30. EL MATRIMONIO

¿MATRIMONIO? SI LA MUJER QUIERE

La mujer enamorada sueña con el matrimonio. ¿Era un acto obligatorio? No en el antiguo Egipto. Ninguna ley obligaba a la mujer a vivir con un hombre. La mujer soltera poseía autonomía jurídica, bienes propios que administraba ella misma, y nadie la juzgaba irresponsable. Esta independencia chocó mucho a los griegos, que la juzgaron casi inmoral.

El matrimonio, no obstante, tentaba a la mayoría de mujeres enamoradas, a las que no limitaba ninguna edad legal para hacer realidad su sueño. A los quince años, e incluso antes, una egipcia podía convertirse en una mujer casada; y, según los sabios, para traer niños al mundo era bueno ser joven.

Cuando una mujer decidía casarse nada podía impedírselo. Por supuesto, había que hablar con los padres, pero el progenitor no tenía derecho a imponer un pretendiente a su hija. En caso de conflicto prevalecía la opinión de la mujer. En la mayoría de casos, el buen entendimiento familiar fue la regla dominante, tanto más cuanto se recomendaba que el padre valorase a su futuro yerno en función de cualidades propias y no de una eventual posición desahogada.

MATRIMONIO DE PRUEBA

Al contrario de muchas sociedades, antiguas o modernas, que conceden una importancia considerable a la virginidad de la recién casada, el Egipto faraónico no hizo de este asunto una cuestión de honor ni un motivo de preocupación. A las jóvenes egipcias no se les prohibía tener relaciones sexuales antes del matrimonio. Como una de las bases de éste era la fidelidad, se recomendaba vivir amoríos y relaciones pasajeras antes de un compromiso que se pretendía definitivo y para toda la vida. En documentos tardíos, sin embargo, se menciona un «regalo de la virgen», es decir, bienes materiales que el marido ofrecía a su mujer a cambio del don de su virginidad. Más sorprendentes todavía, y de un liberalismo que nuestra época todavía no ha igualado, son los contratos de matrimonio temporales, es decir, de prueba, por un período de tiempo determinado. En algunas circunstancias se juzgaba preferible probar los sentimientos.

El hijo de un guardián de ocas, por ejemplo, había tomado mujer por nueve meses y le hizo donación de unos bienes depositados en el templo. Si ella rompía el contrato, él conservaría sus bienes. Si, en cambio, él le pedía que abandonase el domicilio, sería ella la que se quedaría con los bienes. Tres textos originarios de la región tebana hablan de una primera fase del matrimonio de siete años de duración, después de los cuales los vínculos que unían a la pareja debían concretarse definitivamente, tanto para establecer los derechos de la esposa como los de los hijos, si los tuvieran.

MATRIMONIO: VIVIR JUNTOS

«Constrúyete una casa —recomienda el sabio Any en su vigésimo sexta máxima, dedicada al futuro marido—, verás cómo eso aleja las discordias y el desorden. No creas que puedes vivir en la casa de tus padres».

En el Egipto faraónico, éste era el aspecto fundamental del matrimonio: que un hombre y una mujer vivieran juntos bajo el mismo techo en una casa propia. Según los textos, casarse es «fundar una casa» (gereg per), «vivir juntos» (hemsi irem), «entrar en la casa» (aq r per). El matrimonio no era un acto jurídico sino social, consistente en la convivencia decidida con entera libertad por un hombre y una mujer.

Ni un ritual religioso ni una obligación administrativa, el matrimonio a la egipcia expresaba la voluntad de la pareja de vivir su propio destino en un lugar en el que deseaban dejar su huella particular. Desde el momento en que un hombre y una mujer vivían juntos, a la vista de todos, estaban casados y tenían que asumir los deberes inherentes a su elección.

Otra palabra, meni, se utilizaba también para designar el matrimonio; es un término marino que suele traducirse por «amarrar», sugiriendo la idea de que el barco ha llegado a buen puerto después de un largo viaje. Esta palabra también significa «morir», pues la existencia se considera una travesía que puede acabar en naufragio o en un feliz acostamiento, es decir, en la resurrección.

El matrimonio, en efecto, supone la muerte de una existencia despreocupada; al tomar marido, la mujer egipcia se amarraba al puerto de la vida conyugal, lugar de estabilidad.

CEREMONIA DE MATRIMONIO

Dado que no se lo consideraba como un acto sagrado sino puramente humano, el matrimonio no era objeto de ningún ritual. Ahora bien, ¿se celebraba una fiesta familiar? No estamos seguros de ello. La novela de Setna, un texto tardío, hace referencia a un festín organizado por el faraón con motivo del matrimonio de su hija, pero no se ha conservado ningún documento de los tiempos antiguos que relate festividades similares.

