Capítulo 60

Waxtal se sentó junto a la lámpara de aceite. Era necesario recortar la mecha. Desenfundó el cuchillo de la manga y se incorporó; miró la mecha de musgo trenzado y la delgada espiral de humo negro que se elevaba de la llama chisporroteante, volvió a agacharse y guardó el cuchillo. Nadie podía decir qué ocurriría con esa hoja si la utilizaba para realizar el trabajo de las mujeres. No tenía sentido arriesgarse a sufrir una maldición precisamente en la isla de las desgracias.

Pensó en comer algo, pero la mujer sólo había dejado media piel de foca con pescado disecado y varios trozos de carne de foca. Waxtal se dijo que era una insensata. Las mujeres eran incapaces de percibir las cuestiones espirituales. Claro que no podía esperar otra cosa. La mayoría de los hombres tampoco las comprendía.

Se acercó a los colmillos de morsa, se sentó y apoyó las manos en el frío marfil. Cerró los ojos y evocó la morsa varada en la playa. Tal vez la hubiera convocado. No estaba seguro. ¿Por qué otra razón habría acabado allí un animal que, al morir, no flotaba? ¿Qué más podría haberla atraído salvo sus poderes?

Se acordó de su pobre aldea. Quizá hubieran muerto todos durante el primer invierno que pasaron lejos de la isla de Tugix, sin alimentos y aceite. No lo afectaría retornar al ulaq funerario lleno de huesos, incluidos los de su esposa Concha Azul. Ya podían estar todos muertos.

¿Y Samiq? Waxtal sonrió. Prefería que Samiq siguiera vivo. Era imprescindible que Samiq lo viese convertido en chamán y fuera testigo de sus poderes. Luego podría morir: Waxtal le quitaría la vida con la lanza. Claro que si todos habían muerto en la aldea no quedaría nadie. No tenía de qué preocuparse. Había convocado las morsas en la isla de las cuatro aguas y al ejemplar muerto en esta playa. Sí, había atraído a todas las morsas. Nadie más podía hacerlo. Si Roca Dura fuera capaz de convocar los animales, llamaría a una ballena.

«Las he atraído —pensó Waxtal—. Convoqué las morsas. Si soy capaz de llamar morsas, también puedo atraer hombres, cazadores y comerciantes que acudirán a mi aldea. Seré jefe porque puedo convocarlos».

Le hicieron ruido las tripas. Se llevó la mano al estómago y masculló:

—Calma, pronto tendrás alimentos. Traerán más cosas que si me hubiera quedado con la parte del cazador.

Se acomodó y esperó hasta que el sueño lo venció.

Despertó al oír una voz que llamaba desde lo alto del ulaq. La viuda Pagro y la vieja Muchas Manos le hicieron una visita. Ambas portaban carne fresca, cortada, cocida y chorreando aceite. Pagro también acarreaba una vejiga con bulbos de raíces amargas hervidos, que entregó a Waxtal al tiempo que descendía por el poste de la entrada. La vejiga estaba tibia y dejaba escapar el sabroso aroma a pescado ahumado. Waxtal la abrió y vio que la viuda había mezclado el pescado escamado con las raíces y añadido hojas de ugyuun disecadas. Metió la mano para coger bulbos y se chupó los dedos.

—Es para ti, en agradecimiento por la carne que nos diste —dijo Pagro.

A pesar de que la viuda tenía los ojos hinchados a causa del llanto, Waxtal se dio cuenta de que era una mujer hermosa, alta, fuerte, con los huesos de la cara firmes bajo la piel, ojos grandes y nariz pequeña.

Pensó que era una pena que Pies Rojos no hubiera muerto antes. Si Pagro no estuviese de duelo, Waxtal la reclamaría como esposa en lugar de pedir en matrimonio a la que llamaban Kukutux. Aunque ésta no era fea, las cicatrices del brazo le quitaban fuerzas y era una mujer de lengua afilada y palabras cortantes. Claro que, si decidía pasar el invierno en la isla, tal vez Waxtal pudiera tomar a Kukutux por esposa y despreciarla en cuanto Pagro acabara el duelo. Nadie se lo recriminaría. Hasta Roca Dura se quejaba del genio de Kukutux.

—Te lo agradezco —respondió Waxtal y volvió a hundir los dedos en las raíces amargas—. Está muy sabroso.

—Soy yo la que debería estar agradecida —añadió Pagro—. A una mujer sola no le resulta fácil conseguir carne.

La viuda y la madre del difunto se marcharon. Waxtal siguió a Pagro con la mirada a medida que subía por el poste de la entrada. Se demoró en los pies y en las piernas y, aunque le habría gustado contemplarla mejor, la oscuridad del ulaq no le permitió vislumbrar más allá de sus rodillas. De todos modos, Waxtal olvidó momentáneamente que tenía el estómago vacío. En cuanto las mujeres desaparecieron en lo alto del ulaq, se acomodó junto a la lámpara de aceite y comió.

