Capítulo 61

Waxtal paseó la mirada por el corro de hombres. Aunque los párpados hinchados de los Cazadores de Ballenas respondieron a su pregunta, no dejó de inquirir:

—¿Habéis orado?

—Sí —repuso Roca Dura y calló para que cada aldeano tuviese tiempo de responder por sí mismo. Luego preguntó a Waxtal—: ¿Los espíritus han hablado contigo?

El tallista asintió con la cabeza.

—Han hablado conmigo.

Los cazadores aguardaron con la mirada pendiente del rostro de Waxtal, que percibió su nerviosismo y la expectación ante sus preguntas. La situación dio fuerzas a sus manos, sus brazos, su espalda y sus piernas; guardó silencio y se limitó a esperar que ese poder fluyera por sus venas.

—Sé a qué responde la maldición —añadió al cabo de un rato.

Los hombres reunidos en el ulaq de Roca Dura lanzaron una exclamación.

—Ya lo sabíamos —dijo Roca Dura—. Los espíritus no tienen nada importante que comunicarnos si sólo te han dicho a qué responde la maldición.

De pronto los hombres que rodeaban a Waxtal se tornaron más grandes y fuertes. Aunque cerró firmemente las manos, notó que su poder menguaba.

—Samiq… —musitó Waxtal.

La mención de ese nombre logró lo que sus manos no habían conseguido: los Cazadores de Ballenas recuperaron el tamaño de seres de carne y hueso.

Roca Dura y varios más lanzaron un siseo.

—Nos maldices pronunciando su nombre —lo acusó Roca Dura.

—Los espíritus me han transmitido lo que ignoráis —acotó Waxtal. Hizo una pausa y miró a cada cazador a los ojos—. Además de chamán soy comerciante. ¿Qué me daréis a cambio del poder de poner fin a la maldición?

—Primero tendrás que decirme lo que debo saber —espetó Roca Dura, se inclinó y escrutó el rostro de Waxtal.

El tallista se echó a reír.

—Si te lo digo no me darás nada.

—¿Y si tus conocimientos no anulan la maldición?

—Devolveré lo que me deis.

Roca Dura abarcó con un gesto el mar del Norte.

—No podría encontrarte. Como no soy comerciante, desconozco los caminos marinos que conducen a las aldeas de los caribúes y los Hombres de las Morsas.

—Me quedaré aquí hasta que la maldición desaparezca —replicó Waxtal. Roca Dura masculló con voz queda y paseó la mirada por sus compañeros de aldea—. ¿Qué me daréis? —insistió el tallista.

El jefe de los Cazadores de Ballenas permaneció largo rato en silencio. A Waxtal se le hizo un nudo en el estómago y se arrepintió de no haber comido antes de la reunión. Había pensado que sería mejor reservar los alimentos para después del encuentro. Las esposas de Roca Dura siempre tenían comida a punto, pero esa mañana no había habido más que la bendición solicitada por el jefe y la promesa de un ayuno prolongado.

—¿Qué quieres? —preguntó Roca Dura—. ¿Un ikyak, pieles, pellejos de foca, alimentos y aceite?

—Espero todas esas cosas… y una mujer —respondió Waxtal.

—¿Pretendes todo eso? —insistió Roca Dura.

—No quiero un ikyak —dijo Waxtal—. Mi embarcación es excelente. Pero espero algo de cada uno: alimentos, pieles, aceite, tal vez una sencilla cesta con erizos. —Waxtal bajó la voz, inclinó la cabeza y recorrió con la mirada el corro de cazadores—. Espero lo que cada uno considera que vale la caza. Espero esto y una mujer.

—Ya te di una mujer —afirmó Roca Dura—. ¿Dónde está?

El tallista se encogió de hombros.

—Retornó a su ulaq. No sé por qué lo hizo. Me gustaría recuperarla. Si no viene, quiero otra mujer… una mujer joven, hábil para pescar y coser.

—Me ocuparé de que la mujer que te di regrese —dijo Roca Dura—. Y ahora cuéntanos lo que tengas que decirnos.

—Primero traed lo que queráis darme. Si lo que os digo no anula la maldición, cada hombre recuperará lo que me haya entregado.

