Capítulo 63

Cazadores de Ballenas

Isla de Yunaska, archipiélago de las Aleutianas

Kukutux se incorporó y volvió a arrodillarse para acariciar las piedras que cubrían el sepulcro de su marido.

—Piedra Blanca, me daría por satisfecha con permanecer para siempre a tu lado. —Con los dorsos de las manos enjugó las lágrimas que rodaban por sus mejillas y se acercó al pequeño montículo de la tumba de su hijo y musitó—: Al menos tus huesos formarán parte de esta isla.

Volvió la espalda a los sepulcros y cruzó las colinas en dirección a la playa donde los aldeanos se habían congregado.

Los ikyan de los hombres y los iks de las mujeres —más largos y anchos— se apiñaban en la orilla, repletos de bultos de piel de foca.

Como se habían reunido en familias, Kukutux buscó a Waxtal, su esposo. Comprobó que ya había abordado el ikyak y que remaba mar adentro.

«Que se aleje, que se vaya de una buena vez —musitó un espíritu perverso en la mente de Kukutux—. De esa forma podrás quedarte y Waxtal no se enterará hasta que se detengan para pasar la noche, momento en que será demasiado tarde para regresar a buscarte».

La idea endulzó la boca de Kukutux, pero recordó que era la esposa de Waxtal y que debía acompañar a su marido.

—Si me quedo es posible que Waxtal no guíe a nuestros hombres a la playa de Samiq, en cuyo caso no morirá —dijo al viento—. ¿Qué posibilidades de subsistir tendrá esta aldea si Samiq sigue vivo y la maldición persiste?

Notó que Roca Dura se había acercado a su ikyak y hablaba con los dos viejos y las siete ancianas que permanecerían en la isla de los Cazadores de Ballenas.

—Cuidad de los niños que dejamos. Retornaremos el verano próximo. Esperad nuestro regreso.

«Vosotros regresaréis, pero yo no», pensó Kukutux.

Waxtal no se proponía retornar. Le había dicho que, una vez librada la batalla en la playa de los mercaderes, se quedaría en la aldea de los Primeros Hombres. Se instalaría y ocuparía su puesto de jefe.

Kukutux dirigió la mirada a Atal, la montaña de los Cazadores de Ballenas, y a las colinas en las que yacían su marido y su hijo. Lo único que tenía como recuerdo eran la tira de piel de la mantilla de su hijo y el mechón de pelo y la zarpa de oso del espacio para dormir de su esposo. El dolor en el pecho era tan intenso que la cortaba como un cuchillo…

Suspiró para aliviar el peso de su dolor y se preguntó si su pena era mayor que la de Cesta Moteada, que no tenía más remedio que encomendar a su abuela un vástago de sólo dos veranos. Se preguntó si su aflicción superaba la de Vieja Gansa, que era testigo de la partida de su hijo y de su hija.

Kukutux escuchó a Roca Dura mientras enumeraba la cantidad de estómagos de foca con aceite y las pieles con carne y pescado que dejaba a los viejos y a los niños… suficientes para que sobrevivieran al invierno e incluso más tiempo.

Kukutux se dijo que los que acompañaban a Waxtal serían los que pasarían hambre. Pero, como el chamán había explicado durante las muchas veladas dedicadas a planificar la travesía, las mujeres que no remasen se ocuparían de pescar con sedal. Desde los ikyan, los hombres estarían atentos a la presencia de focas y otarias.

Además, podrían coger pájaros, erizos, buccinos y almejas. El año anterior Waxtal y los comerciantes habían recorrido el mismo camino, por lo que el tallista conocía las mejores playas y los lugares donde el alimento abundaba.

Roca Dura terminó de hablar y los hombres —un total de siete cazadores— embarcaron en los ikyan. Kukutux compartía el ik con la segunda esposa y las hijas mayores de Roca Dura, con Cesta Moteada, con Chillona y con su hijastra Cabellos Nevados. A diferencia de la mayoría de las mujeres, Chillona no dejaba a su rorro en la isla, a pesar de que su madre se había ofrecido a cuidarlo. Aunque algunas personas habían criticado su actitud, Kukutux no abrió la boca. Dado que le resultaba casi imposible alejarse de la tumba de su hijo, no tenía derecho a reprender a Chillona por viajar con su vástago.

Por mucho que no la reprobó, cuando los aldeanos se reunieron en la playa Kukutux notó que Chillona apenas miraba a su madre y que no se despidió. Percibió la tristeza contenida en la mirada de la anciana y vio las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Kukutux se acercó a la vieja, rodeó sus hombros delgados pero de huesos sólidos y vertió el llanto de la despedida en sus enmarañados cabellos canos. Retornó al ik y ayudó a arrastrarlo hasta el mar.

Kukutux ocupó la proa gracias a sus ojos de águila y a su brazo tullido. Dirigió un último vistazo a la isla de los Cazadores de Ballenas y luego fijó la mirada en la inmensidad azul del mar.

Se preguntó si Búho y su hermano surcaban esas aguas y navegaban en dirección este en el ik de comerciantes. Pensó en la playa de los mercaderes, en Samiq y en la batalla que se libraría en la aldea de los Primeros Hombres.