Capítulo 64

Península de Alaska

Kiin luchó denodadamente por abrirse paso en medio de los sueños. Era pequeña y estaba en el ulaq de su padre. Notaba las esteras del lecho en la mejilla, percibía el intenso olor a carne cocida y oía una voz masculina.

Se estremeció e intentó volver a dormir, pero si su padre estaba despierto seguramente le propinaría una paliza. Tendría que haberse levantado mucho antes. Tendría que haber retirado los desperdicios nocturnos, recogido agua del arroyo, recortado las mechas de las lámparas de aceite y estado dispuesta a ayudar a su madre a preparar la comida. Se encogió al pensar que el báculo de su padre le golpearía la espalda.

Sacó el brazo de las mantas en busca de la suk, de algo que la protegiese de los golpes, pero no encontró nada, ni siquiera las duras y frías paredes de piedra y tierra del ulaq.

Abrió los ojos e intentó erguirse, pero los músculos de los brazos y las piernas le ardieron de dolor y padeció el habitual latido de los pechos henchidos de leche.

—Shuku… —murmuró y el terror le atenazó la garganta.

Claro que no, no estaba en el ulaq de su padre ni en un refugio construido por los Hombres de las Morsas. Los brazos y las piernas le dolían como si su padre le hubiese dado de bastonazos.

Se preguntó dónde estaba y dónde se había metido Shuku. De pronto se acordó del halibut y de la playa. ¿Había cometido la insensatez de quedarse dormida cuando Shuku no podía hacer nada ante la marea?

Tal vez había arribado al mundo de los espíritus. En ese caso, debía encontrar a Shuku para ir juntos a las Luces Danzarinas. Se sentó, apretó los dientes para resistir el dolor y habló con el miedo que rodeaba sus pensamientos: «Si estoy muerta, ¿por qué siento dolor? Si estoy muerta, ¿por qué me encuentro en el interior de un refugio y no estoy a la intemperie, con el viento y el mar?».

Kiin pensó en los ulas funerarios y en los difuntos con las piernas atadas al pecho y envueltos en esteras de hierba. El miedo volvió a apoderarse de ella. Tal vez estaba en un ulaq funerario, en un refugio de otra aldea, en el territorio de un pueblo desconocido, con costumbres distintas a los usos de los Primeros Hombres.

Se puso a gatas y reptó a oscuras. A medida que se movía, se estiraba para tocar las paredes, hasta que sus manos rozaron una cortina de hierba trenzada. La abrió y vio una estancia espaciosa, en uno de cuyos rincones brillaba una luz titilante. Cerca de la luz conversaban un hombre y una mujer que amamantaba a un rorro.

—¿Shuku? —preguntó Kiin, pero estaba afónica y la palabra se convirtió en un ronco susurro.

La mujer alzó la cabeza y se incorporó con el pequeño prendido al pecho.

—¿Niño? —preguntó en la lengua de los Morsa y ofreció el crío a Kiin.

Kiin se arrodilló, se incorporó y dio varios pasos tambaleantes. La mujer corrió a su lado y sostuvo al niño con un brazo.

Kiin aferró a la mujer del hombro, contuvo firmemente la respiración y gritó gozosa:

—¡Shuku!

El crío, que tomaba el pecho con los ojos cerrados, dio un brinco, se giró, soltó el pecho de la mujer y estiró los brazos hacia su madre. Kiin estaba tan débil que las rodillas no la sustentaron, por lo que cayó al suelo. Se sentó a la manera de los Hombres de las Morsas, con las piernas cruzadas. La mujer habló con el hombre, que abandonó el ulaq, y depositó a Shuku en el regazo de Kiin. El crío rodeó el cuello de su madre, se irguió, la abrazó con fuerza y tarareó una melodía de palabras infantiles.

Kiin miró a la mujer y apretó los labios para contener el llanto.

—Gracias —murmuró en la lengua de los Morsa.