Se supone que la recién casada llegaba al domicilio de su esposo con los objetos que ella aportaba como dote, y también traía flores; con toda seguridad, la mujer trenzaba una guirnalda y recibía un vestido especial, una especie de velo. Es posible que los esposos comieran sal para sellar su unión, quizá unían sus manos sobre una tabla en la que figuraba un escarabajo, símbolo de las transformaciones benéficas.

Lo esencial, repitámoslo, era vivir juntos en la misma casa. Así, el matrimonio se hacía oficial en un acto privado en el que no intervenían ni el Estado ni la religión.

LOS CONTRATOS MATRIMONIALES: PROTEGER A LA ESPOSA

«Tú eres mi marido»; «tú eres mi mujer». Estas pocas palabras sellaban el matrimonio. No obstante, también podían tomarse algunas disposiciones jurídicas conforme a una idea fundamental: asegurar la subsistencia de la mujer en caso de accidente, viudedad o divorcio.[90] Al marido se le pide que adquiera el compromiso formal de garantizar el bienestar material de su esposa si, por iniciativa de uno u otro, el matrimonio fracasa y termina en separación. Si el marido abandonaba a su mujer, le entregaría los bienes, debidamente estipulados por contrato, y un tercio de todo lo adquirido a partir del día que se estableció dicho contrato. Los objetos aportados por la mujer, o el valor correspondiente, le serían restituidos.

Las causas de separación, tal como las conocemos según la documentación, son las mismas que en nuestros días: profundo desacuerdo, adulterio, deseo de vivir con otra persona, conflictos de interés, infertilidad. Los expertos recomendaban al hombre no separarse de una mujer so pretexto de que ella no podía traer hijos al mundo. El texto de un ostracon conservado en Praga ilustra una banal situación de divorcio en que los pequeños problemas cotidianos habían terminado convirtiéndose en motivo frecuente de disputas. Una mujer escribía a su hermana: «Tengo peleas con mi marido. Él decía que iba a repudiarme. Discutía con mi madre por la cantidad de pan que necesitamos y me decía: tu madre no hace nada bueno, tus hermanas y tus hermanos no se preocupan de ti. Cada día tenemos peleas».

El hombre sabía que no podía divorciarse a la ligera, pues se vería castigado severamente; por ejemplo, podría perder los bienes adquiridos en común. La mujer egipcia se sabía protegida de una separación abusiva e injusta. Un papiro se refiere a una mujer que había perdido un ojo; su marido quería repudiarla después de veinte años de vida en común para vivir con otra mujer, probablemente joven y bonita. «Me divorcio de ti —le anuncia— porque eres tuerta». Su mujer le responde indignada: «¿Ése es el descubrimiento que has hecho durante estos veinte años que he vivido en tu casa?». La mujer exhibe una justa cólera contra ese pobre diablo, pues no podía temer por su futuro bienestar material. Sabía que semejante causa de separación sería juzgada inaceptable y que un posible divorcio le iba a costar caro al indigno marido.

Cualquier conflicto era regulado por un tribunal, ante el cual comparecían los esposos para explicarse. El marido disponía de un cierto tiempo para reunir el capital del que se beneficiaría la esposa. Cuando era la mujer la que abandonaba el domicilio conyugal, ella le debía una ligera compensación a su marido y conservaba la totalidad de sus bienes privados. En el caso en que el domicilio familiar formase parte del patrimonio de la mujer, el marido estaba obligado a abandonarlo y encontrar uno propio.

La esposa podía establecer ella misma el contrato de matrimonio. El papiro Salt 3078 trata el caso de una mujer que promete a su marido que, si lo echa de casa porque ame a otro hombre, le restituirá los bienes que él le ofrezca por su matrimonio. «Si me aparto de ti —añade—, no podré entablar ningún proceso contra ti por nuestras adquisiciones en común».

Libertad de matrimonio, libertad de divorcio: la independencia de la que gozaba la mujer egipcia era extraordinaria, pues no debía dar cuentas a un Estado o a una Iglesia.

EL MATRIMONIO DE LA DAMA TAIS

En el año 219 a. J. C., bajo el reinado de Tolomeo IV, la dama Tais estableció un contrato de matrimonio. Los reyes que gobernaban Egipto en esa época eran griegos; la edad de oro ya sólo era un lejano recuerdo, pero las mujeres egipcias luchaban por conservar su autonomía.

En el contrato se hacían constar la fecha, los nombres del marido y de la esposa, los de los padres, la indicación de su origen y profesión, el nombre del escriba que redactaba el acta y los nombres de los testigos, cuyo número, en tales circunstancias, variaba de tres a treinta y seis.

