Capítulo 97

Los cazadores Morsa dijeron que probablemente nevaría y que habría hielo en las bahías, por lo que Cuervo y Waxtal prometieron muchos objetos de trueque y poderes espirituales a cuantos los acompañasen. Waxtal ofreció lo mismo a las mujeres que los siguieran, por lo que su esposa Kukutux no pudo quedarse. El tallista preguntó qué sentido tenía, una vez ganada la batalla, regresar a la aldea de los Morsa a buscar a las mujeres. Dijo que no merecía la pena correr el riesgo de que el hielo y la nieve los separasen.

De esta forma Cuervo y Waxtal, acompañados por los Cazadores de Ballenas y por muchos hombres de la aldea Morsa, navegaron en los ikyan rumbo a la playa de los mercaderes.

Seis días después, los Río abandonaron la aldea y, en sus embarcaciones de pesca difíciles de gobernar, arrostraron el hielo y los vientos gélidos durante las cuatro jornadas de travesía hasta la aldea de Saghani. Eran treinta individuos que navegaban con la esperanza de matarlo.

La cuarta noche, los Río llegaron a la aldea de los Morsa. Los refugios despedían un resplandor amarillo que procedía de las lámparas de aceite encendidas en el interior.

Los cazadores se sorprendieron de que no hubiese perros y del silencio que imperaba en la aldea.

Habían elaborado minuciosos planes. Avanzaron desde las lindes de la aldea y se separaron de tal modo que, a medida que se desplazaban de un refugio a otro, cerraban filas en torno a la zona trasera del poblado. Por fin alcanzaron el refugio de Perilla y se introdujeron en él en silencio, ya que sus pies habían aprendido a moverse sigilosamente en el bosque.

Perilla no había querido acompañar a Cuervo. Perilla, su esposa y sus hijos dormían. Se despertaron cuando los cuchillos les cortaron los cuellos. Aunque gritaron, los Río les taparon las bocas con las manos y nadie los oyó.

Kiin sostenía a Shuku y a Takha en el regazo, los mecía y canturreaba. Samiq, que se encontraba a su lado, estiró la mano para tocar a Shuku. El rorro abrió fugazmente los ojos, sonrió y volvió a cerrarlos.

—¡Soy tan feliz! —exclamó Kiin.

Samiq le apoyó dos dedos en los labios para que esas palabras volvieran a entrar en su boca.

—Lo que dices es bueno, pero no tientes a los espíritus. Podrían llevarse lo que tenemos.

La voz interior de Kiin repitió el comentario de Samiq y le recordó a su difunto hermano Qakan y a su padre Waxtal, que seguramente también había muerto. Kiin pensó que no tenía sentido atraer sus espíritus con palabras.

La mujer depositó a Shuku en brazos de Samiq y cogió a Takha. Acostaron a los niños en el espacio para dormir de Kiin y los contemplaron un rato. Tres Peces se acercó y miró a los pequeños con su hijo prendido al pecho.

Samiq se inclinó y musitó al oído de Kiin:

—Debo pasar la noche con Tres Peces.

Kiin asintió con la cabeza y no se lamentó de tener que compartir al marido. Tres Peces había sido madre de Takha y esposa de Samiq cuando ella no pudo. Muchas Ballenas reconocería a Kiin como su madre y para ella el niño era un hijo más.

Las antiguas pullas de su hermano Qakan resonaron en sus oídos; infinidad de veces le había dicho que jamás sería esposa y madre… y ahora tenía cuatro hijos, pues Pequeño Cuchillo también lo era.

Kiin se dirigió a la estancia principal del ulaq, se sentó y acomodó en el regazo varias pieles de foca que quería coser. Empezó a tararear una canción que a menudo escapaba de sus labios cuando era feliz, una suerte de canto sin palabras. Dejó la costura, subió por el poste hasta el techo del ulaq y se sentó a la intemperie, en medio del viento helado, sin chaqueta y sin polainas, cubierta únicamente por los delantales.

El viento frío le rozó la piel como si fuera agua. El orificio del techo de cada ulaq brillaba con la tenue luz de las lámparas que ardían en el interior. La playa y las aguas de la bahía estaban envueltas en sombras. Los lobos aullaron en las colinas y ese sonido hizo que Kiin evocase los meses que había pasado en la aldea de los Morsa. Experimentó un escalofrío y se dispuso a entrar en el ulaq, pero de pronto oyó un susurro, un sonido que llegó a sus oídos desde el mar.

