Capítulo 98

Primeros Hombres

Bahía de Herendeen, península de Alaska

Cuervo se presentó con su manto de plumas negras, un cuchillo en cada mano y el pelo suelto sobre los hombros. Era un hombre alto y delgado. Uno de los brazos de Samiq era tan grueso como los dos de Cuervo, pero el joven no podía apartar la mirada de las manos del Morsa, manos completas y fuertes que aferraban sendos cuchillos de hoja larga.

«Dos manos fuertes —musitó una voz en la mente de Samiq—. Dos manos fuertes que se opondrán a tu debilidad».

Samiq sacudió la cabeza para apartar las vacilaciones y desató el hueso que le enderezaba el índice. Colocó el cuchillo de Amgigh en su mano derecha y acomodó los dedos en el mango.

—Cuervo de los Hombres de las Morsas, empuñas dos cuchillos.

Samiq aguardó a que alguien tradujese sus palabras, pero Cuervo replicó sin necesidad de que nadie le explicase qué había dicho:

—Coge otro cuchillo. —Lanzó una carcajada—. Te espero. El combate debe ser justo.

Samiq percibió la provocación contenida en la respuesta y se le cayó el alma a los pies al darse cuenta de que Cuervo sabía que tenía la mano tullida. Se volvió hacia los hombres que lo rodeaban, los que permanecían de pie en medio de la luz anaranjada de las hogueras de la playa, y extendió la mano izquierda para pedir un filo. Su padre le ofreció su cuchillo, que también era obra de Amgigh, pero en ese momento Pequeño Cuchillo se acercó desde los ulas. El muchacho quitó el arma de la funda que pendía de su cuello y declaró:

—Padre, eres un hombre que pertenece a dos pueblos. Permite que dos tribus te den fuerzas.

Kayugh asintió con la cabeza y retrocedió. Samiq aceptó el arma de Pequeño Cuchillo. Era como el nombre de su hijo. La hoja, que sobresalía del espacio existente entre el pulgar y el índice, presentaba la misma longitud que el pulgar de Samiq y el mango cabía perfectamente en la palma de la mano. Aunque el filo de andesita estaba toscamente picado, la punta era tan aguzada como el extremo de un arpón para cazar ballenas.

Samiq se volvió para hacer frente a Cuervo, pero Pequeño Cuchillo lo cogió del brazo, lo obligó a darse la vuelta y añadió:

—Espera, será mejor que aferres el cuchillo de otra manera. —Pequeño Cuchillo movió el arma para que la hoja mirase hacia abajo—. Así podrás clavarlo —apostilló el muchacho y apuntó hacia el suelo con la mano.

—Tienes razón —reconoció Samiq—. Es verdad.

Samiq volvió a encarar a su rival.

Cuervo se despojó del manto, se irguió en toda su estatura y aguardó. Samiq se sacó la chaqueta. Aunque el frío viento nocturno le erizó la piel, sólo reparó en las armas que esgrimía. Extendió la mano derecha con el cuchillo hacia arriba y mantuvo el brazo izquierdo pegado al cuerpo.

—Dijiste que el combate debía ser justo —repitió Samiq al Morsa.

—¿Te quejas de tener la mano tullida? —inquirió Cuervo—. No te obligo a luchar. Entrégame a Kiin y me iré.

—Este combate no será justo porque me he fortalecido mediante la plegaria y el ayuno.

—¿Crees que yo no rezo?

—El hombre que busca ese espíritu superior a sí mismo no necesita un arma para demostrar su poder.

—¡Insensato! —exclamó Cuervo—. ¡No existe nada ni nadie superior a mí!

—¿Afirmas acaso que tu poder equivale al de los espíritus? —preguntó Samiq.

—Sí. Convoco los espíritus y hacen lo que les pido. Aunque no los veas, hay espíritus en las hogueras y otros que se mueven en las penumbras. Presta atención. —De pronto sonó una voz allende las fogatas, un grito semejante al de las mujeres que están de duelo—. El espíritu de tu abuela ha comenzado a llorar tu muerte.

