Capítulo 66

Hombres de las Morsas

Bahía de Goodnews, Alaska

—Será mejor un campamento simple, sólo para pasar esta noche —dijo Cuervo.

Zorro Blanco y Pájaro Cantarín arrastraron el ik hasta la playa del campamento de salmones. Cuervo les volvió la espalda, se arropó con el manto de plumas y caminó para estudiar las huellas de la marea y los restos arrastrados por el oleaje. Se movió rápidamente y se alejó tanto que los compañeros no pudieron llamarlo para pedirle ayuda con el ik o las provisiones. Viajaban con la esposa de Pájaro Cantarín, que era una mujer fuerte. Cuervo necesitaba tiempo para elaborar planes y para decidir qué pasos daba a continuación.

En primer lugar, pasarían por la aldea para dejar los objetos de trueque y recoger a Kiin. La esposa de Pájaro Cantarín no daba el pecho y, en el caso de que trocara un rorro en la aldea ugyuun, Cuervo necesitaba que alguien lo alimentase. Un crío no era como una pila de objetos de trueque, algo que se regateaba o se almacenaba en el ik o en el ikyak hasta que hacía falta. Necesitaba un niño sano en vez de un rorro famélico que podría morir antes de entregárselo a Dyenen. Kiin era una mujer muy sensata y sabría distinguir entre un crío en buen estado y otro enclenque. Era una suerte que Kiin no hablara la lengua de los Río. Cuando la aprendiera y estuviese en condiciones de decirle a Dyenen que el niño ugyuun no era su verdadero hijo. Cuervo ya conocería los secretos del viejo chamán y, una vez revelados, no habría modo de recuperarlos. Ante todo, Cuervo debía encontrar la forma de convencer a Kiin de que lo acompañase.

Si Kiin fuera como Cola de Lemming, podría contarle que se dirigían a la playa de los mercaderes, que la llevaba de regreso junto a Samiq. Sin embargo, Kiin no era como Cola de Lemming. Por medio del sol y las estrellas Kiin sabría qué dirección tomaban. Claro que podía prometerle poderes espirituales u honores a cambio de las tallas. Pero estas ideas le producían desasosiego. Kiin había viajado con él hasta la aldea de los Hombres de las Morsas con el único propósito de salvar la vida de Samiq. ¿Acaso tenía en su poder algo que Kiin valorara tanto? Tal vez la promesa de devolverla a los suyos al cabo de un año. ¿Le creería?

Súbitamente dio con la solución: Shuku. Cuervo había prometido a Dyenen que le entregaría a Shuku. Kiin tendría que elegir entre acompañar a su hijo o quedarse con los Morsas.

La esposa de Pájaro Cantarín lanzó un grito agudo y extraño que arrancó a Cuervo de sus pensamientos. Se volvió y vio que la mujer agitaba las manos por encima de la cabeza y señalaba una pila de madera flotante acumulada en la playa.

Pájaro Cantarín y Zorro Blanco dejaron el ik y se reunieron con la mujer. Zorro Blanco hizo señas a Cuervo y le indicó que se acercase.

Cuervo se movió lentamente. No tenía sentido correr para ver lo que la mujer había encontrado. De todas maneras, entrecerró los ojos para aguzar la vista, ya que sentía curiosidad por lo que había sobresaltado a los hijos de Cazador del Hielo, que generalmente encubrían sus pensamientos entornando los ojos e imprimiendo al rostro una expresión comedida.

Pájaro Cantarín recogió algo de la pila de madera y, cuando se aproximó, Cuervo descubrió que se trataba de un collar con el hilo roto. Pájaro Cantarín lo elevó y las cuentas escaparon de la cuerda de tendón.

La esposa de Pájaro Cantarín miró atemorizada a Cuervo y murmuró:

—Es de Kiin.

Cuervo frunció el entrecejo y se acuclilló entre Pájaro Cantarín y Zorro Blanco. Removió con el báculo la pila de madera y la arena húmeda y pesada.

—Es un ik —afirmó lentamente.

—El collar pertenece a Kiin —insistió la esposa de Pájaro Cantarín; cavó en la arena y dejó al descubierto trozos de madera que formaban parte de la estructura del ik.

—Podemos quedarnos con casi todo —dijo Zorro Blanco—. La madera está en buenas condiciones y la piel de morsa… cualquier mujer puede utilizarla para hacer botas o esteras.

—Haz lo que quieras —respondió Cuervo y habló como si se dirigiese a un crío fastidioso.

Zorro Blanco retiró de la arena una correa de cuero unida a una bolsita; en cuanto vio de qué se trataba, la soltó rápidamente.

—Es un amuleto —declaró y se inclinó para mirar a Cuervo a la cara—. Este ik pertenece a Cola de Lemming, y el collar y el amuleto son de Kiin.