Miró hacia la zona de la que procedía el murmullo e hizo un esfuerzo por atisbar en medio de la oscuridad, pero no vio ni oyó nada.

«Era una palabra en la lengua de los Morsa», declaró su voz espiritual con toda claridad.

Kiin permaneció inmóvil unos instantes y, como no percibió nada, replicó a su espíritu:

—Sólo eran los lobos. Sus cantos siempre me recuerdan a los Hombres de las Morsas.

Kiin oyó otra palabra y reconoció el timbre de esa voz: Cuervo. Se movió lentamente y descendió por el iluminado orificio del techo. En cuanto entró en el ulaq, se apeó de un salto del poste, corrió al espacio para dormir de Tres Peces y llamó a Samiq. Aunque habló quedamente, su voz resonó en el ulaq, por lo que Muchas Ballenas se puso a llorar. Takha y Shuku no tardaron en sumarse.

—Samiq, varias personas han desembarcado —advirtió—. Son Hombres de las Morsas. He oído sus voces. Cuervo se acerca. Me ocultaré. Iré a las colinas con nuestros hijos.

Samiq la abrazó como si su cuerpo pudiera protegerla de las lanzas y los cuchillos.

—No te irás. Eres mi esposa. Cuervo no podrá oponerse a mí. —En ese momento Pequeño Cuchillo salió de su espacio para dormir y se frotó los ojos con las manos. Samiq le entregó una lanza corta—. Avisa a mi padre y a Grandes Dientes. Diles que los Morsa están aquí. Diles que Cuervo ha llegado.

El muchacho abandonó el ulaq y Kiin deseó haber podido acompañarlo, deseó ser capaz de combatir con Cuervo en lugar de Samiq.

—No regresaré con él —declaró Kiin en un momento en que pensó que nadie la oía—. No regresaré con él. Ahora estoy con mis hijos y con los míos. No pienso volver.

Samiq la miró y se contemplaron largamente. El cazador se quitó el collar de cuentas de concha que llevaba y dijo:

—Hace mucho tiempo hice este collar para ti. Me lo devolviste al tiempo que me hacías una promesa. Ahora vuelvo a entregártelo.

Samiq depositó el collar en manos de Kiin. Los abalorios estaban tibios por el contacto con su piel y Kiin tuvo la sensación de que reparaba por primera vez en el verdadero poderío de Samiq. No se trataba del ancho de sus hombros ni de sus músculos tensos, sino del poder que emanaba de su espíritu.

Mujer del Cielo y Mujer del Sol permanecían en el centro del corro, rodeadas de cazadores Río. Cada hombre portaba un cuchillo o una lanza con las puntas manchadas de sangre.

—¿Necesitáis tantas armas para defenderos de dos viejas? —preguntó Mujer del Cielo.

Los hombres guardaron silencio. Mujer del Sol se volvió hacia su hermana y dijo en la lengua de los Primeros Hombres:

—Mira sus ropas. Pertenecen a la tribu de los Río y no te entienden.

Uno de los hombres avanzó varios pasos y preguntó torpemente en Morsa:

—¿Dónde están los hombres de la aldea?

—Sabes que han muerto —replicó Mujer del Cielo—. Pero recuerda que un día se vengarán.

—¿Dónde está el que se llama Saghani? —inquirió el hombre Río.

—No conozco a Saghani —respondió Mujer del Cielo. El cazador sujetó el brazo de la anciana y se lo retorció a la espalda—. ¿Es necesario hacer daño a una vieja? ¿Te consideras poderoso porque eres más fuerte que yo? Existe otra fuerza que, por lo visto, desconoces. —El hombre Río la soltó y Mujer del Cielo se frotó el brazo. Apostilló—: Yo no miento. Aquí no hay nadie que se llame Saghani.

El hombre Río se volvió hacia uno de los cazadores y hablaron rápidamente en su lengua. Por último el agresor dijo a Mujer del Cielo:

—Cuervo, el hombre se llama Cuervo y dice ser chamán.

—No está —declaró la anciana—. Ha emprendido un viaje de trueque. No sé adonde fue. Nadie sabe qué aldeas visitan los comerciantes.

El hombre la contempló unos instantes y añadió:

—Esperemos que siga con vida. Esperemos que vea que su pueblo ha muerto. Viejas, decid a Cuervo que lo vigilamos. Algún día los Río lo encontraremos, lo mataremos y lo arrojaremos a los perros, como hicimos con su esposa.

