Pueblo del Río
Río Kuskokwim, Alaska
Dyenen permaneció de pie y contempló el ik que descendía río abajo. Pensó que la travesía hasta el mar transcurriría sin contratiempos y que el viaje hasta la aldea de los Morsa no sería fácil para un hombre que navegaba a solas en el ik. Llegó a la conclusión de que no tenía de qué preocuparse y de que, si Saghani moría, muerto estaría.
Se sentía desasosegado al pensar que había revelado muchos trucos. Saghani no comprendía el valor de las medicinas vegetales y los trucos no estaban dirigidos a engañar, sino a convencer del poder de las medicinas. Lo inquietaba el uso que el aprendiz daría a esos conocimientos.
Claro que si los Hombres de las Morsas experimentaban miedo en lugar de asombro las voces perderían su poder y los trucos sólo servirían para divertir a los niños y lograr que los aldeanos olvidasen un rato las vicisitudes de la vida.
Dyenen dio media vuelta y regresó a su refugio. Encontró a su nueva esposa con Ratón y Shuku. Le había pedido que tallase un ave para llevarla como amuleto junto a su corazón. Era anciano y el fin de su vida se aproximaba. Necesitaba algo que recordase a su espíritu que mirara hacia arriba, que emprendiese el vuelo cuando se liberara de su cuerpo.
Antes de que le llegase el momento la mujer le daría un hijo. Sus poderes eran grandes, por mucho que los dos críos no fuesen suyos.
Dyenen entró en el refugio y se acomodó contra el respaldo de ramas de sauce trenzadas. Había pedido a sus restantes esposas que permanecieran lejos durante los seis días que se solía conceder a la nueva. Los jóvenes tenían por costumbre trasladarse a un sitio tranquilo a orillas del río, pero Dyenen era viejo y estaba acostumbrado a las comodidades de su refugio. Pasaría esos seis días en su morada, en compañía de Kiin.
Kiin era muy bella y Dyenen estaba deseoso de llevarla al lecho. Cuando entró en el refugio la mujer ni siquiera lo saludó, pues tenía la vista fija en la talla de marfil que sostenía con las manos.
—¿Has terminado el pájaro? —preguntó Dyenen en la lengua de los Morsa.
La mujer lo miró y abrió desorbitadamente los ojos, como si el anciano la hubiese sorprendido.
—¡Hablas la lengua de los Morsa! —exclamó.
—No se lo digas a Saghani —pidió Dyenen y sonrió.
Aunque ella también sonrió, arrugó el entrecejo cuando miró la talla.
—Tallar algunas piezas lleva mucho tiempo.
—Hiciste la foca en una noche —puntualizó Dyenen.
—Los pájaros son difíciles de tallar… por las alas. ¿Cómo se talla un ala?
Dyenen percibió nerviosismo en su voz y el llanto que le cerraba la garganta. Se apartó del respaldo de sauce y se acuclilló junto a ella.
—Deja el cuchillo —dijo con el tono de quien se dirige a un niño—. ¿Por qué lloras? ¿Deseas volver con Saghani?
La mujer bajó la cabeza hasta apoyar la barbilla en el pecho.
—No.
—¿Te desagrada ser mi esposa?
—Me alegro de ser tu esposa —declaró, mirándolo a los ojos.
—¿Tienes miedo porque sé que uno de los rorros no es tuyo? —Su nueva esposa retrocedió velozmente—. ¿Crees que soy tonto y que no tengo ojos?
—Tuve dos hijos que nacieron juntos —replicó la mujer y señaló a Ratón—. Uno de los niños murió. Para superar el dolor, Cuervo… Saghani trajo a Shuku.
—¿Me darás un hijo? —inquirió Dyenen.
—Soy buena para engendrar varones.
—¿Tienes más hijos?
—Algún día los tendré —repuso y esbozó una sonrisa. Miró a los rorros que dormían. Se puso de pie, desanudó la cuerda de los delantales y los dejó caer al suelo—. Es un buen día para engendrar hijos —acotó, se inclinó y cogió el rostro de Dyenen—. Intentémoslo.
Cola de Lemming sonrió. Los ronquidos del viejo hacían temblar las paredes del refugio. Lo había satisfecho. Si cada noche lograba seducirlo y llevarlo al lecho, no tardaría en estar demasiado cansado para pensar en sus tallas.
Shuku comenzó a protestar y Cola de Lemming abandonó el lecho para amamantarlo. Ese crío comía en demasía. Si le daba el pecho con menos frecuencia tal vez no crecería tan rápido y, de esta forma, Ratón podría alcanzarlo. Fue con Shuku hasta el sitio de Dyenen, cercano a la fogata del hogar, y se recostó en el respaldo de sauce. Shuku buscó el pezón con los ojos cerrados y enseguida se puso a mamar, sin soltar el ikyak de marfil que Kiin había tallado y colgado de su cuello.
Cola de Lemming le arrancó el colgante de los dedos. Había reparado en el ikyak cuando Kiin retornó a la aldea de los Hombres de las Morsas. Cola de Lemming sabía que estaba destinado a proporcionar protección.
—Debería pertenecer a Ratón —explicó Cola de Lemming a Shuku—. Le hace más falta que a ti.
Amamantó al pequeño hasta que se durmió y lo arropó con las mantas del lecho. Despertó a Ratón y cosió el colgante a su chaqueta al tiempo que le daba el pecho.