Octavien de Saint-Gelais, obispo de la ciudad de Angulema donde subsisten tantos tesoros masónicos, ya sólo es un amable poeta encargado de distraer a las favoritas del rey. El comercio se levanta contra la artesanía; en adelante, no hay ya «actuante» u «operativo», sino sólo obrero, es decir, gente considerada como pobres tipos sin inteligencia que forman la clase más baja de la sociedad.

Los banquetes de las cofradías son prohibidos de nuevo en 1524, porque turban la seguridad del reino. Un decreto idéntico se publica en 1539, en 1576 y en 1579: todos son inoperantes y contribuyen a hacer más secretas aún las reuniones masónicas. Detalle curioso: son los Compañeros perseguidos por el poder quienes construyen la totalidad de los castillos del Loira.

Los años 1534-1535 son extremadamente turbulentos. Los protestantes más vindicativos son encarcelados y, a veces, ejecutados. Entre ellos había francmasones que no eran los menos virulentos en sus críticas al catolicismo. El año 1534 es, también, el de la fundación de la orden de los Jesuitas por san Ignacio de Loyola, en Montmartre. Ciertamente, por aquel entonces los masones ni siquiera sospechaban aún la importancia del hecho.

Un personaje sorprendente, el obispo de Colonia Hermán, considera que el destino de los constructores está seriamente amenazado y que es preciso definir de nuevo el papel de la francmasonería con respecto a los grandes problemas de su tiempo. Por ello, en 1535, provoca la gran asamblea de Colonia donde se reúnen delegados masónicos procedentes de todas las grandes capitales europeas. Su primer trabajo consiste en redactar una carta en la que se afirma la antigüedad de la institución y su profunda originalidad. Se decide conservar los símbolos y las palabras rituales y se sigue reivindicando el patronazgo de san Juan. Se precisa también que una logia que desee iniciar a un profano debe tener, al menos, siete hermanos colocados bajo la dirección de un maestro. Las bases tradicionales de la Orden se conservan en su conjunto.

La reunión de Colonia es, sobre todo, la de la duda y la angustia. Los albañiles son atacados por todas partes y se preguntan por su futura utilidad en la sociedad. ¿Son capaces de hacer que renazca un arte sagrado y provocar, así, una renovación de los encargos arquitectónicos? La tendencia estrictamente artesanal es minoritaria, y nadie puede proponer soluciones concretas. El centro de las conversaciones es la religión. El catolicismo, poderoso aún, pierde terreno en Europa, especialmente en Inglaterra; ¿la francmasonería en su conjunto debe adoptar, con respecto a la fe, una actitud muy clara?

La cuestión se elude por fin y se adopta un texto según el cual los hombres repartidos por la superficie de la tierra sólo son los miembros dispersos de un mismo cuerpo; por consiguiente, es preciso amar a todos los hombres como a hermanos.

Esta declaración de intenciones no oculta el fracaso de la asamblea reunida en Colonia. Los masones se han interrogado mutuamente sobre su vocación, que parece antañona para unos, herética para otros. Sienten que su Orden vela verdades esenciales o, ¿cómo darles un lugar suficiente en el mundo del siglo XVI?

Los canteros profesionales siguen siendo insensibles a esos casos de conciencia; en 1516, publican los reglamentos de Estrasburgo cuyo tema es la adopción de las marcas y los blasones propios de la cofradía; el artículo que trata de los escudos de los maestros está redactado así: «Dado que, en honor del oficio, se ha hecho establecer un largo cuadro común, de acuerdo con los antiguos estatutos y a cargo de la tribu, se ha decidido y ordenado que cada miembro puede colocar allí su escudo. Si alguien se va por fallecimiento, debe sacarse su escudo y colocarlo en otro cuadro hecho para eso, adelantando los demás para que los descendientes puedan ver cuáles han sido sus antepasados y cuándo vivieron». Ningún maestro puede cambiar su «marca de honor» por propia voluntad; es el «oficio» el que se lo concede.

