Cola de Lemming amamantó a Ratón y simultáneamente intentó arrancar a Shuku del pesado sueño en que estaba sumido.
—Vieja, ¿qué le has dado? —preguntó—. El niño duerme demasiado y el anciano se dará cuenta de que hay algún problema.
Cola de Lemming contempló a Shuku. La respiración del chico era tan tranquila que durante unos instantes experimentó el terror de que estuviera muerto. Tocó la suave piel del cuello del crío y percibió los latidos de su corazón. Suspiró aliviada, lo cogió, le introdujo el pezón entre los labios y se apretó el seno hasta que escapó un chorrito de leche.
—Come, pequeño, come.
Al final Shuku comenzó a mamar.
Cola de Lemming correteó con los dos niños en brazos hasta donde había dejado los útiles de tallar. Metió el marfil a medio tallar en el fondo de la cesta y extrajo otra pieza. La cabeza y los ojos de una foca la contemplaron. Utilizó el cuchillo de mujer romo para alisar el marfil y presionó suavemente el pecho del animal tallado.
—Kiin, no es tan difícil —dijo—. Nos hiciste creer que tenías poderes espirituales extraordinarios. ¡Ja, ja! Soy capaz de tallar tan bien como tú.
El cuchillo resbaló y agujereó el marfil. Cola de Lemming cerró la boca, se mordió el labio inferior y trabajó con más empeño.
—Es tan hermosa como te dije —aseveró Cuervo.
—Llevas razón, Saghani, pero uno de los niños duerme en exceso. ¿Está enfermo?
—No. Es más grande y fuerte que Takha.
Cuervo levantó la cabeza y miró las numerosas y excelentes moradas de la aldea de los Río. El viejo tomó nuevamente la palabra y, pese a que se dijo que tenía que escuchar con atención, la mente de Cuervo siguió otros derroteros. La sorpresa de descubrir que Shuku era el auténtico Shuku pareció posarse sobre sus pensamientos cual una capa de niebla.
—Saghani… Saghani… —El anciano movió la mano junto al brazo de Cuervo y la agitó como si estuviese dispuesto a tocarlo para llamar su atención.
—Disculpa, no te he oído. Estaba distraído. No es fácil tomar la decisión de renunciar a esta mujer y sus hijos. Es muy valiosa para nuestro pueblo.
Aunque asintió con la cabeza, Dyenen guardó silencio. Trazó un círculo alrededor de la aldea, deteniéndose cada vez que estaba frente a los escondrijos para alimentos llenos a rebosar o a los anaqueles de secado de carne.
—Esta aldea es un buen sitio para criar niños —comentó finalmente el chamán.
—Tienes razón.
—Cualquier mujer hará muchas amigas y no pasará hambre.
—Tienes razón.
—En ese caso, acordemos que cuando yo muera los dos hijos retornarán a la aldea de los Hombres de las Morsas y la mujer hará lo que le apetezca. Sin embargo, los hijos que me dé permanecerán con los Río.
—De acuerdo.
—Sellemos el trato.
—¿Me revelarás los secretos de la llamada a los animales, los cánticos, las plegarias y los momentos en que hay que ayunar? —añadió Cuervo—. ¿Me enseñarás a convocar los espíritus para que sus voces se escuchen en mi aldea y su presencia se perciba en las paredes de mi refugio?
—No todo es lo que parece —musitó Dyenen—. Todas las noches vemos las estrellas, pero nadie sabe qué son. Algunos afirman que se trata de las hogueras de los difuntos y otros dicen que son los espíritus que crearon la tierra. Las mujeres dan un nombre a las estrellas y los cazadores, otro. Cuando accedí a este trueque, quedé en contarte lo que tenías que hacer, pero no puedo decir cómo reaccionarán los espíritus.
—¿Acaso hay alguien que no comprenda que las cosas son así? —preguntó Cuervo y nuevamente lo irritaron las palabras del anciano.
—Será mejor que regresemos al refugio —sugirió Dyenen.
—¿Cuándo me enseñarás?
—Comenzaremos mañana.
Cuervo asintió con la cabeza.
—¿Cuánto tardaremos?
Dyenen echó a andar hacia el refugio. Al llegar al túnel de la entrada se volvió para mirar a Cuervo y replicó:
—Pasarás cuatro días conmigo y luego dedicarás el resto de tu vida a aprender.
Cuervo guardó silencio. Tenía que permanecer cuatro días en la aldea de los Río. Se ocuparía de mantener al viejo alejado de Cola de Lemming y los rorros. No podían esperar que Shuku durmiese cuatro días.
En el interior del refugio Cola de Lemming alisaba la talla con un trozo de lava. Sostuvo el marfil en alto y lo giró para que los hombres lo viesen.
—La he hecho deprisa pero, de todas maneras… —comentó.
Cuervo tradujo las palabras de su esposa.
—Es muy buena, sobre todo tratándose de una talla que has realizado con tanta rapidez —confirmó Dyenen.
