I
IMHOTEP

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Maestro de obras, escriba, mago y sanador

Hacia el año 2670 a. C., un extraordinario faraón, Zóser, cuyo nombre significa «el sagrado» y «aquel cuya encarnación es más divina que la de los dioses», funda la III Dinastía, que marca el final de una larga evolución que lleva a la emergencia de un Egipto fundado sobre la unión de las Dos Tierras, la del norte (el Delta) y la del sur (el valle del Nilo).

Este faraón, de apariencia severa y autoritaria, eligió como jefe del ejecutivo a un personaje excepcional, Imhotep, «aquél que viene en plenitud».[11] El emperador le otorgó un honor fabuloso permitiéndole grabar su nombre y sus títulos en el pedestal de la estatua que lo representa, probablemente como escriba, depositada en el interior del recinto real de Saqqara, donde el alma del faraón renacía eternamente. Dicho de otro modo, Imhotep se hallaba asociado, así, a la eternidad real.

Situada en una de las capillas que bordeaban la columnata de entrada de este inmenso templo del más allá, esta estatua evocaba la amistad profunda que unía al faraón con su primer ministro, considerado como hermano suyo y su álter ego.[12]

¿Qué nos enseñan las inscripciones de este sorprendente monumento[13] sobre la carrera de Imhotep? En un principio fue artesano, especialista en la difícil fabricación de jarrones de piedra, y carpintero al servicio de una vieja institución[14] que le permitió dirigir equipos de técnicos y gestionar expediciones de productos destinados al palacio real. Responsable de los constructores y de su material, el soberano se fijó en Imhotep, al que elevó a la dignidad de maestro y director de las obras. Convertido en «primero por debajo del rey» y administrador del palacio, Imhotep fue iniciado en los misterios revelados en Heliópolis, la ciudad santa más antigua del país, y accedió a la función de gran vidente.

Una carrera notable, que indicaba un rasgo de genio: la invención del arte de construir con piedras talladas. Sin duda, antes de Imhotep conocemos construcciones o edificios de piedra, pero estas obras son modestas ante el vasto conjunto de Saqqara. Debido al impulso que dio a la arquitectura egipcia, Imhotep se convertirá en maestro de obras por excelencia y será considerado el creador del plano de todos los templos. Al frente de un «clero de iniciados», según la expresión de Lauer, este genio redactó el «libro de la planificación del trabajo del templo», proporcionando el conjunto de reglas de construcción, simbólicas y técnicas al mismo tiempo.

Si este libro se ha perdido, la gran obra de Imhotep ha traspasado los siglos, y la pirámide escalonada,[15] madre de todas las otras, continúa dominando en el sitio de Saqqara, la necrópolis de Menfis, capital del Egipto del Imperio Antiguo, no lejos de El Cairo.

Saqqara fue el libro de piedra de Imhotep, destinado a traducir de manera concreta el pensamiento del Rey-Dios, Zóser. «El cielo vive en este lugar —afirma el texto—, la luz divina se eleva de él».

Saqqara: lugar totalmente formado por la mano de los constructores, como más tarde lo será la meseta de Gizeh. Saqqara, quince hectáreas, en forma de cuadrado doble, el «cuadrado largo» (227 metros de este a oeste, 544 metros de norte a sur), símbolos por excelencia del espacio de creación. Ya desde la entrada del lugar sagrado, una sorpresa: una sola puerta de piedra, ¡abierta para siempre! He aquí el único acceso de un gigantesco recinto que comprende 211 bastiones. Un muro de 10 metros de altura impedía que las miradas profanas manchasen los misterios que se llevaban a cabo en estos lugares.

Sólo el ser espiritual del faraón, el ka, su potencia creadora, podía pasar por esta abertura. Utilizaba un camino estrecho, bordeado de capillas, antes de alcanzar el vasto patio, símbolo del pantano original del que nacían todas las formas de vida. Identificado con el sol, el rey recorría el espacio a grandes pasos, y tomaba posesión del cielo y de la tierra. Uniendo el norte y el sur, reuniendo a la totalidad de las divinidades con ocasión de su fiesta de regeneración, el soberano contemplaba la luz creadora bajo forma de una escalera de piedra, la pirámide escalonada que le permitía subir hacia el más allá y volver a bajar hacia el bajo mundo con el fin de sacralizarlo.

Contrariamente a lo que incansablemente se repite en numerosas obras, Imhotep no acumuló bancos de piedra unos sobre otros a ciegas, sin saber adonde iba. Como afirma Rainer Stadelmann, la pirámide de seis escalones fue concebida así ya desde el comienzo de las obras.