Como puede verse, los artesanos se interesan por su filiación tradicional y la organización interna de sus cofradías. De una vez por todas, han rechazado una sociedad materialista donde encuentran, simplemente, ocasión para ejercer el oficio; dejan a los francmasones, sus hermanos en espíritu, la tarea de debatirse con los problemas de la civilización.

En 1561, los francmasones celebran en York su asamblea anual. La reina hugonota Isabel, que había subido al trono de Inglaterra en 1558, recurre a sus soldados que reciben la orden de mandar a los masones a sus hogares, tras haber prohibido la reunión. Preside Sackville; recibe a los soldados de Isabel con la mayor calma e inicia una discusión. Acaba convenciéndoles para que depongan sus armas y les invita, incluso, a participar en los debates. Según algunos relatos, habrían sido sencillamente iniciados en los misterios de la masonería en cuanto llegaron a York. Isabel, sorprendida por el valor y la dignidad de los masones, abandona cualquier represión; temía su catolicismo, afirma, pero toma conciencia de que la francmasonería no siente deseo alguno de luchar contra la corona. Por lo tanto, toma a la Orden bajo su protección tras haber intentado perseguirla.

A partir de 1599, vemos aparecer documentos masónicos administrativos, por ejemplo las actas de la logia Saint Mary’s Chapel, en Edimburgo. La primera acta de iniciación dataría del 9 de enero de 1598, fecha en la que Alexandre Cerbie habría sido admitido en una logia de Escocia. Es el comienzo de la era del papeleo y de la reglamentación administrativa, que muy pronto gravitará sobre el conjunto de las logias.

En Escocia, es el fin de una mutación decisiva; las logias están ahora fijas en las ciudades y, por eso, son más fácilmente accesibles a los profanos. Esos artesanos mantienen la dirección de la mayoría de ellas y siguen la antigua tradición; sin duda por eso, la masonería llamada «escocesa» será considerada a continuación como el más respetuoso de los ideales de la masonería primitiva.

Detengamos un instante nuestro relato y echemos una mirada a ese siglo XVI, tan desfavorable para la francmasonería. Dos escritores franceses, Montaigne y Rabelais, resumen bastante bien, a nuestro entender, los valores de ese tiempo. Montaigne es un gran burgués, ama por encima de todo su individualismo y no siente especial afecto por las comunidades y las cofradías. Filosofar y meditar son, para él, tareas esenciales; y eso exige aislamiento e independencia. Montaigne detesta a los arquitectos que se hinchan con esas «grandes palabras» como pilastras, arquitrabe, dórico o jónico; es un intelectual y un hombre respetable que no se preocupa en absoluto por la tradición iniciática. Rabelais, en cambio, se apasiona por esta tradición. Muy probablemente estuvo afiliado a la francmasonería y se entregó durante muchos años a la práctica de la astrología y de la alquimia; amigo de Philibert Delorme, maestro de los masones del reino, frecuenta también los círculos herméticos y las escasas organizaciones caballerescas que subsisten aún. Rabelais es un «especulativo», un pensador, pero sabe concretizar su experiencia iniciática con la escritura. Montaigne por un lado, Rabelais por el otro; dos estilos de vida que se ignoran, dos tipos de personajes a quienes los francmasones observan con atención sin percibir perfectamente su razón de ser.

En 1600, la logia masónica más importante es la de Edimburgo. Acepta en sus filas a un «especulativo puro», es decir, a un pensador que no se interesa en absoluto por el trabajo manual. El ejemplo será seguido un poco por todas partes. En 1607, el arquitecto Iñigo Jones es el Gran Maestro de los masones ingleses. Jones no es ya un Maestro de Obras tradicional sino un hombre cultivado y brillante que disfruta los placeres mundanos. Sus preferencias se dirigen al estilo italiano académico, desprovisto de cualquier simbolismo y de cualquier esoterismo. A partir de 1620, podemos afirmar que la antigua masonería es claramente minoritaria con respecto a los intelectuales que proporcionan, ahora, los mayores contingentes de masones; poco a poco, la antigua cofradía se convierte en una «sociedad de pensamiento» que ignora los compañerismos obreros. Con toda naturalidad, las logias masónicas comienzan a interesarse por todas las ideas nuevas y por todas las doctrinas extrañas que atravesarán, de manera subterránea, el siglo XVII.

