Pueblo del Río
Río Kuskokwim, Alaska
Cuervo miró a Cola de Lemming. Ratón se asomó por la abertura del cuello de la chaqueta de su madre y el pequeño ugyuun era un bulto que se agitaba junto a su cuerpo.
—Tú eres Kiin, Ratón es Shuku y el ugyuun, Takha —explicó Cuervo.
—El ugyuun es Shuku —precisó Cola de Lemming—. Aunque más grande, se parece mucho a Shuku.
Cuervo se encogió de hombros y preguntó:
—¿Es mucho más corpulento que Ratón?
—Un poco. Pero dime, ¿existen dos rorros del mismo tamaño?
Cuervo asintió con la cabeza, hundió el zagual en el agua y guio el ik de comerciante hacia la desembocadura del río. El agua estaba agitada en el punto de encuentro entre el mar y el río y Cuervo remó con las rodillas separadas para mantener el equilibrio.
—La corriente es muy fuerte —se quejó Cola de Lemming.
—Rema, ya te dije que no sería fácil —respondió Cuervo.
Cola de Lemming se arrodilló en la embarcación para hundir más profundamente el zagual en el agua. En cuanto se internaron río arriba, la corriente se tornó tan intensa como sus movimientos.
—¡Deberíamos ir andando! —gritó Cola de Lemming.
—Zorro Blanco, Pájaro Cantarín y yo no tuvimos dificultades. —La mujer guardó silencio y se limitó a sacar el zagual del agua y depositarlo sobre la cubierta del ik—. ¡Rema! —ordenó Cuervo.
—Quiero bajarme. Prefiero caminar.
Cuervo dio rienda suelta a su ira.
—¿Ves aquel sitio con arena? Dejaremos el ik allí y caminaremos.
Cola de Lemming volvió a hundir el zagual en el agua, se impulsó apoyándolo en el cieno del lecho del río y ayudó a Cuervo a guiar el ik hasta aguas poco profundas.
El comerciante estaba a punto de desembarcar cuando oyó que alguien decía:
—Saghani, ten cuidado.
Cuervo avistó a Dyenen en medio de la espesa arboleda de sauces y alisos que crecían a orillas del río. El viejo señaló las aguas límpidas y la arena clara de la orilla.
—¿Ves cómo sube el agua? —añadió Dyenen—. Mana de lo profundo, donde acechan espíritus capaces de ahogar a un hombre.
Cola de Lemming observó al anciano y siguió con la mirada los bordados rojos y azules que orlaban las hombreras y las mangas de su chaqueta de piel blanca.
—¿Ésta es Kiin? —preguntó Dyenen en la lengua de los Río.
—Sí —repuso Cuervo y bajó la cabeza mientras buscaba algo en los paquetes con provisiones.
Dyenen se inclinó, buscó con cuidado un sitio donde apoyar el pie y sujetó la proa del ik. Lo arrastró hasta la orilla y ofreció la mano a Cola de Lemming. Ésta miró a Cuervo y bajó de la embarcación aferrada a la mano del anciano.
—¿Es tu hijo? —preguntó Dyenen y con sus largos dedos oscuros señaló a Ratón.
—Pregunta si Ratón es tu hijo —explicó Cuervo.
—Es Takha —puntualizó Cola de Lemming.
—Sí, Takha —repitió Cuervo—, aunque a veces también lo llamamos Ratón.
Dyenen rio.
—Qué bien. Un niño con dos nombres es un crío amado.
—El otro está tomando el pecho —añadió Cuervo y señaló el bulto que Cola de Lemming tenía bajo la chaqueta.
Dyenen indicó con un gesto el sendero que se internaba entre los árboles. Cola de Lemming se abrió paso en medio de la maleza y esperó, sin dejar de mirar a través de los huecos entre los árboles y los arbustos, hasta que Dyenen y Cuervo retiraron el ik del río y lo amarraron.
—Aquí se quedará hasta que pida a mis hombres que vengan a buscar los paquetes —añadió Dyenen.
—Es una suerte que estés aquí —aseguró Cuervo. Se volvió hacia Cola de Lemming y habló en la lengua de los Morsa—: Los hombres de Dyenen vendrán a buscar nuestras cosas. Dale las gracias. Me habría llevado mucho tiempo descargar nuestros pertrechos y acarrearlos hasta la aldea.
