Capítulo 65

Un rato después Pequeña Planta ayudó a Kiin a salir del ulaq. Se sentaron en el techo y la ugyuun sostuvo a Shuku. Hacía calor, el sol brillaba intensamente y se reflejaba en la coronilla de Kiin.

Aunque le dolían las articulaciones de los codos y las rodillas, Kiin estiró los brazos hacia el cielo e hizo una mueca de dolor cuando las costras de las piernas y los pies le tensaron la piel.

Pequeña Planta la observó atentamente y comentó con tono apacible:

—Tengo grasa de oca de esta primavera. Te la dejaré para que ablandes las costras.

Aunque sonrió, Kiin negó con la cabeza. No podía aceptar la grasa de oca, que se empleaba como alimento, ofrecida por una mujer que tenía tan poco.

—Estoy bien —aseguró Kiin—. El sol me ha dado fuerzas.

Extendió los brazos hacia Shuku y notó que, pese a la enfermedad y a los días de hambruna, sus brazos y sus piernas parecían más fuertes y firmes que los de Pequeña Planta. Cualquiera que contemplase las arrugas de los rostros y la fragilidad de las cabelleras se percataría de que las ugyuun habían pasado hambre durante el invierno, quizá durante varios inviernos. Lo sorprendente era que en esos seis días Pequeña Planta había alimentado y vigilado a Shuku.

El crío se inclinó hacia su madre. Durante unos instantes Pequeña Planta lo abrazó con ardor y lo estrechó en su pecho.

—Yo también tuve un hijo —explicó con voz queda y depositó a Shuku en brazos de Kiin.

Kiin miró a Pequeña Planta a los ojos. Percibió su dolor, pero era un sentimiento íntimo que sólo pertenecía a la ugyuun, por lo que desvió rápidamente la mirada.

—El último invierno fue muy duro —musitó Pequeña Planta.

Kiin asintió aunque, por lo que recordaba, no había sido un invierno demasiado inclemente. Pero esas cosas nunca se saben. Tal vez todos los inviernos eran duros para los ugyuun. ¿Alguien ignoraba que eran pésimos cazadores? ¿Por qué otra razón los niños siempre tenían en los labios las heridas de los que comen ugyuun sin pelar, sin quitar el tallo exterior, algo que los críos hambrientos suelen hacer?

Pequeña Planta se deslizó por la pendiente del ulaq y se situó al amparo de una morada de mayores dimensiones. Se acuclilló e hizo señas a Kiin para que la imitase. Ésta se movió despacio, con las caderas y las rodillas tan rígidas que al final rio y comentó:

—Parezco una vieja.

Pequeña Planta sonrió y se refirió a las pequeñas cosas de la vida: la forma de cortar el pescado para secarlo, la búsqueda de los sitios donde crecen las bayas más dulces, el tejido de esteras. Habló de las discusiones que sostenían Gayuba y Llamadora, la hermana de su padre. A medida que hablaba, Kiin se dio cuenta de que Pequeña Planta deseaba aludir a algo más importante.

Una sonrisa afloraba a los labios de Kiin cada vez que los cazadores mencionaban el buen o mal tiempo que hacía y la caza antes de abordar lo que realmente les interesaba. En ese momento se percató de que las mujeres hacían lo mismo. Se referían a la recolección de bayas, a la preparación de la comida, a otras mujeres y a lo que decían, pero la manera de abordar los temas era la misma. Kiin cruzó las manos sobre Shuku y escuchó amablemente hasta que Pequeña Planta estuvo en condiciones de aludir a lo que necesitaba decir.

Las dudas se acumularon en la mente de Kiin que, inquieta, agitó las piernas. Águila, el marido de Pequeña Planta, la había encontrado. ¿Acaso esperaba algo por haberlos rescatado? ¿Qué podía darle? Pequeña Planta no había hecho ningún comentario sobre su cesta de transporte. ¿Se había perdido? En esa cesta trasladaba los útiles de tallar.

Pequeña Planta terminó de hablar sobre dos mujeres ugyuun y la forma en que la pelea entre sus hijos se convirtió en la lucha entre ellas. Enseguida añadió:

—Mi marido, Águila, te encontró. Ha salido en el ikyak a cazar focas, pero en cuanto regrese hablará contigo.

—Habéis sido muy buenos al darme cobijo en vuestro ulaq —reconoció Kiin.

Pequeña Planta giró la cabeza y no respondió a la mirada de Kiin, que se puso tan nerviosa que se le formó un apretado nudo en la boca del estómago.

Esa misma noche, tras encender en el ulaq una segunda lámpara de aceite y después de que Pequeña Planta y Kiin guardaran los alimentos y trasladasen la piel de cocinar de encima de la gran lámpara de aceite al gancho que colgaba de las vigas cercanas a la pared trasera del ulaq, Águila fue a verla.

Era un hombre corpulento, fornido y con las manos grandes como cráneos de foca. Tenía la cara chata, hundida en el medio, por lo que su nariz acababa a la altura de las cuencas oculares, y su piel estaba negra de hollín. La suk de pieles de frailecillo y pellejos de foca peluda estaba bien cosida, pero apestaba a humedad, por lo que Kiin aspiró pequeñas bocanadas de aire para que el desagradable olor no impregnase su nariz.