La mujer sonrió, señaló a Shuku y dijo:

—Él… él… —Calló y se pasó los dedos por las mejillas para representar un hilillo de lágrimas—. Yo… hmmm… yo… —Frunció el ceño al concentrarse y finalmente se señaló el pecho. El pezón aún estaba sonrosado y alargado por la succión—. Yo lo hice —añadió y sonrió.

—Gracias —repitió Kiin. Reparó en el tejido del delantal de hierba de la mujer, sonrió y preguntó en la lengua de los Primeros Hombres—: ¿Perteneces a la tribu de los Primeros Hombres?

La mujer enarcó las cejas y se echó a reír.

—Me llamo Pequeña Planta. ¿No eres Morsa? —inquirió, hablando claramente en la lengua de los Primeros Hombres, y señaló la vestimenta de Kiin, la chaqueta típica de los Hombres de las Morsas y las polainas de piel de caribú.

—No, pertenezco a los Primeros Hombres —replicó Kiin—. Me llamo Kiin y formo parte del pueblo de los Cazadores de Focas.

Aunque la mujer intentó hablar, la risa se lo impidió. Kiin, que tenía a Shuku sano y salvo en sus brazos, notó que las carcajadas le hacían cosquillas en la garganta. Las dos estuvieron un rato sin hablar y dejaron que la risa tejiera una red cuya alegría las unió.

Mientras estaba reunida con Pequeña Planta y otras seis mujeres que habían entrado en el ulaq, Kiin se dijo que formaban parte del pueblo ugyuun. Todas tenían las cabelleras enredadas y sucias de los ugyuun. Hasta su piel despedía un olor agrio y rancio.

Al saberlo Kiin se afligió, pero enseguida se levantó las polainas y contempló los cortes y los arañazos de las espinillas y los pies. Las heridas habían sanado y no presentaban líneas rojas que subieran a extender el veneno hasta su corazón.

«¿Qué tiene de malo que sean ugyuun? —preguntó su voz espiritual—. Basta mirarlas para saber que se preocupan. Las has oído reír mientras hablan de las pequeñas cosas de la vida. Da igual que se reclamen de esta o de aquella aldea. Lo que cuenta es que son buenas personas».

Kiin asintió con la cabeza. Se preguntó si la limpieza de la suk de una mujer era más importante que lo que llevaba en su corazón.

—Has dormido seis días —explicó una de las viejas—. Mi hija ha pasado los seis días aquí, cuidándote y amamantando al niño cuando no logró que tú le dieras el pecho.

Kiin miró a Pequeña Planta e inquirió:

—¿He dormido seis días?

La tierna sonrisa de Pequeña Planta indicó a Kiin que no estaba resentida por el tiempo que le había dedicado.

—Seis días —repitió la vieja y asintió vigorosamente con la cabeza, práctica que todas las ugyuun aplicaban cuando querían transmitir a Kiin la veracidad de sus palabras.

—A ratos parecías despierta —explicó Pequeña Planta—. Pronunciabas palabras en la lengua de los Morsa y reclamabas a menudo a tu hijo. ¿Se llama Shuku?

—Sí —confirmó Kiin.

—¿Qué te pasó en las piernas y en los pies? —preguntó Pequeña Planta.

Kiin abrazó a Shuku, que estaba sentado en el círculo formado por sus piernas. El crío observaba a las ugyuun y a veces miraba por encima del hombro a su madre, con expresión tan seria como la de un anciano.

—Me despeñé por un acantilado —repuso Kiin—. Estaba recolectando huevos.

—Me lo figuraba —comentó Pequeña Planta—. Águila, mi marido, te encontró en la playa de las aves. Mejor dicho, os encontró a tu hijo y a ti.

—¿No sabes que tienes que ponerte hojas de frambueso en las piernas? —preguntó una de las viejas; meneó la cabeza y se golpeó el paladar con la lengua—. En las montañas abundan los frambuesos.

—Claro que lo sé, pero sólo fui capaz de pensar en otras cosas —reconoció Kiin e hizo frente a la mirada de la anciana.

—¿Estabas sola en la playa? —preguntó otra mujer.

