XIX
AKENATÓN

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¿Sabio o insensato?

Hacia el año 1350 a. C., cuando Amenhotep IV sube al trono, Egipto es una gran potencia espiritual y económica, admirada y respetada. Amenhotep III lega a su hijo un país rico y sereno, construido sobre la ley de Maat y una regla de vida practicada por todos los estratos de la población. La moral habitual, ilustrada por las enseñanzas del escriba Ani, garantiza una verdadera cohesión social cuyo principio supremo es la institución faraónica.

El cuarto de los Amenhotep es un joven cuyas tendencias místicas se forman muy pronto. Se interesa sobre todo por las divinidades solares, en especial por Ra-Horajty (el Horus del país de la luz) y por Atón. Su padre, Amenhotep III, ¿no era acaso el «Atón radiante»?

El nuevo amo de Egipto se casa con una mujer de gran belleza, Nefertiti, cuyo nombre significa «la Bella ha venido», alusión a un retorno de la diosa Hator, que había partido hacia Nubia para transformarse en la leona Sejmet y masacrar a los hombres rebeldes. Apaciguada por las fórmulas de conocimiento de Tot, volvió para repartir amor a través de las Dos Tierras.

Amenhotep IV decide desarrollar el culto de Atón, símbolo del ojo del sol, y hace construir monumentos en Karnak, dominio de Amón. Siguiendo el ejemplo de sus predecesores, embellece el templo de los templos donde Amón-Ra acoge a todas las divinidades.

Importancia al obelisco único del oriente de Karnak, rayo de luz petrificado de la primera mañana, patios a cielo abierto, celebración de la omnipotencia del sol: tal es la marca personal del faraón.

En el año V del reinado, una decisión extraordinaria: el monarca cambia de nombre, y por tanto de ser simbólico y de programa político en un sentido amplio del término. Amenhotep IV, «Amón está en su plenitud», se convierte en Akenatón, «El que es útil a Atón». Lógicamente, el rey abandona Tebas, ciudad de Amón, para fundar la nueva capital en el Medio Egipto, Aketatón, «el lugar de la luz[106] de Atón», más conocido por el nombre de Amarna.

En el año VII la corte se instalará en dicho lugar. Templos, palacios y casas se construyeron rápidamente gracias a la utilización de «ladrillos» de piedra caliza, fáciles de transportar.[107]

El territorio de Atón es virgen, al no haber sido ocupado anteriormente, y está limitado por estelas fronterizas y ocupa una superficie aproximada de unos 15 kilómetros de longitud por 22 de anchura de oeste a este. Hasta su muerte, hacia el 1334 a. C., al término de dieciséis años de reinado, Akenatón no saldrá nunca más de su capital, donde deseaba ser inhumado.

El dossier de acontecimientos es extremadamente exiguo. Sabemos que Akenatón y Neferdti tuvieron seis hijas; la segunda, Meket-Atón, murió poco después del año 12. Egipto vive en paz, la prosperidad prosigue y las otras ciudades, como Tebas y Menfis, llevan una existencia normal. Ni revuelta, ni guerra civil, ni guerra de religión, ni hambruna. «El culto de Atón —escribe Marc Gabolde— es, después de todo, la religión personal del rey, y no existe ninguna prueba de que Akenatón haya perseguido nunca a ninguno de sus súbditos por sus creencias».[108] En la misma Amarna constatamos la presencia de otras divinidades y de una religión llamada «popular», plenamente autorizada. Debemos, pues, renunciar, como ya lo escribimos hace varios años,[109] a la idea absurda de una cohorte de fanáticos atonianos desparramándose por todas las provincias de Egipto para imponer un dogma asesino en nombre de un místico intolerante.

Con todo, se nos objetará, el nombre de Amón fue martilleado, ¡es decir, aniquilado! ¿No es ésta la prueba del fanatismo de Akenatón? En realidad, lo borrado fue muy limitado, y, según la hipótesis de Jean-Claude Goyon, no se llevó a cabo quizá por iniciativa del propio Akenatón sino de un pequeño número de sacerdotes de Tebas deseosos de manifestar su lealtad al faraón, cuya autoridad, por otra parte, nadie ponía en duda. Tebas, feudo de Amón, no sufrió daño alguno y continuó honrando a Dios y a los dioses en múltiples templos. Aun siendo «el amado de Atón» y «el que exalta el nombre de Atón», Akenatón «vive según Maat», o, dicho de otra manera, según la Regla fundadora de la civilización egipcia que se impone a todos y, en primer lugar, al faraón.