Cuervo se irguió y se alejó como si Zorro Blanco no hubiera hecho el menor comentario. Éste hizo ademán de seguirlo, pero Pájaro Cantarín sujetó a su hermano del brazo y lo retuvo.

—Deja que se vaya —aconsejó—. Es muy duro perder a una esposa.

Cuervo se volvió y dijo:

—No es el ik de Cola de Lemming ni el collar de Kiin.

Zorro Blanco y Pájaro Cantarín se miraron por el rabillo del ojo y el segundo se dirigió a su esposa:

—Recogeré madera flotante y encenderé la hoguera. Guarda los restos que podamos utilizar.

Esa noche y durante la mañana siguiente Cuervo apenas habló. Cuando Zorro Blanco amarró al ik de los comerciantes la piel de morsa desgarrada y los trozos de estructura de madera, Cuervo contempló la carga unos instantes y guardó silencio.

Durante la travesía hacia la aldea de los Morsa, Cuervo remó con la energía de dos hombres, por lo que Zorro Blanco tuvo que hacer muchos esfuerzos para seguirlo en su ikyak. Como si los espíritus enviasen olas y vientos de ayuda, realizaron el trayecto de la playa de los salmones a la aldea en sólo media jornada.

En cuanto arribaron, Cuervo dio un enérgico golpe de zagual, varó el ik, desembarcó, atravesó la aldea con veloces zancadas sin responder a los saludos y mantuvo la mirada fija en el refugio que, con sus esposas, compartía con Orejas de Hierba.

Dio gritos mientras atravesaba el estrecho túnel que conducía al sector del refugio correspondiente a Orejas de Hierba; reclamó a Cola de Lemming y a Kiin y ni siquiera saludó a las esposas de Orejas de Hierba, las dos hermanas con los ojos tan redondos como sus caras. Las mujeres cuchichearon cabizbajas y Cuervo no se detuvo a hablar, limitándose a abrir la cortina trenzada que dividía el alojamiento.

Cola de Lemming estaba en la tarima para dormir, con su hijo al lado. Sonrió lentamente, ladeó la cabeza y preguntó:

—¿Me has traído regalos?

Cuervo frunció el ceño como si la pregunta lo desconcertara.

—Traigo regalos —replicó—. ¿Dónde está Kiin?

—Kiin no te hace falta —aseguró Cola de Lemming—. No sabe agradar a un hombre en el lecho. —Le tendió los brazos—. Ven aquí. Me ganaré los regalos que has traído.

—Busca a Kiin —insistió Cuervo—. Tengo regalos para las dos.

Cola de Lemming se humedeció el labio superior y paseó la mirada por el ulaq como si buscara a Kiin. Finalmente se encogió de hombros.

—No debiste dejarla. Sabías que no quería convivir con los Hombres de las Morsas.

—¿De qué hablas?

Cola de Lemming volvió a encogerse de hombros.

—No está aquí. Se fue pocos días después de tu partida. —La mujer asomó el labio inferior—. Se marchó en mi ik.

Cuervo cruzó el refugio velozmente. Intentó coger a Cola de Lemming, que retrocedió y se arrinconó contra la pared. Ratón se echó a llorar.

—¿Permitiste que se fuera? —inquirió Cuervo.

—No pude impedirlo.

—Tienes hermanos, y Orejas de Hierba te habría ayudado. —Cola de Lemming se llevó las manos a la cara. Cuervo le dio la espalda y se abrió paso a través de la cortina divisoria. Se detuvo el tiempo justo para añadir—: Tengo hambre. Prepara algo, enseguida vuelvo.

La cortina cayó y Cola de Lemming ignoró los sollozos de su hijo, abandonó deprisa y corriendo la tarima para dormir, se dirigió al escondrijo para alimentos y retiró estómagos de foca con carne disecada.

—¿Está muerta? —quiso saber Cuervo.

—Probablemente —respondió Mujer del Sol que, en lugar de mirar a Cuervo, siguió tejiendo la estera funeraria que tenía en el regazo.

—¿Encontraste su ik? —preguntó Mujer del Cielo.

—¿Te lo dijo Zorro Blanco? —inquirió Cuervo.

—Nadie me lo dijo —repuso la anciana.

—Encontramos un ik que podría ser el de Cola de Lemming. —El techo del refugio de las viejas era muy bajo, por lo que Cuervo no podía erguirse en toda su estatura, así que caminaba de un lado al otro cabizbajo y con los hombros hundidos. Al final se acuclilló delante de las ancianas—. Cola de Lemming dice que Kiin robó el ik y se fue, pues pensaba retornar a su aldea.

Mujer del Sol negó con la cabeza.

—Los hermanos de Cola de Lemming echaron a Kiin del refugio —explicó—. Le dijeron que se fuese a vivir a otra parte hasta tu regreso. Kiin explicó a las mujeres que iría a buscarte a la aldea del pueblo del Río y se llevó a Shuku.

