Fue Tolomeo Filopátor (221-205 a. J. C.) quien rebajó a la mujer egipcia al rango de la mujer griega, imponiéndole un tutor para cualquier actuación jurídica o comercial. La igualdad entre hombres y mujeres, uno de los valores esenciales de la civilización faraónica, desapareció.
El cristianismo dio un paso más en ese terreno. Mientras que Clemente de Alejandría, uno de los primeros padres de la Iglesia, consideraba, hacia el 180 d. J. C., que «no había ni varón ni hembra en Cristo», su contemporáneo Tertuliano adoptó una posición radicalmente hostil a la mujer, a la cual «no le está permitido hablar en la iglesia, enseñar, bautizar, hacer ofrendas ni reclamar para sí una parte de cualquier función masculina ni recitar ningún oficio del sacerdocio». Cristianismo, judaísmo e islam abundaron en este sentido, confinando a las mujeres a un estado de inferioridad espiritual.
En tiempos de los faraones, la situación era distinta, y justamente se ha hecho hincapié en que hasta la primera guerra mundial ningún país consiguió igualar la amplitud de los derechos que poseyeron las mujeres egipcias. Y aún hay que restringir esta reconquista moderna a algunos países y únicamente al terreno social y económico.
En el campo espiritual, en efecto, desde que se extinguiera la civilización faraónica no se han vuelto a repetir los logros de las mujeres egipcias; esos valores eran demasiado amplios, demasiado libres y creativos para quedar presos de las religiones dogmáticas.
Una de las grandes figuras femeninas de la historia egipcia, la esposa del sabio Petosiris, encarnaba el modelo de mujer realizada según la antigua sabiduría. En los años 350-330, la antigua ciudad santa de Hermópolis la grande, donde se encontraban la primera loma surgida de la creación y el huevo del mundo, ya sólo era una pequeña ciudad empobrecida. En el año 333, Alejandro Magno liberó a Egipto del yugo de los persas para imponerle el de los griegos; el país no volvería a ser gobernado por un faraón originario de las Dos Tierras. No obstante, en Hermópolis, el gran sacerdote Petosiris pretendió olvidar la fatalidad de la historia.[198]
El jefe de los sacerdotes de Sejmet y gran sacerdote de Thot veía al dios en su naos y recomendaba a los hombres que respetaran la regla de Maat siguiendo la senda de Dios. Petosiris restauró el templo de Thot, restableció los horarios de trabajo y veló por el mantenimiento de los jardines y árboles frutales.
Cuando reconstruyó las capillas de las esposas divinas y la de Hator hizo el elogio de su esposa, describiéndola en estos términos:
«Su mujer, su amada, soberana de gracia, amorosa y dulce, persuasiva y agradable cuando habla, la que da útiles consejos en todos sus escritos; todo lo que pasa por sus labios es a imagen de Maat; mujer perfecta que goza del favor de su ciudad, que a todos tiende su mano, diciendo lo que está bien, repitiendo lo que uno gusta de oír, agradando a todos; escuchándola nadie conoce el mal, ella, a la que todos aman, ella es la que llaman Renpet-Neferet, “el año perfecto”».[199]
Petosiris y su esposa, «el año perfecto», fueron inhumados juntos en una magnífica tumba; según las palabras del sabio, como hayamos actuado, así seremos tratados, y dejar tras de sí palabras hermosas equivale a erigir un monumento. Para hallar la felicidad y alcanzar el hermoso Occidente hay que actuar rectamente y practicar la justicia.
Las egipcias conocieron un mundo en el que la mujer no era ni la adversaria ni la rival del hombre. Un mundo que les permitía vivir la plenitud como esposas, como madres, en el trabajo o como iniciadas en los misterios del templo, sin renunciar a su identidad en favor del varón. Un mundo en el que tenían pleno acceso a lo sagrado.
Una mujer inmensa, la diosa Nut, engulle al sol poniente y lo trae al mundo por levante. En ella se reproduce todas las noches la alquimia de la creación; y cada mañana ella alumbra una nueva luz. Con ella aparecen todos los seres vivos y en ella se realizan.
Esta percepción del papel de la mujer celeste, de las diosas, de la polaridad femenina durante la creación, está en la raíz del respeto que la civilización faraónica manifestó a las mujeres y del papel que les atribuyó en la sociedad, desde gran esposa real hasta ama de casa, desde adoratriz divina hasta sirvienta.
Sin duda habría sido interesante evocar otras muchas mujeres egipcias, trazar muchos retratos más, pero, desafortunadamente, el azar de los documentos conservados nos ha privado de mucha información; la mayoría de veces hay que realizar exhaustivas investigaciones para obtener indicios dignos de confianza. Aun con sus imperfecciones, esta obra es un homenaje a las deslumbrantes e inmortales mujeres egipcias.
«Que el que me vea tocada con mi collar niegue por mí y me ofrezca flores —pedía una bella dama, originaria de la ciudad de Mendes—; que mi bello nombre sea recordado». Sí, el historiador debería hacer revivir los «bellos nombres», la aventura y el ejemplo de las mujeres egipcias.
Cuando se ha contemplado a Isis magnetizando «el proveedor de vida» (tan mal llamado sarcófago), a Nefertiti contemplando el sol, a una invitada a un banquete tebano, a una portadora de ofrendas del Imperio antiguo, la serenidad luminosa de Nefertari y la sonrisa de Maat, ¿cómo se podría olvidar, siquiera por un instante, a las mujeres egipcias?