Capítulo 93

Pueblo del Río

Río Kuskokwim, Alaska

No eran comerciantes, ya que ningún trocador haría frente a la nieve y al hielo recién formado. Navegaban en ikyan en lugar de en ik y se comportaban como cazadores. No hablaban la lengua de los Río.

El mayor era alto y si no se reparaba en la chaqueta, cosida a la manera de los Hombres de las Morsas, ni en las botas, realizadas como el calzado de aletas de foca de los Primeros Hombres, podía confundírselo con un caribú debido a sus piernas largas, su piel clara y los afilados huesos del rostro.

El joven pertenecía a una tribu que Dyenen desconocía. Era de hombros anchos y piernas cortas, y poseía un cuerpo que transmitía fortaleza incluso en el modo de andar. También vestía ropa extraña, a medias Morsa y otro tanto de los Primeros Hombres.

Los objetos de trueque que portaban eran de excelente calidad, aunque escasos. Sin embargo, el joven tenía un cuchillo… un filo de obsidiana negra con el mango envuelto en un material que parecía pelo. Dyenen pensó que daría mucho aceite a cambio de aquel cuchillo.

Se dijo que sería una suerte que los visitantes deseasen perros. Tenía muchos canes educados para arrastrar cargas y, aunque algunos poseían perros, la mayoría de los Hombres de las Morsas consideraban que les bastaba con los ikyan.

—¿Morsa? —preguntó Dyenen—. ¿Habláis Morsa?

El cazador de más edad levantó las manos y cruzó unas palabras con su compañero.

Dyenen se valió de las manos para hacer la señal con la que los trocadores se referían a la tribu de los Hombres de las Morsas. Puesto que llevaban vestimenta Morsa, era lógico suponer que hablaban la lengua. Los visitantes no respondieron.

—Avisa a Cola de Lemming —pidió Dyenen a su tercera esposa.

La mujer había permanecido cerca en todo momento y ofrecido carne, aceite y bayas secas a los individuos acuclillados en el refugio de su marido.

La esposa inclinó la cabeza para indicar que lo había oído, dejó los cuencos con alimentos al alcance de los visitantes y abandonó el refugio.

Regresó al cabo de un rato con Cola de Lemming, que portaba dos rorros. Los comerciantes la miraron y el más joven tendió la mano hacia los pequeños. Dyenen se sorprendió pues ningún cazador se fijaba en los críos.

—Cola de Lemming, comprueba si la lengua de estos hombres es la tuya —pidió Dyenen a su esposa.

La mujer se sentó, acomodó a los niños en el regazo y habló con los visitantes. Dyenen la escuchó con atención. Fingiría que no entendía, como había hecho con Saghani. Si se aguzaba el oído se averiguaba mucho más que si se participaba en la conversación.

El hombre de más edad pronunció unas pocas palabras, que a Dyenen le bastaron para saber que procedía de un lugar llamado playa de los mercaderes, que formaba parte de los Primeros Hombres y que era novato en el trueque. El joven que lo acompañaba era su hijo. Aunque no se parecían, Dyenen percibió ciertas semejanzas en la forma en que movían las manos y ladeaban la cabeza, si bien el joven ocultaba la diestra en la manga de la chaqueta. En la única ocasión en que pudo ver la mano, Dyenen la observó con atención y reparó en la larga cicatriz de la parte superior de la muñeca y en el agarrotamiento de los dedos. Se trataba de una cicatriz limpia y delgada, como si fuese secuela de una cuchillada. Dyenen experimentó un súbito escalofrío de temor. ¿Se trataba de un luchador, de un individuo que desafiaba a otros hombres?

Los visitantes hablaban en una lengua que, según dedujo Dyenen, era la de los Primeros Hombres. Los escuchó y, aunque no entendía las palabras, percibió sentimientos de cólera y dolor. Al final el más joven miró a Dyenen a los ojos.

—Pídele que lo mire bien y que tarde lo que sea necesario —dijo el padre a Cola de Lemming—. Quiero que también me mire a mí para que se dé cuenta de que no nos presentamos con engaños. Venimos a pedir algo que tal vez no queráis entregarnos, pero es nuestro, nos fue robado.

Dyenen escuchó al visitante y prestó atención a Cola de Lemming cuando, con palabras de los Río, le transmitió lo que el hombre había dicho. Aunque sus conocimientos de esta lengua no eran completos, mejoraban cada día que pasaba.

—Cola de Lemming, qué bien hablas —la felicitó Dyenen.

La mujer rio.

—Me gusta hablar y tus mujeres no dominan el Morsa. Deberías comunicarte directamente con los comerciantes, ya que hablas su lengua.

—No la domino tanto como tú —replicó el chamán.