Al cambiar de nombre, de protector divino y de capital, Akenatón decidió poner a Atón en un primer plano y relegar a Amón a la sombra. Se trata, lo que es esencial para un egipcio antiguo, de una mutación simbólica, que no engendra conflicto religioso ni persecución. Al vivir una experiencia de naturaleza mística en un marco espacial y temporal que sabe limitado, Akenatón no utiliza a su pueblo, no le impone una manera de pensar y no establece un reinado del terror. Los egipcios continúan viviendo como siempre, los templos funcionan normalmente y no se desmantelan los servicios del Estado.

Seguimos insistiendo en que se abandone la visión moderna y cinematográfica de un Egipto a sangre y fuego, y la de un exaltado que lleva a sus tropas de atonianos excitados a la conquista del territorio. La única certeza histórica es: Akenatón, Nefertiti, sus hijas, cierto número de altos dignatarios, artesanos y sus familias abandonan Tebas para retirarse a Amarna y vivir allí, cada día, bajo el sol de Atón.

Y se plantea la inevitable pregunta: ¿cuál es la naturaleza de esta experiencia religiosa y mística? Sobre este asunto, no podemos sino sorprendernos al leer las obras de egiptología que se muestran por lo general tan filas y tan «científicas» respecto a su objeto de estudio. Akenatón suscita pasiones y controversias y, según los autores, se pasa de un suave predecesor de Cristo a un falso profeta afectado por la demencia, sin olvidar las numerosas enfermedades que habría sufrido el rey. Los pro y los anti Akenatón continúan enfrentándose.

¿Y si tratamos de ver claro a partir de la propia documentación que tenemos en nuestro poder?

La apariencia física del rey, de su esposa y de sus hijas, al menos cuando son representados con un rostro deformado, un cráneo alargado y vientres prominentes, ha alimentado muchas especulaciones médicas. Pero nos olvidamos de que se trata de una elección estética y simbólica,[110] pues disponemos de otros retratos de miembros de la familia real, completamente «normales», entre ellos los dos célebres bustos de la reina Nefertiti, encarnación de la belleza más clásica y más serena.

Las tumbas de Amarna no sólo han preservado escenas de la vida religiosa y cotidiana, sino también himnos a Atón que Akenatón en persona ha compuesto y dictado a sus principales dignatarios.[111] Ahí es, pues, donde hay que buscar el mensaje del rey.

Como faraón, el nombre de Atón, monarca que dirige el universo, puede inscribirse en un cartucho. Con frecuencia, precede al de Akenatón, el hijo terrestre del soberano celeste del que debe prolongar la obra y la influencia.[112]

Esta obra, la creación en armonía, es la que Atón renueva cada día disipando las tinieblas. Al alba, da nacimiento de nuevo al rey, al mismo tiempo que a su propia manifestación. Construye al mismo tiempo su encarnación, el sol, y el faraón. En la extremidad de los rayos, unas manos ofrecen signos de vida (anj) e innumerables fiestas de regeneración.

«Nadie de los que tú engendras te ve —dice el rey a Atón— tú resides en mi corazón. No existe nadie más que te conoce, a excepción de tu hijo Akenatón. Tú le haces partícipe de tus proyectos, de tu poder».

Nada nuevo en este papel de faraón, claramente reafirmado desde el Imperio Antiguo como el único sacerdote de Egipto e intermediario entre Dios y los hombres. Con ocasión de su coronación, Akenatón, por otro lado, retomó el muy antiguo título de «gran vidente»,[113] atribuido al superior de la cofradía de Heliópolis, la ciudad del sol. Eje y centro de la sociedad, el faraón no es solamente un hombre de Estado y un jefe temporal, sino también un maestro espiritual que reúne en su persona simbólica el poder divino para esparcirlo, como un sol, sobre su pueblo.

Los textos prueban que Akenatón insistió especialmente en este aspecto de su función. Pasaba jornadas enteras instruyendo a sus discípulos, como su confidente Ay o el maestro escultor Bek. «Cómo prospera —afirma— aquél que escucha mis enseñanzas vitales, aquél que abre siempre su mirada a Atón».

Esta tarea, ligada a las prácticas rituales y a la vida familiar, centrada ésta misma en la veneración de Atón, alejó al rey de sus otros deberes, en particular de la gestión material del país. Y ésa es, a nuestro entender, la mayor debilidad del monarca: un aislamiento místico que condujo al desconocimiento de las realidades exteriores y de un Oriente Próximo en mutación.

Atón no fue inventado por Akenatón. Conocida desde los Textos de las Pirámides, esta forma divina fue magnificada por su padre Amenhotep III, que la consideraba el ojo del sol, canal por el que pasa diariamente la potencia creadora. Al contener la medida de todas la cosas, este ojo solar es el símbolo de la creación que se renueva sin cesar, y el universo «llega a la existencia en su mano». Cuando Atón se levanta, vivimos; cuando se echa, morimos. Toda vida procede de él, cada corazón lo aclama al verlo, y su desaparición hacia occidente, cada tarde, da la impresión de un fin del mundo.