Mujer del Cielo y Mujer del Sol se sentaron, cogieron sendas esteras funerarias y se pusieron a trenzar.

—¿Tenemos suficientes? —preguntó Mujer del Sol.

Mujer del Cielo miró por encima del hombro las esteras apiladas junto a la pared.

—Faltan muy pocas —respondió.

Samiq, Kayugh y Grandes Dientes se detuvieron en la playa y llamaron a los hombres apostados en los ikyan, ocultos, en silencio. Pequeño Cuchillo y Primera Nevada aguardaban en lo alto de los ulas, con las lanzas y los lanzadores en la mano derecha y los cuchillos en la izquierda. Las mujeres aguardaban en el interior de las moradas y los niños dormían.

—Venid a buscarnos —gritó Samiq—. Soy el alananasika. Si queréis hacer trueques, seréis bienvenidos. Cuervo, si has venido a combatir, preséntate por la mañana. ¿Acaso te ocultas en la noche para esconder tu vergüenza?

Kayugh apoyó la mano en el brazo de su hijo y apretó los dedos. Samiq comprendió que su padre le aconsejaba que no se dejase arrastrar por la ira, lo que lo llevaría a pronunciar palabras insensatas.

No hubo respuesta. Como no percibía sonido alguno, Samiq dedujo que Kiin se había equivocado. Tal vez sólo hubiera oído el sonido del viento, que arrastraba palabras pronunciadas hacía mucho tiempo. De pronto sonó una voz masculina y Samiq pensó que estaba soñando y que escuchaba a alguien muerto mucho tiempo atrás.

—No es Cuervo, sino Waxtal —precisó Kayugh.

—¿Se trata de espíritus? —preguntó Grandes Dientes.

Kayugh y Samiq no respondieron, se limitaron a escuchar a Waxtal.

—Cazadores Primeros Hombres, me expulsasteis de vuestra aldea, me arrojasteis a las tormentas para que desapareciese. Hace muchos meses que me habéis dado por muerto pero, como podéis ver, estoy vivo. Me vengaré y me desquitaré del que me arrebató a mi esposa, a mi hija, mi ulaq, mis alimentos y cuanto me pertenecía. Si la oscuridad os permitiese ver, os daríais cuenta de que muchos hombres me acompañan. Destruirán vuestra aldea si recabo su ayuda. Matarán a vuestras mujeres e hijos. Si yo lo pido lo harán. Pero soy un buen hombre y cuento con el beneplácito de los espíritus. Vuestra aldea, mujeres e hijos se salvarán… si me entregáis a mi esposa Concha Azul, a mi hija Kiin y la vida del hombre que prefiere verme muerto. Dadme a Samiq, a Concha Azul y a Kiin.

—Waxtal miente —masculló Grandes Dientes—. No está acompañado. Logró sobrevivir al invierno y se presenta por la noche para que creamos que tiene grandes poderes. —Grandes Dientes ahuecó las manos alrededor de la boca y gritó a Waxtal—: Tu esposa Concha Azul ha muerto.

El tallista guardó silencio. De pronto Samiq oyó risas y Waxtal añadió:

—Los espíritus ya se han vengado en mi nombre. Me quedaré con Chagak, una mujer por otra. Dile a Kayugh que puede quedarse a Reyezuela, su hija pequeña. No la necesito.

—¡No te llevarás a mi esposa ni a ninguna de mis hijas! —exclamó Kayugh—. No te llevarás a Baya Roja, a Reyezuela, a Kiin ni a Tres Peces.

—Está solo —insistió Grandes Dientes—. Regresad a los ulas. Permaneceré aquí y montaré guardia hasta que amanezca. Desde el mar no puede arrojar una lanza y alcanzarme y no le permitiré acercarse a la playa.

Durante la espera, Samiq había elevado plegarias al Misterio y al Principio Creador. Percibió que ese poder lo rodeaba y súbitamente tuvo la certeza de que Waxtal decía la verdad: estaba acompañado. Samiq percibió los espíritus aguerridos de los cazadores, los potentes y fluidos espíritus de las mujeres y, sorprendido, los pequeños espíritus de los niños y los rorros.

—No miente —comunicó Samiq a Kayugh y a Grandes Dientes—. Viene en compañía de muchas personas, incluidos mujeres y niños.