Cola de Lemming ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa.

—Lo que no quieres es que se enteren de que los entiendes.

La mujer era muy espabilada. En varios sentidos sería mejor que no lo fuera… pero, si le daba un varón, se alegraría de su inteligencia. Muchas veces había visto que las mujeres estúpidas engendraban hijos estúpidos.

—Me parece que pertenecen a los Primeros Hombres —comentó Dyenen—. Háblales en esta lengua. Cuervo dijo que tu hermana Kiin y tú formáis parte de la tribu de los Primeros Hombres.

—Cuervo mintió —replicó Cola de Lemming sin acritud—. Yo soy Morsa.

Aunque Dyenen la miró con los ojos entornados, Cola de Lemming se volvió hacia los comerciantes y levantó las manos para indicar que podían preguntarle lo que quisiesen.

—No perteneces a los Río —dijo el mayor.

—Soy Morsa —precisó Cola de Lemming.

Ratón estiró los brazos y aferró un mechón de pelo de su madre.

—¿Cómo te llamas? —inquirió el trocador de más edad.

Cola de Lemming miró a Dyenen y, al tiempo que apartaba sus cabellos de la mano del niño, preguntó:

—¿Puedo decirles mi nombre?

—Diles que te llamas Utsula’ C’ezghot. Es un nombre que te va.

—Yo no miento —aseguró Cola de Lemming—. El mentiroso es Cuervo. —Rechazó con una inclinación de cabeza el nombre que Dyenen le había asignado. Se dirigió a los comerciantes y respondió—: Soy Cola de Lemming.

—¿Conoces a Kiin, una mujer de la tribu de los Primeros Hombres? —preguntó el trocador de más edad.

Cola de Lemming frunció la frente y rodeó con los brazos a los niños que tenía en el regazo.

Dyenen se apoyó en los talones, mantuvo el equilibrio y murmuró:

—¿Kiin?

—Sí.

—Pregúntales de qué la conocen.

—Está muerta y no puedo pronunciar su nombre —repuso Cola de Lemming.

—Antes lo has mencionado. Pregunta lo que te pido.

Cola de Lemming esbozó una mueca y miró a Dyenen. Bajó la cabeza y replicó a los visitantes:

—La mujer que acabáis de mentar está muerta.

El padre levantó la cabeza, miró a su hijo y dijo:

—Ya sé que está muerta.

—Si lo sabes, ¿por qué preguntas por ella?

—Este hombre es su marido —replicó y señaló al más joven con la barbilla.

Cola de Lemming miró a Dyenen y declaró en la lengua de los Río:

—Los comerciantes mienten.

—¿Por qué lo dices? —inquirió Dyenen.

—La mujer era mi hermana y, antes de tomarla por esposa, Cuervo mató a su primer marido en un combate a cuchillo.

—El más joven ha recibido una cuchillada.

—¿Cómo lo sabes?

—Mírale la mano derecha.

Cola de Lemming lo observó y finalmente respondió a Dyenen:

—Esconde la mano. ¿Crees que no conozco al marido de mi hermana?

—No tiene importancia —afirmó Dyenen—. Pregúntale a qué ha venido.

—Mi marido quiere saber qué te trae por aquí —dijo Cola de Lemming.

—He venido a reclamar al hijo de Kiin. —El comerciante volvió a señalar al joven situado a su lado y apostilló—: Y a su hijo, Shuku.

Cola de Lemming se quedó boquiabierta.

—El hijo de esa mujer también ha muerto —replicó atropelladamente.

—Pregúntale por qué cree que tenemos al hijo de Kiin —dijo Dyenen. Cola de Lemming no se dio por aludida y balbuceó palabras sin sentido en la lengua de los Morsa—. ¡Vamos, pregúntaselo!

—¡Hazlo tú! —chilló Cola de Lemming—. No quiero cometer errores.

Ratón levantó los brazos y agarró con fuerza los cabellos de su madre, al tiempo que Shuku se echaba a llorar.

Dyenen tomó la palabra con tono lo bastante alto para hacerse oír en medio del lloriqueo de Shuku.

—Estos niños forman parte de la tribu de los Río —explicó en la lengua de los Hombres de las Morsas y giró la cabeza hacia Shuku y Ratón—. Nosotros no tenemos al hijo de Kiin.

Kayugh estudió largo rato al anciano y le sostuvo la mirada sin parpadear. Al final el viejo elevó la voz por encima del llanto de los niños y gritó:

—Me llamo Dyenen.

Cola de Lemming se situó junto a su marido y meció a los rorros hasta que se calmaron. El comerciante mayor dijo:

—Soy Kayugh, de los Primeros Hombres, y éste es mi hijo Samiq. —Kayugh se volvió hacia Samiq y le explicó en su lengua—: El anciano se llama Dyenen y asegura que los Río no tienen a tu hijo.

