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LOS ADEPTOS DE MITRA Y LA INICIACIÓN ROMANA

La civilización romana no brilla, precisamente, por sus cualidades espirituales y religiosas. A pesar de la tuerza de la religión de Estado, enfeudada por lo demás a la política, Roma da la imagen de una nación militar preocupada, sobre todo, por la expansión material y económica. Sin embargo, Roma es la culminación de las grandes civilizaciones antiguas que habían conocido la primacía del espíritu; acogió en su seno tendencias iniciáticas, tolerándolas a condición de que las cofradías se limitaran a sus trabajos esotéricos y no se entregaran a la política.

El gran movimiento iniciático que empapó la civilización romana es, indiscutiblemente, el mitraísmo. Mitra, antiguo dios iraní de la luz, penetró en Europa en el siglo I a. C. por medio de los marinos procedentes de Cilicia. Se decía que había brotado de un árbol o de una piedra, llevando un globo en una mano y el zodíaco en la otra. Tras numerosas peripecias, había abandonado esta tierra tras un banquete en compañía del sol. Esos progresos del culto y el reclutamiento de los adeptos siguen siendo muy misteriosos; ni siquiera se conoce el «programa» original de la secta que tuvo un inmenso éxito en la Roma de los siglos II y III de nuestra era; Trajano hizo construir incluso un mithraeum en su villa del Aventino y las más altas autoridades civiles protegieron a la cofradía. En 308, es el apogeo; Diocleciano, Cialeno y Licinio van a Carnutum, cerca de Viena. Allí proceden a la consagración de un templo de Mitra y reconocen al dios como protector supremo del poder imperial. «Si el cristianismo hubiese sido detenido en su crecimiento por alguna enfermedad mortal», escribió Ernest Renán, «el mundo habría sido mitraísta».

Las más graves dificultades siguieron muy de cerca al apogeo; ciertamente. Juliano el Apostata, ferozmente anticristiano, concederá sus favores al culto de Mitra. Las legiones romanas lo practicaban con fervor y lo implantaban en todas partes por donde pasaban. Inquietos, los jefes del cristianismo están muy atentos y sus intrigas acaban teniendo éxito; en 389, en Alejandría, unos revoltosos atacan un templo de Serapis y un templo de Mitra. Pese a la resistencia de los sacerdotes, saquean los lugares santos y dejan a sus espaldas numerosos muertos. Esa locura destructora sucedía a los graves acontecimientos de 377, durante los que el prefecto Graco había dado órdenes de devastar un mithraeum en Roma. El instigador de esos actos violentos no era sino Ambrosio, arzobispo de Milán. En febrero de 391, un decreto prohíbe los cultos paganos en Roma; en noviembre de 392, cualquier práctica pagana, incluso en privado, queda rigurosamente prohibida. Es un golpe mortal para el mitraísmo, sobre todo porque su mayor apoyo, el ejército romano, se debilita cada vez más. En los primeros años del siglo v, no hay ya rastro de grandes celebraciones en honor de Mitra. Sin embargo, esa excepcional sociedad secreta se había implantado en Italia, en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en España y en muchas otras regiones, llegando hasta los límites del imperio romano; el mayor templo de Mitra, que tiene veintiséis metros de largo, se encuentra en Sarmizegetusa, en Rumanía. Sin duda fue en Alemania, lugar en el que el mitraísmo precedió al cristianismo, donde tuvo más éxito; los mithraea eran muy numerosos, los trabajos esotéricos de los iniciados se concretizaron en representaciones artísticas que nos permiten conocer el pensamiento de la secta.

Los templos de Mitra son por lo general bastante pequeños, puesto que no estaban destinados a una gran multitud; en todo caso, simbolizan el cosmos. La bóveda equivale al firmamento estrellado y el conjunto debe presentarse como una gruta relativamente oscura; a cada lado del eje central están dispuestas banquetas en las que se sientan los iniciados. Al fondo, un gran panel esculpido muestra al dios Mitra matando al toro; por ese acto, se convierte en dueño de la energía misteriosa que crea la vida y propone a los adeptos que sigan su ejemplo. Junto a la hornacina donde se alberga la escultura, brilla eternamente una llama. Advirtamos, de paso, que la disposición de los templos masónicos contemporáneos es prácticamente idéntica a la de los templos de Mitra. Al igual que el dios llevaba un gorro frigio, así el Venerable que dirige las ceremonias en el grado de Maestro Masón lleva el sombrero de los maestros de obras que fue, a veces, simbolizado en la Edad Media por el gorro mitraico. En algunos lugares, el mithraeum propiamente dicho es precedido por un vestíbulo que incluye una sala de espera para los postulantes; corresponde al «gabinete de reflexión» de la masonería donde el neófito muere para el hombre viejo.