Esa noche se presentaron tres mujeres con carne de morsa cocida; Waxtal se dijo que la carne era de sabor fuerte, quizá no tan sabrosa como la de foca, aunque mejor que la de ballena. Una de las mujeres le prometió un estómago de foca con aceite de morsa y, al ver su lámpara, desenfundó el cuchillo y cortó la mecha. Otra le ofreció carne de morsa cortada en lonchas muy delgadas, con un trozo de pescado crudo entre cada rodaja; la morsa estaba cocida en aceite hasta formar una corteza curruscante que retenía el jugo. La tercera se presentó con un estofado con caldo espeso y colgó el recipiente de las vigas.

Cuando las mujeres se fueron, Waxtal trasladó los alimentos a los espacios para dormir desocupados. Más le valía no mostrar que tenía excedentes de comida. Si un rato después los hombres se acercaban al ulaq para hablar de la caza de morsas, era mejor ocultar los alimentos: ya tenían esposas y madres que les cocinaran.

Waxtal comió hasta hartarse y depositó en una estera las sobras de la carne que Pagro le había llevado, la enrolló y la guardó en el espacio para dormir. Se sentó con las piernas cruzadas y clavó la mirada en la llama de la lámpara de aceite. Waxtal oyó voces, como si se sumiera en un sueño.

Al principio supuso que se trataba de alguien más que le llevaba alimentos, pero enseguida comprendió que las voces emanaban del interior del ulaq. Se acercó con sumo cuidado al sitio del que procedía el sonido y acabó junto al colmillo tallado. Agachó la cabeza y oyó las voces susurrantes.

«¿Cómo? —preguntó una voz—. ¿No reservas nada para los que decidan visitarte?».

—¿Por qué tengo que ofrecerles alimentos? —preguntó Waxtal, hablando también en voz muy baja—. Les entregué la morsa y no me quedé nada. ¿Qué más debo hacer?

«¿Convocaste la morsa?», insistió la voz.

—¿Quién te figuras que la llamó?

«El egoísmo sólo engendra pesares», replicó la voz.

Waxtal ya había oído esas palabras en boca de las abuelas que enseñan a los nietos.

—¿Crees que soy un niño y que tienes que darme esa lección? —inquirió, pero se acercó al escondrijo para alimentos, retiró la estera y la extendió en el suelo, junto a la lámpara más grande. Añadió de viva voz—: Mira, aquí hay alimentos.

La voz no respondió. Aunque Waxtal volvió a acuclillarse junto al colmillo y estuvo un rato en esa posición, las voces no se dirigieron nuevamente a él. Al final fue al espacio para dormir, buscó el paquete con las herramientas de tallar y se instaló junto a la lámpara de aceite más intensa. Cogió un trozo de carne de morsa y lo mascó mientras trasladaba el colmillo tallado y lo depositaba en el suelo, junto a la lámpara.

Cerró los ojos por si en su mente surgía alguna imagen, alguna idea sobre lo que debía tallar. No tardó en trazar líneas, representaciones de Samiq, el hombre de la mano lisiada y apoyada en el pecho; talló marcas como lanzas que aludían a las maldiciones que los espíritus habían dirigido contra él.

Waxtal oyó que Roca Dura lo llamaba desde lo alto del ulaq. Dejó de lado el colmillo y alineó las herramientas.

—¡Entra! ¡Estoy aquí!

Roca Dura descendió por el poste y se quitó la suk. El Cazador de Ballenas apenas se había sentado cuando Waxtal le ofreció lo que quedaba de la carne de morsa que Pagro le había traído.

Roca Dura aceptó un bocado, lo masticó despacio y lo tragó con parsimonia. Señaló a Waxtal con la barbilla y afirmó:

—Convocaste la morsa.

—Así es.

—Me alegro de que estés aquí. Al menos ahora nuestra aldea tiene carne fresca. —Waxtal ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa. Roca Dura apostilló—: Nuestros cazadores no saben cobrar morsas. ¿Puedes ayudarlos?

—Tal vez. He salido de caza con los Hombres de las Morsas, pero no conozco todos sus secretos. Puedo decirte que no las atrapan con arpones para focas u otarias. Creo que ya te lo he advertido. —Roca Dura se limitó a asentir con la cabeza—. Debes pedir a tus cazadores que preparen armas para cobrar morsas. Las astas han de ser largas y de la madera más resistente. Los extremos deben ser de hueso, de la misma longitud que el antebrazo de un hombre. Las puntas de las lanzas deben tener el largo de la mano de un hombre, calculado de la muñeca al extremo del dedo más largo. Tendrás que decir a tus hombres que las morsas se cazan en tierra. —Waxtal apartó la mirada de Roca Dura y la fijó en la lámpara de aceite—. No creo que sea necesario explicarte las razones.