A Waxtal le hizo ruido el estómago. Se dijo que no tenía sentido seguir en ese ulaq, sin probar bocado, cuando en el suyo lo esperaba la carne. No estaba obligado a ayunar porque la maldición no lo incluía.

El tallista se incorporó y se dirigió al jefe de la aldea:

—Trae lo que tengas a mi ulaq. Entonces hablaremos y te diré lo que hay que hacer.

Kukutux separó dos tiras de tendón de otaria del montón que guardaba en la cesta de almacenamiento. Sumergió los dedos en el cuenco de madera que había llenado de agua, humedeció el tendón y, apoyándolo en el muslo, se dedicó a retorcerlo.

—¡Kukutux! —gritó Roca Dura.

La mujer lo ignoró, estiró el tendón, comprobó el largo y la tensión y volvió a enrollarlo.

Roca Dura descendió hasta la mitad del poste de la entrada y bajó de un salto. Dio dos zancadas y se detuvo junto a Kukutux.

—Te he llamado —declaró con tono acusador.

La mujer se encogió de hombros.

—Estoy ocupada —replicó, alzó la mano izquierda y le mostró la larga tira de tendón que colgaba de sus dedos.

—¿Por qué dejaste al comerciante?

—Porque no es un buen hombre.

Roca Dura puso cara de sorpresa, como si pudiera ver los espíritus a los que Kukutux ofendía con esas palabras.

—¡Es chamán! —exclamó el jefe de los Cazadores de Ballenas.

—¡Me pegó!

—Tal vez los Cazadores de Focas atizan a sus esposas.

—¡Yo soy Cazadora de Ballenas!

—Eres lo que es tu marido.

—¡Soy lo que elijo ser! ¿Acaso las Cazadoras de Ballenas no elegimos a nuestros maridos? Cualquier Cazador de Ballenas sabe que destruye su espíritu si pega a su esposa. —Kukutux dejó el tendón en el suelo y se incorporó para plantar cara a Roca Dura—. Además, ese hombre no es mi marido.

—¡Pues puede considerarse afortunado! —espetó Roca Dura y caminó de un extremo al otro del ulaq—. Se ha comprometido a anular la maldición si regresas a su lado.

—¿Es lo único que quiere? —inquirió Kukutux.

Roca Dura tartamudeó y finalmente repuso:

—Es lo que quiere, además de unos pocos objetos de trueque. Espera que cada cazador le entregue algo.

Kukutux se dio el lujo de esbozar una sonrisilla.

—Unos pocos objetos de trueque… —murmuró, remedando a Roca Dura.

El jefe de la aldea suspiró.

—¿Tendré que decirle que no estás dispuesta a regresar a su lado?

—Díselo.

—Le diré que no te importa que otros cazadores sufran el influjo de la maldición… que te da igual que jóvenes como el marido de Pagro… como tu propio esposo… encuentren la muerte.

Kukutux le volvió la espalda y preguntó:

—¿Y si es incapaz de anular la maldición?

—En ese caso podrás regresar a tu ulaq y vivir sin marido o escoger otro.

Kukutux se dio la vuelta y miró a Roca Dura a los ojos.

—¿Lo consideras capaz de anular la maldición?

—No lo sé —respondió lentamente—. ¿Y si fuera capaz de levantarla? No puedo negarme a que lo intente.

Kukutux enrolló el tendón y lo guardó en la cesta de costura.

—Si la maldición no desaparece, ¿podré escoger a mi marido?

—Desde luego.

—¿Podré elegir libremente?

—Sí. ¿Retornarás al ulaq de los comerciantes?

—Regresaré, pero no olvides la promesa que me has hecho —repuso Kukutux y empezó a recoger sus cosas.

Se presentaron del más viejo al más joven. El primero fue Comedor de Pescado, que le entregó un estómago de foca con aceite que, a juzgar por el olor, estaba rancio, aunque representaba un gran esfuerzo de su parte. Ese aceite le permitiría alimentar las lámparas durante muchos días. Después llegó Orejudo con pellejos de foca peluda y, a continuación, Pez Nadador con un estómago de otaria con pescado disecado, tres vejigas de aceite de foca depurado y una túnica para dormir de trozos de piel de nutria. Finalmente apareció Roca Dura con los brazos cargados de objetos.