Advirtamos también la importancia del número siete, el del Maestro Masón; además de los siete grados del mitraísmo que trataremos más adelante, existen también edificios cuyo módulo es siete, como el mithraeum de Ostia, el templo de las siete esferas que constituyen el universo. Las siete puertas del lugar santo simbolizan los siete grados de la iniciación, y eran representadas incluso, en mosaico, en algunos suelos.

Cuando un profano solicitaba su admisión entre los adeptos de Mitra, sufría una larga preiniciación en la que recibía una primera enseñanza que se refería, principalmente, a la astrología, las relaciones del hombre con el universo y los primeros rudimentos de la lengua de los misterios. Si los adeptos consideraban que el neófito tenía posibilidades espirituales, intelectuales y morales para participar en sus trabajos, le hacían prestar un juramento cuyo texto se ha conservado: «Juro», decía, «con toda certeza y toda buena fe, conservar el secreto de los misterios. Que la fidelidad a mi juramento me sea benéfica, pero que la indiscreción me sea maléfica».

Sobre la ceremonia de iniciación que señalaba la entrada en la Orden, disponemos sólo de informaciones fragmentarias. Son sin embargo muy interesantes y serán retomadas por la masonería. El neófito, completamente desnudo, tenía los ojos vendados y las manos atadas, como se ve en el mithraeum de Capua. En el momento principal de la ceremonia, el postulante se tiende en el suelo para simbolizar un cadáver; antes, había sido empujado por la espalda pero un adepto le había impedido caer brutalmente al suelo. El neófito ocupa, pues, el lugar del iniciado asesinado por la incomprensión de los hombres; el papel de la comunidad es resucitarle y hacer revivir el espíritu en cada nuevo adepto. Se mostraba, incluso, al postulante, una espada empapada en sangre; era la que se había utilizado en el asesinato del Maestro, la que se utilizaría para castigar al perjuro. Naturalmente, se procedía a las pruebas de la tierra, el aire, el agua y el fuego. En la tercera prueba, por ejemplo, el iniciado cruzaba un foso lleno de agua y en la cuarta, pasaba por encima de un brasero. Al finalizar la ceremonia, el nuevo adepto estrechaba la mano derecha del «Padre», el presidente de la asamblea. Esos detalles, demasiado escasos, están tan cerca del ritual masónico que podemos imaginar una transmisión ininterrumpida del ideal mitraico a partir del siglo IV d. C. Como suele suceder, la supresión de la secta no se vio acompañada por una supresión de su mensaje.

