El nombre de la diosa está compuesto por dos palabras, Hut-Hor, y se traduce como «el templo de Horus». Hator es el espacio sagrado, la matriz celeste que contiene a Horus, protector de la institución faraónica. Hator es el cielo, y es también la que derrama en las extensiones celestes la esmeralda, la malaquita y la turquesa para fabricar las estrellas. Frecuentemente recibe el nombre de «la dorada», pues ella es el oro de las divinidades, la materia alquímica que forma sus cuerpos.
«Única y sin par en el cielo», Hator se encarnaba en una vaca inmensa, de las dimensiones del cosmos, que ofrecía generosamente su leche para que vivieran las estrellas.
La diosa gozaba de una gran popularidad en todo Egipto; su residencia favorita se encontraba en el Alto Egipto, en Dandara, donde todavía hoy sobrevive un templo tolemaico de extraordinaria belleza y encanto cautivador. Contemplar el campo desde lo alto del santuario, cuando el crepúsculo tiñe el paisaje del oro celeste, nos regala un momento inolvidable. Hator, madre de las madres, engendraba el sol y derramaba en los corazones la alegría de vivir. Ella concedía la belleza, la juventud y el fuego del amor en todas sus formas, desde el deseo físico hasta el amor divino. Favorecía los matrimonios y éstos eran armoniosos cuando el hombre y la mujer oían su voz.
Hator enseñaba el arte de la danza a sus adeptos y les transmitía el sentido de la fiesta; como protectora de los vinos, invitaba a sus fieles a la mesa del banquete divino.
Un sacerdote de Hator que oficiaba en el templo de Dayr al-Bahari hizo grabar en su estatua unos textos en los que recomendaba a las mujeres, ya fuesen ricas o pobres, dirigir sus oraciones a Hator; la diosa escucharía sus invocaciones y les proporcionaría los momentos de felicidad a que aspiraban. Por este motivo, los nombres de las mujeres egipcias solían hacer referencia a Hator; así, se llamaban «estrella de los hombres», «ha llegado la diosa de oro», «ella ha llegado», «la perfección realizada», «la que apareció en el cielo», etcétera.
Con frecuencia, Hator reside en un sicómoro, pues es la protectora y la que asegura la subsistencia del alma de los justos; con la madera de este árbol se fabricaban los sarcófagos, o «los que poseen la vida», según su nombre egipcio. Esta diosa luminosa no era únicamente una madre para los seres vivos sino también para los resucitados. En el núcleo del amor de Hator se desvela el misterio de la muerte y del renacimiento. Hator, «soberana del Hermoso Occidente», recibía a los que emprendían el gran viaje hacia el otro mundo. Sonriente y enigmática, los aguardaba en la linde del desierto sosteniendo en su mano el signo jeroglífico de la vida y el tallo de papiro que simboliza el desarrollo eterno del alma de los justos.
Para superar las pruebas del más allá, un hombre debía convertirse en un Osiris; lo mismo ocurre con una mujer, que tenía la ventaja de ser a la vez Osiris y Hator. La resucitada, alimentada por la leche de la vaca celeste, recorría eternamente el camino de las estrellas, bailando con ellas, al tiempo que escuchaba la música celeste y saboreaba la esencia sutil de todas las cosas.
En la época tolemaica, una comunidad de mujeres que llevaban los títulos de «perfectas, bellas y ensortijadas» eran las encargadas de celebrar los misterios de Hator, que tenían lugar en los mammisis. En realidad, estos ritos se remontaban a la lejana antigüedad, pero, como suele ocurrir, fue el Egipto crepuscular el que los sacó a la luz.
Las Hator tocaban música, cantaban y bailaban, después de un paseo ritual por las marismas, donde habían hecho susurrar los papiros en honor de la diosa, reactualizando de este modo la creación del mundo. La ceremonia terminaba con la ofrenda del vino, líquido soleado que abría el camino a la intuición de lo divino. Las Hator eran siete, número sagrado especialmente vinculado a la espiritualidad femenina.
Esas siete Hator también recibían el nombre de «las venerables»;[163] su función consistía en ahuyentar el mal, mantener la armonía y favorecer todo fenómeno relativo al nacimiento. Con ánimo festivo, tocaban la pandereta y batían palmas. Cogidas de la mano, con expresión de recogimiento y sosiego, formaban una cadena.[164] En la frente portaban un uraeus y el tocado lo coronaban los cuernos de la vaca celeste enmarcando el globo solar.
La superiora de las siete Hator sostenía un cetro cuyo extremo tenía la forma de una umbela de papiro. Sus hermanas iban vestidas, como ella, con largos vestidos y se adornaban con cintas de hilo rojo, con las cuales formaban siete nudos en los que quedaba apresado el mal. Esas siete hijas de la luz divina, Ra, eran responsables de la duración de la vida de los seres humanos y de su destino. Por eso se hallaban simbólicamente presentes en cada nacimiento y visitaban a la mujer en el momento del parto.
Las serpientes uraeus que lucían en la frente lanzaban llamas que podían ser purificaderas o destructoras, dependiendo de la autenticidad del ser que las afrontaba. Saber reconocer la presencia de las siete Hator y suscitar su benevolencia era un arte difícil. Podían conceder longevidad, estabilidad, salud y descendencia, aunque también señalaban las pruebas y el final de un destino. En las hadas de la Europa pagana reconocemos a las herederas de las siete Hator.
En Dandara y Edfú, las siete Hator tocaban la pandereta y el sistro en honor de la diosa y del faraón recién nacido. La superiora de la cofradía pronunciaba unas palabras que se elevaban hasta el cielo: «Nuestra música es para Hator, bailamos para ella, señora de los cetros, del collar y del sistro; cada día la celebramos, desde la noche hasta el alba, tocamos la pandereta y cantamos cadenciosamente para la señora de la alegría, la danza y la música, la dama de los hechizos, soberana de la morada de los libros. ¡Qué bella y espléndida es la dorada! Cielo y estrellas dan un concierto en su honor y el sol y la luna le cantan alabanzas».
Las iniciadas en los misterios de Hator utilizaban diez objetos sagrados, que podían fabricarse en miniaturas o con materiales preciosos: éstos eran el collar de la resurrección, cuyos sonidos recrean el mundo; la clepsidra, un reloj de agua relacionado con Thot, señor del tiempo sagrado; los dos sistros, que ahuyentan la violencia y procuran sosiego; el símbolo hatórico real, compuesto por dos alas que protegían a Egipto y el cosmos; el mammisi, lugar de descanso y templo donde tiene lugar el misterio del nacimiento; un recipiente con leche, dulce para el ka, alimento celeste que ilumina y rejuvenece; un cántaro, que contiene la bebida de la ebriedad sagrada y desvela lo que se halla oculto; una corona para la frente de Hator, fundida por Ptah, que escogió el oro, carne de los dioses; una puerta monumental fundada por el sol femenino, que cubre de ofrendas al país y da acceso al templo. Esos objetos se hallaban representados en las paredes del templo de la diosa y de ese modo han permanecido vivos.[165]