—Es a mí a quien le habría tocado llevarlos —replicó Cola de Lemming.
Cuervo se inclinó y le susurró al oído:
—Recuerda que eres Kiin, y Kiin no se queja.
—¿Hay algo que quieras llevar ahora? —preguntó Dyenen.
—Sólo una cosa —repuso Cuervo.
Buscó algo en el ik y abrió uno de los paquetes para sacar la bolsa de piel de lince con medicinas que el chamán le había dado.
—Yo puedo transportar algo —terció Cola de Lemming.
—Ten. —Cuervo le pasó un paquete con alimentos. La mujer se lo colocó en la cabeza y lo equilibró con una mano. Con el otro brazo sostuvo a Shuku, que estaba sujeto bajo su chaqueta. Dyenen extendió las manos y Cuervo precisó—: Ya se ocuparán tus hombres. Muéstranos el camino.
Dyenen y Cuervo se adelantaron en medio de la arboleda mientras Cola de Lemming los seguía.
—Aunque viejo, no es feo y parece un hombre fuerte —le susurró Cola de Lemming a Ratón mientras el niño miraba a su alrededor por encima del hombro de su madre.
Cola de Lemming tarareó una canción que había oído hacía mucho tiempo, un canto que hablaba de pieles, alimentos y una aldea con muchos refugios.
Después de caminar largo rato, Cola de Lemming lanzó una sucesión de preguntas a Cuervo: ¿tardarían mucho más?, ¿quedaba por recorrer mucha distancia?
En lugar de responderle, Cuervo habló con Dyenen. Esperaba que el viejo no reparase en la descortesía del tono de su esposa. Durante el trayecto desde la aldea ugyuun, Cola de Lemming no había planteado problemas y Cuervo se había dado el lujo de albergar la esperanza de que su esposa hubiera cambiado y de que, para variar, disfrutara con las cosas buenas de la vida.
Cuando llegaron a la aldea de los Morsa, Cuervo pensó que Cola de Lemming estaría todo el tiempo con sus amigas. Lo sorprendió diciéndole que estaba cansada y que quería dormir porque prefería partir al día siguiente. Añadió que ya se había despedido de sus amigas y que no le apetecía derramar dos veces las lágrimas de la separación.
Cuervo no había prestado demasiada importancia a sus palabras y había dejado que se quedara en el refugio. Se dedicó a recoger provisiones y objetos de trueque, a reparar el ik y a comprobar el estado de sus arpones y cuchillos. Vio que su chaqueta tenía un rasgón y se la entregó a Cola de Lemming para que la remendase. Aunque esperaba una respuesta tajante y colérica, Cola de Lemming había sonreído y se había comprometido a coserla sin dilación.
Pasaron dos días en la aldea y Cola de Lemming pidió que nadie entrara en la zona del refugio correspondiente a Cuervo porque tenía muchas cosas que preparar.
Partieron muy temprano por la mañana y Cuervo no tuvo necesidad de arrancar a Cola de Lemming del lecho ni de regañarla por su lentitud.
Botaron el ik, pero en la bancada no había nadie que ofreciera cánticos o plegarias. Al realizar los primeros movimientos enérgicos con el zagual, Cuervo creyó vislumbrar en la playa a las viejas Abuela y Tía. Rio y pensó que era un disparate, pues las ancianas estaban tan débiles que casi nunca abandonaban el refugio.
Por fin estaba en la aldea de los Río. Si Dyenen creía que Cola de Lemming era Kiin y los pequeños Shuku y Takha, Cuervo accedería a los poderes a los que cualquiera aspiraba.
Al llegar al claro de la aldea de los Río Dyenen oyó la exclamación de sorpresa de Cola de Lemming. Se le cerró la garganta y la miró, con la esperanza de que su reacción fuese de alegría más que de desesperación.
Cuando varios cazadores se acercaron corriendo para anunciar la llegada de Saghani, Dyenen se puso su mejor chaqueta. Se había aseado puntillosamente y untado la cara, el pecho y las manos con aceite. Bajo el abrigo llevaba un collar de zarpas de oso y huesos de caribú, pertenecientes a animales que había cobrado en su juventud. ¿Había algo mejor que lucir ese collar para recordar a los espíritus sus excelencias como cazador?