La iniciación completa comprendía siete grados. El primero se llamaba «Cuervo» pues el pájaro aportaba a la humanidad las enseñanzas de Mitra; el iniciado en este grado tenía por emblema ritual el caduceo. El segundo grado era el «Nymphus», es decir, el desposado; disponiendo de un velo de novio y de una antorcha, celebraba la unión mística con el dios. En ese estadio, se iluminaba el templo. El tercer grado es el «Soldado» que recibe una espada; en cambio, rechaza la corona que se le ofrece porque no es digno aún de la realeza espiritual que se alcanza al final de la iniciación. El cuarto grado es el «León», vestido con un manto rojo y disponiendo de una pala de fuego. Domina la acción solar y reina sobre el fuego; durante el ritual de iniciación a ese grado, se lavaba la lengua del postulante con miel que, luego, se extendía sobre sus manos. El color de la miel es el oro, es un alimento solar. El quinto grado es el de «Persia», revestido con una túnica de plata. Sus manos son purificadas durante la iniciación y es destinado a la guarda de los frutos de la tierra; tiene una hoz y una guadaña. Sin duda alguna, el segador de las catedrales góticas, puesto siempre en relación con un signo del zodíaco, es un lejano recuerdo de ese grado iniciático. El sexto grado es el del «Corredor del sol»; lleva un látigo, una antorcha y un globo. Tal vez se encargue del orden de los banquetes sagrados. El séptimo y último grado es el del «Padre», vestido exactamente como Mitra. Se le entrega el bastón, el anillo y el gorro frigio. Detentador del espíritu de la Orden, tenía por misión propagar la Sabiduría entre sus pares y dirigir las ceremonias. Tras el voto de la comunidad, él tomaba la última decisión en la admisión de un nuevo miembro o en el ascenso de un adepto a un grado superior. Finalmente, en lo alto de la jerarquía, reinaba el Padre de los padres; raros son, se decía, quienes pueden ocupar ese cargo, puesto que exige el perfecto conocimiento de los símbolos revelados por el dios. Para los adeptos de Mitra, cada uno de nosotros debe aprender a llevar su fardo de la vida desarrollando el dominio de sí mismo; quemando las impurezas de su alma con las pruebas iniciáticas, los adeptos pasan del estado de esclavos al de hombres libres. «El héroe es un justo», dice un texto, «y sin embargo sufre, pero esa prueba da fruto». «En mis hombros», proclamaba un adepto, «llevo hasta el fin el mandamiento de los dioses». El mitraísmo fue indiscutiblemente una de las más ricas asociaciones iniciáticas de la antigüedad, tanto por la fraternidad como por su organización simbólica; los siete grados eran practicados en todo el imperio romano y aseguraban una gran coherencia de la institución. Además, los adeptos protegieron la artesanía y la agricultura; varios arquitectos fueron iniciados en el mitraísmo y contribuyeron a propagar sus ideas en las primeras corporaciones de constructores. Ciertamente, la Iglesia consiguió destruir la secta; viendo que algunos irreductibles se negaban a doblegarse, puso en practica un principio que será constantemente respetado hasta el final de la Edad Media e incluso más allá: «Recuperar» las ideologías vencidas y cristianizarlas. La roca de Mitra fue asimilada a la piedra sobre la que se fundó la Iglesia de Cristo. La gruta del toro, a Belén, los pastores de Mitra, a los pastores que anuncian el nacimiento del Salvador. Los polemistas cristianos intentaron demostrar que el mitraísmo era una falsificación del cristianismo y que le había robado sus más profundos símbolos. Algunos espíritus se dejaron convencer, otros permanecieron en las sombras y siguieron propagando el estado de ánimo de las sociedades iniciáticas.

Los aspectos iniciáticos de la civilización romana no se limitan sólo al mitraísmo; en el siglo II antes de nuestra era, los cultos orientales y las religiones mistéricas ganaron para su causa la alta sociedad de Roma y se extendieron, luego, al conjunto de las clases sociales. Podríamos poner de relieve numerosos detalles que se explican por su contenido esotérico; el famoso Hércules, por ejemplo, fue considerado por los pitagóricos como el justo vencedor de las pruebas rituales; en los sarcófagos galo-romanos se ven compases, escuadras, niveles, plomadas, calaveras, signos lapidarios, símbolos que serán retomados por las cofradías de la Edad Media y por la masonería del siglo XVIII. Un iniciado, Firmicus Maternus, empleó incluso el lenguaje de los cuatro elementos para analizar el mundo: a Egipto le correspondía el agua; a Frigia, la tierra; a Siria, el aire y a Persia, el fuego. Son los cuatro países donde se practicó la iniciación y cuyos secretos se reunieron en Roma. Un arquitecto como Vitruvio, venerado por los albañiles medievales, afirmaba que quienes desean alcanzar la perfección utilizando sólo la mano están condenados al fracaso; «ni el espíritu sin el trabajo ni el trabajo sin el espíritu», escribía, «hicieron nunca perfecto a obrero alguno». Letrado, geómetra, dibujante, matemático, historiador, filósofo, músico, médico y astrólogo, Vitruvio dio a los siglos posteriores el ejemplo de lo que debe ser un Maestro Arquitecto.