Una segunda voz pareció escapar del fuego que ardía a espaldas del joven y dijo: «Samiq, no tienes la menor posibilidad de triunfar. Pronto te reunirás conmigo en el mundo espiritual».

Samiq estuvo a punto de volverse, pero lo dominó la serenidad y la confianza en sus propias fuerzas.

Cuando la tercera voz tomó la palabra, Samiq vigiló a Cuervo y observó la forma en que ladeaba la cabeza. Contempló su boca y la rigidez de los labios. El joven llegó a la conclusión de que era un truco, ni más ni menos que un truco.

Samiq habló como si no hubiera oído las voces:

—Kiin es mi esposa y se quedará aquí, a mi lado.

—¿Es tan valiosa como tu vida?

—Sí. También vale tanto como la tuya.

—¿Has aprendido a luchar con cuchillos?

—Combato con algo más que cuchillos —replicó Samiq y levantó la mano derecha—. Este filo reclama tu sangre —explicó a Cuervo—. Con este cuchillo le quitaste la vida a mi hermano… Fue mi hermano quien picó esta piedra. Desde aquel día, en sus pensamientos espirituales este cuchillo sólo manifiesta un deseo: saborear tu sangre.

—Tus palabras sólo demuestran el miedo que le tienes a mis armas —espetó Cuervo.

El Morsa avanzó y con el filo trazó un arco dirigido al vientre de Samiq. Éste retrocedió de un salto y gruñó roncamente.

Samiq dio tres pasos a gran velocidad y giró el cuerpo de lado para que el cuchillo tuviera menos posibilidades de herirlo. Cuando Cuervo avanzó, Samiq se lanzó al ataque con la izquierda y le hizo sangre: un delgado corte que seguía el hueso del antebrazo derecho de Cuervo.

El Morsa retrocedió y Samiq se abalanzó sobre él, parándole el brazo derecho con el izquierdo, brazo contra brazo y hueso contra hueso. Intentó tajear la barriga de Cuervo con la mano derecha, la que empuñaba el largo filo negro de la hoja de obsidiana picada por Amgigh. Samiq volvió a herirlo y, cuando la cuchillada abrió el vientre de Cuervo, oyó la exclamación de sorpresa de los que se encontraban cerca.

—Eres lento —masculló Samiq y volvió a lastimarlo; en esta ocasión le produjo un corte en la mejilla.

Cuervo no reculó. Fue al encuentro de Samiq y lo atacó con la derecha, asestándole una larga cuchillada a un lado del cuerpo. La hoja se hundió y arañó las costillas de Samiq. El joven ignoró el dolor e intentó tajear el cuello de Cuervo. Éste giró tan rápido que el filo de Samiq sólo tocó el aire. Al volverse, Cuervo intentó hundir en el hombro de Samiq el cuchillo que esgrimía con la izquierda. Samiq se arrojó al suelo y, al caer, enredó los pies de su rival con los suyos. Cuervo resbaló pesadamente boca abajo y el cuchillo que empuñaba con la mano izquierda se hundió hasta las cachas en la arena de la playa.

Cuervo desenterró el cuchillo. Los luchadores se pusieron de pie, con los cuerpos ensangrentados y aspirando grandes bocanadas de aire.

—Has aprendido mucho —comentó Cuervo e hizo una pausa, como si diera a Samiq tiempo para responder. El joven permaneció en silencio. Cuervo flexionó las rodillas y añadió—: Cazador de Focas, el poder es algo más que brazos musculosos y buenos cuchillos.

Cuervo elevó el tono de voz y se dirigió a la oscuridad en la lengua de los Morsa.

Samiq vio los ikyan que sabía que estaban en el mar, no sólo los alargados y chapuceros botes de los cazadores Morsa, sino las magníficas y estilizadas embarcaciones que construían los Cazadores de Ballenas.

—Cazador de Focas, ¿pensaste en algún momento que podrías huir de un pueblo tan aguerrido? —inquirió Cuervo.

La voz de Kayugh se impuso a la del Morsa:

—Samiq, piensa únicamente en este combate y en los cuchillos.

