Primeros Hombres
Bahía de Herendeen, península de Alaska
Samiq se volvió lentamente. Se protegió los ojos con las manos y permaneció inmóvil, como si fuese una talla surgida del cuchillo de Kiin. Por último gritó su nombre. Soltó la lanza, se quitó el lanzador de la mano y echó a correr hacia el mar.
Abrazó a Kiin y la estrechó en su pecho. Murmuró su nombre varias veces, lo entonó como si fuera un cántico o una plegaria. Kiin notó los firmes latidos del corazón de Samiq a través de las chaquetas; era un encuentro real y no un sueño, estaba en la playa de los mercaderes con Samiq y Cuervo no lo había matado.
Kiin acarició la cabellera de Samiq, la retiró de su rostro, se apartó y murmuró:
—Suéltame o no podremos varar el ik.
Samiq dejó de abrazarla para acarrear el bote, esperó a que las mujeres desembarcaran y lo arrastró playa arriba. Volvió a rodear a Kiin con los brazos y a ésta le dio igual que la vieran su padre, su madre, Kayugh o Grandes Dientes. No le importó lo que Águila o Pequeña Planta pensasen. Al cabo de un rato Samiq se apartó de la suavidad de los oscuros cabellos de Kiin y explicó a Águila:
—Es mi esposa.
El ugyuun rio, hizo señas a Pequeña Planta para que se acercase y la presentó:
—Mi esposa.
—Tú y yo somos afortunados —comentó Samiq con el ugyuun al tiempo que se separaba de Kiin. Miró a la joven, que reparó en su expresión de felicidad y en las preguntas que tanto deseaba hacerle—. ¿Cómo hiciste para llegar a esta playa? ¿Cómo escapaste de la aldea de los Hombres de las Morsas?
—Caminé —repuso Kiin.
—¿Y Cuervo? ¿Ha muerto?
—No, pero tal vez cree que yo he muerto. —Con el corazón en un puño y el miedo aferrado a la garganta, Kiin inquirió quedamente—: ¿Y Takha?
Antes de que Samiq respondiese, en la playa se congregaron muchos aldeanos: Grandes Dientes, Kayugh, Primera Nevada, Nariz Ganchuda, Concha Azul, Chagak y Baya Roja. Todos rodearon a Kiin y sonrieron. Las mujeres lloraban. Concha Azul y Kiin, madre e hija, se fundieron en un cariñoso abrazo.
Samiq las observó mientras Concha Azul explicaba la forma en que Waxtal había sido desterrado de la aldea y Kiin intentaba responder a las numerosas preguntas sobre su recorrido hasta la playa de los mercaderes.
Samiq vio que Tres Peces se detenía en las lindes del corro. Su esposa llevaba a Muchas Ballenas sujeto a la espalda y a Takha apoyado en la cadera. Percibió incertidumbre en la expresión de Tres Peces y miedo en su mirada. Se acercó y rodeó su ancho cuerpo con el brazo.
—Sabes que siempre serás mi esposa —afirmó tiernamente. Tres Peces lo observó y fugazmente Samiq creyó percibir el brillo de las lágrimas, pero concluyó que se equivocaba pues la mirada de su esposa era despejada y sonreía.
—Seguro que quiere ver a Takha —dijo Tres Peces.
—Claro, pero el niño no la reconocerá.
—Takha no tardará en comprender la situación.
—Tres Peces…
La mujer levantó la mano y apoyó los dedos en los labios de Samiq.
—Todo sigue igual —aseguró—. Kiin siempre ha vivido con nosotros.
Samiq contempló a Tres Peces, que se abrió paso entre las personas que rodeaban a Kiin y se detuvo a su lado con los críos.
—Takha… —murmuró Kiin y se le quebró la voz de tanta emoción.
Takha giró la cabeza y hundió la cara en la piel de la chaqueta de Tres Peces. Ésta inclinó la cabeza sobre el niño y la apoyó en su oscura cabellera.
—Es tu mamá —dijo con ternura—. Es tu mamá y quiere verte.
Tres Peces desató el portacríos de Takha y Kiin abrazó al niño. Tres Peces se acercó a Samiq y se quedó a su lado. Los dos la escucharon mientras acunaba a Takha y refería su travesía hasta la playa de los mercaderes.
Con voz muy baja, Tres Peces hizo a Samiq la pregunta que éste aún no se había planteado:
—¿Dónde está Shuku?
—Te daría todo lo que poseo y tampoco bastaría para pagarte el regreso de mi esposa —explicó Samiq y extendió los brazos para abarcar el círculo del ulaq.
Águila negó con la cabeza.
—Tu esposa es una buena mujer. No te pido lo que vale. Lo que lamento es no haber podido traer a tu hijo.
