59. LAS ADORATRICES DIVINAS: SACERDOTISAS REINANTES EN TEBAS

LAS «ESPOSAS DEL DIOS»

Durante cerca de medio siglo, desde el año 1000 a. J. C. hasta la invasión persa del año 525, una dinastía de mujeres, «las adoratrices divinas», gobernó la gran ciudad de Tebas. No eran profanas, sino sacerdotisas iniciadas en los misterios de Amón a las que el faraón había concedido un poder espiritual y temporal sobre la principal ciudad santa del Alto Egipto.

Para comprender la naturaleza de este acontecimiento debemos remontarnos a la institución de «la esposa del dios». Todas las reinas ejercían esta función, pero fue una en particular, Iimeret-nebes, «la amada de su señor», la que llevó por primera vez de manera oficial el título de «esposa del dios». Una estatuilla fechada en el Imperio medio, y actualmente conservada en el Museo de Leiden, nos la muestra con un ceñido vestido transparente y calzada con sandalias doradas; los brazos pegados al cuerpo, sus dedos eran finos y largos, el pecho erguido, los senos redondos y la cintura muy fina. Va tocada con una peluca fija y lleva los ojos maquillados, y aparece sonriente. El señor que la desea es el dios que quiere expresar su poder de creación, que ella debe apaciguar para transformarlo en benéfico.

La reina lahmose-Nefertari, como ya hemos visto, creó el dominio temporal de la esposa del dios, al que se le asignaron tierras y un personal que incluía un intendente, escribas, un jefe de graneros, artesanos y campesinos. Entre las más célebres «esposas del dios» —éstas no pertenecían forzosamente a la familia real— figuraban Hatsepsut y Tausert, futuras mujeres de faraones.

En su condición de instrumentistas, sabían manipular las energías vibratorias, alegrar a la divinidad y hacerla propicia. Llenaban el santuario de maravillosos aromas y cantaban con una voz sosegante, reservada a los oídos de la divinidad.

Un bloque de la «capilla roja» de Hatsepsut nos descubre un extraño rito. Un sacerdote, portador del título de «padre divino», alcanza una antorcha a la esposa del dios, que ella emplea para encender un brasero. Luego, el mismo sacerdote le ofrece una especie de broche en el que hay punteado un abanico donde figura una imagen representando al enemigo, el desorden, el mal. La esposa del dios arroja esta imagen al brasero.

Tras purificarse en un estanque antes de entrar en el templo, la esposa del dios lo llamaba a manifestarse, velaba por el suministro de tejidos sagrados y participaba en el mantenimiento de la armonía entre el cielo y la tierra.

Durante la segunda mitad del siglo XI a. J. C., una nueva institución, la de las «adoratrices divinas», asumió el conjunto de estas tareas desde una particular perspectiva.

EL CELIBATO SAGRADO DE LAS ADORATRICES DIVINAS

Graciosa y elegante silueta, un gran tocado ceñido por una tela que imita la piel de un buitre, la serpiente uraeus erguida en la frente, un largo vestido ceñido, collar ancho y brazaletes: estos detalles caracterizaban a las adoratrices divinas, que poseían la facultad de «trabar todos los amuletos», es decir, de activar la magia del Estado, cuyos secretos ellas conocían.

Las adoratrices divinas, esposas de Amón, no pronunciaban voto de castidad, pero, no obstante, tampoco tomaban esposo humano ni tenían hijos, con el fin de consagrarse exclusivamente al servicio de la divinidad. Sin estar recluidas, pasaban la mayor parte de su existencia en el interior del templo dedicado a Amón en Karnak, donde cotidianamente despertaban la potencia del dios y mantenían su presencia sobre la tierra.

Vemos a la adoratriz divina con el brazo izquierdo apoyado en el hombro de Amón, dándole de este modo el espaldarazo mientras la adoratriz divina sostiene en su mano derecha el collar de resurrección y el signo jeroglífico de la vida. En una actitud de mayor intimidad, la adoratriz divina rodea con sus brazos a Amón para abrazarlo. Mientras, en otras escenas, su divino esposo le da a respirar la vida, la sacerdotisa toca la corona de Amón, participando de este modo de su origen celeste. Un pequeño grupo de terracota[171] nos muestra incluso a una adoratriz divina sentada sobre las rodillas de Amón, expresando con ello la unión mística entre el dios y su gran sacerdotisa. «Mi corazón —afirma él— está enormemente satisfecho».

Amón es quien corona a la adoratriz divina. Ésta se arrodilla, dándole la espalda; Amón le impone las manos, magnetizándola y comunicándole su fuerza. La sacerdotisa ejecuta el acto llamado dua, «adorar, venerar», que caracteriza las oraciones de saludo a la luz del alba, signo de la creación renovada.

«La que se une a Dios» es también «la mano del dios». Este título se refiere a la masturbación del creador que, en la soledad del origen, tomó su propia mano por esposa. La adoratriz divina se identificaba con esa mano activa del dios, que extrajo de sí mismo su propia sustancia para modelar el mundo, sin disociar espíritu y materia.

LAS ADORATRICES DIVINAS, REINAS DE TEBAS

La toma de posesión de una adoratriz divina era una auténtica coronación, a la que asistían numerosos sacerdotes y cortesanos de alto rango. La adoratriz divina entraba en el templo guiada por un ritualista. El escriba del libro divino y nueve sacerdotes puros la cubrían de adornos, joyas y amuletos relacionados con su función. Se la proclamaba soberana de la totalidad del circuito celeste que recorría el disco solar. Por último se anunciaba la titularidad de aquella de la que se decía que «dirigía la subsistencia de todos los seres vivos».

