Capítulo 94

Cola de Lemming intentó librarse de las manos que la retenían. No era tonta, sabía que los cazadores Primeros Hombres pensaban que Ratón era hijo de Kiin y se lo llevarían. Dyenen estaba tan enfadado que lo permitiría.

Los cazadores Río abrieron el faldón de la puerta del refugio de las mujeres y la empujaron al interior. Cola de Lemming cayó al suelo y se arañó el codo con las piedras del hogar. Se incorporó, se estiró la chaqueta y volvió la espalda a las mujeres que se encontraban en el refugio, que la miraron descaradamente.

Había tenido todo en sus manos. En cuanto esposa de Cuervo había recibido honores, un buen refugio y el respeto de las aldeanas, pero entonces apareció Kiin. Mejor dicho, aparecieron Kiin y sus hijos. Pese a ser la segunda esposa, las tallas la tornaron muy importante y por eso recibió los regalos y los honores debidos a Cola de Lemming.

Cuando Kiin murió Cola de Lemming volvió a ser respetada, no como esposa de Cuervo, sino por su posición en cuanto esposa de Dyenen. ¿Qué importancia tenían los poderes de Cuervo comparados con los de Dyenen? Ahora Kiin extendía su influencia desde los muertos para arrebatarle el honor a Cola de Lemming, así como el de su hijo Ratón. Por culpa de Kiin se había convertido en Utsula’ C’ezghot —una mentirosa— y lo único que había hecho fue aquello a lo que su marido la había obligado.

Cola de Lemming paseó la mirada por las paredes del refugio de las mujeres. No vio armas ni objetos que pudiese utilizar para defenderse de los hombres que la retenían. El refugio estaba destinado a las mujeres, que lo habitaban en los períodos de sangrado para no maldecir las armas y las ropas de sus esposos. En ese momento había tres mujeres: una jovencita que llevaba muy pocas lunas desde su primer sangrado, una anciana que no pasaría muchos veranos más en el refugio y una madre que amamantaba a una niña muy pequeña. Aunque las mujeres que ocupaban el refugio solían reír mucho y hablar a gritos, ese día estaban muy calladas.

El sonido de la succión de la cría hizo que la leche manara copiosamente de los pechos de Cola de Lemming. Introdujo las manos en la chaqueta, se secó los senos y se echó a llorar. Recordó la primera vez que vio a Kiin. Su vientre estaba hinchado por los mellizos todavía por nacer, y tenía la cara despellejada por la sal del mar después de los muchos días pasados en el ik del comerciante. Incluso entonces Cola de Lemming se había dado cuenta de que Kiin representaba algo malo para la aldea. Abuela y Tía también sabían que Kiin portaba el mal. Sin embargo, donde ellas vieron un elemento maligno Cuervo sólo percibió poder.

«¡Poder! —pensó Cola de Lemming—. ¡No era poder, sino la muerte!».

Indudablemente el espíritu maligno de Kiin moraba entre los integrantes de la aldea Río. Cola de Lemming se agachó junto al fuego y removió las cenizas con un palo chamuscado que encontró sobre las piedras del hogar.

Aunque en ese momento la observaban, por la noche las mujeres dormirían. Dyenen era viejo. Cola de Lemming era más fuerte que él, así que cogería a Ratón y el anciano no podría impedir que se fuese.

Esa noche Kayugh y Samiq durmieron en el refugio de los comerciantes, con Shuku arropado entre los dos. Samiq abrazó al pequeño y se regodeó con el calor que su cuerpo menudo emitía.

Al principio Shuku había llorado, asustado por estar solo con dos hombres. Se calmó en cuanto le hablaron en la lengua de los Primeros Hombres y, al cabo de un rato, se puso a jugar con Samiq. Al final, cuando el cielo se oscureció durante la corta noche, el chiquillo trepó al regazo de Samiq y se quedó dormido con la cabeza apoyada en el pecho de su padre.

Kayugh comentó que Kiin se pondría muy contenta y Samiq concilio el sueño mientras esas palabras resonaban en su corazón.

Cola de Lemming esperó a que las mujeres se durmieran y gateó hasta la puerta del refugio. Echó un vistazo al exterior y comprobó que los hombres que vigilaban el albergue no estaban.

¡Los Río eran tontos si se figuraban que cometería la insensatez de permitir que le arrebatasen a su hijo!

Avanzó sigilosamente en medio de las sombras existentes entre los refugios y esquivó los perros tumbados delante de las puertas. Se detuvo al llegar a la morada de Dyenen. Se preguntó si Ratón estaría allí o si alguna de las esposas del chamán lo habría trasladado a otro refugio. Decidió comprobarlo antes de seguir su camino.

Los perros de Dyenen levantaron la cabeza y gruñeron. A Cola de Lemming se le aceleró el corazón. Aunque los perros no le gustaban, a éstos los conocía y, desde su llegada a la aldea de los Río, diariamente les había dado de comer.

