Capítulo 68

Por fin se cumplieron los días de duelo. Prepararon los pertrechos y Cuervo y Cola de Lemming elaboraron un plan para que Dyenen creyese que ésta era Kiin.

Partieron de la aldea muy temprano, sin despedirse de nadie. Cola de Lemming remó largo rato con ahínco y sin hablar, al tiempo que de su boca escapaba un sordo sonsonete sin música. Al final parloteó sobre el mar, el ik y los Río. Cuervo ignoró sus palabras, aunque la oyó cuando comentó:

—Éste no es el camino de la aldea de los Río.

—¿Eres mercader y conoces las rutas de los trueques? —quiso saber Cuervo.

—No soy tonta; me he fijado en el sol y conozco la trayectoria que traza en el cielo.

Cuervo rio.

—Tal vez agrades al chamán del pueblo del Río más de lo que me figuraba. Primero visitaremos la aldea ugyuun, poblada por Primeros Hombres. Haremos trueques con los ugyuun y luego nos dirigiremos a la aldea de los Río.

Cola de Lemming se quedó callada durante un buen rato. Poco después Cuervo percibió su voz, que sonó débil:

—Tengo cestas… —Elevó el tono cuando se dirigió a su marido y preguntó—: ¿Las mujeres cosen buenas chaquetas y lucen collares?

—Son Primeros Hombres, por lo que las mujeres cosen suk de pieles de ave en lugar de chaquetas. Son pobres. Como los cazadores son perezosos, en invierno las mujeres suelen pasar hambre, pero tienen muchos collares, cestas y esteras, así que podrás hacer trueques. No comercies con las tallas que has realizado. Yo me encargaré; conseguiré más de lo que te darían a ti.

Cuervo observó a su esposa cuando hundió el zagual en el agua y contempló la brillante cabellera negra recogida en la nuca con un lazo de piel de glotón.

—Quiero trocar mis tallas —insistió Cola de Lemming con voz aguda y quejumbrosa.

—Harás lo que yo te diga —espetó Cuervo—. Recuerda que deberías estar muerta y que podría haber trocado tu vida por la de Kiin.

La mujer pareció encogerse. ¿Qué sentido tenía decirle que sus tallas no servían, que la madera estaba agujereada y plagada de astillas? Cuervo no las trocaría: se limitaría a tirarlas donde nadie las encontrara.

«En cuanto conozca los secretos de Dyenen, Cola de Lemming tendrá que despabilarse para tallar lo que el viejo quiera. No tengo por qué retornar a la aldea de los Río. Existen muchos sitios donde hacer trueques. Que Cola de Lemming sufra por sus mentiras», pensó Cuervo.

No había sido una buena esposa. Experimentaría un profundo alivio en cuanto se librara de sus quejas y de sus torpezas. Antes de conocer a Kiin, en los tiempos en que Pelo Amarillo y Cola de Lemming eran sus esposas, estaba habituado al olor de los suelos sucios y la ropa enmohecida. Desde la llegada de Kiin, el refugio siempre olía bien y a buena comida; los suelos estaban limpios, no había pulgas en las costuras de sus prendas y las mechas de las lámparas de aceite estaban recortadas y no humeaban. Era una manera agradable de vivir y a Cuervo no le apetecía retornar al pasado.

En cuanto entregase Cola de Lemming a Dyenen buscaría otra esposa. No quería una mujer joven porque las muchachas esperaban que el hombre se entregase de lleno. No tenía tiempo para pensar en regalos o preocuparse por las absurdas lágrimas de las mujeres.

Cuando Dyenen le revelara sus secretos, los convertiría en parte de su vida y les sacaría el máximo provecho entre los Hombres de las Morsas. Dedicaría muchos días a planificar minuciosamente cómo lo haría. Y no podría planearlo si a su lado tenía a una joven que pretendía que sólo pensase en ella. Buscaría una viuda mayor, que no vieja, una mujer que supiera cocinar, limpiar y coser. Cuando accediese a los plenos poderes de chamán se ocuparía de encontrar jóvenes para llevarlas al lecho.

