XX
HOREMHEB

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Un sabio reformador y legislador

Hacia 1334 a. C., la experiencia amarniana se termina. La capital de Atón es abandonada. La corte vuelve a Tebas y el joven rey Tut-anj-Aton cambia de nombre para convertirse en Tut-anj-Amon.[116] La ciudad de Amón vuelve a ser la capital de Egipto, y se celebra de nuevo el conjunto de ritos tradicionales. Ni disturbios, ni guerras civiles, ni querellas religiosas, sino una simple vuelta a la normalidad bajo la égida de uno de los principales dignatarios de Akenatón, «el padre divino» Ay, y de un escriba real y general en jefe, Horemheb, que evitó la llegada a Egipto de un príncipe hitita, decidido a casarse con una de las hijas de Akenatón.

Considerado con desprecio por la mayoría de los eruditos como un monarca sin importancia, Tutankamón, «el símbolo viviente de Amón», reinó, sin embargo, unos diez años;[117] al final de un período feliz murió prematuramente hacia los veinticinco años de edad por causas que siguen siendo desconocidas. Su tumba, un relicario cuidadosamente disimulado, fue descubierta en 1922 por Howard Cárter y permitió hallar un número increíble de obras de arte, todavía lejos de haber sido estudiadas en profundidad.

Durante el reinado de Tutankamón, el escriba y general Horemheb vivió probablemente en Tebas, donde ocupó un cargo administrativo. Al morir el joven rey, el viejo Ay subió al trono tras haber celebrado los funerales. Ejerció el poder menos de dos años, y el consejo de sabios decidió coronar a Horemheb, aunque no era de origen real. Decisión sensata, pues el nuevo monarca, carente de tendencias místicas, acabará siendo un notable jefe de Estado.[118] Considerado como Horus triunfante de Set y demiurgo que sacó a Egipto del caos para restaurar el orden de Maat, no se dedicó solamente al desarrollo del ejército, sino también a importantes tareas legislativas. En veintiocho años de reinado sereno, Horemheb emprendió profundas reformas administrativas y jurídicas empezando por la del rico clero tebano. Recordó a la jerarquía sacerdotal que estaba al servicio del faraón, y no a la inversa, y modificó el sistema de reclutamiento de los sacerdotes con el fin de impedir la formación de clanes.

Como constructor, trabajó en el Dyebel el-Silsileh, en Hermópolis, la ciudad de Tot y, naturalmente, en Karnak, donde llenó tres pilonos (el II, IX y X) con pequeños bloques, algunos decorados, provenientes de los monumentos de Akenatón en Amarna. Se trataba de una práctica ritual bien conocida, denominada «reempleo», que consiste, para un faraón, en utilizar la obra de un predecesor como fundación sagrada de la suya propia. Contrariamente a una idea aceptada y muchas veces repetida, Horemheb no fue el destructor de Amarna, quizá arrasada por Ramsés II; tales reutilizaciones muestran que el rey garantizó cierta continuidad al mensaje de Akenatón, integrándolo en sus pilonos de Karnak, en el seno del dominio de Amón.

La morada de eternidad de Horemheb, en el Valle de los Reyes,[119] es una maravilla restaurada recientemente. Aquí ya no hay deformaciones amarnianas, sino un arte de extremado refinamiento, nutrido de colores cálidos. Predominan las escenas de ofrendas a las divinidades, que veneran a un faraón eternamente joven, de mirada apacible y luminosa. La diosa de occidente lo acoge en su seno y le hace renacer. En las paredes, un nuevo texto de regeneración, el Libro de las puertas, que proporciona al faraón el nombre de los pasajes y de sus guardianes, que debe conocer para alcanzar el paraíso.

Ya lo hemos subrayado: Horemheb no era un místico y no omitió, como Akenatón, los aspectos temporales de su función. Ante el noveno pilono de Karnak se levantaba una estela colosal, de cinco metros de altura, conocida por el nombre de «Decreto de Horemheb». «Egipto, en este final de la XVIII Dinastía —recuerda el traductor de este asombroso documento, J. M. Kruchten— era un Estado civilizado y no un país sometido a la arbitrariedad del monarca y de sus agentes». Con todo, Horemheb percibió cierto número de injusticias a las que decidió poner fin. Y volvemos a constatar que la monarquía faraónica, lejos de ser una institución anquilosada, sabía mostrarse profundamente reformadora si era necesario y se preocupaba de la felicidad de la población.

«Yo conozco el interior de este país completamente —afirma Horemheb—, he llegado hasta lo más profundo del mismo». Lejos de replegarse sobre sí mismo y de cerrarse al mundo exterior, a la manera de Akenatón, un faraón debe, por el contrario, conocer la medida de su tarea abrumadora conociendo a la perfección su país y su pueblo, sin adornar la realidad.

Elemento clave: saber de quién se rodea. Nombrar a estúpidos, débiles y corruptos conduciría al Estado al desastre. Así, pues, Horemheb escogió responsables discretos, de carácter justo, capaces de sondear los pensamientos. Gracias a ellos, todos deben vivir en paz y sentirse seguros.

Primera condición: que un dignatario con poder respete la ley de Maat, rechace todo compromiso, todo soborno, y que no quiera dar razones a un querellante que no tiene la razón de su lado. «Yo me he ocupado de Egipto —indica Horemheb— para que sea próspera la existencia de los que viven en él».