Es correcto hablar de titularidad, dado que los nombres de las adoratrices divinas, como los de los faraones, se grababan en cartuchos. Formaban una dinastía y gozaban de privilegios reales, llevando títulos propios de reinas, como «dotada de gran encanto», «de amor dulce», etc. Su nombre de coronación era frecuentemente una ocasión de rendir homenaje a Mut.

La adoratriz divina se iniciaba en los misterios de su función a través del rito del «ascenso real» al templo conducida por su esposo divino, Amón. En el secreto de las salas interiores de Karnak recibía las enseñanzas relativas a la función cósmica del faraón. Por este motivo, igual que el señor de las Dos Tierras, la adoratriz divina poseía la facultad de consagrar monumentos, dirigir ritos de fundación, plantar los jalones que delimitaban el área sagrada, proceder al sacrificio de animales, consagrar las ofrendas y ofrecer Maat, la regla eterna, a sí misma.

Por el hecho de recibir «la realeza del doble país», la adoratriz divina podía ser representada en forma de esfinge, otro privilegio faraónico. Además estaba llamada a intervenir en el ritual de regeneración de la fiesta-sed, estrictamente reservado al faraón, destinada a vivificar la potencia mágica del rey, agotada al cabo de un cierto número de años de reinado.

No obstante, algunas escenas nos muestran a las adoratrices divinas presidiendo el ritual de la fiesta-sed, caracterizada por la presencia de un doble pabellón, símbolo del Alto y el Bajo Egipto. También vemos a las grandes sacerdotisas practicando los ritos reales: dar cuatro vueltas por un espacio sagrado, disparar el arco sobre dianas repartidas por los cuatro puntos cardinales, atar los nudos de la energía creadora relacionada con las cuatro divinidades correspondientes a las direcciones del espacio.

¿Podemos considerar a las adoratrices divinas como faraones? No, ya que sus años de reinado se inscriben en los del faraón reinante; además no practicaban el conjunto de ritos reales, como, por ejemplo, la gran ofrenda al Nilo, destinada a propiciar una buena crecida. Tampoco edificaban grandes templos, sino capillas de pequeño tamaño, y esto sólo en Tebas. Las grandes construcciones de la época llamada «etíope», en la XXV dinastía, que conoció el apogeo del poder de las adoratrices divinas, son obra exclusiva de los faraones.

Por lo tanto conviene hablar de una realeza más espiritual que temporal, cuya irradiación quedaba limitada a la ciudad tebana. No obstante, las adoratrices divinas participaron de la eternidad estelar y solar de los faraones, y sus monumentos fúnebres, aunque poco estudiados, poseen un gran interés.

Podemos mencionar sus capillas de Madinat Habu, en cuyas paredes se desarrolla un ritual revelado por unos textos a los que aún nadie ha dedicado un estudio en profundidad; lo mismo ocurre con las capillas de Karnak dedicadas a «Osiris, señor de la vida», a «Osiris, de corazón de persea» y a «Osiris, regente de la eternidad». Esta última capilla es un excepcional edificio situado cerca de la gran puerta de Oriente y uno de los lugares más impresionantes de Karnak. El nombre completo del monumento es «la gran puerta de la esposa del dios, la adoratriz divina Amenardis, a la que veneran quienes han alcanzado el conocimiento en la morada de su padre, Osiris, regente de la eternidad». La adoratriz divina celebra en él su propia fiesta de regeneración, que le abre las puertas del más allá. Después de consagrar el edificio a Osiris, toca el sistro ante Amón-Ra, recibe de Isis el collar de resurrección, es coronada y realiza la ofrenda a Maat.

Más allá de la puerta de Oriente, más allá del último templo de las adoratrices divinas, no hay nada. Nada más que el sol de otro mundo.

UN DISPOSITIVO TEMPORAL

Las adoratrices divinas disponían de servicios administrativos dirigidos por un gran intendente, «verdadero conocido del rey, un hombre al que él aprecia», o, dicho de otro modo, un consejero allegado al faraón. Este gran intendente debía administrar una considerable cantidad de bienes, consistentes en metales preciosos, ropas y productos comestibles, sin contar los campos y el ganado.

Los particulares podían consagrar sus estatuas a una adoratriz divina y pedir su protección. Se conoce el caso de estatuas en cuyos hombros hizo grabar el propietario el nombre del faraón y el de la adoratriz divina, manifestando con ello su apego a esta doble expresión de la realeza. Al menos, un texto jurídico prueba que se podía invocar la persona de la adoratriz divina como testigo sagrado de un acto legal.

Una adoratriz divina aseguraba su sucesión mediante adopción. La elección se realizaba después de concertarla con el faraón reinante, quien proponía a una princesa miembro de su familia. A la titular se la llamaba «madre» y a la llamada a sucedería, «hija». La madre educaba a la hija y le revelaba los secretos de la alta función que debería asumir. Las dos mujeres reinaban conjuntamente hasta el «eclipse» voluntario de la «madre» o su desaparición.

En la época tolemaica, muchos siglos después de la muerte de la última adoratriz divina, este título todavía designaba a la sacerdotisa de Tebas, último vestigio de la dinastía femenina que había reinado en aquella gran ciudad.

LA DIOSA TEFNUT Y LAS ADORATRICES DIVINAS

Atum, que es a la vez el ser y el no ser, creó la primera pareja, Shu y Tefnut. Shu es la vida, el aire luminoso y el aliento; Tefnut es Maat, la regla universal. Las polaridades masculina y femenina son indisociables e interactúan: la vida engendra la regla, la regla engendra la vida.

Ahora bien, la adoratriz divina era, igual que la reina, asimilada a Tefnut,[172] y todos los ritos que le correspondían se realizaban «como hacia Tefnut, por primera vez». La adoratriz divina, ocupando el lugar de Tefnut, encarnaba a Maat y consolidaba el torno de alfarero que crea a todos los seres.