—Fui yo quien te encontró —declaró el ugyuun sin apelar a la más mínima cortesía—. Os encontré a ti y a tu hijo.

—Muchas gracias —replicó Kiin.

—Tengo tu cesta de transporte.

Kiin asintió con la cabeza. Paseó la mirada por la estancia y vio que Pequeña Planta acunaba a Shuku. El pequeño estaba agitado y emitía sonidos de protesta que indicaban que tenía hambre. Pequeña Planta acomodó al crío boca arriba y lo acercó a su seno izquierdo. Kiin miró más allá de Águila y se dirigió a Pequeña Planta:

—Le daré el pecho.

Pequeña Planta no se dio por aludida y su marido dijo:

—La leche es leche. Da igual quién lo alimente. El niño es de las dos. —Sus palabras golpearon a Kiin, que estuvo a punto de protestar, pero no logró articular palabra—. Os encontré. Si no tienes marido, eres mía —añadió Águila.

Kiin se quedó patidifusa. Dejó de mirar a Pequeña Planta y clavó los ojos en Águila.

«¡Águila! —exclamó con sorna su voz espiritual—. ¿A quién se le ocurre poner ese nombre a un hombre tan lento y sucio?».

Kiin meneó la cabeza hasta que dejó de oír su voz espiritual y sólo percibió las palabras claras y firmes de sus pensamientos.

—Estaba de viaje sin mi marido —explicó.

—¿Sola? —inquirió el ugyuun, entrecerró los ojos y formó un húmedo círculo con los labios.

—Sí —respondió Kiin.

—¿Desde cuándo las mujeres viajan solas, sin la compañía de un cazador, sin un hombre que las proteja de los espíritus?

—Soy chamana —afirmó Kiin y las cortantes palabras se le clavaron en el centro del pecho.

Su voz espiritual se rebeló contra la mentira y Kiin tuvo que apretar los dientes para impedir que el grito escapase a través de sus labios.

Al oírla Shuku chilló. Kiin se incorporó de un salto, tan atenazada por el miedo que no podía respirar. Aceptaba que los espíritus la castigasen por mentir, pero no le parecía justo que también atacaran a su hijo.

Sin mirar a Águila, Kiin se acercó a Pequeña Planta, cogió a Shuku y apoyó al sollozante crío en su pecho.

—Me mordió y lo pellizqué —explicó Pequeña Planta sin enfadarse.

Kiin perdió el miedo y sonrió al ver la mirada de preocupación de la mujer. Alejó a Shuku de su cuerpo y dijo a Pequeña Planta:

—Tiene edad para saber que no debe hacerlo. —Se dirigió a Shuku—: ¡No y no! ¡No debes morder!

Shuku la miró con el entrecejo fruncido. Era el vivo retrato de su padre, Amgigh. Kiin volvió a abrazarlo y a apoyar la cabeza dura y tibia del pequeño en la curva de su cuello.

Águila se acercó y la hizo acuclillar junto a Pequeña Planta.

—¿Tienes marido? —preguntó como si la charla no se hubiese interrumpido.

—Sí —dijo Kiin—. Se llama Samiq y pertenece a la tribu de los Primeros Hombres.

—Los conoces —aseguró Pequeña Planta a su esposo—. Viven en la playa de los mercaderes.

Águila carraspeó, ahuecó las manos y miró a su esposa. Pequeña Planta se irguió y se acercó al rincón en el que habían colgado la piel de cocinar. Buscó un cuenco de madera y sirvió estofado de carne de foca frío, por lo que la grasa formaba una capa de color amarillo pálido sobre los trozos de carne y los tallos de ugyuun. Se lo entregó a su marido, que cogió la comida con las manos y se la llevó a la boca.

—Si no te apetece regresar a su lado, yo necesito una segunda esposa —explicó el ugyuun con la boca llena—. Esta mujer es muy buena, pero sus hijos son débiles y no sobreviven.

Por el rabillo del ojo Kiin vio que Pequeña Planta bajaba rápidamente la cabeza y le volvía la espalda, como si quisiese negar las palabras de su esposo.

—En muchos casos los rorros mueren cuando los inviernos son arduos —explicó Kiin lentamente—. La madre no tiene leche suficiente si le faltan alimentos. —Águila se llevó más comida a la boca y guardó silencio, por lo que Kiin prosiguió—: Los cazadores deben cobrar focas no sólo para el sustento diario, sino para que las mujeres almacenen aceite y disequen carne para las lunas invernales en las que el hielo mantiene varados los ikyan y el viento obliga a los cazadores a refugiarse en los ulas.

—Las mujeres de este pueblo se dedican a la pesca —comentó el ugyuun—. Disecan el pescado como alimento para el invierno. No pasamos hambre.

Kiin respiró hondo y añadió:

—El pescado no basta para que una mujer tenga leche. También necesita aceite y carne con grasa.