Ya que es conveniente ocuparse primero de sus propios asuntos, el rey reforma el protocolo de la corte y expulsa de ella a los incompetentes e inútiles. Desde este momento, cada persona se mantendrá en su sitio y llevará a cabo correctamente su función. En cuanto a los soldados de su guardia personal, ya no serán funcionarios nombrados vitaliciamente y con privilegios anormales. Bien remunerados, los nuevos elegidos serán seleccionados por tumo en los distintos regimientos. Y «será para ellos como si se tratase de una fiesta».

¿En qué se basa una verdadera reforma, que busca la armonía y la justicia? En Maat: regla, rectitud y coherencia. Cuando Maat vuelve a ocupar su lugar, gracias a la acción del faraón, el amor divino inunda Egipto y las Dos Tierras están llenas de gozo. Es para servir a Ra, la luz divina, por lo que el rey ha venido a este mundo. Aconsejado por su corazón, sede de la conciencia, tiene la obligación de realizar la justicia, de aplastar al mal, y de destruir la iniquidad. Los planes que concibe y ejecuta el faraón son un puerto seguro para los justos y mantienen apartados a los ávidos. El rey debe mostrarse perseverante y vigilante en todo momento, y debe saber dictar sus reformas.

Entremos en los detalles de las dificultades del momento, empezando por un grave problema de circulación fluvial. En ciertas partes, algunos gangs, apoyados por funcionarios corruptos, efectúan actos de piratería. Ahora bien, una navegación segura, que permita a los servicios del Estado y a los particulares la utilización de sus barcos con total confianza, es uno de los aspectos vitales de una economía próspera. Horemheb actúa fuerte y rápido: pone fin a la corrupción, a la malversación de bienes, y sustituye a los jueces indignos. En un futuro, todo robo o toda utilización abusiva de barcos que sirven al interés general serán castigados severamente.

Otro grave problema: una banda de funcionarios se convertía en pequeños tiranos y se dispersaba por las aldeas para requisar, de manera ilegal, la mano de obra encargada de recolectar el azafrán y a la que no se autorizaba a abandonar su puesto ¡durante seis o siete días seguidos! El rey promete un terrible castigo a los agentes del Estado que continúen actuando así, de manera abusiva e intolerable: nariz cortada, trabajos forzados y reembolso a las personas afectadas de cada día de trabajo forzado. Por lo que respecta a los jueces corruptos que absuelvan a culpables notorios, podrán ser condenados a la pena de muerte.

¿Quién amenaza a las gentes sencillas? Los funcionarios que malversan los bienes del Estado y que se sirven de sus prerrogativas para oprimir a los administrados. En caso de falta, deben ser castigados severamente para que cada egipcio, sea cual sea su rango, tenga la certeza de que la justicia de Maat se aplica a todos.

Otro ejemplo concreto: la recogida de pieles, en el campo, por parte de militares que hacen uso de su título y de su fuerza, maltratando y robando a los proveedores. Luego, el encargado de los rebaños, cómplice de los malhechores, acusaba a los desdichados ¡de no haber proporcionado la cantidad establecida! Las pieles robadas serán restituidas a sus legítimos propietarios, y los culpables recibirán, cada uno, cien bastonazos. A partir de ahora, sólo un encargado honrado sería habilitado como inspector del ganado en todo el país y para reunir las pieles de los animales muertos.

Y Horemheb emprende una gran reforma fiscal con el fin de aligerar el peso de los impuestos, considerado insoportable. Demasiadas tasas abrumaban a los alcaldes y perturbaban la circulación de los barcos por el Nilo; los propios ediles deducían una parte demasiado importante de los ingresos de los particulares. El rey abolió un impuesto sobre el forraje que, de manera excesiva, despojaba al campesino del fruto de su trabajo.

Una fuente de ahorro importante fue la supresión de un gran número de funcionarios, perfectamente inútiles, como los guardianes de los simios. No contentos de sus escasas horas de trabajo, aprovechaban su tiempo libre para recaudar tasas inicuas. Al reducir el aparato del Estado, poniendo a trabajar a un número suficiente de funcionarios, Horemheb hizo sustanciales economías y conservó la prosperidad.

La conclusión del decreto es admirable:

Tan cierto como que mi existencia en la tierra es estable [consagrada de manera constante] a elevar los monumentos de los dioses, yo renaceré indefinidamente, semejante [en eso] a la luna…

Yo soy alguien cuyos miembros han iluminado los límites de la tierra como el disco del sol, alguien cuyo brillo es tan fuerte como el de Ra.

Así, Horemheb se presenta como el tercer término que une el sol y la luna, el brillo y la acción, la sabiduría de Ra y la de Osiris. Fue como hijo del cosmos y hermano del universo como llevó a cabo en la tierra una justicia de origen celeste. Confiere de nuevo a la función faraónica todas sus dimensiones, desde la más alta percepción de la vida en espíritu hasta la sana gestión de la existencia material. De esta armonía dependen la grandeza de una civilización y la felicidad del pueblo.

Bibliografía

HORNUNG, E., Das Grab des Horemheb im Tal der Könige, Berna, 1971.

KRUCHTEN, J. M., Le décret d’Horemheb, Bruselas, 1981.

MOSCHETTI, E., Horemheb. Talento, fortuna e saggezza di un re, Turin, 2001.