¿Una tumba, en el sentido moderno del término? Sin duda, no. Los apartamentos subterráneos de Saqqara son el palacio del ka real y no el sepulcro destinado a un cadáver. Allí vivía eternamente el cuerpo de luz de Zóser, al que se ve realizar el recorrido de la regeneración, testimonio de su imperecedero vigor. En contacto permanente con lo invisible, el rey renace de este rito, en medio de azulejos azules ritmados por los pilares que simbolizan la resurrección de Osiris, vencedor de la muerte.

En las galerías de este palacio subterráneo, miles de ánforas, platos y cuencos de piedra, indispensables para celebrar el perpetuo banquete. El aspecto sutil de los alimentos se ofrecía al alma del monarca, que bogaba más allá del tiempo y del espacio. No había frontera, ni obstáculo, sino una fiesta en la que se afirmaba la alegría de vivir para la eternidad.

Saqqara fue el «acontecimiento» de la vida de Imhotep. No poseemos ningún documento referente a su gestión de un Egipto sereno y poderoso, a excepción de una curiosa estela en la punta meridional de la isla de Sehel, al sur de Asuán, sin duda de la época tolemaica, mucho después de la desaparición física del sabio. Según este texto, tras siete años de crecidas insuficientes, una hambruna habría amenazado al país en el año XVIII del reinado de Zóser. Preocupado por el bienestar de la población, el rey recurrió al único sabio capaz de resolver este angustioso problema: Imhotep.[16]

Cuestión fundamental: ¿dónde nace el Nilo? Para obtener la respuesta hubo que consultar los archivos de la Casa de la Vida. Y la respuesta fue clara: el río nutricio surgía en una caverna de Elefantina donde residía el dios Jnum, el alfarero con cabeza de carnero que el monarca vio en sueños. Allí se hallaba «el comienzo del comienzo, la sede de la luz divina. Dulzura de vivir es el nombre de su morada». Única solución: hacer ofrendas a Jnum para que levantase sus sandalias y liberase una buena crecida. Así, gracias a la intervención de Imhotep, Egipto gozó de una perfecta inundación.

Durante el milenio que siguió a la muerte de Imhotep, su genio no fue olvidado, y se conocen testimonios de veneración. En la época de Amenhotep III (1386-1349 a. C.) la situación evoluciona. Un texto nos dice que cada escriba, antes de ponerse a trabajar, hace una especie de libación en honor de Imhotep. Esta consistía en verter un poco de agua proveniente de su cangilón para celebrar el ka de Imhotep, santo patrono de los letrados. Y he ahí, pues, el arquitecto de Zóser elevado al rango de maestro espiritual de los escribas y de los ritualistas, guardián de los libros utilizados en los templos.

A partir de la XXVI Dinastía (672-525 a. C.), numerosas estatuillas de bronce representan al sabio Imhotep sentado, leyendo un papiro, que tiene desenrollado sobre sus rodillas. Se toca con el casquete del dios Ptah, creador por medio del verbo, y patrono de los artesanos, pues su pensamiento ya no es el de un ser humano, sino el del hijo de esta divinidad.

Conociendo el «libro de Dios» llegado del cielo y los secretos del palacio, Imhotep se hizo muy popular en la época tolemaica. Tenía la facultad de restaurar lo que había sido destruido y de proporcionar a sus discípulos la inteligencia de los textos esotéricos. Dotado de una habilidad análoga a la de Tot, regeneraba alquímicamente a los servidores del dios de la sabiduría.

Guardián del orden y de la armonía, Imhotep fue considerado el mago por excelencia, capaz, según las inscripciones del templo nubio de Debod, de transfigurar los miembros del faraón y de recrear así al ser cósmico en la fuente de toda vida. En Saqqara existía una escuela de magos bajo la égida del viejo sabio, que era también astrónomo y astrólogo. «Arquitecto del cosmos», según la expresión de Wildung, enseñaba el movimiento de las estrellas y el significado de los decanatos.

Durante la XXVI Dinastía, Imhotep fue elevado al rango de dios —otros dicen de «santo»— venerado en todo Egipto. Puesto que podía dar la vida, al modo de la luz divina, Ra, se celebraba la ascensión al cielo de su alma-pájaro (el (ba) y la transformación de su individuo mortal en ser de luz. En Menfis, en el sudoeste del templo de Ptah, se hallaba una «ciudad de Imhotep» y en Saqqara, no lejos de la pirámide escalonada, se había edificado un templo de Imhotep, cuyo emplazamiento exacto es desconocido. Varios sacerdotes estaban encargados de conservar viva la memoria del sabio celebrando un culto cotidiano por su ka.

Desde la época de Ramsés, Khaemwaset, uno de los hijos de Ramsés II, ruega a los dioses del sur y del oeste que se reúnan y vengan a rendir homenaje a Imhotep el Grande, hijo de Ptah, pues se sentirán satisfechos por los actos excelentes que éste realizó en su favor.