El chamán ofreció más alimentos a Cuervo, que los rechazó meneando la cabeza. Dyenen cogió un trozo de pescado, lo comió, se acercó a los críos y los observó. Shuku aún dormía. Ratón estaba despierto y toqueteaba cuanto tenía a su alrededor. El niño gateó hasta el anciano, se irguió y lo miró a los ojos. Dyenen rio y sentó a Ratón en sus rodillas. El anciano habló largo rato con el chico en la lengua de los Río y finalmente lo dejó junto a su madre.
Dyenen se acercó a Shuku, lo cogió en brazos, le acarició la cara, los brazos y las piernas y volvió a tumbarlo en la manta de piel, en la que siguió durmiendo. Salió del refugio sin cruzar palabra con Cuervo ni con Cola de Lemming.
Cola de Lemming miró a Cuervo, que se encogió de hombros y explicó:
—Dice que me enseñará durante cuatro días y luego daremos por válido el trueque. ¿Te quedarás?
Cola de Lemming sonrió lentamente.
—Me quedaré.
Cuervo señaló a Shuku y preguntó:
—¿Dónde lo encontraste?
—En la aldea de los ugyuun —respondió la mujer y echó un vistazo al túnel de la entrada.
Cuervo se acuclilló e inclinó la cabeza para mirar a lo largo del túnel.
—Se ha ido —afirmó el aprendiz de chamán. Cola de Lemming se mordió los labios. Cuervo se acercó a su esposa y se sentó a su lado—. Habla en voz baja, pues Dyenen podría estar en la entrada del refugio.
—No conoce la lengua de los Morsa —replicó Cola de Lemming.
—No juzgues a los demás por lo que tú eres.
Cola de Lemming lanzó una carcajada e inquirió:
—¿Ésa es toda tu sabiduría? ¿De qué otra forma podemos hacer juicios? ¿Qué sé yo salvo lo que conozco de mí misma?
La ira se clavó como una aguja en el pecho de Cuervo, que agarró firmemente la muñeca de Cola de Lemming.
—Estoy tallando —afirmó la mujer.
Cuervo hizo una mueca presuntuosa y Cola de Lemming se ruborizó y desvió la mirada.
—¿Qué pasó con el crío ugyuun? —preguntó el comerciante en voz muy baja.
—Cambié un rorro por otro —repuso Cola de Lemming—. Shuku estaba en lo alto de un refugio, lo vi y los troqué.
—¿Por qué no me dijiste que era Shuku?
—Porque no lo sabía. Llevaba una chaqueta con capucha.
Temía que alguien me viese, así que actué deprisa. Saqué un rorro de debajo de mi chaqueta y puse al otro. Habíamos recorrido un largo trayecto en el ik cuando vi su cara.
—¿Dónde está Kiin?
—No lo sé. Me dijiste que habías encontrado su ik. Me dijiste que había muerto. Ella dijo que iría a buscarte a la aldea del pueblo del Río.
—No tendrías que haberla obligado a abandonar el refugio.
—No fui yo quien la obligó —espetó Cola de Lemming y se zafó de la mano de Cuervo.
La mujer levantó el brazo y señaló las marcas rojas que los dedos del comerciante habían dibujado en su piel.
—Te mereces algo más —aseguró Cuervo.
—¡Pues me has dado algo más! —replicó Cola de Lemming a voz en grito—. Estás a punto de venderme a un viejo para que conviva con personas que no conozco. La aldea entera huele a pescado. Los perros… los perros podrían hacer daño a Ratón.
—Regresa conmigo a la aldea de los Morsa —sugirió Cuervo. Frunció los labios cuando Cola de Lemming le volvió la espalda—. Deja de fingir que estás castigada. Kiin fue castigada a pesar de que no hizo nada. Era una buena esposa, una mujer fuerte que me habría dado muchos hijos. ¿Seguro que no la viste en la aldea ugyuun?
—¡Ya te he dicho que no la vi!
—¿Cómo llegó Shuku a esa aldea?
—Quizá no sea Shuku, sino un niño que se le parece mucho.
—¿Dos niños exactamente iguales? Ni siquiera Shuku y su hermano Takha se parecen tanto.
Cola de Lemming se encogió de hombros.
—Los hijos de los Primeros Hombres se parecen entre sí.
—Cuando deje esta aldea regresaré a la de los ugyuun…
Cuervo habló tan bajo que Cola de Lemming se inclinó hacia él y preguntó:
—¿Qué has dicho?
Cuervo señaló a Shuku.
—Te he preguntado qué cantidad de medicina le has dado.
Cola de Lemming lo miró con las cejas enarcadas.
—La cantidad que me dijiste que le diese. Fuiste tú quien le pidió la medicina a Abuela y Tía. ¿Les explicaste que era para un rorro?
Cuervo cerró los ojos y expulsó ruidosamente aire por la nariz.
—No podía decirles que era para un niño pues me habrían hecho muchas preguntas.
—Tendrías que haberles contado que Ratón no podía conciliar el sueño.
—Me pareció mejor no mentarles a los críos, pues nadie sabe qué ven las viejas en sus sueños.
—Si le hemos dado una cantidad excesiva, ¿le hará daño? —quiso saber Cola de Lemming.
