33. EL TOCADO DE KAUIT

EL ARTE DEL PEINADO

Gracias a las representaciones grabadas en el sarcófago de la princesa Kauit, que datan de los inicios del Imperio medio,[96] tenemos la oportunidad de asistir a un momento privilegiado de la vida de una mujer egipcia: cuando da los últimos toques a su tocado y, concretamente, el delicado momento de peinarse.

El rostro de la princesa Kauit, esposa del faraón Montuhotep-Nebhepet-Ra, no era lo que se dice fácil. Sus rasgos eran serios, austeros o, dicho de otro modo, ingratos. Era sacerdotisa de Hator y había hecho cavar su tumba bajo el templo del faraón, en Dayr al-Bahari; fue en esta sepultura donde se encontró el magnífico sarcófago de piedra calcárea que inmortaliza una escena de gran dignidad.

En un asiento de respaldo alto, ataviada con un largo vestido ceñido que deja al desnudo sus pechos y luciendo en el cuello un collar de perlas, vemos a Kauit sosteniendo delicadamente, entre el pulgar y el índice, una copa de leche que le ha ofrecido su intendente al tiempo que pronunciaba estas palabras esenciales: «Para tu ka, señora».

En otra escena asistimos al ordeño de la vaca que ha dado esa leche; de uno de sus ojos cae una lágrima y lleva atado a su pata derecha un ternerillo. El acontecimiento no es tan profano como parece; recordemos que Kauit es sacerdotisa de Hator y ésta se encarnaba en una vaca; su leche era un líquido celeste destinado al ka, la energía inmortal del ser.

Detrás de Kauit se encuentra una sirvienta que anuda minuciosamente los rizos de la peluca corta escogida por su señora. La peluca era un adorno indispensable y muy estimado, usada tanto por mujeres como por hombres, que evolucionó a lo largo de las distintas dinastías. Para una mujer, una hermosa peluca era un elemento decisivo de seducción y de elegancia.

Las pelucas se confeccionaban con fibras vegetales, con cabello humano y, raramente, con pelo de animal. En todas las épocas fueron muy apreciados los mechones abundantes y las trenzas múltiples, impregnadas de perfume y de productos capilares. Una peluca lograda desataba la admiración de los poetas, que ensalzaban la belleza de la mujer y el encanto de su rostro. Cuanto más se avanza en la historia, más complicadas son las pelucas, que llegan a ser verdaderos andamios capilares que exigían de los peluqueros una notable destreza y a las elegantes un porte perfecto. A la sencillez del Imperio antiguo se oponía la exuberancia del nuevo; un aderezo de cabello, descubierto en la tumba de una princesa que vivió en la corte de Tutmosis III, no contaba menos de novecientas lazadas de oro que cubrían el conjunto de la peluca.[97]

Es probable que se relacionase el cabello con la sexualidad; por el poder de seducción que comunicaba, una hermosa peluca hacía a la mujer deseable. Soltarse el cabello o llevar el pelo despeinado se consideraban «signos» eróticos.[98]

Los «conos perfumados» siguen siendo un enigma. Hemos visto extraños dispositivos sobre la cabeza de los nobles tebanos del Imperio nuevo y de sus esposas cuando participan en un banquete, con su doble significación de fiesta celebrada en la tierra y festividad de ultratumba, en compañía de seres de luz. Se supone que el calor fundía lentamente el cono, desprendiéndose de él un suave aroma a medida que avanzaba la velada.

Las egipcias dedicaban especial atención a sus cabellos, temerosas de encanecer o de perderlo. El aceite de ricino era el producto base para evitar semejantes disgustos. Los granos de ricino se trituraban para obtener un aceite con el que se untaba la cabeza. La receta 468 del papiro médico Ebers, que debemos a Shes, reina del Imperio antiguo y madre del faraón Teti, servía para combatir eficazmente la calvicie. Su antigüedad era una prueba de éxito, por más insólitos que nos parezcan los ingredientes empleados: «patas de galga» (sin duda, un nombre de planta), huesos de dátil y un casco de asno, que había que cocinar a fuego vivo en un recipiente con aceite; y a continuación untarse enérgicamente la cabeza con el producto resultante. Para teñir de negro el pelo canoso se utilizaba la sangre de un buey negro cocida en aceite.[99]

EL ARTE DEL TOCADO

Otra escena del sarcófago de Kauit nos la presenta luciendo una peluca redonda de finos rizos, con un chai sobre los hombros, mientras sostiene una flor de loto en la mano izquierda; con el índice de la mano derecha recoge un poco de ungüento de un recipiente que le presenta su doncella, que aparece con un abanico en forma de ala de pájaro.