Dyenen había orado a lo largo de los días y por las noches había permanecido en vela intentando encontrar formas de agradar a su nueva esposa, una joven con poderes espirituales propios, una mujer que tal vez no se mostrara impresionada por la posición que él ocupaba entre los Río. Al fin y al cabo, la mujer formaba parte de los Primeros Hombres y los Morsa. ¿Acaso atribuiría importancia a otra tribu? ¿Sus hijas no habían rechazado los ofrecimientos de hombres de otras tribus, cazadores que podían regalar muchas cosas a una buena esposa?
Para satisfacer a Kiin, el chamán había pedido a un hombre hábil para el dibujo y las tinturas que hiciese retratos de su refugio para narrar la historia de su vida. Había encomendado a varias aldeanas que le cosiesen una chaqueta y unas polainas inmejorables. Las mujeres habían empleado pieles de caribú tan lisas y suaves que los callosos dedos de Dyenen apenas notaban su tacto. El chamán había construido una tarima para el lecho contigua a la suya y la había cubierto con mullidas pieles de zorro y liebre. Comprobó que todo el aceite del escondrijo para alimentos era fresco y que había carne en abundancia en la tarima con alimentos que compartía con dos aldeanos. Explicó a sus cuatro esposas que tenían que aceptar a la nueva como chamana y rendirle los honores correspondientes porque, aunque no se considerase como tal, sus tallas eran demostraciones de sus poderes.
Saghani no había mentido: la mujer era muy bella. Sus ojos se inclinaban a partir de la pequeña nariz y sus cejas formaban un arco, como las alas de los pájaros. Tenía el pelo largo, suave y aceitado para que brillase. En su chaqueta se divisaban los bultos de los niños, por lo que no logró discernir su figura y saber si era delgada o gruesa. Aunque estuviera flaca, no le importaría siempre y cuando le diese hijos varones. Tenía las manos y los pies rollizos y bien formados. Dedujo que su cuerpo guardaba las mismas proporciones.
Dyenen la miró y sonrió. Kiin abrió desmesuradamente los ojos y separó los labios. Al cabo de unos momentos, señaló con el dedo, parloteó e hizo muchas preguntas. Dyenen esperó amablemente mientras Saghani respondía, a veces de forma incorrecta. No lo interrumpió pues recordó que el aprendiz de chamán todavía ignoraba que dominaba la lengua de los Hombres de las Morsas. Dyenen se alegró al saber que Kiin hablaba también esa lengua, pues sólo entendía unas pocas palabras de la de los Primeros Hombres. Le pediría que se la enseñase durante las largas noches de invierno que compartirían en su refugio. ¿De qué otra manera podía aprender una lengua? Los Primeros Hombres no eran trocadores. A la mayoría le bastaba permanecer en sus islotes y dedicarse a la caza de animales marinos. Los picapedreros hacían cuchillos y puntas de arpón escamados de un solo lado, lo que significaba que no sabían calentar la piedra antes de picarla. Ese conocimiento formaba parte de las tribus Río desde que los narradores tenían memoria.
Cuervo planteó varias preguntas y apartó a Dyenen de sus pensamientos.
—¿Cuántas personas moran en la aldea? —inquirió.
—En verano hay veinte veces diez —respondió Dyenen y esperó a que Cuervo tradujese sus palabras a Kiin.
La mujer miró a Dyenen. No entornó los ojos con timidez o decoro; lo miró a la cara y sonrió. El chamán tuvo la sensación de que el miedo escapaba de su corazón con la misma facilidad con que el sol derrite el hielo.
Esa noche Dyenen, Cola de Lemming y Cuervo compartieron la cena. Cuervo vigilaba a Cola de Lemming y le llamaba la atención con la mirada cada vez que hacía algo que los Río consideraban descortés. En cierto momento estuvo a punto de pasar entre Dyenen y el fuego del hogar, pero Cuervo la cogió y la hizo salir a través del estrecho túnel de entrada. Mientras abandonaban el refugio, Cuervo giró la cabeza y explicó a Dyenen:
—Tendría que haberle explicado las costumbres de tu pueblo, ya que son distintas a las nuestras.
Al llegar al exterior. Cola de Lemming lo encaró, abrió la boca y le mostró los dientes.
—¿Crees que soy una niña a la que puedes sacar por la tuerza del refugio?
—Tus actitudes son descorteses —replicó Cuervo.
—Tendrías que habérmelo explicado antes de llegar. No soy tonta.
—¿Me habrías escuchado?
—Sí. Quiero ser una buena esposa para Dyenen.