Waxtal se puso de pie para honrar al alananasika. Roca Dura depositó a sus pies una chaqueta de foca moteada, con la capucha cosida a la manera de los Hombres de las Morsas; dos astas de lanza, muy rectas y sólidas; tres puntas de arpón de marfil, colocadas en sus respectivos cestos negros de huesos de ballena trenzados y dos estómagos de otaria con aceite de foca en excelentes condiciones. Waxtal se abstuvo de sonreír, aunque asintió con la cabeza y volvió a sentarse para recibir los obsequios de los más jóvenes, cada uno de los cuales intentó aventajar al precedente.

Ufano y satisfecho, el tallista apretó los labios. ¿Quién podía tasar equitativamente lo que valían las habilidades para la caza? Cada entrega superó la anterior hasta que sólo faltaron unos pocos chiquillos. Tenían muy poco que ofrecer salvo lo que habían pedido a madres y abuelas: cestas, cestos de recolección, tendones y sedales de kelp trenzado. Claro que ningún comerciante rechazaba esos objetos.

Después de apilar las cosas en los rincones del ulaq, Roca Dura llevó a Kukutux. La mujer se mostró hosca; iba cargada con las cosas que consideraba importantes: cestas, agujas, pieles y vejigas con agua. Waxtal no la miró, ni siquiera reconoció su presencia en el ulaq, aunque por el rabillo del ojo espió su reacción cuando advirtió las pilas de bienes. Kukutux miró los objetos como si todo lo que los cazadores habían ofrecido hubiera estado desde siempre en el ulaq. Depositó las cosas que había traído en el suelo, se dirigió al escondrijo para alimentos y se ocupó de preparar la comida.

Waxtal se percató de que los hombres lo observaban y de que el silencio del ulaq sólo quedaba interrumpido por el sonido del cuchillo de Kukutux a medida que preparaba los alimentos. Pensó que en ese aspecto Kukutux era igual al resto de las mujeres, pues consideraba que no existía nada más importante que las naderías que cualquiera podía realizar.

Waxtal se puso de pie, estiró los brazos por encima del corro de hombres, cerró los ojos y empezó a cantar. Era un cántico de bendiciones y, a pesar de que al principio utilizó la lengua de los Morsa para crear cierto misterio, enseguida empleó las palabras de los Primeros Hombres para que los Cazadores de Ballenas lo entendiesen y supieran que apelaba a la buenaventura. Movió las manos y los pies siguiendo el lento ritmo de las palabras. Los regalos de los aldeanos los volvía merecedores de algo más que un simple reconocimiento. Además, ¿a qué cazador le disgustaban las ceremonias?

Waxtal cantó y al final, cuando con los ojos entornados vio que algunos cazadores se inquietaban, se acercó a los objetos de trueque. Posó las manos en cada cosa que le ofrecieron y musitó una bendición. Cogió un estómago de foca con aceite, ofrecido por uno de los cazadores más jóvenes, y lo mostró. El estómago pesaba tanto que le temblaban los brazos. Lo exhibió y dijo a los reunidos:

—Los espíritus dicen que este estómago de foca corresponde a las viudas recientes, a las viudas del cazador al que la morsa arrebató la vida. Los espíritus dicen que se trata de la primera señal de que la maldición desaparecerá de esta isla.

Un murmullo recorrió el corro de hombres, y Nadador —el hermano de Pagro— avanzó unos pasos y cogió el estómago de manos de Waxtal.

—Te lo agradezco en nombre de Pagro —declaró Nadador mirando al suelo como muestra de respeto.

—No es a mí a quien debes agradecérselo, sino a los espíritus —replicó Waxtal. Aguardó a que el joven ocupara su sitio en el corro de cazadores y añadió—: He prometido deciros lo que los espíritus me han transmitido. Escuchadme y no habléis. Prestad mucha atención y oídme, pues no será fácil anular la maldición y algunos no querrán hacer lo que se impone.