—¿Para qué? —inquirió Grandes Dientes.

—¿Alguien entiende la conducta de Waxtal? —espetó Samiq.

—¿Quiénes son? —quiso saber Kayugh—. ¿Forman parte de los Primeros Hombres? ¿Son Hombres de las Morsas?

Como en respuesta a la pregunta de Kayugh, Samiq oyó otra voz que decía:

—Samiq, lucharé contigo por Kiin. La última vez te arrebaté la mano y ésta te quitaré la vida.

La sangre corrió velozmente por las venas de los brazos y las piernas de Samiq.

—Es Cuervo —comunicó a su padre—. Sabe que Kiin está aquí.

—Me dijiste que estabas preparado para luchar con él —lo animó Kayugh.

Samiq captó el tono seguro de su padre y respondió a Cuervo:

—Lucharé contigo. Si triunfo, Kiin permanecerá en la aldea y Waxtal nos dejará.

—Me parece justo —admitió Cuervo.

Samiq oyó murmullos de protesta emitidos por la voz aguda y quejumbrosa de Waxtal. Se impuso el silencio, durante el cual el joven volvió a percibir los espíritus de los que acompañaban a Waxtal y recordó los sonidos, los sabores y los olores de la aldea de los Cazadores de Ballenas.

—Son Cazadores de Ballenas —aseguró Samiq a Kayugh—. Waxtal ha traído a los Cazadores de Ballenas.

—Samiq, no puede ser —opinó su padre—. ¿Por qué razón los Cazadores de Ballenas visitarían nuestra aldea? Waxtal ha encontrado a Cuervo y lo ha traído con algunos Hombres de las Morsas.

Desde el mar a los oídos de Samiq llegó el débil gemido de un rorro y la voz colérica de Waxtal cuando regañó a la madre del pequeño.

—Son Cazadores de Ballenas —repitió Samiq—. Se las ha apañado para traerlos a nuestra aldea. —El joven ahuecó las manos y gritó—: ¡Foca Agonizante! ¡Roca Dura! ¡Pájaro Picudo!

Al principio se impuso el silencio, pero poco después Pájaro Picudo preguntó:

—Oye, Samiq, ¿pensaste que nos matarías con tu maldición? Somos Cazadores de Ballenas y nuestro poder supera el tuyo. No vales nada. Hemos venido a matarte para anular la maldición que impusiste a nuestra isla.

—Sabéis que yo no maldije vuestra isla —aseguró Samiq—. Si mis poderes fuesen tan grandes, no intentaríais matarme. Os acompañan mujeres y niños. Les damos la bienvenida, lo mismo que a cualquier cazador que se presente en son de paz. Tenemos alimentos, aceite y una buena playa. Entre todos podríamos formar una aldea fuerte. Podríamos cazar y enseñar a cazar a nuestros hijos. Nadie sabe por qué razón una montaña se encoleriza y destruye una aldea. Quizá sea algo que los hombres no acertamos a comprender. Sin embargo, debemos seguir adelante. Tenemos que cazar, alimentarnos y vivir.

—Samiq, eres un insensato —lo acusó Pájaro Picudo.

—Samiq, me da igual lo que hagan los Cazadores de Ballenas —gritó Cuervo—. Me trae sin cuidado que luchen o no. He venido a buscar a Kiin y no me harás cambiar de idea con meras palabras.

—Ya he dicho que estoy dispuesto a luchar contigo —replicó Samiq—. Nos veremos por la mañana en esta misma playa.

—Nos veremos ahora en la playa —añadió Cuervo.

—Ahora no podemos vernos —precisó Samiq.

—Ocúpate de encender fogatas. Estoy dispuesto a esperar.

—Preséntate cuando estés a punto —replicó Samiq.

El joven echó a andar hacia su ulaq y se reunió con sus esposas, sus hijos y sus armas mientras Kayugh y Grandes Dientes recogían huesos de foca y aceite, madera y hierba para encender dos hogueras, una en cada extremo del llano en el que los hombres se enfrentarían.

—Orejas de Hierba y sus esposas, Perilla y sus hijos, Lanzadora de Esquisto y su marido, así como dos Cazadoras de Focas —contó Mujer del Cielo.

—Hay muchos más —insistió su hermana.

Mujer del Cielo no respondió. Cada una de las ancianas acarreaba muchas esteras funerarias, tan pesadas que al caminar se veían obligadas a inclinarse.

