Antes de la Baja época, los documentos egipcios conceden escaso interés a las fechas de nacimiento y de muerte. En tiempos de los Tolomeos, por influencia griega, la situación cambia y lo anecdótico adquiere relieve sobre lo sagrado. Por esta razón disponemos de testimonios acerca de algunas personalidades, como la dama Ta-Imhotep, «la consagrada a Imhotep», nacida el 17 de diciembre del año 73 a. J. C. Su historia nos la relata una estela[114], fechada en el reinado de Cleopatra; en ella vemos cómo Ta-Imhotep venera a Osiris, el señor del más allá, y a otras divinidades.
A los catorce años, Ta-Imhotep se casó con Pa-seri-en-Ptah, «el hijo menor de Ptah», que se convertiría en el gran sacerdote de ese mismo dios Ptah en Menfis. Ta-Imhotep era una mujer encantadora, de excelente carácter, voz persuasiva y a la que todos amaban; se la solía consultar para recibir sus buenos consejos. En resumen, se trata del retrato clásico de toda gran dama egipcia, muy conocido por la literatura precedente. Hija de un gran sacerdote y de una sacerdotisa instrumentista, manifestaba, pese a su juventud, una auténtica madurez. El marido de Ta-Imhotep fue un gran personaje de Estado; era «escriba del dios en la casa de los libros» y poseía la condición de «ojos y oídos del rey» o, dicho de otro modo, de confidente del faraón.
Ta-Imhotep dio tres hijas a su marido, pero sufría por no haberle podido dar ningún muchacho. ¿Cómo conseguir satisfacción sino dirigiéndose a su protector, Imhotep? Imhotep, el constructor de la pirámide escalonada para el faraón Zoser, el mago, el médico, el modelo de los constructores, escribas y sabios.
Imhotep no permaneció insensible a la angustia de su protegida. Se apareció en sueños al marido de Ta-Imhotep, su gran sacerdote, y le pidió que realizara una buena obra y la depositara en su templo. Seguramente se trataba de la reparación de una antigua capilla, tarea que el sacerdote llevó a cabo.
El 15 de julio del año 46, a la octava hora del día, Ta-Imhotep trajo al mundo un niño. Desdichadamente, la madre murió joven, el 15 de febrero del 42, a la edad de treinta y un años. Su marido realizó en su honor todos los ritos necesarios e hizo construir para ella una magnífica morada de eternidad.
En su estela funeraria, Ta-Imhotep pide a las divinidades pan, cerveza, carne de ternera, aves, incienso, ungüentos, vestidos y todo lo bueno procedente del altar de los dioses. Pero, en el texto de esa misma estela, se queja amargamente de su suerte.
Occidente, donde ella se encuentra ya para siempre, es la tierra del sueño y las tinieblas; los difuntos se ven privados de la vista y terminan perdiendo la memoria. Grandes y pequeños están en manos de la muerte, que, insensible a los lamentos, golpea donde y cuando quiere y puede llevarse al niño que camina al lado de un anciano.
Ta-Imhotep tiene sed del agua de la vida, pero ya no puede bebería. ¡Qué su marido se la ofrezca una vez más! Durante los años que le queden de vida, que disfrute de los placeres de la existencia. Y que todos los que acudan a su tumba le hagan una ofrenda de agua e incienso.
Lejos del hombre al que ama, lejos de sus hijos, ¿qué puede esperar?
El marido de Ta-Imhotep murió un año después del fallecimiento de su esposa. Ni uno ni otra, en realidad, podían perder la esperanza, pues sabían que las familias justas a ojos de Maat seguían viviendo en el más allá. En efecto, existía una fórmula muy antigua[115] que permitía que los miembros de una familia se reuniesen para la eternidad: «Reunir a los miembros de la familia, padre, madre, amigos, compañeros, hijos, mujeres, compañeras, trabajadores, criados… Eso ha sido verdaderamente eficaz millones de veces».
Atum, Ra, Geb y Nut, es decir, el creador, la luz divina, la tierra y el cielo garantizaban esa dicha; si no se cumplía, los vivos dejarían de llevar panes y viandas a los altares, y dejarían de fabricarse las barcas. Pero si se cumplía, se harían ofrendas y la barca de Ra sería escoltada por una tripulación de estrellas indestructibles e infatigables.
Y así el corazón de Ta-Imhotep, como el de los otros justos, se alegraría y conocería la dicha eterna, ya que vería reunida a su familia en el más allá.
La estructura de la familia egipcia en tiempos de los faraones nos parece simple y evidente: un padre y una madre, con los mismos deberes y derechos, y sus hijos. Éste era el núcleo central, que se acompañaba de un profundo respeto a los abuelos.
No obstante, esta estructura no estaba tan extendida como parece; pensemos en las familias africanas y musulmanas, por ejemplo, que funcionan de manera diferente. Además, la antigua familia egipcia no era muy extensa; en el pueblo de Dayr al-Madina, la más extensa tenía tres hijos, y la media era de dos hijos. Había parejas sin hijos y varios solteros. No olvidemos que los sabios recomendaban no hacer reproches a las mujeres que no podían tener hijos.
Los vínculos que unían a una pareja eran muy fuertes. Aunque sentían gran afecto por su progenitura, los egipcios predicaban, como veremos, una educación bastante estricta. Cada miembro de la familia tenía una responsabilidad individual y no podía refugiarse en su clan para sustraerse a una sanción. Ahora bien, los miembros de la familia intentaban mantener su riqueza colectiva de generación en generación. Era una familia digna de ese nombre, que favorecía el pleno desarrollo de los suyos y la coherencia del núcleo familiar.