Desde los ikyan resonó una voz que Samiq reconoció: la de Roca Dura.

—Muere de una vez. Matador de Ballenas, no tardes en morir —dijo Roca Dura, empleando el nombre que los Cazadores de Ballenas habían puesto a Samiq—. Mi venganza no será tan suave como la de Cuervo. Si esperas a morir por mi mano acabarás deseando el corte presto del cuchillo.

—¡Samiq! —exclamó Kayugh.

El grito de advertencia llegó tarde y, antes de que Samiq pudiese aprestar los cuchillos, el filo de Cuervo le tajó el brazo derecho y le apoyó en el cuello el cuchillo que empuñaba con la izquierda.

Samiq hizo acopio de fuerzas, apartó al Morsa antes de que volviese a herirlo y, con la zurda, abrió el pecho de Cuervo, pero fue un corte superficial del que casi no manó sangre.

Los combatientes trazaron círculos y Cuervo pronunció un cántico en una lengua que Samiq no entendía.

De pronto se oyó otra voz. Se trataba de una sonora voz de mujer que procedía de los ulas de los Primeros Hombres:

—Cuervo, durante el último combate triunfaste gracias a mis poderes, gracias al poder de mis tallas. —Kiin se acercó y se detuvo junto a una de las fogatas de la playa, con sus hijos en brazos. Las llamas iluminaron su rostro y las caras de sus rorros—. Cuervo, esta vez mis poderes están de parte de Samiq, mi esposo y el padre de Shuku y Takha.

Samiq percibió la expresión de sorpresa de Cuervo y se dio cuenta de que el Morsa creía que Takha había muerto y que Shuku estaba en la aldea de los Río.

Los miembros de la aldea de Samiq se acercaron, incluidos mujeres y niños. Todos portaban tallas que depositaron a los pies de Kiin: formaron un círculo de animales y hombres, un corro de espíritus captados en marfil y madera. El movimiento de las llamas de la hoguera pareció dar vida a las tallas.

Samiq contempló a su esposa y el temor lo dejó exánime al ver a Kiin con sus hijos en brazos. ¿Para qué mostrarle a Cuervo lo que conquistaría si ganaba el combate? ¿Para qué darle más razones para luchar? En ese momento Kiin miró resueltamente a Samiq a los ojos y éste comprendió que la fuerza de su esposa radicaba en sus hijos y en sus tallas. Le estaba transmitiendo esa fuerza. A Kiin no se le ocurriría mostrar Shuku y Takha a Cuervo si pensara que éste podría alzarse con el triunfo.

Repentinamente Samiq dejó de percibir el dolor de sus heridas.

—Estás muerto —advirtió a Cuervo y lo embistió.

Cuervo se hizo a un lado y levantó el brazo izquierdo para herir a Samiq cuando pasase, pero éste giró, se volvió y hundió el filo corto de Pequeño Cuchillo en el cuello de su rival.

Samiq se apartó y permaneció en pie, agarrando con los dedos de la mano derecha el mango recubierto de barba de ballena del cuchillo picado por Amgigh. Mostró el arma a su contrincante y gritó:

—Cuervo, Kiin no te pertenece. El poder que tiene es exclusivamente suyo. Si quieres acceder a ese poder tendrás que encontrarlo en las plegarias y en las visiones.

Cuervo le dio la espalda, cogió su manto de plumas, pasó junto a sus compañeros de aldea, Cazador del Hielo y sus hijos y se detuvo junto al ik. Cazador del Hielo se acercó, pero Cuervo lo echó con un ademán e introdujo el bote en el agua. Subió al ik, cogió el zagual y se perdió en la oscuridad.

—Cuervo, fíjate bien —murmuró Samiq con serenidad—. Hasta un filo corto es más potente que tú.

Waxtal vio que el ik de Cuervo serpenteaba entre los ikyan de los Cazadores de Ballenas. Roca Dura llamó al Morsa. Cuervo volvió la cabeza y enseguida se desplomó en el fondo del ik. Waxtal se dio cuenta de que el hombre tenía la mirada fija y perdida, de que sus ojos ya eran los de un muerto.