—¿Y los niños? —preguntó Mujer del Cielo.

—Algunos perdieron la vida, como todos los hombres y la mitad de las mujeres.

Mujer del Cielo miró el refugio de Cazador del Hielo.

—¿Y la esposa de mi hijo? —preguntó con voz trémula.

—Está viva y con los niños, pero la esposa de Pájaro Cantarín ha muerto.

—¿Quién se ocupa de su pequeño?

—Su hermana. Puedes alegrarte de que tu hijo y tus nietos estén a salvo.

—Están con Cuervo —añadió Mujer del Cielo—. Por consiguiente, no están a salvo.

—Regresarán a nuestro lado —vaticinó Mujer del Sol.

Su hermana se incorporó para contrarrestar el peso de las esteras funerarias.

—Fue a causa de los niños… de los hijos de Kiin.

—Los dos están vivos —reconoció Mujer del Sol—. Le pedí que entregara uno de los rorros a los espíritus del viento, pero no me hizo caso. Aseguró que Takha había muerto, pero no era verdad. Lo sabía. Cuando eran muy pequeños podríamos haberle arrebatado uno de los niños, no nos habría resultado difícil.

—Quitar la vida siempre es difícil.

—¿Aunque se trate de salvar muchas más?

—Nunca me gustó saber que estaba en nuestro poder tomar esa decisión. No te lo reproches —aconsejó Mujer del Sol—. Yo también sabía que Takha estaba vivo.

—¿Cómo lo supiste? No eres tú la que tienes sueños.

—Es verdad, yo no tengo sueños, pero te conozco. Capto lo que se refleja en tus ojos y me di cuenta de que los hijos de Kiin estaban vivos.

—El maligno tendría que haber muerto.

—No, hermana, no era maligno —puntualizó Mujer del Cielo—. En este aspecto tus sueños estaban errados. El mal apela a todo lo que puede para causar dolor. El mal reside en Cuervo. Si alguien debe morir ha de ser él. Si los hijos de Kiin hubieran muerto, el mal nos habría llegado por otro camino. De lo contrario, ¿cuál es el sentido de estos objetos? —inquirió, alzando los brazos y señalando con la barbilla las esteras funerarias.

Kukutux aguardaba en el ik con las otras mujeres. Desde el mar la aldea no era más que una mancha oscura en la orilla, pero a medida que el fuego se intensificó y las llamas se elevaron divisó los montículos de los ulas y las personas reunidas en los techos de las moradas. Kukutux hundió los hombros y el calambre que le había agarrotado los músculos de la espalda perdió intensidad.

Pensó que tendría que haberse quedado en la aldea de los Morsa, junto a Chillona y Muchos Niños. Necesitaba pasar unos cuantos días en la playa, coser, trenzar, buscar almejas y recolectar erizos.

Waxtal quería que viese la aldea de la que sería jefe y no estaba dispuesto a volver en su busca a la de los Morsa en cuanto ganase la batalla.

Kukutux meneó la cabeza. La aldea no existía: cuatro o cinco ulas, unos pocos anaqueles de secado y un corrillo de cazadores. Pero no era mucho peor que el poblado de los Cazadores de Ballenas; los ulas se hallaban en buen estado y las personas que vio parecían fuertes y sanas.

—Aquí no impera una maldición —murmuró.

Samiq estaba en esa aldea. Había oído su voz y lo recordaba: era el Cazador de Focas que había visitado su aldea y atraído muchísimas ballenas. ¿Acaso Roca Dura había perdido la memoria? ¿No se acordaba de las ballenas que el joven había convocado? Su aldea nunca había sido más poderosa. La maldición se desató cuando Roca Dura obligó a Samiq a interrumpir la caza, cuando le asignó labores de niño en lugar de honrarlo como hombre. Tal vez la maldición fuera responsabilidad de Roca Dura tanto como de Samiq.

Kukutux y las mujeres que navegaban con ella mantuvieron el ik alejado de la playa para que el reflejo de las llamas no delatase su presencia ante los Primeros Hombres.

Roca Dura había accedido a que Cuervo combatiese. Si Samiq no perdía la vida, Roca Dura se enfrentaría con él y, a continuación, batallarían un cazador tras otro hasta que Samiq dejase de respirar y se anulara la maldición que pesaba sobre los Cazadores de Ballenas.

«¿Y si la maldición no existe?», se preguntó Kukutux.