En 1623, unos curiosos carteles adornan los muros de París. Están firmados por cierta cofradía de rosacruces cuyos miembros hablan todas las lenguas. Que los hombres de buena voluntad se unan a ellos; les harán invisibles y les transportarán al país que elijan. Que los postulantes tengan cuidado, sin embargo; si sus intenciones no son puras, nunca encontrarán el refugio de los Hermanos Rosacruces. Ya en 1614, el movimiento rosacruz era conocido en Alemania, donde había publicado importantes textos esotéricos. La rosa era símbolo del secreto; reunirse «subrosa», bajo la rosa, es celebrar un banquete iniciático donde cada comensal intenta descubrir el misterio de la vida. Los rosetones de nuestras catedrales y la rosa de oro ritual del papa atestiguan la antigüedad de este pensamiento. Curiosamente, se ve en el sello de Martín Lutero una cruz en cuyo centro hay una rosa.

Los misterios rosacruces han hecho correr mucha tinta y nos preguntamos aún sobre sus relaciones exactas con la francmasonería. Ciertamente, los masones celebran su mensaje en el nivel de los altos grados que lleva el nombre de «rosacruz» y algunos pensaron que el enigmático movimiento del siglo XVII era un mito creado, pieza a pieza, por los masones apasionados por el esoterismo. Uno de los más célebres rosacruces, Johann-Valentin Andreae (1586-1654), fue abad de Bebenhausen y mantuvo contacto con los constructores.

El cartel de 1623 daba otras precisiones; los rosacruces no conocen el hambre, ni la sed, ni la vejez. Tienen un Libro Sagrado en el que se revelan todos los secretos del universo, un libro donde se dice todo. Para conocerles, hay que tener ojos más penetrantes que el águila, que es el único ser que puede mirar la luz sin abrasarse los ojos; el águila figura, por lo demás, en los altos grados masónicos. Los rosacruces fundarán una sociedad nueva tras haber destruido el poder del papa, al que identifican con el Anticristo. Prosiguen la obra de su fundador, Christian Rosenkreutz (es decir, Cristian Rosa-Cruz), el gran viajero que recibió numerosas iniciaciones y murió a la edad de ciento seis años. El emplazamiento de su tumba sólo lo conocen algunos iniciados; este detalle evoca el mito de Maese Hiram cuya sepultura sólo es accesible, igualmente, a los maestros.

Los textos de los rosacruces son de un grandísimo interés; demuestran su extenso conocimiento del simbolismo esotérico y atestiguan, igualmente, un gran dominio de la arquitectura tradicional. Sin afirmar nada de modo definitivo, puede suponerse que miembros de la masonería tradicional intentaron, moldeando el mito rosacruz, llevar a la iniciación a cierto numero de personas por la vía de lo extraño y lo maravilloso, que agrietaba un poco el estrecho racionalismo del siglo XVII.

En 1634, la Logia de Edimburgo admite a tres nobles que, luego, no la frecuentaran demasiado, Es sin embargo una evolución importante; tras haber recibido a no manuales, la masonería comienza a interesarse por las más altas clases de la sociedad profana.

