Capítulo 91

Primeros Hombres

Bahía de Herendeen, península de Alaska

Kiin avistó a Grandes Dientes cuando aún surcaba las aguas de la bahía. Alzó la mano a modo de saludo y el cazador repitió el ademán pero, al trasladar el ikyak a la playa, lo hizo de espaldas y enseguida encontró algo en la brazola que lo mantuvo ocupado.

Kiin aguardó hasta la desesperación. Se acercó a Grandes Dientes, titubeó, le apoyó delicadamente la mano en la espalda y preguntó:

—¿Y mi madre?

Al principio Kiin tuvo la sensación de que el cazador no la oía ni sabía que estaba a su lado; al final alzó la cabeza y la miró y Kiin descubrió que el llanto empapaba sus mejillas.

—Ha muerto —repuso con un tono que transmitía su congoja.

Kiin se quedó sin palabras y de repente tuvo la impresión de que tenía el pecho helado y hueco.

«¿Cómo viviré sin mí madre? —preguntó una débil voz infantil en su fuero interno—. ¿Quién cuidará de mí?».

Entonó un canto funerario, pero se dio cuenta de que lo que cantaba era una de las nanas de su madre.

—Lo siento, no sabes cuánto lo lamento —aseguró Grandes Dientes—. Si hubiese llegado antes tal vez la habría salvado.

—¿Y mi hijo? —inquirió Kiin.

La pregunta tenía tanta carga y era tan intensa que la joven sintió que ni siquiera podía respirar.

—Está en la aldea de los Río. Cuervo lo trocó.

El mundo se oscureció y se redujo de tamaño, pero la voz espiritual de Kiin musitó palabras serenas y la reconfortó como una madre a su hijo: «El niño no está muerto. Lo encontrarás. Samiq dará con él. Haz el duelo por tu madre, pero no llores a tu hijo».

El universo recuperó sus dimensiones: el estrépito del oleaje, la intensidad y el frío del viento, el timbre de la voz de Grandes Dientes transida de dolor.

—¿Qué le ocurrió a mi madre? —preguntó Kiin.

De repente Samiq, Tres Peces, Chagak, Kayugh y Nariz Ganchuda la rodearon. Kiin abrazó con fuerza a Grandes Dientes incluso mientras hablaba.

—Cuervo la mató.

La ira se acumuló en el pecho de Kiin y sólo pudo gemir. Al final sus quejidos se trocaron en palabras y gritó:

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—Había dejado la aldea… para acudir a mi encuentro —repuso Grandes Dientes—. Se había ocultado en las hierbas de la playa a la que Cuervo fue a rezar. La confundió con un lobo.

—¿Con un lobo? —repitió Kiin y su voz adquirió un tono casi burlón.

Samiq la abrazó y le apoyó la cabeza en el hombro.

—La enterré en la playa, a la manera de los Cazadores de Ballenas, y pronuncié las plegarias correspondientes.

—Debo reunirme con ella —dijo Kiin e intentó zafarse del abrazo de Samiq—. Debo partir.

Samiq la sujetó y afirmó:

—Tu madre está aquí. Cálmate y espera. Está aquí. ¿Para qué regresar con los Hombres de las Morsas? Tu madre no quiso quedarse en esa aldea. Siguió el ikyak de Grandes Dientes para regresar a nuestro lado. Serénate y percibirás que su espíritu nos acompaña.

Kiin dejó de debatirse y permitió que su marido la acompañase al ulaq, donde Takha la abrazó y le palmeó las mejillas hasta que le arrancó una sonrisa.

—He de partir —dijo Samiq—. Si quieres venir, acompáñame. Si no, quédate.

—El hielo comienza a acumularse en la bahía —replicó Kayugh y señaló el cielo—. Es probable que nieve.

—No puedo esperar a la primavera —añadió Samiq—. No sé cómo son los que tienen a mi hijo. Si se les acaban los alimentos podrían dejarlo morir de hambre… antes que a sus propios hijos.

—Sabes que cualquiera que acepta a un niño como propio, aunque su esposa no lo haya parido, lo trata como al resto de sus hijos —aseguró Kayugh.

—Así actúan los Primeros Hombres. Cabe la posibilidad de que las costumbres del pueblo del Río sean distintas.

—Ni siquiera sabes qué aspecto tiene el crío —apostilló Kayugh; se agachó, arrancó un puñado de hierba y soltó una brizna tras otra, dejando que el viento se las arrebatara de los dedos.

—Preguntaré por el niño que trocó Cuervo, de los Hombres de las Morsas. Ofreceré cuanto tengo. Es mi hijo. No permitiré que sea criado por los Río, que desconocen las sagradas palabras de la lengua de los Primeros Hombres, que no saben cazar focas y ballenas y que ignoran cómo construir ikyan.

Kayugh miró hacia la bahía. El cielo estaba gris y todo parecía oscuro porque el sol estaba muy próximo al horizonte del oeste.

—¿Mañana? —inquirió Kayugh.

—Ahora la marea nos es favorable —replicó Samiq.

Kayugh asintió con la cabeza.

—Recogeré alimentos. Busca lo que necesites para trocarlo por el niño. —Samiq caminó playa arriba en dirección a su ulaq. Kayugh añadió—: No olvides el portacríos. Lo necesitarás para transportarlo bajo la chaqueta en la travesía de retorno.

Esas palabras fortalecieron las piernas de Samiq, que apretó el paso.

En el ulaq resonaban los cantos funerarios de las mujeres. Nariz Ganchuda y Kiin se encontraban en el centro del grupo; las dos tenían los ojos cerrados y el rostro bañado en lágrimas. Samiq llamó a Tres Peces. La mujer se acercó y lo escuchó mientras le explicaba en voz baja lo que se proponía. Asustada, lo miró expectante y abrió mucho la boca para que su marido se diese cuenta de que no tardaría en gemir. Samiq le tapó la boca con la mano y habló severamente, como un padre que se dirige a su hija:

—No llores. Volveré con Shuku. No le digas nada a Kiin hasta que sea imprescindible. Regresaré dentro de quince o veinte días. Necesito varias cosas: aceite, una cesta pequeña con las tallas de Kiin, un portacríos para Shuku, carne y pescado disecados y mi lámpara de cazador.

En lugar de esperar, Samiq se dirigió a su espacio para dormir y recogió los arpones, varios cuchillos, una chaqueta de recambio y el hato de provisiones que siempre llevaba cuando salía de cacería.

Se tomó tiempo para despedirse de Tres Peces, cruzar unas pocas palabras con Pequeño Cuchillo y abrazar a Takha y a Muchas Ballenas. Acarició el pequeño ikyak de marfil que Takha llevaba colgado del cuello, la mitad del ikyak que encajaba con el que Shuku tenía. Miró a Kiin y quitó el collar del cuello del pequeño.

—Te lo devolveré —susurró a Takha y volvió a mirar a Kiin.

Su segunda esposa tenía los ojos cerrados y movía los labios a medida que pronunciaba las palabras del duelo. El dolor de Kiin lo laceró como una cuchillada en el corazón.

Samiq salió del ulaq, se encaminó a la playa y esperó a su padre. Partieron y remaron hacia el gris que anunciaba la noche.