El tallista contempló a los hombres y se imaginó a cada cazador con el arpón y la lanza en la mano, intentando adivinar quiénes se enfrentarían con otros seres humanos y cuáles de los cazadores de más edad habían combatido a brazo partido con los Bajos. Volvió a tomar la palabra:

—Hace dos o tres veranos un joven Cazador de Focas llegó a esta playa. Se trataba del nieto del alananasika de los Cazadores de Ballenas, el anciano que ha muerto y es honrado por los que se encuentran en las Luces Danzarinas. El viejo quería que el hijo de su nieta aprendiera las costumbres de los Cazadores de Ballenas. Era una aspiración justa. ¿Por qué permitir que su nieto, hábil con el arpón y el ikyak, conviviera con los Cazadores de Focas? ¿Alguien cree que el Cazador de Focas es más competente y poderoso que el Cazador de Ballenas? —Sonaron voces de asentimiento antes de que Waxtal prosiguiera—. Hasta la madre del chico, una mujer llamada Chagak e hija de un Cazador de Focas, quería que su abuelo criara a su hijo para transmitirle las buenas costumbres de los Cazadores de Ballenas. Debido a sus sueños sobre el poder que tendría su hijo, Chagak mintió a su abuelo, no le dijo la verdad. El joven Samiq…

Una súbita exclamación de sorpresa llevó a Waxtal a levantar la mano y a repetir:

—El joven Samiq fue engendrado por un Bajo, por uno de los enemigos que desembarcaron en esta isla. Mientras los Cazadores de Ballenas celebraban la derrota de los Bajos, los espíritus de éstos, vencidos en la isla, aunaron fuerzas en un solo hombre, que a la sazón no era más que un rorro amamantado por una Cazadora de Focas.

Los cazadores cuchichearon, asintieron con la cabeza y pusieron de manifiesto su cólera. Waxtal tuvo que alzar ambas manos y aguardar a que el silencio volviera a imponerse. Estaba a punto de hablar cuando uno de los presentes lo interrumpió.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó a sus espaldas el cazador Foca Agonizante.

—Por dos razones —contestó Waxtal—. En primer lugar, porque estaba al lado de Shuganan, el chamán de los Cazadores de Focas, cuando le sobrevino la muerte, momento en que me traspasó sus poderes. Waxtal desenfundó el cuchillo de tallar que colgaba de su cintura y lo apoyó en la palma de la mano derecha. Me transmitió su don para las tallas. Me habló de Samiq porque temía en qué podía convertirse el niño. Y, en segundo lugar, porque el mismo Samiq me lo dijo.

—¿Lo sabía cuando llegó a esta isla? ¿Sabía que era nuestro enemigo? —preguntó uno de los hombres más jóvenes, el cazador al que llamaban Pájaro Picudo.

Waxtal meneó la cabeza.

—No, no lo sabía hasta que regresó con los suyos, hasta que desafió a su padre para hacerse con la jefatura de los Cazadores de Focas y los trasladó al este, a la playa de los mercaderes.

—No puede ser —terció Roca Dura—. El joven al que te refieres está muerto. Falleció en esta isla. Él, su esposa y un chiquillo de la aldea murieron aplastados por un saliente rocoso que se derrumbó.

Waxtal sonrió.

—Está vivo. Lo he visto y he hablado con él. Dirige mi aldea y sus poderes son malignos. ¿Por qué creéis que yo, que ya no soy joven, abandoné a los míos y me dediqué al trueque?

—¿Cómo sabemos si lo que dices es cierto o no? —preguntó Foca Agonizante.

—¿Crees que pronunciaría tan alegremente el nombre de Samiq si faltara a la verdad? —inquirió Waxtal y se volvió para mirar a Roca Dura.

—Dices ser chamán, y los chamanes tienen poderes. Pronuncias el nombre del anciano, del chamán de los Cazadores de Focas.

—Shuganan vive a través de mí —afirmó Waxtal—. Somos la misma persona. —Los cazadores hablaron entre sí. Waxtal reparó en sus miradas cargadas de dudas y rio—. Veo que no aceptáis los conocimientos del chamán. ¿Estáis dispuestos a aceptar los del Cazador de Focas? —Hizo una pausa y poco después apostilló—: La mujer que llevó consigo se llama Tres Peces y el muchacho responde al nombre de Pequeño Cuchillo.

Como si fuesen mujeres, los cazadores se llevaron los dedos a la boca y disimularon su sorpresa con las manos ahuecadas.

—Dinos qué hay que hacer para acabar con la maldición —acotó Roca Dura.

Waxtal tuvo la sensación de que su espíritu emprendía el vuelo, como si algo firmemente atado se hubiera desanudado. Tanta libertad lo llevó a reír al tiempo que replicaba:

—Hay que matar a Samiq.