Las mujeres —las cuatro que se habían sentado en el suelo con Pequeña Planta y las dos que permanecían detrás, con los brazos cruzados— hablaron a un tiempo, sus palabras fluyeron en infinidad de preguntas y elevaron el tono hasta que una de las que estaba de pie gritó:

—¡Un poco de calma! ¡Somos peores que las urias que defienden los huevos!

Kiin creyó reconocer a la mujer de nariz afilada de los lejanos tiempos en que, con su hermano Qakan, había visitado esa aldea ugyuun, antes de que la vendiera a Cuervo. Experimentó un escalofrío de inquietud, pero su espíritu susurró: «Esta mujer no se acuerda de ti. Ahora eres interiormente fuerte. Por aquel entonces sólo empezabas a cobrar fuerzas. No tienes el mismo aspecto ni eres la misma».

Kiin levantó la cabeza y su mirada se iluminó con la fuerza acumulada gracias a las plegarias, los cánticos y la vida. Rio con las ugyuun y aguardó sus preguntas.

La vieja volvió a tomar la palabra:

—Pequeña Planta dice que te llamas Kiin. ¿Elegiste tu nombre o te lo pusieron?

—Me lo puso mi padre —replicó Kiin.

—¿Por qué un padre pone semejante nombre a su hija? —quiso saber otra de las mujeres.

Kiin apretó los labios y sus mejillas se arrebolaron. La mujer tenía razón; era muy extraño que un padre llamase Kiin a su hija, ya que la palabra quería decir «quién», lo cual era la negación de su existencia.

Kiin miró a la mujer.

—Quería un varón —respondió, pero no dio más explicaciones, no mencionó las palizas ni los años que estuvo convencida de que carecía de alma, los años en que le resultó imposible hablar sin tartamudear.

Varias mujeres asintieron con la cabeza y una inquirió:

—¿Dónde está tu marido?

—No se encuentra muy lejos de aquí —replicó Kiin—. Está en la playa de los mercaderes.

Varias mujeres asintieron con la cabeza.

—¿Por qué llevas ropas de los Morsa? —inquirió Pequeña Planta. Otra joven, cuyo rostro delgado y sus ojos negros y redondos eran tan parecidos a los de Pequeña Planta que Kiin llegó a la conclusión de que eran hermanas, manifestó su acuerdo con el planteamiento de la pregunta—. ¿Por qué has puesto un nombre Morsa a tu rorro?

Kiin paseó la mirada por los rostros de las ugyuun. Todas estaban flacas, macilentas, con los labios secos y despellejados. Pensó en lo que Cuervo daría a cambio de su regreso y sintió miedo.

—Mi padre es comerciante —respondió lentamente. Replicó con la verdad, con la esperanza de que las ugyuun percibieran su sinceridad en la mirada y en la rectitud de las palabras—. Mi hermano también era trocador hasta que murió. Yo misma cosí estas prendas a la manera de los Hombres de las Morsas. Cuando las ven, las mujeres quieren tenerlas para abrigarse en invierno. Mi padre troca las cosas que yo hago por cuchillos, aceite y carne para los Cazadores de Focas.

Varias ugyuun —incluida Pequeña Planta— sonrieron de forma comprensiva, aunque otras, como la mujer corpulenta y gritona, entornaron los ojos como si con la mirada quisieran traspasar la piel de Kiin y llegar a los secretos que albergaba en el corazón.

—¿Y el niño? —preguntó la gritona—. ¿Por qué se llama Shuku?

—Es el nombre que le puso un chamán Morsa —replicó Kiin—. Se trata de un nombre con poder.

La mujer inclinó la cabeza como si se detuviera a reflexionar la respuesta de Kiin. A continuación le hizo una pregunta sobre la forma de coser las polainas, por lo que Kiin se percató de que le creía. Todas hablaron a la vez y Kiin estrechó a Shuku en su pecho y sonrió de felicidad por haber llegado a la aldea ugyuun, por estar sana y salva y muy cerca de la playa de los mercaderes.