Águila le mostró el cuenco y asomó la barbilla.

—¿Lo sabes porque eres chamana?

—Lo sé porque soy mujer y porque he amamantado rorros. Toda mujer que ha parido tiene hambre y necesidad de tomar aceite y grasa.

El ugyuun entornó los ojos y preguntó:

—¿Tienes más hijos?

—Tengo otro hijo. Está en la playa de los mercaderes con su padre.

Águila asintió con la cabeza. Miró a Kiin y no apartó los ojos hasta que sus miradas se encontraron.

—Si lo que deseas es regresar, te llevaré a la playa de los mercaderes. Te devolveré a tu marido. Esa playa sólo está a unos pocos días de travesía. —Se llevó a la boca el último trozo de carne, lamió el cuenco y se lo entregó a Pequeña Planta. Ésta lo sumó a la pila de cuencos acumulada en el suelo, delante del escondrijo para alimentos—. Es probable que tu marido me dé algo por llevarte de regreso. —Águila soltó un sonoro eructo. Miró a su esposa, que permanecía junto al escondrijo para alimentos, se palmeó el estómago y dijo—: El estofado estaba muy sabroso. —Una vez más se dirigió a Kiin—: Si eres chamana tienes poderes y sabes cómo dirigirte a los espíritus. —Kiin bajó la cabeza y se limitó a asentir—. He oído historias sobre dos viejas que son hermanas, que antaño formaban parte de los Primeros Hombres y que ahora viven con los Morsa. Todos dicen que son chamanas. ¿Las conoces?

—He oído hablar de ellas —repuso Kiin con cautela.

—Los Hombres de las Morsas… —musitó Águila—. Cerca de aquí hay una aldea Morsa. A veces los comerciantes nos visitan después de su estancia en la playa de los mercaderes.

Águila volvió a eructar y tuvo un ataque de hipo. Pequeña Planta descolgó de las vigas una vejiga con agua y se la entregó. Permaneció al lado de su marido mientras bebía y le palmeó la espalda hasta que dejó de hipar.

El ugyuun ofreció la vejiga con agua a Kiin, que negó con la cabeza. Se encogió de hombros, devolvió el recipiente a su esposa, estiró el brazo, la sujetó de la muñeca y la rodeó con los dedos.

—Esta mujer necesita un crío —afirmó Águila—. Tengo tu cesta de transporte y sé qué contiene… no llevas lo que suele acarrear una mujer. En tu cesta hay cuchillos de los que usan los hombres y animales de madera y marfil. —El ugyuun calló.

—Me dedico a tallar —explicó Kiin.

Águila asintió con la cabeza y se le iluminó la mirada. Kiin se estremeció y se preguntó si, a semejanza de Cuervo, ese hombre intentaría retenerla por sus tallas.

—Si eres chamana y tallas, ¿podrás hacer algo para dar fuerzas al hijo de mi esposa? —preguntó Águila.

De pie junto a su marido, Pequeña Planta se apoyó una mano en el vientre.

—¿Estás preñada? —quiso saber Kiin.

—Todavía no, pero lo rorros llegan fácilmente a mi matriz, aunque no sobreviven al primer invierno —replicó Pequeña Planta.

Kiin miró a Águila.

—No soy chamana a la manera de la mayoría de los chamanes —admitió Kiin—. Mi fuerza radica en mis tallas y en mis cánticos. No tengo grandes poderes, pero has salvado mi vida y la de mi hijo. Intentaré ayudar a los hijos de tu esposa. Tendrás que cobrar focas suficientes para que Pequeña Planta disponga de aceite para dos inviernos.

—Soy buen cazador.

—Hazlo para tener un varón —añadió Kiin. Pequeña Planta se arrodilló junto a ella, la abrazó y le musitó al oído palabras de agradecimiento—. Lo intentaré, lo intentaré —susurró Kiin, súbitamente temerosa de que, al reivindicar una condición que superaba sus posibilidades, los poderes la abandonasen.

Águila rio estrepitosamente, se incorporó, cogió en brazos a su esposa a pesar de que aún sostenía la vejiga con agua y la acarreó al espacio para dormir.

Kiin acomodó a Shuku en su regazo y se levantó la chaqueta para darle el pecho. La apacible succión del crío quedó ahogada por el ruidoso encuentro amoroso de los ugyuun. Kiin sonrió. Águila había dicho que sólo había unos pocos días de travesía hasta la playa de los mercaderes. Tal vez en la siguiente luna llena vería a Samiq y se reuniría con los suyos. La alegría la embargó hasta que recordó la promesa que le había hecho a Águila. Dirigió plegarias a los espíritus y les suplicó que no se enfadasen.

Su voz espiritual murmuró: «Sólo has dicho lo que eres, una mujer que canta y talla. ¿Acaso tus poderes no son tan grandes como los que Cuervo reclama para sí?».

Kiin se concentró en los cantos y, como si la esperanza y la alegría reforzasen su voz, las palabras brotaron fácilmente de sus labios y entonó un cántico para convocar fuerzas y esperanzas, un poderoso cántico dedicado a Pequeña Planta.