Kukutux ofreció alimentos, pero los hombres no quisieron probar bocado. Se acuclilló, prestó atención y esperó. Los cazadores hicieron planes, conversaron y dedicaron casi todo el día a organizar la travesía hasta la lejana playa de los mercaderes, lugar que, con excepción de Waxtal, nadie había visitado. Dado su entusiasmo, los hombres parecían chiquillos que agitan las manos y abren desmesuradamente los ojos. Sólo Foca Agonizante mantuvo la calma y permaneció tan quieto que Kukutux habría pensado que dormía de no ser por lo mucho que le brillaban los ojos.

Al final terminaron de elaborar planes, no les quedó nada más que decir y todos, incluido Roca Dura, abandonaron el ulaq. Kukutux permaneció sentada con las manos en el regazo. Tomó la decisión de que se convertiría en la esposa del comerciante si así anulaba la maldición. No era lo peor que podía ocurrir. Sería más doloroso ver famélicos a los niños de la aldea, oír sus gritos de hambre, percibir el sufrimiento en las miradas de las madres jóvenes y escuchar los cantos funerarios de las viudas.

Waxtal se acercó a Kukutux y se detuvo ante ella.

—¿Quieres comer? —preguntó la mujer.

—Eres mi esposa —afirmó Waxtal.

—Sí, lo soy —respondió Kukutux sin bajar la mirada ni inclinar la cabeza como muestra de respeto.

El tallista apretó los puños.

—En ese espacio para dormir hay alimentos —añadió y señaló con la barbilla el espacio contiguo al que ocupaba.

Convencida de que Waxtal mentía, Kukutux se puso en pie y entró en el espacio para dormir. Nadie guardaba alimentos en el mismo sitio que utiliza para descansar. Waxtal sólo pretendía que entrase voluntariamente en el espacio para dormir, con la intención de seguirla y reclamar sus derechos como marido. Sin embargo, vio alimentos: una bolsa de hervir con estofado. La carne y el caldo fríos estaban cubiertos por una capa de grasa solidificada.

—¿Te apetece un poco de estofado? —preguntó Kukutux.

—Sí, tengo hambre.

—Si estás dispuesto a esperar, lo calentaré en el hogar exterior —añadió Kukutux y mantuvo la bolsa en equilibrio con las manos.

Waxtal negó con la cabeza, cogió dos cuencos, los hundió en el estofado y arrastró parte de la grasa.

—Cuélgala encima de la lámpara de aceite y se calentará de grado en grado. —Kukutux colgó la bolsa de hervir y se acuclilló junto a Waxtal, que le pasó uno de los cuencos—. Come —dijo Waxtal. La mujer esperó a que el comerciante tomara el primer bocado y se alimentó. Cuando el cuenco de Kukutux se vació, Waxtal preguntó—: ¿Tu marido murió en una cacería?

—Sí.

—¿Estás preparada para volver a ser esposa? —Al ver que Kukutux permanecía en silencio, Waxtal añadió—: ¿Cuánto hace que murió?

—Ha pasado más de un año.

—El tiempo suficiente…

El tallista se incorporó y le tendió la mano. Aunque sus dedos eran de viejo y tenía los nudillos hinchados, Kukutux imaginó que con la mano esgrimía el báculo y lo apretaba al tiempo que lo levantaba para golpearla.

—¿Tienes otra esposa? —inquirió mientras se erguía e ignoraba la mano que Waxtal le tendía.

—Ha muerto.

—Los dos estamos de duelo.

—No tendrás una vida terrible —aseguró Waxtal y extendió los brazos como si quisiera abarcar las pilas de objetos de trueque.

—Nada me pertenece.

—Porque eres mujer. ¿Alguna mujer se hace la ilusión de poseer todo esto? —El comerciante lanzó una carcajada—. Algo te daré porque eres mi esposa. Elige.

—¿Puedo elegir cualquier cosa? —preguntó Kukutux.

—Lo que prefieras.

Kukutux contempló largo rato las pieles, los pellejos, la carne y el aceite. Por último señaló el pecho de Waxtal y el collar de piedras azules que Búho le había regalado.

—Quiero ese collar —afirmó.

Waxtal entornó los ojos, titubeó y finalmente se quitó el collar y se lo entregó. Después Kukutux acompañó al comerciante a su espacio para dormir.