La noche se considera una terrible prueba. En ausencia del sol, el universo parece desaparecer en la nada. Los animales salvajes salen de sus guaridas, los reptiles muerden, reina un pesado silencio, nadie reconoce a su hermano. Y así se está a la espera de la reaparición de Atón por el oriente: entonces, los brazos se elevan para venerar a ka, los corazones se nutren de su perfección y el milagro de la vida se renueva.

«Dios venerable que se ha dado forma a sí mismo, padre y madre», Atón crea cada tierra, todos los animales, todos los árboles y la especie humana. «El hace que el embrión se desarrolle en las mujeres, produzca el semen en el hombre, y dé constantemente el soplo vital a toda criatura». Y el rey se detiene en el caso del pájaro en su huevo al que Atón otorga el soplo en el interior, midiendo su tiempo de gestación con rigor y quebrando el cascarón en el momento justo para que pueda salir del huevo.

El conjunto de los seres vivientes nace de Atón, que coloca a cada uno en su función. Él, el Único, engendra lo múltiple. Por esto las lenguas humanas son numerosas, los caracteres variados, los colores de piel diferentes. Pero Atón dispensa sus favores sin discriminación al conjunto de las criaturas. Y todas, en un arrebato de entusiasmo y de reconocimiento, celebran la presencia de Atón. Los humanos hacen gestos de adoración, los rebaños están satisfechos con sus prados, los árboles y las yerbas verdecen, las aves se lanzan fuera de sus nidos, los cuadrúpedos dan brincos, los petes saltan, la tierra está en fiesta. «Tu amor es grande, inmenso —constata el rey—. Los rayos iluminan todos los rostros, tu brillantez da vida a los corazones cuando tú llenas las Dos Tierras con tu amor».

Si exceptuamos un gusto pronunciado por el lirismo y la poesía, característica de la personalidad de Akenatón, nada revolucionario ni nuevo hay en esta veneración de la omnipotencia de la luz, sin duda expresada mucho más sobriamente en épocas antiguas.

El faraón era «el maestro de la realización de los ritos», por lo que Akenatón no fue la excepción a la regla y se limitó a adaptarla a Atón. Un tema importante: cada día equivale a una resurrección de la luz y se convierte en una fiesta de regeneración generadora de gozo. A diferencia de sus antecesores, Akenatón ya no se dirige, solo, al interior de un santuario secreto y silencioso para despertar a la potencia creadora abriendo las puertas de una naos. En Amarna el rito se desarrolla en patios abiertos en los que cantores y músicos expresan su felicidad por contemplar a Atón. Asimismo, se continúa ofreciendo alimentos, y Akenatón salmodia los himnos a la gloria de su dios. Al ponerse el sol, la gran esposa real celebra una ceremonia de apaciguamiento, antes de la prueba de la noche.

En comparación con los ritos celebrados por dinastías de faraones a partir del Imperio Antiguo, el empobrecimiento es considerable. Con todo, afirman ciertos egiptólogos, se ha cumplido un formidable progreso: la proclamación de un monoteísmo.

Qué numerosos son los elementos de tu creación, oculta a nuestra vista —dice Akenatón a Atón—, Dios único sin igual. Tú creas el universo según tu corazón-conciencia cuando estabas solo. Tú eres el Uno en el que se hallan un millar de vidas… Tú abarcas con tu vista toda la creación, tú permaneces en tu unidad… Tú extraes eternamente miles de formas a partir de ti mismo, tú permaneces en tu unidad.

Este concepto de la unicidad del principio luminoso creador y de la multiplicidad de sus formas de expresión no tiene nada de nuevo, pues es ya uno de los temas centrales de los Textos de las Pirámides.[114] Akenatón no inventa nada y prolonga la tradición de la ciudad santa de Heliópolis. El propio Atón, por otro lado, no es más que la expresión de Ra, y Akenatón «el único de Ra». Sin entrar en detalles complejos de simbólica egipcia, que hacen asimismo de Atón una de las formulaciones de Shu, «el aire luminoso», es conveniente plantear el problema según la visión de los antiguos egipcios y no en función de las religiones monoteístas basadas en relaciones fechadas completamente extrañas a su percepción de lo sagrado.