—Pues escúchame ahora —propuso Cuervo—. No es amable interponerse entre la hoguera y una persona sentada en el refugio.
—Deberían encender el fuego para cocinar en el exterior, como hacen los Morsa y los Primeros Hombres.
—¿Me escuchas o te estás quejando?
—Te escucho.
—Las mujeres no comen carne de oso. —Cuervo aguardó la réplica de Cola de Lemming, pero su esposa guardó silencio—. Las mujeres no tocan las armas de los hombres.
—No es distinto a lo que hacen los Morsa —comentó Cola de Lemming.
—Exactamente. No lo olvides. Las mujeres se alimentan cuando el hombre termina de comer, a menos que éste las invite. —Cola de Lemming asintió con la cabeza—. Las mujeres viven aisladas en otro refugio durante los días del sangrado.
—Los Hombres de las Morsas tienen las mismas costumbres.
—Así es. Recuerda que antaño los Hombres de las Morsas y los Río formaban el mismo pueblo. Sólo se diferencian por la lengua y por los animales que cazan. —Cuervo se llevó la mano al pecho—. En el fondo son iguales.
Cola de Lemming lanzó un hondo suspiro.
—Lo recordaré.
—Me alegro. Entremos y espero que seas amable. Si te pide que talles, no olvides lo que te dije. Recuerda lo que planeamos cuando nos pida que le mostremos los niños.
Cola de Lemming levantó la barbilla y esbozó una curiosa sonrisa, gesto que Cuervo recordaría un rato más tarde.
Cuando terminaron de cenar, Cuervo hizo señas a Cola de Lemming para que recogiese las sobras.
—¿Dónde están las otras esposas? —preguntó Cola de Lemming en voz baja.
Cuervo frunció el ceño y le indicó que guardara silencio. Cuando la mujer pasó a su lado, el trocador la aferró del tobillo, hizo presión y le dejó las marcas de las uñas en la piel.
Dyenen y Cuervo hablaron de temas interesantes para los hombres. Mientras charlaba y escuchaba, Cuervo vigilaba a Cola de Lemming por el rabillo del ojo y la observaba mientras revolvía los recipientes de almacenamiento y las cestas de piel de pescado en las que guardaban los alimentos.
Al final Cola de Lemming se sentó en un rincón, con la chaqueta tensa por los cuerpos de los pequeños. Se acomodó de una manera que satisfaría a cualquier marido, con las manos cruzadas y las piernas bajo el cuerpo. Dyenen la miró y pidió a Cuervo:
—Pregúntale si está dispuesta a quedarse conmigo.
Cuervo se volvió y se dirigió a Cola de Lemming:
—Quiere saber si te quedarás con él.
—Sí.
—Di algo más —aconsejó Cuervo en voz muy baja.
Cola de Lemming se inclinó.
—¿Por qué tengo que decir algo más?
—Por cortesía —repuso Cuervo—. Los Río se explayan cuando quieren ser amables.
Cola de Lemming arrugó la frente, señaló con la mano los postes que formaban la cúpula del refugio y dijo:
—Todo lo que hay aquí es bueno. La aldea es grande. Los escondrijos para alimentos están llenos a rebosar. Los niños sonríen y las mujeres están gordas. Este refugio es el mejor y los demás están en buenas condiciones. Dyenen es un buen hombre. Su rostro refleja los poderes que los espíritus le han concedido. Sus ojos denotan la bondad que anida en su corazón. Sus manos muestran los años que ha dedicado a la caza. Me sentiré muy honrada de convertirme en su esposa.
Cuervo se quedó mudo. Las palabras de Cola de Lemming lo sorprendieron tanto que se le trabó la lengua. Reprimió la sonrisa y se preguntó si la madre había sido como la propia Cola de Lemming y se había acostado con cualquiera, por lo que tal vez ésta era hija de un Río que había visitado a los Morsa para hacer trueques. Lo cierto es que Cola de Lemming no podría haberse expresado mejor.
Cuervo se volvió y transmitió a Dyenen las palabras de Cola de Lemming; añadió algunos comentarios que podían resultar útiles y se dispuso a esperar la respuesta del viejo.
—Me alegro —respondió Dyenen y utilizó palabras sencillas, como si fuera Morsa en lugar de Río—. La acepto, pero antes quiero conocer a los niños y verla tallar. Después la convertiré en mi esposa.