Para comprender bien el estado de ánimo de las corporaciones de artesanos del imperio romano y seguir las huellas de las cofradías iniciáticas, tenemos que evocar ahora a tres personajes que los masones consideraron como iniciados: el rey Numa, el escritor Apuleyo y el filósofo Boecio.

Numa, personaje histórico, fue también un personaje mítico. Detentador del cargo de Gran Pontífice, se creía que había organizado los ritos secretos y públicos de la religión romana; él habría fundado las corporaciones de carpinteros, herreros, músicos y curtidores, hacia el 700 a. C. Puesto que su alma era gobernada por la virtud, protegió particularmente a los gremios de la construcción y les dio reglas secretas. El hecho es muy importante para el estudio de las fuentes de la francmasonería. En una época muy remota, las corporaciones no eran, pues, simples asambleas de obreros sino fraternidades iniciáticas que divinizaban al hombre por el trabajo y velaban celosamente por sus ritos y sus secretos. Cada colegio de artesanos disponía, por lo demás, de un local que le estaba reservado y organizaba banquetes destinados a los miembros de la cofradía. El nuevo iniciado prestaba juramento y se inclinaba ante las reglas de la Orden, cuyas estructuras eran muy flexibles; junto a los iniciados que trabajaban la materia, estaban miembros llamados «honorarios» que eran intelectuales o grandes personajes favorables a las cofradías.

Todo se explica cuando se conoce la leyenda según la cual Numa era un discípulo de Pitágoras. Traduce la voluntad de los masones de hacer coherente su historia y establecer una filiación de carácter esotérico. Al parecer se descubrió incluso en Roma la tumba de Numa; en su interior había un cofre donde el monarca había encerrado libros que trataban de la enseñanza pitagórica. El Senado los requisó y dio orden de que se destruyeran por medio del fuego, pues semejantes escritos podían amenazar la seguridad del Estado.

Después de la muerte de Numa a mediados del siglo I a. C., las fraternidades de artesanos viven en paz. El poder político no intenta controlarlas de cerca y se encargan de su propia gestión. El prestigio del viejo rey es inmenso; sus fundaciones parecen inspiradas por la divinidad y los colegios de constructores son indispensables para la buena marcha de la vida social. Pero la situación cambia en 64 a. C. La República suprime por decreto las cofradías. Le parecen peligrosas para la estabilidad nacional. Esta ley no fue muy eficaz y la abolieron poco tiempo después; a partir de Augusto, las cofradías viven de nuevo una existencia apacible pues el emperador no es indiferente al pensamiento esotérico. La gran figura de Numa le parece una excelente «imagen de marca» para la grandeza del imperio; el rey de la antiquísima Roma seguirá siendo caro al corazón de las asociaciones masónicas, puesto que supo unir la administración de la ciudad con el ideal iniciático.

Recorramos un gran período de tiempo para encontrar a Apuleyo, que nació hacia 125 y murió después de 170. Gran viajero, pasó largas estancias en Atenas, Roma y Cartago. Apasionado por las ciencias ocultas y por el mensaje de las sociedades iniciáticas, fue iniciado a numerosos misterios orientales que florecían en Roma por aquel entonces. Excelente orador, hizo una gran propaganda para las sociedades iniciáticas a las que pertenecía y redactó tratados de medicina, astronomía y arboricultura. Su obra más célebre es El asno de oro en la que un tal Lucio es transformado en asno por un maleficio. Tras muchas peripecias, dirige una plegaria a la luna y solicita una muerte rápida que ponga fin a sus males. La diosa Isis, conmovida ante tanto sufrimiento, se le aparece. «Acude al recorrido de una procesión que se hará en mi honor», le dice, «y come una de las rosas de la corona que el sacerdote lleva atada a su sistro». Lucio lo hace y recupera de inmediato la figura humana. Como está desnudo, le visten con una túnica y el sumo sacerdote le dice: «Pon una cara alegre en armonía con la blancura de tu vestido». Lucio acaba de abandonar, pues, la pesadez material del hombre, simbolizada por el asno; con la absorción de la rosa mística, emblema de un alto grado de iniciación, se prepara para su futuro renacimiento. Sintiendo un inmenso agradecimiento por la diosa, acecha la apertura de las puertas de su templo. Impaciente, acude al sumo sacerdote y le pide la iniciación. «Espera», responde el sumo sacerdote, «no sucumbas a la precipitación ni a la desobediencia. La propia diosa te anunciará el momento favorable». En efecto, Isis se le aparece durante la noche y Lucio comprende que el acto de la iniciación representa una muerte voluntaria y una salvación obtenida por la gracia. Tras numerosas purificaciones, el sumo sacerdote le da en secreto ciertas instrucciones que superan la palabra humana.