Se me perdonará que retome un análisis ya desarrollado a propósito de la aventura de Akenatón:

Los dos milenios de evolución religiosa de Occidente han acabado haciéndonos creer que el monoteísmo era la forma superior de la religión y que el politeísmo era su forma atrasada. Ésta no era la opinión de los antiguos egipcios. Monoteísmo y politeísmo son dos aspectos dogmáticos igualmente insuficientes para dar cuenta de la naturaleza de lo sagrado. Punto esencial: los egipcios no creían en Dios ni en los dioses, sino que conocían y experimentaban. Para acceder a la inmortalidad hay que conocer, no creer. De ahí la importancia de los textos y de los rituales, concebidos como una verdadera ciencia del ser. ¿Qué nos enseñan? Que cada divinidad es la expresión de Uno, pero que este Uno no suprime lo múltiple. El dios «monoteísta», privado de los dioses, no representa en absoluto un progreso, sino que indica una insuficiencia de percepción de lo sagrado. En cada templo está el uno y sus manifestaciones… Akenatón no tuvo nunca la intención de crear el monoteísmo ni de luchar contra el politeísmo. Este tipo de problema es totalmente extraño a la mentalidad egipcia. La espiritualidad egipcia es el conocimiento de la circulación de energía que existe entre lo uno y lo múltiple, entre el centro y la periferia.

El camino seguido por Akenatón no resulta ser un progreso ni una revolución, sino más bien una experiencia mística vivida de manera intensa y reductora con relación a la inmensa riqueza simbólica puesta en juego por sus predecesores.

Así, el olvido de los mitos osirianos y del viaje alquímico del sol durante las horas nocturnas, como revela el Amdwat de Tutmosis III, demuestra un desconocimiento de la tradición iniciática. Ciertamente Akenatón, o al menos algunos de sus discípulos, recuerdan la necesaria fusión de Osiris y Ra, del sol de la noche y del sol del día, pero esta idea esencial no se aborda en los Himnos a Atón. La momificación, rito osiriano, no fue abandonada, pese a todo, y hay indicios que hacen suponer que Akenatón no omitió convertirse en Osiris con el fin de franquear las puertas de la muerte.

«El acto principal de la liturgia de Atón —escribe Jean-Claude Goyon— no es un sacrificio seguido de una ofrenda efectuada por sacerdotes, sino el contacto de una comunión del Unico-de-Ra y de su páredros, la esposa por excelencia, con la luz y la energía que emana de ella y que insufla la vida».[115] De hecho, el papel de la gran esposa real Nefertiti fue determinante. Atón hace crecer todas las cosas para el rey, pero también «para la reina que él ama, la señora del Doble País». La pareja real está unida al rezar a Atón y al presentarle ofrendas. «Clara de rostro, soberana de la felicidad, dotada de todas las virtudes, ante cuya voz gozamos», Nefertiti está asociada a todos los actos principales del reino. Llamada «perfecta es la perfección de Atón», disponía de un templo específico, «la sombra de Ra», y dirigía el ritual de la tarde. Al ocultarse, el disco solar redoblaba su amor por ella. Y algunos eruditos, al constatar que Nefertiti podía incluso realizar ella sola ciertos actos rituales, suponen que ejercía la función de faraón.

Y también en esto, nada nuevo, ya que esta función fue concebida como la unión de un rey y de una reina, formando el ser completo del faraón.

Por el contrario, Akenatón y Nefertiti ponen el acento en su familia. Humanizan su papel, lo hacen más familiar y lo desacralizan. No es fácil imaginar a Keops, a Sesostris III o a Tutmosis III hacerse representar, en la intimidad, con su prole, mientras almuerza.

La pareja subraya la importancia de lo cotidiano iluminado por Atón; por ello, la muerte de una de sus hijas los hundió en el desconcierto, como si la luz los hubiese abandonado. El final del reinado es oscuro. No sabemos nada de la muerte de Akenatón ni de la de Nefertiti, ignoramos si ella desapareció antes que él o fue su sucesora con otro nombre. Es probablemente una de las hijas de la pareja solar la que garantizó una especie de interregno antes del abandono de Amarna y la vuelta a Tebas, sin que este cambio provocase la menor alteración.

Para los ramésidas, apegados al culto de Ra, Akenatón no era un sabio, sino un «rebelde». Su mensaje, como hemos visto, no implica nada revolucionario y sus originalidades, tanto en el campo artístico como en el ritual, parecen más bien debilidades. Ignorando los aspectos temporales y materiales de su cargo, Akenatón no se percató del surgimiento del poder hitita y alteró la imagen de Egipto ante el mundo exterior.

No fue un loco ni un falso profeta, sino un místico que concentró su pensamiento en uno de los aspectos del simbolismo solar, en detrimento de un universo espiritual infinitamente más rico legado por sus antecesores y que volverán a encontrar sus sucesores.

Bibliografía

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GABOLDE, M., Akhénaton. Du mystère à la lumière, París, 2005.

HOKNUNG, E., Akhénaton and the Religion of Light, Ithaca-Londres, 1999.

JACQ, C., Néfertiti et Akhénaton, le couple solaire, Paris, 1990.

REEVES, C. M., Akhénaton et son Dieu, Paris, 2004.