Capítulo 69

Pueblo ugyuun

Península de Alaska

Kiin se convenció de que era un sueño. Desde que había salido de la aldea de los Hombres de las Morsas, ¿cuántas veces había soñado que Cuervo la encontraba? Muchas más de las que recordaba. Intentó pensar que sólo era otro de sus sueños. A Cuervo no se le pasaría por la cabeza hacer trueques en la aldea ugyuun, pues sus habitantes no tenían nada que le interesara.

Había dedicado el día a caminar por la playa en busca de madera flotante y huesos, no sólo para tallar, sino como combustible para los fuegos de cocinar. Había llenado dos cestas, una que se colgó a la espalda, con la cuerda en la frente para soportar la carga, y otra que llevaba sobre la cabeza. Los ugyuun la habían ayudado tanto que lo mínimo que podía hacer era recoger madera.

Había dejado a Shuku con Pequeña Planta, lo que le permitió trabajar más rápido. A pesar de que notaba el peso de la madera en la espalda y la presión de la cesta llena en la coronilla, le pareció que sólo había soñado que recogía madera flotante y huesos.

Tuvo la impresión de que sus pasos se volvían pesados a medida que se acercaba al ik. Claro que era la forma en que las personas caminaban en los sueños. En el interior del ik se encontraban los zaguales de Cuervo, adornados con franjas amarillas. El ocre rojo teñía las bancadas de la embarcación. A las cuadernas del ik estaban amarrados el báculo, los paquetes de comerciante y las bolsas con alimentos de Cuervo. Aunque se le encogió el corazón, Kiin estiró la mano para acariciar la cubierta de piel de morsa del bote. Sus dedos se deslizaron sobre el pellejo aceitado.

«No es un sueño», musitó la voz de su espíritu.

—Cuervo no sabe que estoy aquí —dijo Kiin—. Además, es imposible que haya venido a hacer trueques.

Se agachó, acarició la endurecida piel de caribú de un paquete de comerciante y acercó la mano a una de las bancadas. Tocó la madera y una astilla se le clavó en el dedo. Apartó la mano y chupó la gota de sangre que manó del pinchazo.

«No es un sueño», repitió su espíritu.

—No es un sueño —aceptó Kiin.

Se alejó del ik, depositó las cestas con madera cerca del sendero que conducía a la aldea y echó a correr hacia las colinas. No se detuvo hasta que encontró un espeso saucedal en el que esconderse. Se agachó, se rodeó las rodillas con los brazos y jadeó hasta recobrar el aliento.

«Si ha venido a buscarme, no podré escapar; pero si ha venido a comerciar y nadie le habla de mi presencia, no sabrá que estoy aquí», pensó Kiin.

«Shuku… Shuku está con Pequeña Planta y si Cuervo lo ve sabrá que estás aquí», advirtió su voz espiritual.

Kiin apoyó la frente en las rodillas. El corazón le pesó como una piedra cuando recordó la promesa que Águila le había hecho por la mañana: «El primer día que haga buen tiempo te llevaré a la playa de los mercaderes. Pequeña Planta y tú viajaréis en su ik de pesca. Yo iré en mi ikyak. Tal vez mi hermano nos acompañe. Emprenderemos una travesía de trueque».

El ugyuun había reído y Kiin se sumó a sus carcajadas. Viajarían varios días hasta llegar a la playa de los mercaderes y entonces se reuniría con Samiq, con Takha y con todos los suyos.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y apretó los labios contra las rodillas para que los sollozos no escapasen de su boca.

«¿Te quedarás aquí como una niña hasta que Cuervo te encuentre? ¿Permitirás que se apodere de Shuku después de todo lo que has hecho por reunirte con tu pueblo?», la regañó su voz espiritual.

—¿Qué puedo hacer? —susurró Kiin.

«Acércate a la aldea y averigua en qué ulaq se aloja Cuervo. Busca a Pequeña Planta y a Shuku. Ponte en marcha, no pierdas tiempo llorando».

