Pueblo del Río
Río Kuskokwim, Alaska
—No sabes tallar, ¿verdad? —preguntó Dyenen a la mujer.
Cola de Lemming sonrió, se levantó el delantal, separó las piernas y abrió los brazos para acogerlo.
—Soy viejo. ¿Crees que puedes confundirme atrayéndome al lecho? Tengo cuatro esposas que me satisfacen más que tú.
La mujer frunció los labios.
—Sé tallar —afirmó y con un ademán abarcó las piezas de madera y marfil dispuestas a lo largo de una de las paredes del refugio—. Mira los animales. Hay lobos, focas, otarias, dos morsas y cuatro pájaros.
—Tú no has hecho estas tallas —declaró Dyenen y abandonó el refugio.
El chamán recorrió los senderos de la aldea. El refugio alto —el de la esposa de Dos Manos— había recibido la visita de la muerte, que se había llevado a una recién nacida y a un crío de tres veranos. A la niña le arrebataron el aliento por la noche y el varón se asfixió con un trozo de carne.
Dos Manos no culpó a Dyenen, ya que ambos niños estaban muertos cuando apelaron al chamán, que no pudo hacer nada.
En el refugio contiguo había muerto un anciano que antaño había sido un gran cazador. Era un hombre fuerte incluso en la vejez, pero un súbito e intenso dolor en el hombro lo debilitó y en seis o siete días le arrancó la vida. Los cánticos de Dyenen no consiguieron espantar a la muerte.
En una de las moradas situada en las lindes de la aldea había muerto una madre joven. Nadie sabía por qué. Se había internado en el río para reparar una trampa para peces y poco después apareció muerta. Su hermana también perdió la vida tres días después; el dolor que experimentó a un lado del cuerpo se tornó tan agudo que no soportó quedarse en el mundo del sol. Su marido aseguraba que la difunta hermana la llamaba por la noche.
Dyenen no recordaba otro momento en el que se hubiesen producido tantas defunciones inexplicables en tan poco tiempo. ¿De qué servía el chamán si no era capaz de proteger a su pueblo? Nadie pasaba hambre ni violaba tabúes, pero los aldeanos morían. ¿Qué había cambiado en la aldea? ¿Qué había de nuevo que pudiese provocar tantas muertes? No había nada nuevo… salvo Kiin.
En su mente resonó una suave voz como las que solía emitir. Habló como un crío desde los recovecos de sus pensamientos: «Cuervo ha mentido. La mujer que trocó no es Kiin. Los niños que te dio no son hijos de Kiin. Cambiaste la seguridad de la aldea por la esperanza de tener un hijo varón. Lo has hecho sólo por ti, por egoísmo. Tenías todo lo que podías desear: buenas esposas, una aldea fuerte, un refugio sólido, alimentos suficientes, bellas hijas, el respeto de los hombres de tu aldea y de los poblados que se alzan río arriba. Lo has tenido todo salvo un hijo. No has sido capaz de ser feliz con lo que posees».
Dyenen serpenteó entre los refugios y replicó airado:
—¿Qué tiene de malo querer un hijo? Los varones cazan, traen carne a la aldea y los niños se alimentan. ¿Es terrible desear un hijo? Además, tengo poderes. He aprendido mucho. Necesito alguien a quien transmitir mis conocimientos para que no se olviden.
«Ya los has transmitido», precisó la voz en Morsa, con los sonidos bruscos y cortantes de esa lengua.
—Aprendió muy poco, pues no entendió lo que realmente es importante —insistió Dyenen.
«Entonces no has elegido un buen discípulo».
—¿Quién sabe lo que contiene el corazón de otro hombre?
«¿Crees que tu hijo será distinto?».
—Tendrá mi propia sangre.
La voz guardó silencio. La ira de Dyenen fue en aumento y tuvo la sensación de que el pecho estaba a punto de reventarle. Regresó al refugio y vio que su nueva esposa amamantaba a uno de los rorros. El ave de marfil yacía a su lado, tan inacabada como la víspera. Dyenen llegó a la conclusión de que el hombre sólo ve lo que quiere ver.
—No me mientas —advirtió el chamán—. Sé cómo averiguar la verdad. Me has oído hablar con los espíritus, los has visto mover el refugio y has escuchado sus voces. Si no me dices la verdad esta noche convocaré los espíritus para que te hagan compañía. No quiero pensar en lo que te harán mientras yo esté fuera. —La mujer palideció y le mostró las manos como un crío que pide que lo cojan en brazos—. ¿Quién eres?
—Soy Kiin —replicó con voz temblorosa.
—¿Quién eres? —repitió Dyenen.
—Soy Kiin.
—¡Estás mintiendo!
—¡Soy Kiin!
—¡No! Coge los niños, abandona nuestra aldea y retorna con Saghani.
—No conozco el camino —reconoció la mujer y abrazó al pequeño que tenía en el regazo.
—No puedes quedarte a menos que me digas quién eres —insistió Dyenen.
Finalmente la mujer declaró:
—Kiin ha muerto. Cuando dijo que la traería, Cuervo no sabía que estaba muerta. Yo era su otra esposa. —Alzó el mentón, apretó los labios y apostilló—: Yo era su primera esposa, por lo tanto más importante que Kiin, y por eso me entregó.
—¿Alguno de estos niños es hijo de Kiin? —preguntó Dyenen y señaló a Ratón y a Shuku.
La mujer contempló largo rato a los críos. Ratón seguía aferrado a su pecho y Shuku, que era más grande y fuerte, permanecía de pie y daba rápidos pasos de un extremo a otro del refugio.
—Uno de los hijos de Kiin está muerto —respondió—. Ya te lo había dicho. Cuervo te entregó al otro. —Señaló a Shuku con la barbilla—. Es mi hijo; y éste es el hijo de Kiin —añadió y apartó a Ratón de su seno—. Este niño debería convertirse en chamán, ya que tiene los poderes de su madre. —Tocó la talla del ikyak de marfil cosida a la chaqueta del pequeño—. Mira, este amuleto es una de las tallas de su madre.
—Ratón es tu viva imagen —opinó Dyenen—. Sospecho que es tu hijo.
—Kiin era mi hermana pequeña —aseguró la mujer—. Me parezco a ella y ella se parecía a mí.
Dyenen pensó que era posible, pues los hombres solían casarse con hermanas. Además, los críos le pertenecían y ya tenían un lugar en su corazón. No quería renunciar a los pequeños y, aparentemente, la mujer era buena madre.
El chamán pensó en la aldea y en las mentiras que Cuervo le había contado. Esa mujer no era Kiin y, sin embargo, así la llamaban, por lo que habían abusado del poder del nombre. Habían insultado a la gran tallista y desatado la cólera de sus espíritus, del espíritu de su alma y del de su nombre. No le extrañaba que se hubieran producido varias muertes.
Si ayunaba y rezaba, si decía a la difunta Kiin que la honraría con cánticos y canciones y que honraría a su hijo y a su hermana, quizá podría anular la maldición que pesaba sobre su aldea y conservar a los dos niños.
—¿Cómo te llaman? —preguntó a la mujer.
—Cola de Lemming —respondió.
—Cola de Lemming, te conservaré como esposa y me quedaré con tus hijos —declaró Dyenen.