De 1642 a 1649, Inglaterra es desgarrada por la guerra civil, católicos, anglicanos y presbiterianos se degüellan mutuamente y las matanzas suceden a las ejecuciones. Bajo el ministerio de Mazarino, Francia no vive días menos sombríos y la Fronda deja el país revuelto y arruinado. En 1645, la Facultad de Teología de París condena las perniciosas asambleas de los Compañeros que siguen desaprobando cualquier régimen político y criticando el comportamiento de la Iglesia. Es el inicio de un verdadero «fuego a discreción» contra los constructores, que durara hasta 1655. Los Compañerismos se declaran sacrílegos e impíos y la Compañía del Santo Sacramento hace investigaciones para desacreditarlos. La francmasonería no interviene.

En 1645, un tal Elías Ashmole (1617-1692) es iniciado en una logia masónica de Lancashire. Ashmole es astrólogo, alquimista, físico y matemático; de inagotable curiosidad, ocupará el cargo de heraldo de armas en la corte de Carlos II y contribuirá a acentuar las tendencias herméticas de la orden. Un listado de los miembros de una logia de Aberdeen, en 1670, es por otra parte muy significativo: tiene treinta y nueve «especulativos» y sólo diez «operativos». Los pensadores prevalecen definitivamente sobre los artesanos.

En 1673, Colbert, que desprecia las ciencias paralelas como la astrología y la alquimia, establece una muy severa reglamentación para uniformizar al máximo las múltiples corporaciones. Suprime las franquicias medievales que estaban todavía en vigor y ordena una revisión de los antiguos estatutos. Obsesionado por la idea de una posible conspiración contra el Estado, introduce «soplones» en las logias masónicas y de compañerismo.

En 1688, el rey Jacobo II Estuardo, exiliado en Saint-Germain on-Laye, funda probablemente una logia masónica en aquel lugar, con la bendición de Luis XIV. Desde 1649 miembros de la nobleza, escocesa habían encontrado refugio en Francia, tras la ejecución de Carlos I; con ellos y con algunos fieles soldados, Jacobo II inaugura la primera masonería escocesa en Francia. Para muchos masones, esta fecha de 1688 es fundamental; los escoceses habrían introducido en Francia los ritos más antiguos, inspirados en las iniciaciones de los constructores y en la tradición templaría.

Luis XIV nada tenía que temer; podía vigilar muy fácilmente la actividad de los masones y, además, la personalidad de Jacobo II le gustaba. Recibirá, incluso, de su parte, el abrazo fraterno en Saint-Germain.

En 1697 aparece el Diccionario histórico y critico de Fierre Bayle que da a conocer en toda Europa las razones por las que es necesario no caer en una creencia ciega en Dios. Bayle predica la tolerancia y el análisis discursivo; su tesis podría resumirse así: el hombre que cree sin reflexionar no es un hombre que piensa, es un esclavo de tradiciones antañonas que dañan el progreso de la humanidad. La historia sagrada, a su entender, sólo es una gran mentira destinada a servir al poder de las Iglesias. Inmediatamente, católicos y protestantes critican a Bayle sin el menor miramiento; su libro obtiene, sin embargo, un gran éxito y muchos masones lo estudian con interés. Les procura argumentos contra ese poder eclesiástico que, tras haberles apoyado durante siglos, se ha vuelto contra ellos.

El último Gran Maestro de la antigua masonería, Christopher Wren, debe abandonar su puesto en 1702, a causa de sus opiniones religiosas. Había dirigido la construcción de la catedral de Saint-Paul, la ultima obra masónica tradicional. Esta vez, la antigua masonería exhala su último suspiro. Los artesanos, prácticamente excluidos de la Orden que habían animado desde las primeras edades de la humanidad, entran en los Compañerismos que son condenados y prohibidos por todas las autoridades civiles y religiosas. La escisión entre Francmasonería y Compañerismo se consuma definitivamente; el gran cisma de la tradición iniciática de Occidente separa a los iniciados en «pensadores» y «artesanos», abriendo un profundo foso entre hermanos que, hasta entonces, habían permanecido unidos para ennoblecer su civilización. En adelante, nos consagraremos sólo al destino de la francmasonería que, conservando sus símbolos y sus rituales ancestrales, cambia de naturaleza.