Del firmamento cayeron grandes copos de nieve. Al principio Waxtal los confundió con ceniza, la misma ceniza que descendió la noche en que Aka y Okmok entraron en erupción. Al cabo de unos instantes la nieve húmeda y fría le mojó la cara. Un pájaro bajó en picado hasta el ik de Cuervo y volvió a emprender el vuelo.

«Es un cuervo», pareció susurrar el colmillo tallado. Waxtal se dijo que los cuervos no volaban de noche sobre el mar.

El tallista acomodó el zagual para seguir el ik a la deriva del chamán. Cuervo ya no necesitaba el manto ni el amuleto. Decidió cogerlos. Esos objetos debían pertenecer a otro chamán, a alguien que emplease sabiamente sus poderes.

En ese momento Waxtal oyó que Roca Dura gritaba:

—Has luchado con uno, combate ahora con el otro.

El tallista se dispuso a oír la respuesta de Samiq, pero éste guardó silencio.

El cielo comenzaba a clarear y, a pesar de que las llamas de las fogatas se habían reducido a ascuas, Waxtal avistó la playa con más claridad. Kiin se encontraba de pie junto a Samiq, con los mellizos en brazos. También estaban presentes la esposa Cazadora de Ballenas de Samiq, que tenía a su pequeño en brazos, y Pequeño Cuchillo.

Roca Dura se dirigió a aguas poco profundas, hizo señas a los cazadores para que lo siguiesen y arrastró el ikyak hasta la playa. Waxtal aguardó. ¿Para qué aproximarse a los contendientes si su poder se centraba en las plegarias y en la convocatoria de los espíritus? Buscó algo en el interior del ik y por fin encontró la piel que Cuervo le había dado.

—Ese hombre cometió la insensatez de entregarme muchísimo poder —dijo Waxtal a los colmillos—. No sólo he accedido al poder ganado con las tallas, sino al que le troqué a Cuervo.

Waxtal aguardó la respuesta del colmillo tallado, que se ahogó en el tono estentóreo y colérico con el que Roca Dura preguntó a Cazador del Hielo y sus hijos:

—Hombres de las Morsas, ¿qué pensáis hacer? ¿Lucharéis por el honor de vuestro pueblo o seré yo quien tenga que combatir?

—Mi pueblo no mide su honor por los hombres que mata, ni por el poder de los cuchillos que laceran las carnes —replicó Cazador del Hielo. Yo no lucharé. Mis hijos ya son hombres y deben tomar sus propias decisiones.

Los hijos de Cazador del Hielo volvieron la espalda a Samiq y permanecieron en la orilla, junto a los ikyan.

—Nosotros no tenemos disputas que dirimir con este hombre ni con su esposa —repuso el joven de la cicatriz.

—En ese caso, yo mismo le plantaré cara —aseguró Roca Dura.

Samiq se apartó de sus esposas y fue al encuentro de Roca Dura. Kayugh abandonó la zona oscura donde se encontraba y se adelantó.

—Mi hijo no maldijo tu aldea —aseguró Kayugh—. ¿Piensas que desató la ira de las montañas no sólo contra tu pueblo, sino contra el suyo? No olvides que nuestra aldea también quedó arrasada.

—Kayugh, ¿has perdido a todos los cazadores? ¿Las mujeres y los niños han muerto?

—Sobrevivimos porque decidimos abandonar nuestra isla. Vosotros elegisteis otra opción. No responsabilices a los demás de lo ocurrido.

—Responsabilizo al hombre que nos maldijo y estoy decidido a matarlo.

—Combatirás conmigo antes de luchar con mi hijo.

Roca Dura lanzó una carcajada. En medio de su risa, Samiq se dirigió a su padre y, con un tono que sólo Kayugh podía oír, musitó:

—Le haré frente.

—Estás cansado.

—Lucharé. Si muero, muerto estaré.

Kayugh bajó la cabeza, titubeó largo rato y finalmente se apartó.

—¿Con un cuchillo? —inquirió Roca Dura.