Les habló en voz baja y dejó que la hembra —madre de casi todos los demás— le olisquease la mano. Los canes se calmaron y la dejaron entrar en el refugio.

Ya en el interior, se puso a gatas. La morada estaba a oscuras salvo por el resplandor rojizo de las ascuas. Vio a Dyenen envuelto en las pieles del lecho y buscó a Ratón con la mirada, siguiendo la curva que formaban las paredes. Aguzó el oído por si percibía los débiles sonidos que a veces el crío emitía en sueños.

Dyenen rompió el silencio cuando preguntó:

—¿Te figurabas que los rorros seguirían aquí, a mi lado? —La pregunta había sido tan repentina que Cola de Lemming dio un brinco y retrocedió hasta la salida—. No los encontrarás. No sabes quién los tiene.

Cola de Lemming respiró hondo.

—¿Por qué permitiste que los Primeros Hombres se llevaran a Ratón? He sido una buena esposa para ti. Te daré más hijos. Es posible que en mi seno ya anide un hijo tuyo.

—Estoy harto de mentiras —replicó Dyenen—. Tus mentiras han maldecido mi aldea y traído la muerte a mi pueblo.

Cola de Lemming apoyó el peso del cuerpo en los talones. Veía a Dyenen como si fuera una sombra rodeada por las pieles del lecho. El chamán se irguió y se apoyó en el codo.

—Dime dónde está Ratón y me iré.

—No puedes irte. Te he entregado a los comerciantes. Shuku y tú estáis en sus manos.

El terror atenazó a Cola de Lemming. ¡El chamán la había entregado a los trocadores!

—Deja que se lleven a Shuku y permite que me quede contigo y con Ratón. Te he prometido un hijo y debes permitir que cumpla mi palabra.

—Me prometiste un hijo —repitió Dyenen—. He elegido a Ratón.

—No te pertenece —insistió Cola de Lemming—. Ni siquiera pertenece a Cuervo, aunque él no lo sabe. Dame al niño y lo devolveré a su verdadero padre.

—Es mío —declaró Dyenen—. Sal de mi refugio y abandona mi aldea. No haré nada para detenerte, pero no puedes llevarte a Ratón.

El chamán le volvió la espalda.

Cola de Lemming aspiró cortas bocanadas de aire y escrutó las paredes del refugio en busca de un arma con la que amenazar a Dyenen, en busca de algo para obligarlo a decirle dónde estaba Ratón. Las armas se encontraban detrás del espacio para dormir de Dyenen. Cola de Lemming se enfureció tanto que los ojos se le llenaron de lágrimas y las ascuas se convirtieron en bolas rojas y anaranjadas. Apretó los dientes, recogió del suelo una piel de caribú, la enrolló y la acercó a las brasas hasta que se encendió. Se acercó lentamente al lecho de Dyenen, precedida por la llameante piel arrollada.

El anciano se incorporó y lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Dime dónde está Ratón! —chilló Cola de Lemming; bajó la piel en llamas y la mantuvo a dos dedos de la cabeza del viejo.

Dyenen giró los ojos para mirar la piel de caribú encendida.

—Está en el refugio alto del extremo de la aldea. Ya conoces al cazador Dador de Carne. Su esposa se llama Vigilapeces. —Cola de Lemming titubeó y Dyenen acotó—: No te miento. Está en ese refugio.

Cola de Lemming pensaba arrojar la piel de caribú al hogar, al interior del círculo de piedras; pero cuando se volvió, Dyenen le dio un empujón y la mujer cayó sobre la parte en llamas. El fuego le acarició la cara y los brazos, por lo que rodó y echó la piel al aire. El caribú cayó sobre la ropa del lecho que cubría las piernas de Dyenen. Éste intentó apagar las llamas golpeándolas con las manos.

Cola de Lemming se incorporó prestamente y echó a andar hacia el viejo. De pronto se detuvo. Lo contempló unos instantes a la vez que una sonrisa afloraba lentamente a sus labios y luego salió corriendo del refugio.

Hizo un alto al oír los gritos de Dyenen, pero enseguida reanudó la marcha hacia el refugio de Vigilapeces.

Cola de Lemming se dijo que le daba igual si el viejo se quemaba y que no estaba dispuesta a permitir que la separase de Ratón.

Al principio el ruido formaba parte de los sueños de Samiq. Poco después se percató de que Kayugh lo llamaba. Samiq arropó a su hijo con un pellejo del lecho y lo depositó junto a la pared más alejada del túnel de la entrada.

—¿Qué pasa? —preguntó a su padre y esperó mientras Kayugh salía y lo llamaba—. ¿Dejo al niño aquí?

—No —respondió Kayugh—. Se ha desatado un incendio y arden varios refugios. El fuego podría propagarse. Trae vejigas con agua.