Al aproximarse a la aldea ugyuun, aunque un poco antes de varar el ik, Cuervo vio que Cola de Lemming fruncía la nariz contrariada.

—En el anaquel no hay un solo ikyak en condiciones —protestó la mujer y señaló con todos los dedos de la mano izquierda—. ¿Dónde están los refugios?

—Allí, ¿no los ves? —preguntó Cuervo—. Son esos montículos. ¿Nunca has oído hablar de las viviendas de los Primeros Hombres?

—Kiin —respondió Cola de Lemming—. Claro que a Kiin nadie le cree. Es un disparate visitar esta aldea, no tienen nada que trocar.

Cuervo se atragantó de ira. Su esposa no tenía derecho a poner en duda sus decisiones.

—¿No te asusta mentar el nombre de la difunta?

—Kiin no ha muerto. Simplemente te odia e hizo lo que pudo por escapar.

Cuervo se acercó de un salto a Cola de Lemming, le clavó la mano en las mandíbulas y le hundió los dedos en los huecos de las mejillas.

—No olvides que soy tu marido. Harás lo que yo te diga. Me tratas con respeto o te dejo aquí, con los ugyuun, y le llevo otra mujer a Dyenen.

Los hombres ugyuun se acercaron a darles la bienvenida. Tanto Cola de Lemming como Cuervo los recibieron sonrientes. Cuervo les mostró las manos a modo de saludo.

—He venido a hacer trueques —explicó en la lengua de los Primeros Hombres y fingió que no reparaba en la sorpresa que reflejaban los semblantes de los ugyuun. Pocos mercaderes visitaban la aldea, pues sus habitantes no tenían muchas cosas para trocar. Tampoco tenía sentido acudir a una aldea tan pobre que apenas podía ofrecer alimentos a los visitantes. Cuervo señaló el ik con la mano—. Mi esposa y yo traemos alimentos suficientes para compartirlos con el cazador que nos dé cobijo en su ulaq.

Disimuló la sonrisa cuando tres hombres avanzaron un paso para ofrecer sus ulas y se pusieron a discutir quién acogía al comerciante y su esposa.

Cuando por fin vio el ulaq elegido, Cuervo pensó que habían tenido suerte. Aunque estaba sucio, parecía oscuro y sólo contaba con dos humeantes lámparas de aceite; al menos era bastante grande. Un leño con muescas descendía en pendiente desde el orificio del techo hasta el suelo. Cuervo oyó que Cola de Lemming mascullaba colérica al tiempo que bajaba a tientas por el poste de la entrada.

—Sé amable —masculló Cuervo.

—No pienso pasar la noche aquí.

—Si yo digo que nos quedemos nos quedaremos.

—Son muy sucios y sus refugios ni siquiera sirven para guardar piedras.

—Calla, mujer, te oirán.

—Son lelos y no hablan la lengua de los Morsa —espetó Cola de Lemming.

—Eso sí que no lo sabes —replicó Cuervo—. Calla, ofrece ayuda cuando puedas y así obtendrás mejores trueques.

Cola de Lemming apretó los labios, asintió con la cabeza, siguió en silencio a su esposo y permaneció de pie tras él cuando se acuclilló a la manera de los Primeros Hombres y tomó la palabra.

Hablaron de los peces, de las focas y, por último, de la copiosa lluvia que el día anterior había caído en la playa de los ugyuun. A medida que los hombres hacían comentarios Cuervo adaptaba sus ojos a la oscuridad, y finalmente pudo escrutar los rincones y los huecos de las gruesas paredes de tierra. Vio cestas, en su mayoría viejas y rotas, y varias astas de lanza largas y rectas, un objeto digno de trueque, sobre todo para los isleños, los escasos Cazadores de Ballenas que venían a comerciar.

En una de las paredes colgaba una estera de hierba trenzada que tal vez cubría un espacio de almacenamiento. La trama formaba rayas de hierba clara y oscura y su belleza llamaba la atención. Aunque prácticamente no había nada más de valor, Cuervo pensó que las Río darían un ojo de la cara por una pieza como ésa. Dudaba de que el escondrijo para alimentos estuviese lleno de estómagos de foca con aceite. Hasta los cazadores tenían la piel pálida y enfermiza de los que no comen lo suficiente.

