Capítulo 100

El humo que escapaba de los seis ulas de los Primeros Hombres se fundió con el gris del cielo. La nieve cubría la playa y las colinas. El sexto ulaq era nuevo y lo habían construido apartado de los restantes.

Kukutux pensó que era el de Foca Agonizante, su esposa y sus numerosos hijos. Se inclinó en la proa del ik de las mujeres para echar un vistazo a los anaqueles de las embarcaciones. Quizá Waxtal había tenido miedo de retornar a la aldea de los Morsa y puesto rumbo a la de los Cazadores de Focas. No divisó su ikyak y llegó a la conclusión de que era muy improbable que el tallista hubiese salido a navegar con los cazadores. Sin duda estaba comiendo o durmiendo, a la espera de que otros hiciesen su trabajo. Kukutux respiró hondo, hundió el zagual en el agua y ayudó a la esposa de Cazador del Hielo a virar el ik hacia la orilla.

Ocho Hombres de las Morsas acompañaban a Cazador del Hielo: sus hijos Zorro Blanco y Pájaro Cantarín y seis cazadores. También viajaban muchas mujeres Morsa y Cazadoras de Ballenas, así como todos los Cazadores de Ballenas que seguían con vida. Kukutux sabía que algunos pensaban regresar la primavera siguiente a la isla de los Cazadores de Ballenas y que otros —como Foca Agonizante— habían dicho que permanecerían como cazadores en la aldea que los Primeros Hombres habían erigido en la playa de los mercaderes.

Kukutux navegaba en el ik con la esposa de Cazador del Hielo, la hijastra de Chillona, la viuda Pagro y dos mujeres Morsa, Abuela y Tía. Las ancianas viajaban en la parte central del ik, arropadas con pellejos de foca peluda. A lo largo de los días de travesía desde la aldea de los Morsa, las viejas habían restregado con aceite los lados raspados de los pellejos. Abuela había dicho que eran mantas para los rorros y una sonrisa había surcado de arrugas su pequeño rostro moreno.

Cazador del Hielo fue el primero en varar el ik y lo arrastró por encima de los montículos de hielo que bordeaban la orilla. Lo recibieron Samiq —el jefe de la aldea de los Cazadores de Focas— y un hombre mayor. En la playa había más aldeanos, acompañados de sus mujeres, y los críos jugaban en las proximidades. Se alegró de ver una aldea en expansión, un poblado cuyos habitantes reían, estaban alegres y gordos por la plenitud de sus escondrijos para alimentos.

Cazador del Hielo habló largo y tendido con Samiq. Éste llamó a cuantos se encontraban en la playa y Cazador del Hielo hizo señas a los Morsa a fin de que varasen los ikyan. Las mujeres también desembarcaron de los ik. Samiq se dirigió a todos y Cazador del Hielo repitió sus palabras en la lengua de los Morsa.

La bienvenida de Samiq llegó al corazón de Kukutux y el cansancio de sus brazos desapareció, lo mismo que la quemazón que el sol reflejado en el agua le producía en los ojos. Acabarían por integrarse en esa aldea y tendrían un lugar donde criar niños fuertes.

Kukutux reconoció a Tres Peces, que se encontraba en medio de las Cazadoras de Focas, con un rorro a la espalda. A pesar de que Kukutux la consideraba muerta hacía mucho tiempo, Tres Peces estaba viva y se había convertido en esposa y madre.

Cazador del Hielo indicó a las mujeres que retirasen los hatos de los ik. Distribuyeron a las mujeres, los niños y los hombres en los ulas de los Primeros Hombres hasta que se construyeran nuevas viviendas.

—¿Y si las levantamos a la manera de las moradas de los Morsa? —propuso el hijo mayor de Cazador del Hielo.

—Cada hombre ha de hacer lo que considere más adecuado para sí mismo y su familia —replicó Samiq.

Todos sonrieron entusiasmados.

«Es maravilloso», pensó Kukutux. Se dijo que la vida volvía a sonreír y se negó a pensar en Waxtal, en el marido que podía aparecer en su ik y llevársela de la aldea de los Cazadores de Focas.

Durante casi un mes Waxtal hizo caso de las palabras del colmillo tallado, escuchándolo como un joven a su padre. El colmillo conocía esas aguas. Era mejor oír lo que decía. Antaño había vivido en ese mar, había formado parte de un animal que surcaba esas aguas. El colmillo lo condujo a cavernas, manantiales termales y aguas abiertas en las que podía pescar.

La noche de la luna llena arribaron a un alargado brazo de guijas que se internaba en el mar, un sitio que Waxtal no reconoció, aunque supo que ya había estado allí. Por lo que recordaba, la playa no existía; sólo había montañas que se elevaban directamente del agua, acantilados llenos de pájaros. El banco de guijas se extendía desde tierra como un remo gigante, el filo estaba cubierto de nieve y había espacio suficiente para que un hombre permaneciera de pie y caminase, incluso para construir varios ulas.

«Mira, Waxtal, es un buen lugar para orar —dijo el colmillo—. Es un sitio ideal para los ayunos de las visiones, para que los espíritus te muestren cómo matar al hombre que debe morir».