El marido, originario del gran sur, se llamaba Horemheb, como el ilustre faraón de la XVIII dinastía. Como regalo de matrimonio ofrecía a su mujer dos piezas de plata, que le pertenecerían definitivamente.

Horemheb adquiría un compromiso claro: si terminaba odiando a su esposa, si deseaba vivir con otra, estaña obligado a divorciarse, a entregarle dos piezas de plata más y un tercio de los bienes comunes. Por supuesto, restituiría a Tais la totalidad de los bienes que ella aportaba al matrimonio, o su contrapartida monetaria.

Pese a vivir en la época tardía, pese a que reinaban los griegos, pese a la introducción del sistema monetario rechazado por los faraones y pese al creciente dominio masculino en la sociedad, la dama Tais consiguió que se respetara la antigua ley.

LA MUJER CASADA CONSERVA SU APELLIDO

Si una mujer egipcia del tiempo de los faraones volviese para vivir entre nosotros, muchos aspectos de nuestra sociedad la sorprenderían por su rigidez jurídica, pero uno entre ellos le parecería especialmente insoportable y aberrante: que la llamaran, por ejemplo, «señora de Martínez».

Al seguir esta convención eliminamos el nombre propio y el apellido de la esposa, hecho que, desde el punto de vista de una mujer egipcia, significa negar la existencia de la esposa. Al casarse, la mujer egipcia no adoptaba el nombre de su marido, sino que conservaba el propio y recordaba de buen grado su filiación materna.

En un mundo en el que el espíritu comunitario y la jerarquía jugaban un papel preponderante resulta llamativo constatar tal grado de afirmación de la personalidad. El nombre formaba parte de los elementos vitales que le permitían superar la prueba de la muerte. Y, desde luego, no debía ser el matrimonio, un asunto humano, el que lo borrara.

POLIGAMIA O… POLIANDRIA

Entre las numerosas ideas estereotipadas que todavía pesan sobre el Egipto faraónico, la poligamia ocupa un lugar preferente. En algunos grupos estatuarios vemos al marido en compañía de dos mujeres, a las que califica indistintamente de «esposas». De ahí a concluir que un hombre egipcio podía tener varias mujeres sólo media un paso. Pero es un paso en falso. El examen atento del informe «poligamia»[91] demuestra que esas esposas no eran simultáneas sino sucesivas. Después de quedar viudo, el hombre en cuestión había vuelto a casarse y había deseado asociarse, en el más allá, con las mujeres a las que había amado. Hasta el día de hoy no existe ejemplo probado de poligamia.

¿Hubo, por el contrario, casos de poliandria? De dos mujeres del Imperio medio, Menjet y Ja, se afirmó durante mucho tiempo que tuvieron dos maridos simultáneamente. Pero la egiptología ha demostrado que no era cierto. En realidad se trataba de maridos sucesivos; las dos damas, después de un tiempo de viudedad, habían abandonado su soledad.

MATRIMONIO ENTRE HERMANOS

Otro tópico, debido esta vez a un autor griego, Diodoro de Sicilia: «Se dice —escribió— que los egipcios, de manera contraria a la costumbre, han establecido una ley que permite a los hombres casarse con su hermana porque Isis así lo había hecho; Isis se había casado con Osiris, su hermano, y después de morir éste no quiso aceptar a ningún otro hombre».

En estas líneas se suman varias confusiones. La más clara es la mezcla de mito y realidad cotidiana; el autor, además, parece ignorar que la mujer llama a su marido «mi hermano», y el marido a su mujer «mi hermana». Una pareja está, por lo tanto, compuesta por un hermano y una hermana, lo que hace casi imposible el trabajo de los genealogistas.

En la época tolemaica, la corte griega de Alejandría quizá celebró auténticos matrimonios entre hermanos para perpetuar la pureza dinástica. En la época romana, este tipo de unión se practicó en algunos pueblos, sin que faltara una buena razón: preservar el patrimonio de las tierras. No existe ningún ejemplo de matrimonio entre hermanos de sangre en la población egipcia de épocas anteriores.

¿Qué ocurría en la corte egipcia? El faraón también era, en su condición de esposo, un «hermano», y la gran esposa real «una hermana». La mayoría de matrimonios que se tenían por consanguíneos aparecen hoy como uniones con una hermanastra. Además, el matrimonio del faraón con su hermana carnal, al igual que con su hija, tenía por regla general un valor simbólico y ritual, sin que se consumara físicamente, como fue el caso de las bodas de Ramsés II con sus hijas. Una vez más, conviene desconfiar de nuestras proyecciones sobre el Egipto faraónico.