Por fin se hizo una pausa en la conversación y Cuervo señaló la estera de hierba con la barbilla.

—¿Tu esposa trenza? —preguntó al mayor de los ugyuun.

—Sí.

—Tiene dotes. Espero que esté dispuesta a hacer trueques.

El hombre levantó las manos.

Tendrás que consultárselo. Yo no puedo comerciar con sus objetos.

Cuervo asintió con la cabeza y se alegró de que Cola de Lemming no entendiera lo que el ugyuun acababa de decir. Los Primeros Hombres trataban demasiado bien a sus esposas y siempre les daban más de lo que correspondía.

—¿Está aquí? —preguntó Cuervo y giró la cabeza para echar un vistazo a los reunidos en el ulaq.

—No, está con su hermana, pero volverá para preparar la comida. —Como convocada por las palabras de su esposo, la mujer descendió por el poste de la entrada. Sus largas y delgadas piernas estaban blancas bajo el dobladillo de la suk—. Humo, ha llegado un comerciante —informó su marido—. Trae alimentos, pero necesita que los prepares.

—Sólo tengo aceite y pescado disecado —explicó Cuervo.

—Ésta es la mujer del mercader —añadió el ugyuun y se inclinó para preguntar a Cola de Lemming su nombre.

Cuervo tuvo que detenerse a pensar cuál era la traducción del nombre de su esposa y finalmente dijo:

—Es Cola de Lemming. El chiquillo que lleva bajo la chaqueta es mi hijo Ratón.

La ugyuun se dirigió a Cola de Lemming, miró al crío que llevaba en la chaqueta y le hizo gorgoritos.

—Mi esposa no entiende la lengua de los Primeros Hombres —explicó Cuervo.

El ugyuun rio, señaló a las mujeres con la cabeza y afirmó:

—Hay cuestiones que todas las mujeres comprenden.

Cuervo también rio y se repantigó para escuchar las anécdotas de los ugyuun acerca de las cacerías que habían realizado y las focas y otarias que habían cobrado. Esos hombres desconocían el poder de la caza de la morsa y Cuervo se ocupó de ocultar su desprecio tras palabras de alabanza.

Iniciaron el trueque de pequeños objetos —cestas y collares— y luego intercambiaron barbas de ballena y suaves pellejos pardos de nutria. Cuervo ofreció aceite, carne disecada, chaquetas y polainas. Mientras Cola de Lemming colaboraba con las mujeres, Cuervo se acercó al ik. Al sacar los objetos de trueque también retiró las tallas de su esposa, cavó un pozo entre las guijas de la playa y las enterró. Un rato después obtuvo cuatro collares —dos de concha, un tercero de barbas de ballena y el cuarto de piedra— a cambio de un pequeño trozo de piel de morsa. Se acercó a Cola de Lemming y se los entregó.

—Son por tus tallas.

Cola de Lemming sonrió a las mujeres que la rodeaban, se inclinó y susurró al oído de su esposo:

—¿Cuándo nos vamos? Este sitio es muy oscuro y las mujeres se pasan el día entero en el ulaq. Estoy en condiciones de partir. ¿Has venido a esta aldea para trocar unos pocos collares por unas pieles de nutria?

Cuervo sonrió a las mujeres, siguió sonriendo mientras ayudaba a su esposa a ponerse en pie y no dejó de sonreír mientras subían por el poste de la entrada y llegaban al límpido aire del exterior. Se sentaron en el techo. Cola de Lemming respiró hondo y tosió para limpiar sus pulmones del humo de la lámpara de aceite. Sacó a Ratón de la chaqueta y el crío se quejó cuando lo apartó del seno. Enseguida parpadeó a causa del resplandor y se irguió para cogerse del pelo de su madre.

—Suelta —dijo Cola de Lemming y le quitó el mechón de cabellos de la mano.

Cuervo cogió al niño y lo sentó en la hierba y la paja del techo del ulaq.

—Ratón debe estar al sol.

