Como hemos podido ver, cualquier mujer podía trabajar fuera de su casa y ni su padre ni su marido, ni ningún otro hombre, tenían la posibilidad de tenerla confinada en su casa. El historiador griego Herodoto se quedó estupefacto al constatar que las mujeres egipcias iban y venían a su antojo, frecuentaban los mercados y desarrollaban actividades comerciales. Cuando ganaban un salario, éste no era inferior al de los hombres a cambio del mismo trabajo.
Tejedoras e hilanderas ejercían una profesión tan importante, a juicio de las autoridades, que sus obras maestras se veían recompensadas de manera extraordinaria. Un bajorrelieve de la Baja época[156] representa a cinco mujeres miembros de una comunidad artesanal. Se hallan en presencia de un gran personaje, «el escriba de los libros divinos», al que asisten un escriba, en cuclillas, y un intendente. Este último llama a una de las mujeres y le entrega un collar y algunas joyas en recompensa por el trabajo bien hecho. Repetido tres veces, un texto precisa que las tejedoras reciben en pago «el don del oro». Estas riquezas procedían de una cámara del Tesoro que el escriba de los libros divinos había aceptado abrir; la cantidad extraída la anotaba luego escrupulosamente el llamado «escriba del oro».
Teti era una joven campesina que vivió en el Imperio medio. Cuando se vio a las órdenes de un escriba de los campos se negó a trabajar para él y emprendió la huida. Era ésta una falta muy grave que dio lugar a una investigación policial. Algunos miembros de la familia de Teti, sospechosos de complicidad, fueron detenidos y encarcelados en «la gran cárcel», término utilizado para designar un centro administrativo en el que se establecía un registro de penados y donde se distribuían las obras de utilidad pública en función de las penas asignadas a los condenados. Mantenimiento de diques, limpieza de los canales, tareas agrícolas… El abanico de posibilidades era extenso.
A Teti le llegó información de las catastróficas consecuencias de su huida; su comportamiento fue digno de mención: no soportó que se condenase a inocentes por su causa y se presentó en la gran cárcel.
La anotación «presente» junto a su nombre demuestra que realizó el trabajo que le fue asignado; sin duda se vio obligada a trabajar horas extras en los campos para obtener el perdón definitivo.
Mujeres y hombres eran iguales ante la ley y, por lo tanto, ante el castigo. Dos detalles que conviene destacar: una madre condenada a realizar trabajos de utilidad pública no se veía separada de su hijo. Y la mujer no podía hacerse responsable de las faltas de su marido ni sufrir en su lugar el castigo impuesto.
Era el año 6 del reinado de Seti II. Un obrero del pueblo de Dayr al-Madina se presentó ante el tribunal local para acusar a la dama Heria de haberle robado un instrumento de valor que él tenía escondido en su casa.
«¿Ha robado usted ese instrumento?», preguntó el presidente del tribunal a Heria. «No», respondió ella. El presidente insistió: «¿Puede jurar ante el dios Amón y afirmar que ha dicho la verdad?». Heria juró. Pese a sus declaraciones y al juramento que más o menos balbuceó, el juez albergó algunas dudas. La investigación prosiguió y condujo a la constatación de ciertos hechos graves: no sólo se descubrió en casa de Heria el instrumento robado sino también objetos rituales robados del santuario local.
El caso era importante: robo, sacrilegio y juramento en falso. El tribunal del pueblo no estaba habilitado para emitir una pena grave ni para hacer que se aplicara, de modo que trasladó el asunto a la jurisdicción del visir. Ignoramos cómo se resolvió el asunto, pero los jurados de Dayr al-Madina se encargaron de dejar escrito que, en un caso precedente en el que se había condenado por robo a la mujer de un funcionario, no hubo indulgencia. Ningún privilegio debía obstaculizar el camino de la justicia.