Kiin se incorporó y se secó el llanto con las manos. Un sendero serpenteaba desde la aldea hasta las colinas donde crecían las bayas. Se abrió paso entre los sauces, buscó el sendero y se acercó a la aldea. Permaneció un rato acuclillada junto al vertedero situado en la ladera de la montaña del ulakidaq. Esperó a que se acercara una aldeana, una anciana de cuyos brazos colgaban varias cestas vacías para recoger bayas. A pesar de que la conocía, Kiin no logró recordar su nombre.

—Abuela, necesito tu ayuda —dijo Kiin.

La vieja la miró y arrugó el entrecejo.

—Ah, eres la mujer Morsa que Águila encontró durante su larga cacería.

La anciana era una mujer de orejas muy grandes y hablaba con voz muy alta, como si quisiese llenar sus apéndices con las palabras que pronunciaba.

—Soy Kiin, de la tribu de los Primeros Hombres —precisó la joven. Escogió cuidadosamente las palabras y añadió—: Tengo que ver a Pequeña Planta. ¿Puedes pedirle que venga?

La ugyuun resopló.

—Soy vieja y tú eres joven. ¿No puedes caminar hasta su ulaq para verla?

Kiin señaló las cestas para bayas.

—Si me comprometo a llenarte las cestas, ¿irás a buscarla?

La anciana enarcó las cejas y esbozó una lenta sonrisa.

—¿Llenarás las cuatro?

—Las llenaré.

—¿Hoy?

—Sí, hoy.

La vieja entregó las cestas a Kiin y echó a andar hacia la aldea. Al verla Kiin recordó el bamboleo de las piernas regordetas de Shuku. La anciana sólo había dado unos pasos cuando Kiin la llamó.

La ugyuun hizo un alto y la miró por encima del hombro.

—Cuando le pidas a Pequeña Planta que venga a verme no pronuncies mi nombre.

La anciana lanzó un bufido.

—Mujer Morsa, no recuerdo tu nombre.

—Digas lo que digas, habla con voz baja para que los demás no te escuchen —acotó Kiin.

La vieja arrugó la nariz y Kiin le mostró las cestas de las bayas. La ugyuun se encogió de hombros y correteó hacia la aldea. Kiin se internó entre los árboles que bordeaban el vertedero y se dispuso a esperar.

El jefe de los cazadores era joven. Tenía la tez oscura, los ojos hundidos y la frente prominente. Se peinaba de una manera peculiar, con el cabello recogido en la nuca y sujeto en la coronilla. Aunque adornada con ribetes de concha y flecos, su suk estaba en mal estado y su ulaq apestaba a orina rancia y a carne en descomposición.

Cola de Lemming levantó la mano para taparse la nariz y Cuervo, consciente de que se trataba de un insulto, la cogió de la muñeca y la obligó a bajar el brazo.

—No es peor que mi refugio antes de la llegada de Kiin —masculló.

Cola de Lemming entreabrió los labios, siseó y sonrió al jefe de los cazadores. La esposa de éste la llamó. Cola de Lemming la acompañó y la ayudó a servir alimentos a los hombres.

El cazador y Cuervo comieron sin cruzar palabra hasta que terminaron la carne. La ugyuun les ofreció una vejiga de foca con agua y, después de que ambos bebieran, el comerciante preguntó:

—¿Pasan muchos trocadores por aquí?

—Muchos vienen a comerciar —replicó el jefe.

—Ah. Me alegro. —Cuervo sonrió—. Ahora entiendo por qué tus hombres son buenos comerciantes. Un hombre como yo debe tener cuidado en una aldea como ésta, pletórica de hombres que saben hacer trueques y buenos tratos.

El jefe rio.

—¿Te quedarás con nosotros?

—Unos días —respondió Cuervo—. He venido a hacer un trueque concreto. Necesito algo para un hombre que es como tú… para el jefe de los cazadores de nuestra aldea.

—No comerciaré con mis armas —advirtió el jefe.

Cuervo alzó las manos.