Samiq se llevó el cuenco de caldo a los labios y, por encima del borde, miró al ugyuun. Presentaba la malsana palidez de los de su tribu, el aspecto de quien se recupera de una enfermedad. ¿Decía Águila la verdad? ¿Cuervo y la mujer que viajaba con él se habían apoderado de Shuku por casualidad o habían trocado al niño? Kiin creía lo que Águila decía. A Samiq le bastó mirarla a los ojos para saberlo. De todas maneras, aunque hubiese trocado a Shuku, lo cierto es que el ugyuun le había devuelto a Kiin. Probablemente decía la verdad porque Cuervo habría dado mucho por recuperar a Kiin. Lo que Samiq no entendía era por qué, teniendo a Shuku, Cuervo no se había trasladado a la playa de los mercaderes en busca de Kiin… a menos que estuviese convencido de que había muerto.
La esposa ugyuun comentó que Cuervo no había visto a Kiin y que probablemente robó el pequeño porque no quería el chiquillo ugyuun que había trocado.
Como si percibiera las dudas que asaltaron el pensamiento de Samiq, Pequeña Planta añadió:
—Tu hijo se ha perdido a causa de un descuido de mi parte. Lo dejé solo un momento y cuando regresé vi que, en lugar de Shuku, en el techo del ulaq estaba el hijo de Diente Partido. —A medida que hablaba, Pequeña Planta daba pasitos hacia su marido y acabó apoyando las piernas en su espalda. Kiin se detuvo junto a Samiq y Tres Peces permaneció al lado del escondrijo para alimentos y mezcló grasa solidificada con bayas secas—. No aceptaremos nada.
—Salvo lo que tu esposa comió mientras estuvo con nosotros —se apresuró a decir el ugyuun.
—Estuvo enferma casi todo el tiempo y prácticamente no probó bocado —precisó la mujer—. Además, me ha regalado una talla.
Pequeña Planta cogió la tira de cuero que le rodeaba el cuello y mostró la talla de la uria.
Aunque su expresión se demudó, Águila miró a Samiq y añadió:
—Sólo pido que esta noche nos des refugio y comida.
Samiq se convenció de que el hombre y su esposa decían la verdad. ¿Por qué un hombre que había trocado un rorro no pedía nada a cambio de la devolución de una esposa?
—Tendréis aceite, carne y pellejos de foca peluda —replicó Samiq—. Tendréis cuchillos, cestas y esteras para el suelo. Cada vez que arribéis a la playa de los mercaderes, tendréis un sitio donde quedaros, no sólo vosotros, sino quienes os acompañen. Al devolvernos a Kiin os habéis convertido en nuestros hermanos. Si me aceptáis como hermano…
El ugyuun y su esposa sonrieron.
—Somos hermanos —confirmó Águila, se llevó el cuenco a los labios y apuró el caldo.
Mientras charlaban, reían, se apiñaban con el resto de los aldeanos que llenaban el ulaq e incluso a pesar del dolor por la pérdida de Shuku, Samiq no dejó de pensar un solo instante en Kiin y su nombre resonó como un cántico en sus pensamientos: Kiin en sus brazos, Kiin en su espacio para dormir.
Samiq reparó en las huellas de la enfermedad de Kiin: los brazos delgados, el rostro tenso y el pelo opaco. Las cicatrices de la caída en el acantilado de las aves eran de color rosa vivo y las uñas que se había arrancado todavía no habían crecido. Deseaba abrazarla y transmitirle sus fuerzas, pero de momento sólo podía seguir reunido con todos los presentes, aparentar que los escuchaba y tratar de responder a sus preguntas.
—¿Eres feliz? —preguntó Chagak, su madre, que tenía las manos ocupadas con cuencos de pescado disecado y ahumado y de erizos abiertos y con las púas quitadas.
—Estoy cansado —replicó Samiq y sonrió para suavizar su respuesta.
Chagak volvía a tomar la palabra, pero uno de los hombres pidió comida y tuvo que alejarse.
Kayugh habló con voz sonora para hacerse oír en medio del griterío:
—Águila y Pequeña Planta se hospedarán en mi ulaq. Deseo rendirles este honor porque me han devuelto a mi hija. También quiero que vengáis todos. Tengo alimentos en abundancia.
Kayugh abandonó el ulaq de Samiq en compañía de los ugyuun. Chagak los siguió. En poco tiempo todos salieron, incluida Tres Peces.
Samiq se ocupó de recoger cuencos y acomodó las esteras del suelo. Cuando alzó la cabeza descubrió que Kiin lo observaba y sonreía como una madre ante las andanzas de su hijo. Se abrazaron en un abrir y cerrar de ojos. Los cálidos senos de Kiin, pletóricos de leche, acariciaron su torso. Samiq hundió la mano izquierda bajo el calor de la larga cabellera de Kiin y la deslizó por la curva de la espalda hasta llegar a la nuca.
—Mi mano derecha… —murmuró y le mostró los dedos desfigurados.
—No me preocupa —aseguró Kiin y apretó el vientre contra la parte de hombre de Samiq.
Kiin rio quedamente. Samiq la cogió en brazos y la llevó a su espacio para dormir.