Samiq se dirigió al interior del refugio, cogió a Shuku en brazos, buscó el portacríos, se lo puso y acomodó al niño a su espalda. Recogió las vejigas atadas a los postes del refugio y siguió a su padre. En medio de la noche las llamas estuvieron a punto de cegarlo.

—¡Es el refugio del anciano! —gritó Kayugh.

Samiq observaba a los aldeanos. Algunos golpeaban las llamas con pellejos y otros rajaban las vejigas con agua y las vaciaban sobre el fuego. Samiq los imitó, pero tuvo la sensación de que las llamas cobraban fuerzas y se propagaban.

—¿Dyenen está a salvo? —preguntó, pero nadie respondió. Se percató de que los aldeanos no entendían la lengua de los Primeros Hombres—. ¡Dyenen! ¡Dyenen! —gritó sin cesar.

Al cabo de unos momentos una mujer señaló el refugio del chamán y habló con la voz quebrada por el llanto.

Samiq vio que alguien se movía en medio de las llamas. Desató el portacríos y entregó el rorro a Kayugh. Cogió una vejiga de agua de manos de una mujer que se encontraba cerca, la rajó con el cuchillo de la manga y se mojó la cabeza y la pechera de la chaqueta. Se internó a toda velocidad en medio de las llamas y notó en los pies la quemazón de las brasas y de la tierra caliente. Aspiró aire y tuvo la sensación de que el fuego le introducía sus largos dedos en el pecho. Por fin llegó a la figura que había vislumbrado entre las llamas. Era Dyenen y tenía el pelo quemado, la piel negra y la carne viva en los puntos en que la piel calcinada se había partido.

El anciano aferraba una vejiga vacía. El hedor de la piel quemada se abrió paso a través del humo y se coló por las fosas nasales de Samiq, que cogió al chamán en brazos y no hizo caso de sus gemidos mientras lo apartaba del fuego.

Alguien extendió en el suelo una manta mullida y peluda sobre la que Samiq depositó a Dyenen. A pesar de que el joven apartó los brazos con sumo cuidado, la piel del chamán quedó adherida a su chaqueta. Samiq se apartó y vomitó. Regresó junto a Dyenen en cuanto cesaron las náuseas y recuperó el aliento; rodeó el círculo de cazadores que se apiñaban en torno al chamán y a las mujeres que habían comenzado a entonar endechas. Kayugh se había incorporado al corro de hombres y Shuku se aferraba a él.

Un hombre Río tomó la palabra y señaló a lo lejos. Samiq oyó un grito de mujer y luego varios seguidos. Al final los gritos cesaron y, pese a tener los labios negros, Dyenen habló con Kayugh. Éste respondió en la lengua de los Morsa e indicó a Samiq que se acercase.

—Dyenen dice que la mujer Cola de Lemming es la causante del incendio —explicó Kayugh—. Los gritos que acabas de oír los ha lanzado ella. Dyenen dice que los Río la han matado. Lamenta que no podamos trocarla. Quiere que nos llevemos a Ratón pues teme que los aldeanos le quiten la vida.

—Nos lo llevaremos —aseguró Samiq.

Dyenen llamó a gritos en la lengua de los Río y los que se encontraban más cerca se apartaron y dejaron pasar a cinco mujeres, acompañadas de una niña de más o menos siete veranos que sostenía a una recién nacida.

—Son sus hijas —explicó Kayugh.

Kayugh se incorporó, pero Dyenen lo reclamó, por lo que se inclinó con Shuku en brazos.

El chamán habló con voz casi inaudible.

Kayugh miró a Samiq y añadió:

—Dice que no tiene hijos.

—Dile que tiene dos hijos —rogó Samiq—. Dile que los criaremos como si fuesen sus hijos.

Kayugh transmitió ese compromiso en la lengua de los Morsa. Dyenen cruzó unas pocas palabras con una de sus hijas. La mujer se acercó a Kayugh, alzó los brazos y depositó algo en la cabeza del rorro. Samiq lo miró y vio que era el cordel del amuleto del chamán, ennegrecido por el fuego. La hija de Dyenen habló en la lengua de los Río y llamó a otra mujer. Ésta se presentó con Ratón, depositó al niño que lloraba en los brazos de Samiq y les indicó que se fueran.

Kayugh y Samiq retornaron al refugio de los comerciantes, recogieron sus provisiones, mascaron carne hasta ablandarla y alimentaron a los pequeños. Con Ratón a las espaldas de Kayugh y Shuku a las de Samiq, emprendieron el camino del río trazando un amplio círculo en torno a los deudos.

Por último montaron en los ikyan y se deslizaron por el hielo hasta el centro del río, donde el agua estaba fría y cristalina. El viento alejó el humo de sus ojos. Cuando salvaron las aguas arremolinadas de la unión entre el río y el mar, Samiq se dio el gusto de volverse para acariciar la cabeza de Shuku y se alegró del reencuentro con su hijo.