Aparte de la simple e indispensable higiene, las mujeres tenían a su alcance una impresionante cantidad de productos de belleza que utilizaban según las reglas de una alquimia sutil. Los conservaban en el interior de preciosos cofres, de los que, por desgracia, se han conservado muy pocos. Los ejemplares que han sobrevivido están fabricados con la mejor madera, tienen incrustaciones de metal o de marfil y presentan delicados adornos. En el interior descubrimos pequeños casilleros para guardar perfumes, cosméticos, maquillajes, ungüentos, bastoncillos y cucharillas que servían para aplicar los productos sobre la piel, pinzas de depilar, uno o varios espejos, peines y alfileres.

En primera fila de esos lujosos objetos figuran los vasos para ungüentos, que a veces tenían formas insólitas, como un vaso del Imperio nuevo de serpentina[100] que figuraba un mono vaciado en su parte superior y que se usaba para los bastoncillos de maquillaje. No se trata de una simple fantasía decorativa, sino del regalo de un animal familiar encargado de proteger mágicamente la morada. Asociado al signo jeroglífico que significaba «belleza, perfección», y a un doble ojo que alejaba a las fuerzas negativas, este tranquilo y amable mono se convertía en un genio bueno cuyos servicios se aseguraba la dama elegante.

Los objetos de belleza egipcios más célebres son las cucharillas para las pinturas, que chocaron a algunos egiptólogos puritanos; de unos treinta centímetros de longitud, y fabricadas con madera o marfil, a menudo tenían la forma de una nadadora desnuda, extendida sobre su vientre, con la cabeza y el cuello erguidos y sus esbeltas piernas juntas y estiradas. En sus brazos tendidos hacia delante, las nadadoras sostienen en muchos casos una copela que contenía maquillaje o incienso, o bien un pato cuyo cuerpo vaciado formaba el cucharón. Existían algunas variantes: una muchacha de pie sobre una barca navegando entre lotos y papiros, una niña cargada de flores, una muchacha tocando el laúd al borde del agua. En esos maravillosos personajes femeninos llenos de gracia se encarna la diosa Hator.

Algunas de esas pequeñas obras maestras no estaban destinadas al uso doméstico sino que se depositaban en las tumbas para que acompañasen a las resucitadas en el otro mundo y les garantizasen una eterna juventud. La misma lectura simbólica cabe hacer del uso de la peluca que, a veces, señala una de las etapas de la preparación ritual de la sacerdotisa, con motivo de su iniciación en los misterios de Hator.

PERFUMES DE MUJER Y CUIDADO DEL CUERPO

El perfume, tal como lo definimos en la actualidad —aceite etérico en una solución alcohólica—, no parece haber existido en el antiguo Egipto. Los perfumistas fabricaban sus productos a partir de plantas aromáticas maceradas en aceites grasos. Practicaban también la extracción de esencias florales, de las que disponían de una gama bastante variada que algunos textos, como los del laboratorio de Edfú, en el Alto Egipto, han censado parcialmente. Conocemos, es verdad, el nombre de un buen número de productos de belleza, pero todavía somos incapaces de dar la traducción precisa e identificarlos. La preparación de estos perfumes, una parte de los cuales se reservaba para usos litúrgicos, podía exigir varios meses y era confiada a especialistas.

La reina-faraón Hatsepsut envió una expedición al maravilloso país de Punt con objeto de obtener incienso fresco, que sería destinado tanto al culto de Amón como a la fabricación de productos de belleza. No olvidemos que las divinidades señalaban su presencia a los humanos mediante un perfume tan suave que estos últimos caían en éxtasis. El perfume también estaba asociado al aliento vital, a la dulce brisa del norte que vivifica el organismo cuando cae el sol y al final de una calurosa jornada.

Toda la población hacía uso de maquillajes y cosméticos, dispuestos sobre tablillas surcadas de alvéolos. Los más corrientes eran un maquillaje negro, a base de antimonio, y uno verde, a base de malaquita. Se usaban para prolongar la línea de las cejas y acentuar el encanto de la mirada. Estos productos se consideraban tan indispensables que, durante una huelga en tiempos de Ramsés III, los obreros reclamaron lo que se les adeudaba en ungüentos y comida.

Conviene subrayar también el uso médico de estos productos. En ciertos períodos del año, Egipto sufría la agresión de tormentas de arena y, en otros períodos, la de insectos. Los afeites y cosméticos servían para repelerlos, protegiendo la piel y los ojos. Las mujeres egipcias recurrían igualmente a los ungüentos para mantenerse delgadas, prevenir la caída del pecho, reafirmar los músculos y evitar los desagradables granos. A fin de purificar la piel y mantenerla joven y fresca, se trituraba cera, aceite fresco de moringa, goma de terebinto y hierba de Chipre, de forma que resultaba una especie de emplasto vegetal.

Frágil herencia de tantas horas dedicadas a embellecer, la de los pequeños recipientes de maquillaje, fabricados con alabastro o madera, de formas delicadas e insólitas: una vaca recostada en una barca, antílopes, ocas, patos, monos y jóvenes nadadoras. En el caso del pato o de la oca, el cuerpo del animal solía vaciarse para convertirlo en recipiente, mientras las alas fijas servían de tapa.