Un enigma de importancia: la localización de la tumba de Imhotep. Algunos han creído reconocerla en la gran mastaba nº 3517 (56 metros x 25 metros) que muestra la misma orientación que la pirámide escalonada. Pero este monumento, muy degradado, no tiene ninguna inscripción y sigue acarreando dudas. El descubrimiento de la morada de eternidad de Imhotep, quizá intacta bajo la arena, ¿no continúa siendo, acaso, una de las misiones de la egiptología?

Menfis y Saqqara no eran los únicos yacimientos que podían acoger a Imhotep, puesto que también está presente en Karnak, donde forma una tríada con Hator y Horus-que-une-las-Dos-Tierras y se afirma como una «manifestación maravillosa» de los dioses guardianes; en Deir el-Medina,[17] en el templo de los constructores; en Edfu, cuyo templo creó; en Elefantina, cuya Casa de la Vida está puesta bajo su protección; en Filé, el último santuario egipcio en activo en el que se lo asocia al dios creador Jnum-Ra. Se ofrecía incienso a Imhotep, que volaba hacia el cielo al modo de un halcón. Alma venerable, se mezclaba con los planetas, ignorando la fatiga, y bogaba en la barca solar, en compañía de las estrellas imperecederas.

Desde la XIII Dinastía, en el siglo XVIII a. C., la tradición atribuyó a Imhotep poderes curativos. Ya que ofrecía salud a todos los seres, incluso a la gente modesta, se convirtió en patrono de los médicos. Intermediario entre la humanidad y las divinidades, era venerado en la puerta de los templos, frontera entre lo profano y lo sagrado. Capaz de aliviar los sufrimientos, Imhotep se aparecía ciertos enfermos, con un libro en la mano, y les revelaba el remedio adecuado. «Dueño de la vida, otorgador de vida, soberano de la salud, que reanimaba a los muertos, causando el desarrollo del huevo, yendo hacia aquéllos que lo imploran, aliviando sus dolores», Imhotep transmitía la verdad de los dioses y curaba por orden de éstos. Renovando así el acto creador de su padre, Ptah, restablecía la armonía del origen, mantenía la Regla de Maat y prolongaba el plan divino.

En Deir el-Bahari, en el último santuario creado por la reina-faraón Hatshepsut, Imhotep el sanador fue consultado en compañía de otro sabio del que volveremos a hablar.[18] «Sin dormir de día ni de noche con el fin de animar el cuerpo de sus fieles», Imhotep actuaba de modo que los cuerpos prosperasen, y «se vivía de verlo». Escuchando la voz de Egipto, continuaba velando sobre éste.

La longevidad del Imhotep sanador fue notable, pues los griegos lo convirtieron en su Asclepios (Esculapio), dueño de la vida y de la salud, al que se atribuían curaciones milagrosas. Esta figura de taumaturgo, de mago y de médico aparece en los textos herméticos y perdura incluso en los tratados de alquimia árabes. El Renacimiento sigue citando a un Imhotep alquimista, que de este modo habrá conseguido atravesar los siglos oscuros que van del fin del Egipto faraónico al descubrimiento de la clave de lectura de los jeroglíficos.

Ni siquiera la Revolución francesa fue capaz de destruir a Imhotep. Una de las estatuas que lo representaban y que llevaba la inscripción «Imhotep da la vida» formaba parte del tesoro de la abadía de Saint-Denis y debía haber sido fundida. Milagrosamente, pudo escapar a los revolucionarios y Alexandre Lenoir erudito interesado por los misterios de la Antigüedad, la conservó en el Museo de los Monumentos Franceses; después la compró un coleccionista húngaro, que la donaría al museo de Budapest.[19]

A través de los tiempos, Imhotep siguió siendo el modelo de sabio egipcio. Arquitecto, escritor, hombre de Estado, mago, astrólogo, sanador, alquimista, practicaba todas las ciencias sagradas con igual maestría y encarnaba, en el grado más alto, la ley de la armonía que hizo de la era de las pirámides una edad de oro sin igual. Constructor de una civilización sin historias y situándose resueltamente más allá de la Historia, se convirtió, por sí mismo, en un mito cuyos aspectos más importantes eran creación y transmisión.

Bibliografía

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BARGUET, P., La Stèle de la famine à Séhel, El Cairo, 1953.

BAUD, M., Djéseret la IIIe dynastie, Paris, 2002, pp. 119-122 y 125-128.

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LAUER, J.-P., «A propos de l’invention de la pierre de taille par Imhotep pour la demeure d’éternité du roi Djoser», Mélanges Mokhtar II, El Cairo, 6,1985, pp. 1-67.

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—, Egyptian Saints. Déification in Pharaonic Egypt, Nueva York, 1977 pp. 31-81.