—No tiene nada que ver con la caza. Nuestro jefe es un gran cazador. Hace tres veranos consiguió una buena esposa, una mujer que forma parte de la tribu de los Primeros Hombres. Durante el primer estío que compartieron dio a luz a un hijo, que no tardó en morir. Desde entonces ha perdido tres rorros que salieron demasiado pronto de su seno. El chamán dice que la esposa llora tanto la pérdida del primer hijo que es incapaz de dar al jefe un niño vivo. No come, no duerme y sólo habla de ir a las Luces Danzarinas para reunirse con sus pequeños.

—Será mejor que la deje morir. De esta forma su esposa será feliz y podrá buscar otra.

—No quiere otra esposa. Está convencido de que su mujer recuperará la felicidad si tiene un hijo. Me envía en busca de un crío, un niño de la aldea de los Primeros Hombres. He viajado con mi esposa. —Cuervo señaló con la barbilla a Cola de Lemming—. Amamanta a nuestro hijo Ratón y tiene leche suficiente para dar el pecho a otro rorro. —El jefe ugyuun miró a Cola de Lemming y asintió con la cabeza—. ¿Tenéis un niño, un pequeño de seis u ocho lunas que podamos llevarnos para que lo críen como el hijo del jefe de nuestra aldea?

El ugyuun permaneció largo rato en silencio y finalmente preguntó:

—¿Estás dispuesto a hacer un buen trueque y a cambiarlo por mucho aceite y carne?

—Por todo el aceite y la carne que tengo, salvo los que mi esposa y yo necesitamos durante la travesía a nuestra aldea.

El jefe volvió a asentir con la cabeza.

—Hablaré con los cazadores —respondió—. Veré si alguno está dispuesto a entregar a su hijo para que un jefe lo críe.

Pequeña Planta se acercó y llamó a Kiin a voz en cuello. Ésta corrió a su encuentro, la obligó a callar y la condujo al saucedal.

—Kiin… ¿por qué te escondes? —preguntó Pequeña Planta.

—¿Dónde está Shuku?

—En el ulaq, descansando en tu espacio para dormir. ¿Dónde está la madera?

—A la vera del sendero que sube de la playa —replicó Kiin.

—Me alegro —afirmó Pequeña Planta y preguntó sorprendida—: ¿Qué haces aquí?

—En la playa vi el ik de un comerciante.

—Así es. Esta mañana, después de que salieras a buscar leña, un trocador y su esposa llegaron a nuestra playa.

—¿A qué han venido?

—A hacer trueques. ¿Qué otro motivo puede traerlos a esta aldea?

—Conozco al comerciante. Mató al hermano de mi marido —dijo Kiin.

—¿Tienes miedo del trocador? Parece un buen hombre. Ríe mucho y, aunque no habla nuestra lengua, su esposa es muy laboriosa.

—¿La esposa se llama Cola de Lemming?

Pequeña Planta lanzó una carcajada.

—¿Crees que mi marido se ha tomado la molestia de averiguarlo?

Kiin intentó sonreír, pero tenía la cara rígida, como si al secarse las lágrimas se hubiesen transformado en una máscara.

—El comerciante… ha amenazado con matar a mi marido y tomarme por esposa.

—En ese caso haces bien en esconderte —añadió Pequeña Planta—. Intentaré averiguar cuánto tiempo piensa quedarse. ¿Me esperarás aquí?

—Tengo que recolectar bayas para… para… —Kiin mostró a Pequeña Planta las cestas de la anciana.

—Para Róbalo.

—Para Róbalo —repitió Kiin—. Trae a Shuku. Quiero tenerlo a mi lado.

—No lo necesitas. Te aseguro que lo mantendré a salvo.

—El comerciante podría reconocerlo.

—No hay hombre que reconozca a un rorro, sobre todo si no es hijo suyo.

—Ha traído a Cola de Lemming y ella sabe de quién es hijo. Pequeña Planta se encogió de hombros.

—Pues espera aquí. Iré a buscar a Shuku.