Waxtal condujo el ikyak hasta el banco de guijas, lo arrastró sobre la nieve y despejó un sitio. Se arropó con abrigados pellejos de foca peluda, se sentó y se puso a rezar.

Sus primeras oraciones fueron maldiciones contra Samiq, los Primeros Hombres, su difunta esposa Concha Azul y Kiin. A medida que rezaba se regocijaba con sus poderes, con la fuerza que había llevado las morsas a los Cazadores de Ballenas, con la visión que los había convencido de acompañarlo a la playa de los mercaderes. Al final, pletórico de alegría, se quedó dormido.

Esa misma noche Samiq estrechó en brazos a Kiin. Aunque estaba de duelo por Pequeño Cuchillo, la alegría de haber recuperado a Kiin había aliviado parte de sus pesares y le permitía esperar ilusionado la llegada de cada nuevo día.

—Los que han venido a vivir con nosotros son personas de buen corazón —musitó Kiin. Samiq hundió el rostro en la melena de su esposa—. Te daré otro hijo. Le pondremos el nombre de tu vástago Cazador de Ballenas, el que ahora se encuentra en las Luces Danzarinas. Recobraremos las fuerzas de ese buen nombre. Y tú me darás una hija, una pequeña que llevará el nombre de mi madre.

Samiq no encontró palabras para manifestar tanta felicidad, por lo que rodeó con fuerza el macizo cuerpo de Kiin y dejó que las caricias hablasen por él.

Waxtal despertó aterido, bajó la mirada y se dio cuenta de que estaba sentado en medio del agua. Con la noche había llegado la marea alta y la luna llena se reflejaba en el mar. Siguió con la mirada el sendero trazado por el claro de luna y vio que su ikyak se alejaba en medio del oleaje.

Llamó a su bote, al hermano que había creado con las manos, y al colmillo con las marcas de su cuchillo, pero ambos siguieron viaje sin él. Desde el ikyak le llegó la voz del colmillo tallado, que reía a carcajadas.

Waxtal gritó hasta que el agua le llegó a los hombros. En ese momento un pájaro voló sobre las olas; se trataba de un cuervo de voz chillona y, como si el agua helada le aclarase los pensamientos, súbitamente supo que los reclamos del ave eran una celebración, la alegría por el alimento que pronto sería suyo: el cuerpo de un hombre, el hígado fresco, los ojos blandos.

El tallista lo espantó a manotazos, pero el expectante cuervo se limitó a trazar círculos. La boca de Waxtal se llenó de maldiciones y las escupió como si fueran sangre. Maldijo la totalidad de las cosas: personas y animales, mar y cielo, montañas y hierbas. Al final el frío del agua lo embotó y ya no pudo hablar.

Las maldiciones se le atragantaron y se tornaron tan espesas que no le quedó sitio para respirar.

Por la noche Tía fue a ver a Kukutux y entró a gatas en el espacio para dormir que ésta compartía con la Cazadora de Focas llamada Baya Roja. Tía la despertó y la condujo a la estancia principal del ulaq, donde permanecía encendida una lámpara con varias mechas.

—Tu marido ha muerto —declaró la anciana.

Kukutux se quedó sin palabras y sin pensamientos.

La vieja repitió la frase y finalmente Kukutux entendió lo que decía.

—El mar se ha cobrado a Waxtal —añadió Tía.

—No derramaré una sola lágrima por él —afirmó Kukutux.

—Aquí hay varios hombres dispuestos a tomarte por esposa… Zorro Blanco o Primera Nevada, el cazador de los Primeros Hombres.

—Estaré de duelo una luna —añadió Kukutux.

La anciana se encogió de hombros.

—Las lunas pasan rápido.

—Es verdad. —Aunque Kukutux guardó silencio, Tía esperó como si supiera que deseaba hacerle varias preguntas. Finalmente acotó—: Este sitio recibe el nombre de playa de los mercaderes.

—Sí.

—¿Todos los trocadores pasan por aquí?

—La mayoría.

—¿Sólo lo visitan en primavera y en verano?

—No. Según Cazador del Hielo, a veces se presentan antes de la llegada del invierno, cuando los hombres se dedican a aprovisionar los escondrijos para alimentos. Es una buena época para realizar trueques.

—En ese caso esperaré. Hay un mercader que podría venir…

—Búho —la interrumpió la anciana.

Kukutux se quedó sin respiración.

—¿Lo conoces?

—Lo conoceré —afirmó Tía y rio secamente.

—¡Qué bien! —exclamó Kukutux.

—Sí, muy bien —confirmó Tía; apagó las mechas de la lámpara con las yemas de los dedos y retornó a su espacio para dormir.

Kukutux salió del ulaq a oscuras y dejó que el viento la azotase. Aferró las cuentas azules y doradas que le colgaban del cuello y entonó una canción, una melodía apacible y dichosa, un cántico de llamada. El viento arrastró sus palabras y las llevó muy lejos.

Las condujo hasta el ik de un comerciante…