—Vi lo que pasó —confirmó Roca Dura. Cogió otro trozo de morsa y Waxtal hizo lo mismo, a pesar de que le dolía el estómago de tan lleno que lo tenía—. Si hacemos todo lo que dices, ¿bendecirás nuestras armas y entonarás cánticos para ayudarnos en nuestras cacerías?

—Sí —respondió Waxtal—. Los Cazadores de Ballenas os habéis portado bien conmigo. —Trazó un amplio círculo con la mano—. Me habéis dejado este ulaq.

Waxtal sonrió, pues sabía que Roca Dura repararía en la modestia de la estancia.

—¿Las mujeres te han traído alimentos? —preguntó el jefe de la aldea.

Waxtal señaló la estera situada junto a Roca Dura. Éste miró los pocos trozos de carne que había y arrugó el entrecejo.

—Comí algo antes de que llegaras —explicó Waxtal—. Habría guardado más carne si hubiera sabido que me visitarías.

Permanecieron un rato en silencio, hasta que Roca Dura preguntó:

—Si hacemos lo que has dicho, ¿tendremos éxito en la caza?

Waxtal estuvo a punto de soltar un exabrupto, pero apretó los labios y se encogió de hombros.

—¿Quién puede asegurarlo?

—La maldición sigue pesando sobre nosotros —afirmó Roca Dura con tono bajo, con la voz de quien ha trabajado demasiado y hecho muchos esfuerzos sin descansar.

—Es verdad —reconoció Waxtal—. ¿Sabes por qué murió el cazador?

—Por el arpón; porque no elevamos plegarias.

—Con eso basta para maldecir la caza —añadió Waxtal—. Es suficiente para que el cazador regrese de muchos días en el mar con las manos vacías… puede que no tenga suerte un verano y hasta dos, pero me parece extraño que sea tan grave como para matarlo. —El tallista meneó la cabeza.

—¿Es la misma maldición que pesa sobre la isla desde hace dos años? —preguntó Roca Dura.

Waxtal bajó la cabeza y estuvo largo rato en silencio. Finalmente cerró los ojos y entonó un cántico en la lengua de los Morsa, seguido de palabras y frases en la de los Primeros Hombres, para volver a hablar en Morsa. Las palabras se trenzaron como tiras de tendón retorcido. Cuando acabó de orar, Waxtal abrió los ojos y dijo a Roca Dura:

—Debes abandonar esta isla.

El jefe de los Cazadores de Ballenas lo contempló con la mirada desorbitada.

—¿Te refieres a mí?

—A ti y a los mejores cazadores. Es la única solución.

—Si nos marchamos, ¿nuestro pueblo se librará de la maldición?

—Sólo si hacéis lo que hay que hacer.

—¿Y qué hay que hacer?

Waxtal bajó la cabeza y tardó mucho en replicar. Al final respondió:

—En ocasiones los espíritus no dicen todo lo que hay que hacer.

—Si no sabemos qué hay que hacer, ¿cuál es el sentido de abandonar la isla? —preguntó Roca Dura y la cólera aguzó sus palabras.

Waxtal levantó las manos con las palmas hacia arriba.

—Visita cada ulaq y habla con los cazadores de la aldea. Pídeles que dediquen la noche a orar. Yo también elevaré mis plegarias y por la mañana te diré qué hay que hacer.

Roca Dura se incorporó y Waxtal hizo un esfuerzo para ponerse en pie. Esperó a que el jefe de la aldea se acomodara la suk y lo acompañó al poste de la entrada. Al llegar a lo alto, Roca Dura se volvió y miró a Waxtal.

—He venido a decirte que los aldeanos quieren que te quedes los colmillos de la morsa.

Waxtal levantó la mano.

—Diles que les doy las gracias. Visita a tus hombres, ora y pídeles que recen. Diles que yo también dedicaré la noche a las plegarias.

Waxtal trepó por el poste de la entrada y se acuclilló en lo alto del ulaq. Permaneció a la intemperie, sin suk, azotado por el viento frío y observó a Roca Dura a medida que visitaba un ulaq tras otro.

Un rato después, cuando regresó al refugio, Waxtal se calentó las manos con la llama de una de las lámparas de aceite y se puso a reír.

—Tengo cuatro colmillos —dijo—. Ni siquiera los espíritus podrán oponerse a mi poder.

Se dirigió al espacio para dormir, se arropó con las pieles y concilio el sueño. Por fin era chamán: convertiría sus sueños en plegarias.