Hombres de las Morsas
Bahía de Chaguan, Alaska
Al principio no hubo dolor, sino un súbito golpe en la espalda y la confirmación de que no podía moverse. Sorprendida, Concha Azul ni siquiera atinó a gritar, pero vio al hombre, divisó su manto de plumas y supo que se trataba de Cuervo. Iba solo y, por algún motivo, le había arrojado la lanza. Concha Azul esperó, convencida de que Cuervo se acercaría a ver qué había hecho.
Cuervo volvió a subir al ik y se internó mar adentro. Concha Azul lo llamó a gritos, pero no sirvió de nada. Se llevó un brazo a la espalda y aferró la lanza. Su sangre empapaba el asta. Dio un tirón y no logró moverla. Entonces comenzó el dolor. Gimió y llamó a personas muertas hacía mucho tiempo, incluso a sus padres. Apeló a su hija Kiin, que ahora estaba lejos, en la playa de los mercaderes, y a su marido, Grandes Dientes, un hombre risueño y cariñoso.
El dolor provocó sueños y Concha Azul estuvo largo rato perdida en mundos desconocidos. Durmió sin dormir, voló en sueños a lugares que sólo visitaban los pájaros y a su regreso se dio cuenta de que la lanza de Cuervo la unía a la tierra.
Al final oyó el susurro de un zagual. Convencida de que era Cuervo, intentó llamarlo a gritos y en esta ocasión su voz sonó con fuerza. Sin duda Cuervo la oiría. Si le quitaba la lanza de la espalda, retornaría a la aldea y trabajaría a brazo partido… no, no era posible, tenía que reunirse con su padre… no, con su esposo, con Grandes Dientes. Tenía que decirle… tenía que decirle… había algo que tenía que decirle.
Se le cerraron los ojos y se obligó a abrirlos. Gritó hasta que de su boca no brotaron más palabras. Estaba agotada, el dolor le quemaba la espalda y la lanza parecía clavarse cada vez más en la tierra. Se durmió y oyó una voz que la llamaba.
—Soy Asxahmaagikug —murmuró Concha Azul—. Soy esclava…
Concha Azul notó que había alguien a su lado, alguien que intentaba darle la vuelta. Abrió los ojos y vio a Grandes Dientes. Levantó el brazo pero no tuvo fuerzas para enjugar las lágrimas que surcaban el rostro de su esposo.
—¿Por qué? —preguntó Grandes Dientes—. ¿Por qué?
Concha Azul no entendió la pregunta hasta que notó quela mano de Grandes Dientes hacía presión sobre la lanza.
—No —musitó. El dolor le laceró el cuerpo como el filo de un cuchillo. Súbitamente la tierra se tornó mullida. Se aferró a Grandes Dientes y aunó fuerzas para decir—: Los Río, los Río, los Río…
El dolor se esfumó, el universo se convirtió en un nuevo y brillante mundo y Concha Azul abrió los ojos para contemplarlo en todo su esplendor.