Pueblo ugyuun
Península de Alaska
—Dije a Kiin que la devolvería a su marido —afirmó Águila con voz muy alta para hacerse oír en medio del griterío que imperaba en el ulaq del jefe.
—Estaría muerta si no la hubieras encontrado —declaró el jefe—. El niño y ella habrían perdido la vida. ¿Para qué arriesgarte a sufrir las iras del marido por la desaparición del crío? Seguramente el esposo piensa que ambos han muerto.
—Kiin dice que su marido me dará aceite, carne y muchas pieles de foca.
—¿Qué saben las mujeres de las decisiones de los hombres?
Desde el fondo del ulaq sonó una serena voz femenina. Súbitamente los hombres callaron, como si los sorprendiese que una mujer tomase la palabra.
—Si no la llevas regresará sola. La conozco. No se quedará. Es una mujer fuerte. ¿Qué otra mujer podría sobrevivir a todo lo que ella ha pasado a solas, con la única compañía de los espíritus en playas desconocidas?
—¿Y si está maldita? —inquirió uno de los hombres—. ¿Y si los suyos la expulsaron y al encontrarla Águila nos transmitió su maldición?
—En el caso de que sobre Kiin pese una maldición lo mejor es que regrese a la playa de los mercaderes. De esa forma no tendremos de qué preocuparnos.
—Pequeña Planta tiene razón —afirmó su marido—. Dije que la devolvería a su aldea y lo haré. Mi esposa y yo iremos con el ik y el ikyak. Es lo más aconsejable.
Aunque varios asintieron con la cabeza, el padre de Pequeña Planta se puso de pie, miró a su hija, planteó muchas dudas e hizo una pregunta tras otra. Las respuestas de Pequeña Planta fueron firmes y razonadas. El viejo ya no tuvo más motivos para insistir en que su hija y su esposo se quedasen.
—Idos si no hay más remedio —admitió—. Será mejor alejarla de nuestra aldea.
Águila y Pequeña Planta abandonaron el ulaq y retornaron a su morada. Se reunieron con Kiin, que los esperaba con las manos tensamente cruzadas sobre el regazo.
—Partiremos mañana… si el cielo está azul —le comunicó Águila—. Os aconsejo que durmáis. Os cansaréis porque tendréis que remar varios días.
Kiin no logró conciliar el sueño. Echaba muchísimo de menos a Shuku y a Takha y temía que Cuervo hubiese regresado a la playa de los mercaderes. Salió de su espacio para dormir y buscó las herramientas con las que tallaba. Cogió un trozo de madera y talló una uria, algo que darle a Pequeña Planta como muestra de gratitud por su generosidad. ¿Quién ignora que, al perder un huevo, la uria pone otro a fin de tener una segunda oportunidad de ver crecer a una cría?
Cuando acabó la talla, Kiin volvió a entrar en el espacio para dormir y finalmente concilio el sueño. Tuvo sueños extraños, en los que su madre, Kayugh y Samiq convivían con Cuervo. La despertaron sus propias protestas y al clarear el día estaba cansada.
Trabajó afanosamente preparando los alimentos y las provisiones para la travesía. En cuanto botaron el ik y el ikyak y se alejaron del influjo de las olas costeras, la visión de Kiin se tornó borrosa y sus pensamientos se confundieron con los cánticos sobre zaguales que Águila entonaba. Cada vez que remaba, Kiin se decía que se acercaba a Samiq y a Takha. Esa idea la mantenía despierta.
Navegaban lentamente. Se detenían temprano y por la mañana salían tarde. A medida que transcurrían los días, la impaciencia de Kiin se acrecentaba. Al cabo de la tercera jornada arribaron a la desembocadura de la playa de los mercaderes. De haber estado sola, Kiin habría seguido incluso de noche hacia su aldea, pero Águila insistió en que era conveniente descansar y necesario esperar y pasar tranquilamente la noche a fin de estar preparada para volver a ver a su marido y a su hijo.
—Es imprescindible que tengas la cabeza despejada, algo que se consigue por la mañana —aconsejó el ugyuun—. También te hará falta paciencia para responder a las incontables preguntas que te harán.
Kiin estaba de acuerdo, pero su voz espiritual susurró: «¿No crees que Águila está asustado? ¿Teme que Samiq lo desafíe con el cuchillo o con la lanza por la pérdida de Shuku? ¿Crees que Cuervo está aquí, en la playa de los mercaderes?».
Fue la última pregunta la que perturbó a Kiin.
«Cuervo no está aquí», pensó Kiin convencida. Si se hubiera presentado para reclamar a Takha o desafiar a Samiq, la lucha ya estaría cumplida y Cuervo habría regresado con los suyos. Kiin llegó a la conclusión de que en la playa de los mercaderes sólo estaban los suyos, su madre, su padre, su marido, Tres Peces y su hijo Takha.
Durante la travesía desde la aldea ugyuun había hecho lo imposible por no pensar en sus rorros, pero al encontrarse tan cerca de la playa de los mercaderes no hizo más que acordarse de Takha. Se lo imaginó como un crío pequeño que no había crecido desde su partida, lo que la llevó a preguntarse si seguiría vivo. ¿Estaba Takha en las Luces Danzarinas, como un recién nacido que no crece como los chicos de la tierra?
Si Takha seguía con vida, ¿qué dirían Samiq y Tres Peces sobre Shuku? Si Samiq y Tres Peces habían mantenido sano y salvo a Takha, ¿cómo reaccionaría Samiq cuando se enterase de que ella había perdido a Shuku, que ahora estaba en poder de Cuervo?
Esa noche se hizo eterna y Kiin volvió a permanecer en vela. Sus pensamientos eran los de una mujer que sueña y mezcla fragmentos de su vida. Cuando el sol asomó y las mujeres embarcaron en el ik, repentinamente Kiin se sintió fuerte, mucho más fuerte de lo que se había sentido desde la caída en los acantilados de las aves.
Se dijo que no debía pensar que todo sería terrible. Era mejor suponer que Samiq y Tres Peces se alegrarían de verla y la ayudarían a recuperar a Shuku. Kiin remó con ahínco y de sus labios brotó una canción que se adaptó al ritmo del zagual hasta que avistó la primera bocanada de humo que escapaba de los ulas de su aldea. Percibió el olor del aceite de foca al arder. Finalmente alzó el zagual y señaló los montículos apenas visibles desde la bahía.
—Allí está la aldea —afirmó. Acumuló fuerzas en los ojos, escrutó la playa y paseó la mirada por los ulas. Avistó a alguien cerca de la orilla, a un hombre con la lanza y el lanzador en la mano. Lo contempló largo rato; por fin lo reconoció y gritó a Pequeña Planta—: ¡Es Samiq! ¡Es Samiq!
Las palabras se convirtieron en una explosión de alegría que embargó el corazón de Kiin, se trocaron en una emoción ligera, buena y brillante.
Kiin se inclinó y con las plantas de los pies presionó el fondo del ik, como si así pudiera lograr que se desplazase más rápido hacia la orilla. Alzó la voz y gritó:
—¡Samiq! ¡Samiq! ¡Samiq!