Pueblo ugyuun
Península de Alaska
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó Kiin con voz débil y entrecortada.
—Diez días.
—¡Diez días!
—Llamador de Almas dice que tu espíritu te abandonó para seguir a tu hijo. En algunos momentos temió que no fueras capaz de retornar a nuestro lado.
Kiin hizo un esfuerzo por centrar la mirada. ¿Cómo se llamaba la mujer que estaba sentada a su lado? Ah, sí, Pequeña Planta.
—Pero estoy aquí, en el ulaq.
—Parecías una mujer que duerme con los ojos abiertos e hiciste lo que te pedí que hicieras, pero sin entender lo que te rodeaba.
Kiin se puso lentamente de pie e, insegura, deambuló de un extremo a otro del ulaq.
—¿Es de mañana? —preguntó a Pequeña Planta.
—Sí.
—¿Me prestas tu ik para seguirlos?
Pequeña Planta se incorporó, pasó el brazo por los hombros de Kiin y la condujo hasta la lámpara de aceite. Le habló dulcemente:
—Kiin, si pensara que puedes alcanzarlos te dejaría partir, pero es imposible. No sabes adonde fueron.
—Retornaron a la aldea de los Hombres de las Morsas.
—Queda muy lejos, demasiado para que una mujer haga sola la travesía.
—He llegado sola hasta aquí.
—Y estuviste a punto de perder la vida, como tu hijo.
Kiin notó que el llanto se le apiñaba en el pecho y crecía hasta volverse incontenible. Cayó de rodillas y se tapó la cara con las manos.
Pequeña Planta le hizo compañía, le palmeó la espalda y le acarició los cabellos como si fuera pequeña. La abrazó, la acunó y le cantó una nana, el mismo canto de los Primeros Hombres que en el pasado Kiin había entonado para Shuku.
A lo largo de dos días Kiin hizo cuanto Pequeña Planta le dijo: arrancó raíces, buscó bayas, pescó y recogió erizos. La congoja embotaba su mente, como si caminara rodeada de bruma y la niebla ocultase el sol, la tierra y todas las cosas bellas.
La noche del segundo día Águila fue a visitarla. Miró a menudo a su esposa, como si en los ojos de Pequeña Planta encontrase las palabras que necesitaba pronunciar.
En primer lugar habló de la caza como si Kiin fuera un hombre y luego se refirió a la costura, como si él fuera una mujer. Llegó un momento en que, a pesar del sufrimiento, a Kiin le resultó imposible reprimir una sonrisa.
—Te llevaré con tu familia —concluyó Águila. Kiin lo miró boquiabierta y no pudo decir nada—. No sé dónde están el trocador y la mujer que se llevaron a tu hijo, pero si viajamos a la playa de los mercaderes y te encuentras con tu marido, es posible que él te ayude a recuperar al niño.
Kiin se dispuso a hablar, pero nuevamente no logró encontrar las palabras. Durante los dos últimos días había pensado con frecuencia en apelar a Samiq. ¿Y si, al descubrir a Shuku, Cuervo se había trasladado a la playa de los mercaderes, había buscado a Takha y se lo había llevado o, peor aún, había luchado con Samiq y le había arrebatado la vida como a Amgigh?
Se le llenaron los ojos de lágrimas y no consiguió reprimirlas. Llegó a la conclusión de que no podía quedarse en la aldea y cargar a los ugyuun con otra boca que alimentar.
Kiin se humedeció los labios, tragó saliva y se restregó la mejilla contra el hombro.
—¿Cuándo partimos?
Águila se encogió de hombros.
—Mañana si el cielo está azul. Pequeña Planta, ¿quieres venir? Kiin y tú navegaréis en el ik y yo iré en el ikyak.
Pequeña Planta apartó la vista de la costura y respondió:
—Sí. Iremos juntos en busca del marido de Kiin y de su otro hijo. —Se estiró para palmear el hombro de Kiin—. De esta manera tus lágrimas serán de felicidad.