—Lo hará dormir —replicó Cuervo, aunque no sabía muy bien lo que podía ocurrir.
El comerciante pensó que no tenía sentido dar a Cola de Lemming más motivos de preocupación y razones para enfadarse.
—¿Cuánto tiempo dormirá?
—Toda la noche —repuso Cuervo—. Eso es todo. El tiempo suficiente para que el viejo no repare en las diferencias entre los chicos. Tendrían que parecerse más. El crío ugyuun era del mismo tamaño que Ratón.
—¿Crees que el anciano no habría reparado en que el niño había sido maldecido por un espíritu? ¿Qué habría podido hacer yo? El viejo se habría encolerizado contigo, pero a mí me habría tocado aguantar sus iras.
—Eres muy hábil para mentir —aseguró Cuervo.
—Ratón es grande y cada día crece un poco más, por lo que no tardará en alcanzar el tamaño de Shuku.
—No sólo es una cuestión de tamaño —puntualizó Cuervo—. Shuku hablará antes y ya camina.
—¿Crees que todos los rorros aprenden al mismo tiempo?
—¿Y tú crees que el viejo…?
Cuervo calló cuando oyó que alguien atravesaba el túnel de la entrada. Se trataba de la esposa más joven de Dyenen, que llevaba a la espalda una cesta de transporte con su hija recién nacida.
—Mi esposo dice que la mujer y tú tenéis que pasar la noche en el refugio de los comerciantes y que tú debes volver aquí por la mañana.
La esposa de Dyenen miró a Cola de Lemming y entornó los ojos.
Cola de Lemming levantó la talla con la mano izquierda, la giró y alzó la cabeza. Sonrió, miró a Cuervo, señaló a la mujer y preguntó:
—¿Qué ha dicho?
—Dice que tenemos que trasladarnos a otro refugio para pasar la noche.
—Éste es muy cómodo —afirmó Cola de Lemming.
—El trueque todavía no ha concluido y no puedes quedarte con Dyenen.
—¿El anciano pasará la noche aquí?
—Es su refugio.
—Es el mejor de la aldea.
—Es verdad.
—Aquí me quedaré.
Cuervo se encogió de hombros.
—Me da igual —concluyó—. Eres tú la que esta noche tallará para él y a quien hará preguntas sobre los críos.
Cola de Lemming permaneció callada unos instantes y finalmente guardó la talla en la cesta, recogió los útiles y buscó una mochila, que mostró a la esposa de Dyenen. Señaló a los rorros y dijo:
—No puedo con todo.
—Te pide ayuda —explicó Cuervo a la esposa de Dyenen y esperó a que, de mala gana, la mujer recogiese la mochila.
Siguieron a la esposa de Dyenen hasta el refugio de los comerciantes. Cuervo no hizo caso de las quejas de Cola de Lemming sobre la pequeñez del refugio, el humo del fuego de cocinar y los mosquitos que zumbaban en los rincones oscuros.
Dyenen esperó a que Cuervo y la mujer saliesen. Estaba seguro de que esa mujer era la esposa de Cuervo. Se trataban con gran confianza y respondían a las preguntas con pocas palabras, enarcando una ceja o meneando la cabeza. No era extraño que un hombre trocase a su esposa, sobre todo a cambio de los poderes que Cuervo suponía que obtendría. Pero ¿quién trocaría dos hijos, dos varones nacidos al mismo tiempo? Nadie.
Dyenen reprimió una carcajada. Cuervo era tonto. Cualquiera se daría cuenta de que los rorros no eran hijos suyos. Ratón era la viva imagen de su esposa y el otro no se parecía a ninguno. Estaba convencido de que los chiquillos ni siquiera eran hermanos y que se llevaban seis u ocho lunas. Aunque no contaba con la bendición de hijos varones, Dyenen tenía muchas hijas. Fueran del sexo que fuesen, los críos crecían prácticamente de la misma manera: se sentaban, se ponían de pie, gateaban y caminaban más o menos al mismo tiempo. Ratón —Takha— gateaba y era un niño fuerte al que cualquier hombre se alegraría de llamar hijo. El niño durmiente, al que llamaban Shuku, ya andaba. Las suelas de sus polainas estaban gastadas y una mostraba un agujero a la altura del dedo gordo.
El viejo rio quedamente. De todas maneras, la mujer estaba bien, tallaba y los dos rorros eran varones. No sellaría un mal acuerdo, sobre todo si tomaba en consideración lo que le daría a Saghani.
Los cánticos eran sagrados, pero no le transmitiría los más sacros pues debía buscarlos por su cuenta a través de las visiones, el ayuno y la oración.
—Además —masculló Dyenen—, las cosas del alma no se intercambian por carne disecada, aceite de foca ni chaquetas bordadas. Cuando el hombre llega por fin al lugar donde los espíritus se respetan, los objetos de trueque dejan de tener importancia en su vida.
Ofrecería a Saghani diversos cánticos, un canto que le había trocado a otro chamán, algunos conocimientos sobre los animales y el secreto de las voces. Ese puñado de cosas valían una mujer fuerte que tallaba y que podía darle hijos.