—¿Kiin no ha muerto? —insistió Cuervo.

—¿Kiin?

—¡Sí, Kiin! —chilló Cuervo descortésmente.

—No he tenido sueños —declaró Mujer del Sol.

Cuervo se irguió y volvió a deambular por el refugio.

Mujer del Cielo se dirigió a su hermana y preguntó:

—¿Está muerta?

Mujer del Sol se limitó a negar parsimoniosamente con la cabeza y repitió:

—No he tenido sueños.

Los hermanos de Cola de Lemming no habían salido de cacería. Por la mañana varios cazadores habían avistado otarias en la desembocadura de la bahía pero, como había que reparar el ikyak del hermano mayor, éste y los dos pequeños permanecieron en tierra, cosieron las costuras y untaron la cubierta del ikyak con grasa de morsa hasta que la piel quedó casi transparente.

Cuando Cuervo varó el ik de comerciante, los dos hermanos más jóvenes, que trabajaban cerca de los anaqueles, se miraron inquisitivamente. El más pequeño dijo que su esposa lo necesitaba, pero el mayor le aconsejó que se quedase donde estaba. Añadió que, por mucho que se las diera de chamán, Cuervo no valía nada. Declaró que era un pésimo cazador, rio y aseguró que cualquier mujer era capaz de conseguir más carne.

Se quedaron en la playa, aceitaron la cubierta del ikyak y se mantuvieron expectantes.

Cuando Cuervo los abordó, los hermanos no se sorprendieron, si bien el más joven preguntó con voz queda:

—¿Qué le habrá dicho?

—¿Te refieres a nuestra hermana? Seguro que no le ha dicho nada.

—He hablado con mi esposa Cola de Lemming y me ha dicho que vosotros tres echasteis a Kiin de mi refugio, la usasteis como esposa para avergonzarme y que por eso Kiin abandonó la aldea. Mi esposa Cola de Lemming dice que, por generosidad, regaló su ik a Kiin. Mi esposa Cola de Lemming dice que ya no es vuestra hermana.

—No es verdad —espetó el hermano más joven.

El mayor se acercó a Cuervo y declaró:

—No se me ocurriría ensuciarme compartiendo el lecho con tu mujer. Al fin y al cabo, es Cazadora de Focas. A ningún Morsa se le ocurre arriesgarse a sufrir una maldición copulando con una Cazadora de Focas. Claro que tú no vales ni siquiera para los Cazadores de Focas. En cuanto partiste Kiin retornó con los suyos. No se lo impedí. Nuestra aldea está mejor gracias a su ausencia.

—¿Afirmas que tu hermana me mintió?

—Sólo digo que tú mientes.

—Me debes el precio de una esposa —dijo Cuervo y acarició el ikyak que los hermanos reparaban—. Me lo quedo a cambio.

—No es tuyo y no puedes quedártelo —replicó el hermano mayor.

—Y esto, ¿qué te parece? —añadió Cuervo y de las amarras de la cubierta del ikyak retiró un arpón para cobrar morsas, que tenía colocada la punta. El hermano mayor intentó recuperarlo, pero Cuervo retrocedió y lo amenazó con la punta, al tiempo que le mostraba los restos del collar de Kiin—. Si Kiin decidió retornar a su aldea, ¿por qué encontré este collar en la playa del campamento de los salmones? Le pertenece. Yo se lo regalé.

—Muchas mujeres tienen collares parecidos —replicó el hermano mayor—. Mi esposa…

—Una vida por otra —lo interrumpió Cuervo y súbitamente lanzó el arpón.

No fue un disparo certero porque tendría que haberlo hecho con el lanzador. Sin embargo, la punta era afilada y atravesó el pecho del hermano mayor.

El hombre apretó el asta con las manos con el rostro demudado, lanzó un grito ahogado y cayó al suelo.

Como si sólo hubiera ofrecido un pescado al hermano mayor, Cuervo se dirigió a los otros dos:

—Cola de Lemming dice que fue él quien poseyó a Kiin. También dice que intentasteis impedirlo. ¿Es así?

El más pequeño desenfundó el cuchillo de la manga y avanzó unos pasos, pero el otro hermano lo sujetó con firmeza de la muñeca y lo retuvo.

—Así es —confirmó—. Intentamos impedirlo.

—En ese caso os concedo el derecho a abandonar la aldea —acotó Cuervo—. Coged vuestras cosas, vuestras esposas e hijos y partid. No quiero volver a veros. —Cuervo pateó al hermano tendido—. Si queréis os lo podéis llevar. Si lo dejáis aquí, los cazadores lo enterrarán.

Sin esperar la respuesta de los hermanos, Cuervo se volvió y entró en el refugio.