Antaño Cuervo pensaba que el crío era hijo suyo, pero al ver tan claramente en su rostro las facciones del marido de Lanzadora de Esquisto no pudo negar que las afirmaciones de Cola de Lemming sobre su paternidad eran falsas.

Cola de Lemming había dicho que pasaba demasiado tiempo con Lanzadora de Esquisto y que por eso su hijo se parecía tanto al marido de ésta. Le echó la culpa a Cuervo por haber llevado a Kiin al refugio. Aseguraba que nadie podía compartir la vivienda con aquella mujer de lengua afilada como una punta de lanza.

Cuervo llegó a la conclusión de que entregar Cola de Lemming a Dyenen era una buena decisión. De nada le serviría tener cerca a Ratón, que crecería pareciéndose a otro cazador. No era lo mismo que si ese hombre fuera el hermano o el compañero de caza de Cuervo, en cuyo caso, todos pensarían que la había compartido voluntariamente. Sin duda encontraría una esposa más competente que Cola de Lemming, una mujer que mantuviera limpio el refugio y que no se escapase de su lecho.

—Bueno, ¿cuándo nos vamos? —preguntó Cola de Lemming.

—Cuando obtengamos lo que vinimos a buscar.

—¿Qué buscamos? Yo ya tengo collares y tú las pieles y las astas de lanza que querías.

—He venido a buscar un hijo para ti.

Cola de Lemming entornó los ojos.

—¿Piensas trocarme a cambio de una noche de placer en el lecho de un sucio ugyuun?

Cuervo rio.

—Mujer, nunca te habías negado a pasar la noche con un hombre.

—He sido una buena esposa para ti. ¿Alguna vez me he negado a meterme en tu lecho? ¿Cuándo me he portado como Kiin y me he quedado rígida y tiesa, como si tus manos ni siquiera me rozasen?

Cuervo frunció el ceño y finalmente replicó:

—Hemos venido a buscar un hijo para ti, un rorro, un crío que ya ha nacido. —Cola de Lemming abrió la boca y movió los labios como si quisiera hablar, pero no pronunció una sola palabra—. Dyenen quiere a Kiin no sólo por las tallas, sino porque ha tenido dos hijos nacidos al mismo tiempo. Es viejo y sus esposas le han dado únicamente hijas. Sueña con un varón.

Cola de Lemming hizo una mueca de contrariedad.

—Por lo visto, debo aceptar el hijo de otra y criarlo como si fuera propio. ¡Tendré que trabajar el doble para criar dos niños!

Cuervo se encogió de hombros.

—Podría haberte matado. Me has costado una esposa, alguien cuyas tallas son tan valiosas que cualquier hombre podría vivir de lo que obtuviera con su trueque.

Cuervo se volvió, clavó la mirada en Cola de Lemming y permitió que la ira se reflejase en sus ojos.

—¿A qué esperas para matarme? ¡En el mundo espiritual me dedicaré a la alegría y la risa y no tendré que ocuparme de los rorros, uno de los cuales ni siquiera es mi hijo!

Iracundo, Cuervo apretó los dientes, pero se serenó al pensar en el poder al que accedería si Cola de Lemming se entregaba a Dyenen sin resistencia.

—¿Estás dispuesta a renunciar a convertirte en esposa de un chamán, de un chamán cuyo poder reconocen los comerciantes de todas partes? —inquirió Cuervo con gran calma—. ¿Estás dispuesta a renunciar a las chaquetas y las polainas adornadas con pelo teñido y conchas? ¿Estás dispuesta a renunciar a convertirte en la mujer de su lecho mientras las demás esposas se ocupan de la costura y la comida?

Cuervo permaneció mudo mientras sus palabras penetraban en la mente de Cola de Lemming. Al final la mujer lo miró e inquirió:

—¿Es viejo?

—Es viejo pero fuerte y aún le quedan muchos años.

—¿Es feo?

—No.

Cola de Lemming permaneció en silencio largo rato. Cuadró los hombros, alisó la pechera de la chaqueta de piel y añadió:

—Háblame de su refugio. Cuéntame qué guarda en su vivienda. Dime cómo se comporta una mujer Río… cuando quiere satisfacer a su esposo.