A Lucio se le imponen diez días de ayuno ritual antes de la ceremonia de iniciación, que dura toda una noche. El sumo sacerdote le ofrece una túnica de lino y le introduce en la parte más apartada del santuario; a partir de aquel momento, Apuleyo se niega a revelar nada más. Reconoce también: «Me he acercado a los límites de la muerte, he hollado el umbral de Proserpina y he vuelto, llevado a través de todos los elementos; en plena noche, he visto brillar el sol de un modo refulgente; me he acercado a los dioses de abajo y a los de arriba, los he visto cara a cara y los he adorado de cerca». A la mañana siguiente de la iniciación, Lucio es coronado de palmas y lleva doce vestidos de consagración que corresponden a los doce signos del zodíaco. El sumo sacerdote se llama Mitra. Luego, Lucio recibirá dos nuevas iniciaciones sobre las que mantiene un silencio total.

La obra de Apuleyo tuvo un inmenso éxito, su profundo conocimiento de la iniciación alegró el corazón de los adeptos que, a continuación, adoptaron de buena gana el cuento o la fábula de apariencia grotesca para transmitir el pensamiento iniciático a quienes supieran leer entre líneas.

El tercer personaje al que los masones consideraban uno de los suyos es el filósofo Boecio. Nacido en 480, pertenece a una rica familia y hace largos estudios científicos. En 510, es maestro de los oficios de palacio en la corte de Teodorico, de quien es amigo personal.

Tiene gran influencia sobre el monarca; su nobleza algo altiva despierta envidias y, poco a poco, sus enemigos lo hacen sospechoso para Teodorico. A consecuencia de una acusación absolutamente fabricada, Boecio es encarcelado en Pavía. Es culpable, afirman los testigos falsos, porque ha ocultado documentos oficiales y ha querido dañar el poder de los godos. Boecio intenta defenderse, pero el proceso está trucado; el 23 de octubre de 524 es ejecutado. Como san Dionisio, tomó su cabeza cortada entre las manos y la llevó a un altar, en señal de ofrenda a Dios. En el siglo XI, el emperador Otón hizo que sus restos fueran depositados en una tumba de mármol.

La Edad Media admiraba mucho La consolación de la filosofía, la obra que Boecio escribió durante su doloroso cautiverio. Aparecía como la obra de un justo capaz de resistir el sufrimiento y la estupidez de los hombres porque había recibido el sacramento de la iniciación. Esta filosofía es una mujer enorme de ojos ardientes. Con su frente, toca el cielo. Lleva un cetro y dos libros, el uno abierto, el otro cerrado. Los escultores medievales la representaron en Laon y en Notre-Dame de París; la convirtieron en uno de los símbolos de Nuestra Señora de los Cielos, patrona de las cofradías de albañiles. «La verdadera nobleza», escribió Boecio, «es conferida por los ancestros iniciados». Detentan la tradición y hacen participar en los misterios a quienes son dignos de ello. Si el hombre escucha la máxima de Pitágoras, «seguir a Dios», se divinizará y conocerá la naturaleza profunda de la vida.

El mitraísmo legó a la posteridad símbolos y un marco ritual muy coherente; iniciados como Numa, Apuleyo y Boecio le legaron cierto tipo de pensamiento, una forma de ideal que fue apreciada en su justo valor por las cofradías de constructores. Mientras que el paganismo político se derrumbaba, la sustancia iniciática del mundo antiguo encontraba naturalmente refugio en los colegios de artesanos. Será útil hacer un breve paréntesis y preguntarnos por la manera como la Iglesia cristiana apreciaba el modo de vida de los constructores de edificios.