—Cuervo trajo a mi hijo a esta aldea —insistió Samiq.

Kayugh tradujo lentamente las palabras al Morsa para que el anciano supiese qué había dicho su hijo.

—Si Kiin era esposa de Samiq, ¿por qué Cuervo se la llevó, lo mismo que a su hijo? —quiso saber el anciano.

Kayugh aferró la muñeca derecha de Samiq y levantó la mano para mostrar la cicatriz.

—Cuervo lo hirió y luego se llevó a Kiin y a sus dos hijos. Cuando Kiin y uno de los pequeños murieron decidió trocar al otro niño. También trocó a la mujer que provocó la muerte de Kiin… a Cola de Lemming.

—Cola de Lemming declara que es hermana de Kiin —comentó el anciano.

Kayugh negó con la cabeza.

—Pues no, no son hermanas.

Con expresión airada el viejo se volvió hacia Cola de Lemming y preguntó:

—¿Es verdad? ¿Mataste a Kiin?

—Yo no la maté —aseguró Cola de Lemming—. Sólo le dije que se fuera.

—Y encontró la muerte —acotó Dyenen. Cola de Lemming guardó silencio. El chamán se dirigió a Samiq y preguntó—: ¿Cuál es tu hijo?

—El que lleva un amuleto como éste —intervino Kayugh y extendió la mano.

Samiq estiró el brazo y depositó el ikyak de marfil en la palma de la mano de su padre.

Dyenen hizo una señal a Cola de Lemming y añadió:

—Gira a los rorros para que les veamos la cara. —Como su esposa meneó la cabeza, el anciano añadió—: Hazlo o llamo a Dos Manos y a Comadreja. Ya sabes que están al otro lado de la puerta.

Cola de Lemming giró lentamente a los pequeños, levantó la cabeza y dirigió a Kayugh una mirada cargada de odio.

—Es éste —dijo Kayugh y señaló la talla cosida a la chaqueta del niño más menudo.

—¡No! —chilló Cola de Lemming—. Éste es mi hijo. Cosí el amuleto a su chaqueta para que tuviera poderes.

—Dame a los críos —ordenó Dyenen. Cola de Lemming echó a correr hacia la puerta del refugio, en la que dos hombres Río le cortaron el paso—. Coged a los niños y entregádmelos. Llevad a Cola de Lemming al refugio de las mujeres y no permitáis que salga. —La propia Cola de Lemming entregó los rorros a Dyenen y le suplicó que le permitiera quedarse—. Ya has causado demasiados problemas.

Dyenen chasqueó los dedos ante los Río. Cola de Lemming intentó arrebatarle los niños, pero los hombres se la llevaron a rastras, sin hacer caso de sus gritos. Al final uno de los aldeanos le tapó la boca con la mano, la cogió en brazos y la sacó del refugio.

En cuanto reinó el silencio, Samiq dijo:

—El niño que no lleva amuleto es Shuku.

—¿Estás seguro? —preguntó Kayugh—. Ha pasado casi un año desde la última vez que lo viste y, al crecer, los rorros cambian.

—Es mi hijo —aseguró Samiq.

Kayugh contempló largo rato al pequeño y dijo al anciano:

—Es éste.

—¿Estás seguro? —inquirió Dyenen.

—Sí.

—¿Es uno de los dos críos que nacieron juntos?

Kayugh miró al anciano a los ojos y por último repuso:

—Sí.

—Soy chamán de esta aldea —declaró Dyenen—. No tengo hijos, sino muchas hijas. Me dijeron que el padre no quería a este niño. De lo contrario, no lo habría aceptado.

—Lo lamento profundamente —murmuró Kayugh.

—No me quedaré con el pequeño, pero he pagado mucho por él —añadió Dyenen.

—Todo lo que tenemos es tuyo —declaró Kayugh.

—No, no quiero objetos de trueque. Lo único que pido es que os llevéis a Cola de Lemming. El otro niño, Ratón, será mi hijo, pero tenéis que llevaros a la mujer.

—Yo tengo una buena esposa —aseguró Kayugh.

—En ese caso devuélvela a los Hombres de las Morsas.

—¿Qué pide el anciano? —preguntó Samiq a su padre—. Le daré todo lo que tengo. Me quedaré en la aldea, cazaré un verano con los Río y les entregaré todos los animales que cobre. Les enseñaré a construir ikyan y a cazar ballenas.

—No ofrezcas demasiado —aconsejó Kayugh—. Sólo pretende que nos llevemos a Cola de Lemming.

—Nos la llevaremos —aceptó Samiq.