Capítulo 82

Primeros Hombres

Bahía de Herendeen, península de Alaska

Llegaron los comerciantes de las aldeas de los Primeros Hombres y de los refugios de los Hombres de las Morsas, de las orillas del gran río y de las tribus de caribúes que vivían tierra adentro. Desembarcaron, ocuparon la playa con sus objetos de trueque y poblaron el aire con sus voces.

Primera Nevada habló con cada grupo de Hombres de las Morsas, les preguntó de qué aldea procedían y a qué chamán consideraban propio. Por fin dio con individuos de la aldea de Cuervo: tres hombres y una mujer. Chagak se acordaba de ellos, sobre todo del alto —Cazador del Hielo—, que había puesto fin al combate de Samiq con Cuervo. Al ver a Cazador del Hielo, Chagak dejó de preocuparse por la suerte que correría Concha Azul, pues se trataba de un hombre bueno y ecuánime incluso en sus tratos con trocadores de otras aldeas.

Cuando Primera Nevada se reunió con los comerciantes, Chagak permaneció cerca, en compañía de Tres Peces, y les ofreció cuencos con caldo tibio mientras montaban guardia al lado de los objetos de trueque, ya que soplaba viento de mar, un viento frío que arrastraba niebla y mojaba cuanto encontraba a su paso.

—Un puñado de cuentas de concha a cambio de comida —ofreció uno de los trocadores.

Tres Peces hundió un cuenco en la piel de cocinar que portaba Chagak, entregó el caldo al comerciante y recogió las cuentas.

Chagak permaneció tan cerca como pudo de Primera Nevada y escuchó las palabras que el viento no se llevó.

—Es una buena mujer que compré a los ugyuun —explicaba Primera Nevada.

Cazador del Hielo hizo una pregunta que Chagak no oyó, si bien escuchó un fragmento de la respuesta de Primera Nevada: «Ya sabes que no tienen alimentos suficientes…», y no se enteró de nada más pues Tres Peces se acercó a llenar otro cuenco de caldo.

—¿Cuánto pides? —preguntó Cazador del Hielo.

Chagak sabía que Primera Nevada tardaría en responder. El regateo podía durar todo el día y no estaba en condiciones de quedarse a escucharlos. Tenía muchas cosas que hacer. Cuando los comerciantes no quisieron comer más, Chagak y Tres Peces retornaron a los ulas y a sus faenas. Tres Peces se dirigió al ulaq de Samiq, en el que Kiin cuidaba de Takha y Muchas Ballenas.

Una vez en el interior del ulaq de Kayugh, Chagak preparó tendón y agujas, pero los dedos no le respondían. Las puntadas que dio parecían las de una niña, tan burdas como las labores de Reyezuela. Al final guardó los útiles de costura y se dirigió al ulaq de Grandes Dientes. Allí estaban Nariz Ganchuda y Concha Azul; las dos trabajaban, cosían, charlaban y reían como si los hombres hubiesen salido de cacería en vez de trocar a una esposa como esclava.

Grandes Dientes se acercó a Kayugh y le hizo señas de que lo siguiese. Se alejaron de la aldea, del estrépito de los trueques, y se internaron en una arboleda cuyas hojas agitadas por el viento amortiguarían el sonido de sus voces.

—¿Se la llevarán? —preguntó Kayugh.

—Sí —repuso Grandes Dientes—. No querían, pero en cuanto Primera Nevada la mostró y la vieron…

Kayugh apoyó la mano en el hombro de su compañero. ¿Cuántas veces la velocidad y la fortaleza de Grandes Dientes le habían salvado la vida en las cacerías? ¿Cuántas veces Kayugh había hecho lo mismo por Grandes Dientes? En ese momento se quedó sin palabras. No había forma de explicar el vínculo que unía a los compañeros de caza. Al final apretó el puño, lo apoyó en el centro del pecho y dijo a Grandes Dientes:

—Está aquí, clavado como una lanza…

Grandes Dientes asintió con la cabeza.

—No quiero que se vaya —declaró y la voz se le quebró como agua que cae sobre las rocas.

—Tendrás que aceptarlo. ¿Crees que se alegra de tu partida cada vez que sales a cazar? ¿Crees que vales menos porque tienes una esposa fuerte? Eres tú quien la fortaleció. No olvides cómo era en sus tiempos de esposa de Waxtal.

Grandes Dientes se agachó, cogió un puñado de arena y lo dejó escapar entre los dedos.

—Han ofrecido dos estómagos con aceite.

Kayugh estuvo a punto de decir que era un trueque justo, pero pensó que es imposible poner precio a una buena esposa y que dos estómagos con aceite no representan nada si se los compara con el calor de la piel de una mujer, con el brillo intenso de su mirada.

—Guárdalos —aconsejó Kayugh—. Si es necesario, la compraremos.

—Pensé entregar el aceite a los espíritus del viento para recabar su protección.

Kayugh se encogió de hombros.

—Haz lo que te parezca mejor. Concha Azul es tu esposa y sólo tú sabes qué es lo más conveniente.

—Primera Nevada dice que Cazador del Hielo partirá mañana.

—¿La quieren esta misma noche?

—Sí. Pero Primera Nevada les explicó que sólo la tendrían cuando partieran. Pasará conmigo una noche más. En esta playa no dormirá con los comerciantes.

—¿Has decidido cuándo irás a buscarla?

Grandes Dientes levantó un dedo.

—Partiré con la próxima luna llena. Si no la encuentro viajaré hasta la aldea de los Morsa y la compraré, aunque me quede con las manos vacías.

Sin decir nada, Kayugh miró fraternalmente a Grandes Dientes a los ojos.

Kiin pensó que el sufrimiento era excesivo. A su regreso había encontrado a Takha como esperaba —fuerte y risueño— y a Tres Peces convertida en una verdadera hermana, en una mujer más sabia y afable. Sin embargo, había perdido a Shuku. A su regreso se había enterado de que su padre fue expulsado de la aldea y de que su madre era feliz como esposa de Grandes Dientes. Sin embargo, ahora venderían a su madre como esclava. ¿Qué posibilidades tenía la anciana? Nadie querría tomarla por esposa. La usarían para realizar las faenas más duras y apenas le darían de comer.

—Sólo será una luna, nada más —explicó Concha Azul y madre e hija se fundieron en un abrazo. Kiin estrechó cariñosamente a su madre y contuvo el llanto. Concha Azul se apartó, contempló la cara de su hija y levantó la mano para enjugar la lágrima que rodaba por la mejilla de Kiin—. Hija, quiero hacerlo por ti. Es tanto lo que no he hecho… —murmuró Concha Azul—. Permití que tu padre te pegara… —Las palabras se le atragantaron y respiró hondo—. Tenía miedo. Ahora quiero demostrarte que tengo valor, quiero demostrarme a mí misma que…

Kiin asintió con la cabeza y declaró:

—Me gustaría ir en tu lugar.

—Te conocen.

—Es posible que también te conozcan a ti.

Concha Azul sonrió y negó con la cabeza.

—No, sólo soy una mujer de cabellos blancos, alguien que prepara la comida y cose chaquetas. No me reconocerán. Pronto partiré. Sólo me queda esta noche y quiero compartirla con mi marido. —Concha Azul se volvió y caminó hasta el poste de la entrada. Giró la cabeza para decir a su hija—: Lo único que deseo es ser tan fuerte como tú.

Kiin estiró la mano y Concha Azul imitó su ademán. Aunque las separaba la anchura del ulaq, las dos tuvieron la sensación de que sus dedos, se rozaban.