Samiq levantó el filo de obsidiana de Amgigh y confirmó:

—Con un cuchillo.

Samiq volvió a trazar círculos con el filo hacia delante. Por el rabillo del ojo vio que alguien se movía y se adentraba en la zona de arena pisoteada. Pensó que se trataba de un Cazador de Ballenas que se acercaba para ayudar a Roca Dura y, al girar la cabeza, comprobó que era Pequeño Cuchillo. El corazón se le encogió de temor por el muchacho.

—Este combate me corresponde. ¡Apártate! —gritó Samiq.

—No moveré un dedo a menos que ese hombre se aleje —dijo Pequeño Cuchillo y señaló con la lanza al individuo apostado detrás de una de las fogatas de la playa. Se trataba de Pájaro Picudo, que esgrimía la lanza y el lanzador en la mano derecha.

—Roca Dura, ¿necesitas que los cazadores de tu tribu libren los combates por ti? —inquirió Samiq.

Cazador del Hielo, sus hijos y varios Morsa se aproximaron a Pequeño Cuchillo con las armas prestas.

—Las maldiciones no se anulan con engaños —declaró Cazador del Hielo.

Foca Agonizante avanzó, depositó las armas a sus pies y declaró:

—No hemos venido a maldecir a otros sino, simplemente, a poner fin a la maldición que pesa sobre nuestro pueblo.

—Pájaro Picudo, eres un insensato —gritó Roca Dura—. Soy lo bastante fuerte para vencerlo. ¿Por qué dudas?

—La maldición no existe y el combate no debe celebrarse —intervino Kayugh.

—Cazador de Focas, no has visto mi isla —replicó Roca Dura—. Nuestros aldeanos siguen muriendo a pesar de que las montañas ya no están encolerizadas. ¿Cómo te atreves a decir que la maldición no existe?

—En el caso de que existiera, ¿por qué dices que la provocó mi hijo? —insistió Kayugh.

—Antes de su llegada no teníamos problemas.

—En aquellos tiempos teníais otro jefe, un hombre que respetaba los espíritus. Tal vez la maldición es algo que tú desencadenaste en el seno de tu pueblo.

Roca Dura arrojó el cuchillo al suelo. Samiq lo observó a medida que caminaba hasta donde estaba Pájaro Picudo y le hablaba a gritos y con rudeza. Samiq le volvió la espalda y se reunió con Kayugh, Pequeño Cuchillo, Cazador del Hielo y Foca Agonizante.

Samiq estaba tan agotado que no dijo nada, permaneció de pie e intentó proteger sus brazos y sus piernas de los tembleque antes espíritus que penetraron en su cuerpo. Cuando el soterrado gemido de Pequeño Cuchillo se mezcló con las palabras de los hombres, Samiq ni siquiera miró a su hijo. Al ver la expresión de terror de Kayugh, Samiq se percató de lo que ocurría y cogió en brazos a Pequeño Cuchillo antes de que cayese con una lanza hundida en la espalda.

El peso de Pequeño Cuchillo lo llevó a arrodillarse. Acomodó a su hijo en el regazo, pronunció palabras e hizo promesas imposibles de cumplir hasta que se dio cuenta de que el espíritu del muchacho ya había partido, pues había abandonado su cuerpo en cuanto la lanza lo atravesó.

Samiq miró a Roca Dura y a Pájaro Picudo. Roca Dura sostenía el lanzador en la mano y Pájaro Picudo decía:

—Tu lanza se ha cobrado la vida de Pequeño Cuchillo. Samiq sigue vivo.

Cazador del Hielo arrojó la lanza y alcanzó a Pájaro Picudo en el cuello. Otra lanza surcó los aires y tanto Pájaro Picudo como Roca Dura acabaron en el suelo, rodeados de un charco de sangre. Samiq levantó la cabeza y vio que Foca Agonizante era quien había arrojado la segunda lanza.

Durante unos instantes nadie se movió. Samiq inclinó la cabeza hacia el cuerpo de Pequeño Cuchillo y manifestó su dolor con largos y atragantados sollozos.